No empecé a ver las sombras hasta que hube llevado más de una semana viviendo en la casa del viejo Morris. El viejo Morris, muerto y desaparecido desde hacía tantos años, había sido el primer descendiente de un colono irlandés en Santa Cruz, perteneciente a una familia que había llegado a la isla cuando los daneses, tras fracasar en el intento de colonizar sus ricos acres, habían abierto sus puertas a los colonos a mediados del siglo XVIII; y los hijos más jóvenes de la pequeña burguesía irlandesa, escocesa e inglesa habían tomado los cañaverales y comenzado aquella vida de barones que duró durante un siglo, hasta que empezó a declinar a causa de la abolición de la esclavitud y del descubrimiento por parte de los alemanes del filón del azúcar de remolacha, iniciando así el largo proceso de decadencia comercial de las Pequeñas Antillas. El señor Morris había pasado su juventud en las islas francesas.
Al principio, las sombras eran tan vagas que las atribuí por completo a una ligera debilidad que había empezado a afectar a mi vista desde la temprana infancia, y que, aunque nunca ha interferido materialmente en el disfrute de la vida en general, sí convirtieron en obligatorio el uso de unas gafas para leer y escribir. Mi primera experiencia con ellas fue a eso de la una de la mañana. Había estado en una «fiesta para caballeros» en casa de Hacker, «Esmeralda», tal y como algún poético antepasado de Hacker había bautizado la propiedad de la familia, situada a tres millas de distancia de Christiansted, la ciudad del norte, construida sobre la antigua y abandonada ciudad francesa de Bassin.
Había llegado a casa procedente de la fiesta y me estaba desvistiendo en mi dormitorio, que es una de las dos habitaciones que hay en el ala occidental de la casa, la que bordea el antiguo «mercado de los domingos». Estos dos dormitorios dan a la plaza del mercado y los había escogido, por delante de las habitaciones más aireadas del otro extremo, a causa de las vistas al exterior. Siempre y cuando sea posible, me gusta ver árboles cuando me despierto por las mañanas, y la antigua plaza del mercado se encuentra siempre en sombras a causa del follaje de varios caobas centenarios, un par de retorcidos otaheites, e incluso unas cuantas Decaisnea fargesii.
Casi había terminado de desvestirme, había comprobado que mi criado hubiese colocado y asegurado debidamente el mosquitero, y había entrado en la otra habitación para abrir las celosías de modo que entrara en la casa tanta brisa nocturna como fuese posible. Estaba regresando a través del umbral de la puerta que separaba las dos habitaciones y quitándome la ropa en el momento en el que obtuve la primera percepción de lo que he dado en llamar «las sombras». Todo estaba muy oscuro, ya que acababa de apagar la luz eléctrica en el dormitorio del que estaba saliendo. De hecho, me vi obligado a palpar para encontrar el umbral de la puerta. Tuve ciertas dificultades para hacer esto, y mis ojos aún no se habían acostumbrado por completo a la débil luz de estrellas que se filtraba a través de las celosías de mi dormitorio cuando atravesé el umbral y continué avanzando a tientas hacia la gran cama de cuatro postes de caoba en la que estaba a punto de recostarme para disfrutar de mi tardío descanso.
Vi el poste más cercano surgir frente a mí, más cerca de lo que lo esperaba. Extendiendo la mano frente a mí, agarre… nada. Parpadeé ligeramente sorprendido y observé a través de la luz creciente, a medida que mis ojos se habituaban al cambio. Sí, por supuesto… ¡allí estaba la esquina de la cama, justo frente a mi cara! Para entonces mis ojos se habían habituado lo suficiente a la cantidad de luz que entraba del exterior como para que pudiera ver un poco mejor. Me sentía desorientado. La cama no estaba donde se suponía que debía estar. ¿Qué podría haber sucedido? Que los criados hubieran movido mi cama sin haber recibido órdenes al respecto resultaba inconcebible. Además no hacía ni un par de minutos que me había desvestido en esa misma habitación con la luz eléctrica encendida, y la cama estaba exactamente en el mismo lugar en el que había estado desde que me había trasladado a aquella habitación la semana anterior. Golpeé suavemente frente a mí, con el pie metido en la zapatilla, buscando el lugar en el que el poste de la cama parecía erguirse… y no encontré resistencia alguna.
