Tom llegó con su maleta. Su pegatina de John Kerry no decía siquiera «Presidente», y parecía que John Kerry fuera el dueño o el diseñador de la maleta. «Tengo que irme», dijo Tom al sentarse, raspando la silla sobre el pavimento y colocando la maleta bajo la mesa.
—¿Antes de comer? —preguntó ella.
—No. —Se miró el reloj.
—Entonces pide. Pide rápido si hace falta. O toma mi ensalada, si quieres. —Señaló la húmeda lechuga romana de su plato.
Él miró el menú, luego lo soltó. «Ahora no puedo ni leer. ¿Hay cuscús? Pídeme el cuscús de cordero. Vuelvo enseguida. —Cogió el móvil—. Voy al baño.» Su cara tenía un gesto de preocupación bajo la piel curtida por el sol: su cuerpo era larguirucho y su zancada amplia pero brusca cuando entró. La maleta se quedó bajo la mesa, como una bomba.
Convocó al garçon con un gesto que era como el movimiento de la mano rápidamente retirada por temor a que el profesor te llamara. No tenía oído para los idiomas: en eso se parecía a su madre, que en su luna de miel en Francia, al ver «L’École des Garçons», había señalado: «¡No me extraña que los restaurantes sean tan buenos! ¡Todos los camareros van a la escuela de camareros!».
—Pour mon ami, s’il vous plaît —dijo—, le couscous d’agneau. —¿Estaba bien? ¿Había que pronunciar las dos eses, o sólo una, o ninguna, como en cucú, quizá como se llama a un niño pequeño en el parque? Cuando el cordero era una comida, ¿era una palabra distinta, como pez y pescado? Quizá había pedido una criatura que vivía y respiraba, y se la presentaban gimoteando entre caldo y lana. El camarero asintió y no dijo: «¿Algo más para usted, señora?», sino que se dio la vuelta rápidamente y se fue. Las mesas exteriores eran al parecer todas suyas ese fin de semana. Era abril y el tiempo había cambiado hacia algo opresivamente agradable, con una brisa urbana de ajo, diésel y jacinto. Donde vivía habitualmente no había el mismo aire de aceite y cebolla repleto de posibilidades cuando caminabas por la calle. Invernales praderas purificaban el aire. Y la primavera era una cosa breve y delicada que rápidamente dominaban los tornados.
—Mira —dijo Tom, al volver, intentado aligerar el tono—. Creo que igual te has dejado tu cuaderno en el lavabo.
Le entregó un pequeño cuaderno abierto, claramente de Tom, en el que había escrito la letra de Fever, de Peggy Lee. Signos de exclamación y florituras decoraban todas las líneas. También había un pequeño juego de tres en raya. La parte inferior de una página decía: «Los peces pican menos / cuando del este sopla el viento» y: «¿Qué es el destino, si tienes que preguntar?». También: «Me encanta tu pelo tal como es, qué narices». Que eso le pareciera desternillante le hizo pensar: «Siempre ha sido el hombre adecuado para mí».
—Tengo que volver a Estados Unidos —dijo él. Puso los codos sobre la mesa y la cabeza en las manos. La poca gente que conocía que trabajaba de vez en cuando en el negocio de la intriga internacional, pensaba, tenía mucha energía, pero también pagaba un precio; ahora Tom parecía cansado y derrotado—. Ya sabes, todo el mundo de la inteligencia: no somos James Bond. Somos pobres y pútridos tramposos atrapados, que decidimos cosas en casa en nuestros portátiles y jugamos en un campo demasiado grande para nosotros.
—¿No hacía un discurso parecido Richard Burton en El espía que surgió del frío?
—Ése era el discurso.
—¿Y la parte del portátil?
—Hay que permitir un poco de improvisación. ¿Has pedido?
—Oui, monsieur.
—Merci. —Sonrió. Sabía que le gustaba que dijera cualquier cosa en francés. Su especialidad eran los idiomas, incluyendo el urdu y el árabe, aunque luego su mente se volvió hacia una pantalla azul vacía. «Y sólo cuatro horas de árabe», había añadido. «Y quizá sólo cinco de inglés: cinco horas es mucho rato para hablar.» Décadas antes había conducido coches para ganarse la vida, desde Holanda a Teherán, como traficante de droga (aunque no lo había dicho, ella lo había conjeturado). Luego fue reclutado por funcionarios estadounidenses para dar clase a los hijos de los guardias del sah.
—¿Qué les enseñabas? —preguntó ella.
—Teoría crítica —dijo, y su cara se iluminó con el deseo de divertir—. Películas y marxismo. Por supuesto, no auténtico marxismo, nada tan práctico. Nada del tipo: así es como matas a la gente y la tiras a una zanja. No, enseñábamos un marxismo muy abstracto. Muy de torre de marfil.
—Ja, ja —dijo ella.
—Les daba clases de inglés —dijo él—, y también a algunos de sus padres.
—¿Te parecía que el sah era tan malo? —había preguntado, y había recibido una larga y extraña conferencia sobre Chiang Kai-shek y la clasificación dudosa y simple de varias figuras históricas. Creía que en las fotografías de los rehenes de la embajada, el tipo apuesto, alto y rubio con los ojos vendados ante la puerta de la embajada era Tom. En la época ella era adolescente y sólo décadas después había tropezado con la foto en internet; el parecido la dejó sin respiración.
Pero él había dicho que no, había salido un mes antes. Los secretos cerrados y luego abiertos de su trabajo la fascinaban y la paralizaban, como la rana que se aclimata letalmente al agua caliente.
Pagaba todo en efectivo.
—Ahora todo el mundo parece malo —había dicho—. No sólo el sah.
Levantó la redoma de Côtes du Rhône, alzó las cejas con optimismo e irguió la cabeza. Su pelo tenía el color que adoptaban los rubios rojizos en la mediana edad: bilioso y bronce, como si le hubieran echado agua oxigenada y luego lo hubieran pintado con rayas blancas como un gato anaranjado.
—No quiero vino —dijo ella—. Lleva al queso.
Esperaba haber perdido peso a tiempo para aquel viaje pero ay.
—No debes decir una palabra si te cuento esto. —Se detuvo, la estudió, calculando.
—Por supuesto que no. —¿No parecía de fiar? ¿Por qué no parecía una persona íntegra, como ella creía ser? Quizá le faltaba elegancia: la gente confundía las dos cosas.
Tom se echó un poco de vino y bebió.
—En Londres hay informes que hablan de incidentes de tortura que afectan a tropas estadounidenses en una prisión de Bagdad. Alguien ha hecho fotografías. Es un desastre y tengo que volver. —Dio otro trago.
—¿Las tropas están bien? ¿Qué quieres decir?
—Las tropas son críos. No saben qué están haciendo. Son ovejas. —El camarero trajo el cuscús y Tom probó el cordero—. Va a estallar. Los periódicos británicos están listos para sacarlo. Será un escándalo tan grande como My Lai.
—¿My Lai? Bueno, no exageres —contestó, aunque ¿quién era ella para decir algo tan leve?
La mano de él temblaba; bebió vino. «Lo digo en serio. Créeme: el nombre de esa cárcel será famoso en todas partes.» Y luego dijo el nombre, pero a ella le pareció absurdo, y quizá lo fuera, aunque su espantoso oído para los idiomas hacía que todas las palabras que no pertenecían al idioma inglés sonaran muy, bueno, misébiles, como sacadas de «Jabberwocky»: «Superrugían las memes cerduras».
Apuñaló el aire con su tenedor.
—Es la misma unidad a la que pertenecía yo cuando estaba en el ejército, hace treinta años. Y seguían órdenes de la inteligencia militar: el oxímoron más célebre. Lamento el tiempo que pasé en Teherán y El Cairo; lamento haber tenido la habilidad de asesorar.
—Necesitabas el dinero.
—Lo siento, ¡pero no hay más huecos disponibles para conferencias! —dijo, extendiendo la boca en una sonrisa que era como una estrella que emite una luz falsa y lejana desde un tiempo remoto—. ¡Todos los huecos son para los participantes que ya han hecho la prueba! —Nunca volvería a verlo sonreír como entonces. En realidad, probablemente no lo estaba viendo ahora. Miró un momento a través de ella y bajó la voz—. Les dije: hagáis lo que hagáis, no tiréis coranes por el váter. Hagáis lo que hagáis, no los hagáis estar desnudos delante de una mujer. Hagáis lo que hagáis, no les obliguéis a participar en ningún juego sexual. No hagáis pantomimas con felaciones, una idea que probablemente es un buen consejo para todo el mundo. No cojáis un rotulador Sharpie y escribáis «Hijos de Akbar» en su frente, ni les pongáis ropa interior femenina en la cabeza. Hagáis lo que hagáis, no intentéis recrear vuestro recuerdo de ver a Pilobolus[5] en el centro cívico a los ocho años. Los desmoralizará y los degradará.