Me acerqué hasta el interruptor de la luz de mi propia habitación y lo pulsé. Ante aquella iluminación repentina todo se reajustó a la normalidad. Allí estaba mi cama, y aquí, en sus emplazamientos acostumbrados, alrededor de la habitación, se hallaban dispuestas las sillas, el impecable guardarropa (en las islas de las Pequeñas Antillas no utilizamos armarios), el vestidor de caoba… incluso mis ropas, que había dejado colgadas de una silla para que Albertina, mi criada, las encontrara por la mañana y las pusiera en el cesto de la ropa sucia (eran de dril blanco).
Agité la cabeza. ¡La luz y la sombra de estas islas parecen, de algún modo, diferentes a las de casa, allá en los Estados Unidos! De algún modo, los engaños que producen son diferentes engaños.
Volví a apagar luz y, en la consiguiente y total negrura, me arrastré bajo el extremo suelto del mosquitero, lo ajusté bajo el colchón, coloqué mis almohadas y las sábanas y me preparé para disfrutar de un sueño reparador. Incluso para un hombre moderado, estas fiestas de caballeros resultan, en ocasiones, bastante agotadoras. Siempre duran demasiado. Cerré los ojos y me había dormido antes de que hubiera podido expresar estas ideas mediante palabras.
Por la mañana, el recuerdo de la experiencia con la cama que no estaba en su lugar apropiado se había desvanecido. Salí de un salto de la cama y me metí en la ducha a las seis y media, ya que le había prometido a O’Brien, un Capitán de los Marines de los Estados Unidos, que aquella mañana le acompañaría a unas prácticas de tiro a La Grande Princesse y a comprobar con él los blancos. Me cae bien O’Brien, y no es que no me interese la eficiencia de los marines del Tío Sam, pero mi objetivo principal era observar a los pelícanos. Allí, en la gloriosa playa de La Grande Princesse («Big Princess», como la llaman los negros), ha establecido su hogar una colonia de pelícanos, y para mí es una interminable fuente de entretenimiento el verlos pescar. Un pelícano caribeño es, probablemente, el volador más grácil que tenemos en estas latitudes (superando incluso al albatros, ese descriptor de nobles arcos y parábolas)… ¡y también la criatura más loca y absurdamente torpe en tierra que la Providencia haya podido crear en un momento de ligereza!
Expresé mi interés ante el Capitán O’Brien por las últimas mejoras, y después, mientras él hablaba del trabajo con uno de sus tenientes y media docena de hombres alistados que tenía allí acampados, me escurrí hacia la playa para observar a los pelícanos. Tres o cuatro estaban describiendo curvas y giros de indescriptible complejidad y gracia perfecta sobre el agua verdosa y la blanca playa cerrada por los arrecifes. Una y otra vez alguno de ellos se detenía en el aire, se desplegaba como una navaja de bolsillo, con la cabeza hacia abajo, la gran bolsa de su pico extendida como la punta de una cruel lanza para caer como un yunque sobre el agua, emergiendo instantes después con la bolsa dilatada por un pez.
Permanecí allí un rato demasiado largo… para mis ojos. Conduciendo de regreso observé que éstos se habían visto afectados por varias manchas solares; en cuanto llegué a casa limpié un par de gafas de sol tintadas de amarillo que guardaba para semejantes emergencias y me las puse.
Las ventanas del ala este de la casa habían sido cerradas para evitar el sol de la mañana, y sumido en aquella doble penumbra esperé a que mis ojos se aclararan. Sin embargo, las manchas solares persistieron de ese modo irritante y recurrente que suelen tener, casi desapareciendo para después regresar con su grotesca y calidoscópica cualidad intacta… esos extraños bloques y parcelas de color puro que cambian cada vez que uno parpadea del añil al marrón y del marrón al naranja y después a un cegador azul turquesa, de acuerdo a alguna extraña ley física natural, en el interior de los fluidos del ojo.
Las manchas solares fueron tan persistentes aquella mañana que decidí mantener los ojos cerrados durante un tiempo considerable y ver si aquello permitía que siguieran su curso natural y se desvanecieran. Grotescos azules y malva con vaga forma de pelícanos zambulleantes nadaban y saltaban en el interior de mis ojos. Resultaba realmente muy molesto. Llamé a Albertina.
—Albertina —dije cuando se asomó a la puerta—, por favor, ve a mi dormitorio y cierra todas las celosías. Que entre la mínima luz posible, por favor.
—Muy bien, señor —respondió la obediente Albertina, y oí cómo echaba los postigos con agudos y pequeños chasquidos.