Pensó que veía qué le estaba diciendo. «No hagas» era la versión en clave de «haz». A veces los médicos empleaban esa estrategia con los enfermos terminales que querían morir: «Hagas lo que hagas, no te tomes todo lo que te he recetado de golpe con un vaso de agua».
—¿De dónde han sacado esas ideas entonces? ¿De internet? —¿Acaso él creía que esas prohibiciones no estaban articuladas de ese modo para cubrirse? Cuando huías de una sala de ambigüedad moral, era bueno tener una silla agradable y mullida esperándote en la siguiente. Pero después te convertías en tu versión fantasma, inquieto en una casa que no sabías que estaba encantada hasta este punto, y encantada por ti.
—¡Internet! —dijo Tom, resoplando—. Internet sólo refleja lo que ya está en la mente humana. Quizá un poco menos. La crueldad llega de forma natural. Le llega naturalmente a todo el mundo. Pero si uno está confuso, y hace calor, se desorienta todavía más. El deseo de romper algo para dominarlo. ¿De dónde viene esa idea? ¿Qué pasó con la simple inteligencia? En cambio, tenemos interrogatorios con presos desnudos y bolsas de arena metidas en pimienta.
—Pero tú… eres IM.
—¿MI?
Cambió de posición en la silla. No se acordaba de si había pedido pan con la ensalada. «Todo el planeta se basa en estar en el lugar adecuado en el momento adecuado», dijo, también perdida.
—¡No! ¡No! —gritó él, viendo cómo sus ojos se estrechaban hasta quedarse hechos una ranura—. Tenían que reducir la intensidad del conflicto, no convertirlo en Guantánamo.
—Sólo eres un asesor. No eres responsable —dijo ella, insegura.
Un amigo íntimo de la infancia de Tom, lo sabía, iba en el avión de Mohamed Atta. Sentado en primera clase, con los terroristas. «Dios mío, qué horror», había dicho ella cuando se lo contó en una cafetería en Estados Unidos.
«Sí —respondió él, abatido—, uno no cuenta con que pasen cosas así. Salvo en clase turista».
Ahora, de nuevo, tampoco sabía cómo consolarle.
—Hablas como si fueras la misma Muerte.
—Quizá lo sea, pequeña. Vamos a dar un paseo y a ver si vuelves. —Empezó a frotarse las sienes—. Lo siento. No sé qué me pasa, pero tengo una buena idea para curarme —añadió, sonriendo un poco, como si le diera miedo ponerla nerviosa. Convirtió la mano en una pistola y la puso sobre la sien, imitó un gatillo con el pulgar.
—A lo mejor eso sólo te hiere —dijo.
—¿Y esto? —dijo, y apuntó con el dedo en la boca. Veía el amarillo cremoso de sus dientes, sus molares con ojos de mercurio.
—Es una manera extrema de librarse del dolor de cabeza, y aun así quizá no funcione.
—Ya lo tengo —dijo, y con las dos manos puso cada dedo del gatillo a un lado de la cabeza—. ¿Eso servirá?
Risa en la noche de media tarde. Los lirios del jarrón sobre la mesa de plexiglás ya habían pasado a mejor vida.
—Los veterinarios lo tienen claro —dijo ella—. Es mucho más humanitario que la medicina humana. Especialmente al final. Tienen la inyección correcta. Nada de malos sueños con la morfina.
—Por eso estoy preparando mi traje de perrito —respondió él.
—Jo, jo.
—Si tienes impulsos suicidas —dijo él lentamente—, y en realidad no te matas, coges fama de «contradictorio».
Tenía dolores de cabeza que podían debilitarlo, pero siempre se escondía en su apartamento cuando los sufría, así que ella nunca había podido ver lo incapacitantes que eran. Dos años más tarde, cuando le implantaron un chip en la cabeza —una cura para la migraña, experimental, de última generación, pero ¿quién podía evitar pensar en El mensajero del miedo?—, iba a visitarlo, le llevaba el almuerzo, le oía bromear sobre su cabeza afeitada y el marcapasos que le habían implantado en el pecho. Alguien estaba haciendo experimentos con él, pero no decía exactamente quién. Era susceptible a líderes con encanto y actividades grupales pese a sus observaciones sobre las ovejas. También era simultáneamente estoico al respecto. Todavía más tarde, cuando le quitaron el chip, chapuceramente, y los temblores que lo habían asaltado en el café se apoderaron de él por completo, dejándolo frágil, inestable, apoyado en un bastón, rellenando impresos de jubilación —«al parecer yo estaba en el grupo de control y el grupo de control no experimenta el experimento»—, iba a verlo a una de las cabañas de veteranos en la residencia junto al lago al norte del estado. Pero la mujer de la recepción siempre decía: «Hoy no quiere ver a nadie». Guardias de uniforme registraban su coche en la puerta de seguridad y una vez, al volver, encontró uno de los teléfonos móviles de los guardias en su coche. Cuando se lo permitían, recorría el terreno y buscaba su cabaña: tenía una propia, como oficial de alto rango, de modo que probablemente su sueldo también era bueno. Aun así no había respuesta, aunque había contestado por correo electrónico que sí, le gustaría verla. No respondió las cuatro veces que fue a verlo ni las nueve veces que llamó a la puerta en cada ocasión.
—Por cierto —añadió ahora—, encárgate de que no tenga uno de esos funerales ostentosamente verdes, donde ponen el cuerpo sin preservar a la vista, encima de un enorme montón de hielo en el jardín abrasadoramente soleado de alguien. Quiero una iglesia. ¿Algo más? Habré elegido mi música.
—Vale.
—Conecta mi iPod a unos altavoces delante de la capilla.
—¿En posición de Genius? —«Un elogio, sin reservas», pensó. Eran muy escasos en la vida y menos aún creídos.
Reconoció con un gesto de asentimiento, respetando su esfuerzo.
—Oh —dijo—. Shuffle estará bien.
Su propio iPod le produciría vergüenza. Forbidden Broadway, Sting, Francés para dummies.
Miró las mesas con bordes de metal de la cafetería y las sillas enceradas de mimbre. Volvió a mirar a Tom. Se encontraba en un estado de dolor y preocupación en el que nunca lo había visto. En la ciudad que habían compartido, a lo largo de los años, primero cuando él estaba casado, después cuando ella estaba casada, se habían buscado en habitaciones, se habían acechado el uno al otro en fiestas, durante años, tensos y electrizados: cada uno buscaba al otro a hurtadillas y luego se quedaba cerca, con las copas de vino en la mano, cautivado por su charla intrascendente y acometida con entusiasmo. Ella estudiaba el aire superficialmente soñoliento que asumía su rostro, sobre su figura todavía corpulenta, con los párpados bajos y la boca ondulada: detrás de todo eso emanaba una concentración de láser sobre ella. Cuanto más real era un secreto hermoso, menos hablabas de él. Pero, a medida que el secreto desaparecía, en cuanto amenazaba con irse por su propia voluntad, el secreto se volvía frenético e indiscreto, como una forma de aferrarse a esa vida que se desvanecía.
Ahora habían tenido suerte y ninguno de los dos estaba ya casado, aunque era improbable que cualquier cosa que sucediera por fin, y que entrañase tal miserable conmoción, fuera realmente afortunada. Habían concertado su encuentro en la lejana Francia, y ninguno de los dos conocía su significado, porque su significado no se había establecido en voz alta. «¿Esto es una cita, o contratistas independientes implicados en una conspiración semiorganizada?», había preguntado él la noche anterior, y luego les cayó encima una lluvia de primavera, que dio un aspecto brillante al hormigón y les mojó las gafas —se las quitaron—, y ella lo besó.
Ahora, un coche con chófer se detuvo en la acera.
—¡Dios! —dijo él—. El coche ha venido muy deprisa.
—Sigue comiendo. Eso es lo primero. Come lo que puedas. El coche puede esperar.
Veía que no tenía hambre pero lo alimentó a la fuerza, empujando la comida como si fuera un trabajo. Pequeños mordiscos del cordero.
—En realidad las personas son ovejas —dijo, masticando—. Estúpidas como ovejas. En las ovejas, por lo menos una de ellas es siempre lista, y las demás apagan sus cerebros y la siguen. «¿Dónde va Maurie?», se preguntan. «¡Donde vaya Maurie vamos nosotras!» El rebaño es el organismo.
—Como en el ejército —dijo ella.
Tragó con cierta dificultad y al principio no dijo nada.
—Sí. A veces. Civiles y militares nunca han funcionado como una unidad. —Sacó una hoja de laurel del cuscús—. Las hojas de laurel son una mierda —dijo, y la dejó en el plato—. ¿Qué harás el resto del tiempo que pases por aquí? —preguntó él, mientras reunía lo que quedaba de comida con su tenedor, montándola en pequeñas pilas, con riachuelos y valles.
—Algo encontraré —dijo—. Pero no será lo mismo sin ti.
Dejó el tenedor en la mesa y la cogió de la mano, lo que le puso un nudo en el pecho.
—Recuérdalo: nunca bebas sola —dijo.
—No lo hago —dijo ella—. Normalmente bebo con MacNeil-Lehrer. —Suponía que la llamaría cuando llegase a D. C.
Él retiró la mano, jugó con su cartera, tiró dinero encima de la mesa y cogió su maleta.
Se levantaron juntos y caminaron hasta el coche. El conductor, con una gorra azul, salió y le abrió la puerta. Tom dejó la maleta en el maletero y se volvió hacia ella, a punto de decir algo, luego cambió de idea y entró en el vehículo. Cuando la puerta se cerró, bajó la ventanilla.
—No sé cómo decirlo —dijo—, pero, bueno, piensa en mí.
—¿Cómo podría no hacerlo? —dijo ella.
—Eso es algo que no pregunto, ma chère. —Ella bajó la cabeza y él puso los labios en su mejilla un instante muy largo.
—Ojalá que nuestros caminos se crucen pronto —dijo ella, dando un paso atrás. Y luego, como si fuera sorda, hizo un pequeño gesto de una cruz con los dedos índices de cada mano, pero salió como una señal para mantener a distancia a un hombre lobo. Inepta incluso en el lenguaje de signos. Un desliz freudiano de los mudos. Cuando el coche empezó a alejarse, gritó: «¡Buen vuelo!». La cabeza de él giró y se volvió hacia ella una vez más.
—Eh, tengo todos mis líquidos en la bolsa que no pasa el control —dijo, no sin una insinuación.
Ella se llevó rápidamente la mano a la boca para tirar un beso, pero el coche giró a la derecha deprisa por la Rue du Bac. Un beso tirado en todos los sentidos. Pero podía verlo levantando la mano izquierda rápidamente ante la ventana, como un golpe de karate que era también un saludo, mientras el coche se fundía y desaparecía en el tráfico que se abría como un abanico.
Años antes, en una fiesta de Navidad de un amigo común, mientras sus dos esposos fumaban en el gélido porche, se había descubierto a su lado, en la cocina, sacudiendo las botellas de vino abiertas para ver cuál podría no estar vacía. El día anterior, junto a una foto de premiados perros de jengibre expuestos en el centro comercial, él le había enviado un correo electrónico: «Me tomé tres Adderall y te he hecho esto». En la habitación contigua Bob Dylan cantaba Gotta Serve Somebody.
—¿Qué es lo que más lamentas de tu vida? —le preguntó, cerca de ella. Había unas doce botellas vacías, y los dos las pusieron metódicamente todas al revés, y las sacaron a la luz, a veces mirando desde abajo—. Aquí no quedan más que soldados muertos —murmuró—. Me gustaría ser optimista y decir que están medio llenas y no medio vacías, pero están totalmente vacías.
—A menos que tengas una vida de gran importancia —dijo—, los remordimientos son estúpidos, billetes arrugados de un circo que ya se ha marchado de la ciudad.
Su cara se iluminó con diversión y bebida.
—Entonces, ¿qué le pasa a la ciudad? —preguntó.
Ella lo pensó.
—Oh, hay muchos cambios de clima —respondió, lentamente—. Nieva. Truena. Sale el sol. La gente va a la iglesia y se sienta y a veces ve a payasos fugitivos que ocupan el banco de atrás, con los guantes todavía puestos.
—¿Payasos fugitivos? —pregunta.
—Fugitivos —dijo—. Más o menos.
—¿Surgidos del frío? —preguntó él.
—Venid a sentaros juntos.
Él asintió con satisfacción.
—¿El pasado es para los perdedores, nena?
—Algo así. —No sabía si estaba de acuerdo, pero entendía la fuerza de esa idea.
La postura de Tom se hizo más desenvuelta. Se acercó a ella, contra el borde de la bancada de la cocina.
—¿Alguna vez te parece que nadie sabe de qué estás hablando, que todo el mundo se limita a fingir, salvo yo?
Ella lo estudió cuidadosamente.
—Sí —dijo—. Sí.
—Ah —contestó él, reforzando su postura. Le cogió la mano: la electricidad corrió por ella y desapareció cuando la soltó—. A todos nos gustan los finales felices.
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