—Las celosías están cerradas, señor —me informó Albertina. Le di las gracias y me dirigí con los ojos medio cerrados hacia el dormitorio, que, completamente cerrado y resguardado de la luz de la tarde, ofrecía la apariencia de una profunda penumbra. Me tumbé, boca abajo, atravesado sobre la cama, con una almohada bajo la cara y los ojos enterrados en la oscuridad.
Muy gradualmente, los pelícanos se fundieron hasta formar un cubo, éste se transformó en una ligera mancha borrosa y ésta en la nada. Levante la cabeza y giré sobre mí mismo, devolviendo la almohada a su posición habitual. Y al abrir los ojos en la oscura habitación, allí estaban, ligera y sombríamente delineados, al otro lado de la habitación, alejados de la pared exterior del lado del mercado, los enormes postes daneses de la cama que había percibido vagamente la noche anterior, o para expresarlo de un modo más correcto, aquella misma madrugada.
Era una sensación de lo más curiosa, observar aquella cama en la oscuridad de la habitación. Me recordó a uno de esos cuentos tetradimensionales que tan populares son en la actualidad, ya que la cama repercutía espacialmente sobre mi amplio escritorio. ¡Y lo más curioso de todo era que podía ver el escritorio al mismo tiempo! Me restregué los ojos, un poco imprudentemente, pero afortunadamente sin que reaparecieran las manchas solares en forma de pelícano, ya que me acordé y desistí de inmediato. Miré, fijamente, la gran cama, y ésta se fue volviendo borrosa y se fue desvaneciendo hasta desaparecer de mi vista.
De nuevo, me sentí enormemente perplejo; me acerqué hasta donde parecía estar y caminé a través de ella, ahora que ya no era perceptible por mi reestablecida visión, libre de los efectos de las manchas solares… y después salí al «hall» (en las Pequeñas Antillas, a la sala de estar se la llama el «hall») y me senté a reflexionar sobre aquel extraño fenómeno. No podía explicarlo. ¡Si hubiera sido el pobre Prentice! Prentice acudía a todas las «fiestas para caballeros» a las que era invitado con una especie de regularidad religiosa, y siempre tenían que ayudarle a llegar hasta su coche con similar regularidad, una regularidad que empezaba entonces a bordear lo monótono, a medida que las invitaciones iban siendo cada vez más forzadas. Pero no… en mi caso, si había alguna certeza, era que no se trataba de un efecto provocado por el alcohol, ya que al margen de algún ocasional cóctel sociable, mantenía en mi residencia de las Pequeñas Antillas mis convicciones americanas de que la moderación en semejantes temas es una razonable virtud. Reflexioné sobre el asunto de la cama fantasma (pues así empezaba a pensar en ella) todo lo que me fue posible. Tenía la duda razonable de que no se trataba de un fantasma provocado por un defecto de la visión. Había ido a examinarme la vista en Nueva York hacía tres meses y el oculista me había complacido enormemente al asegurarme que no había indicios visibles de deterioro. De hecho, el doctor Jusserand me había asegurado en aquella ocasión que mis ojos estaban más sanos y fuertes que cuando había realizado su anterior examen, seis meses antes.
Quizás esta convicción (que la apariencia se debía a mi carencia física) explique el hecho de que no me mostrara… ¿cómo debería decirlo?… alterado por lo que había visto… o pensado que había visto. Confronten al materialista más concienzudo con un fantasma y éste actuará precisamente como cualquier otra persona; como cualquier ser humano normal que cree en el mundo material como el signo exterior y visible de algo que lo anima. ¡A mi parecer, todos los seres humanos normales son sacramentalistas!
Fui, por esta razón, capaz de pensar con claridad sobre el fenómeno. Mi mente no se mostraba confundida o alterada por el miedo y sus conocidos efectos psicológicos. Puedo, con bastante facilidad, redactar todo lo que «vi» en el transcurso de los días siguientes. La cama había ido apareciendo progresivamente con más claridad ante mi vista y mi recelo. Parecía haber mejorado su visibilidad, ¡como siguiendo un proceso de «sustanciación», si es que existe palabra semejante! Aparecía más material de lo que lo había sido anteriormente, menos borrosa.
Miré alrededor de la habitación y vi otras piezas de mobiliario: un enorme y anticuado escritorio de caoba con cabezas de hombre talladas en los nudillos de las patas frontales, al estilo danés. Precisamente, aquellos que han visto el dibujo que hice con este motivo me han dicho que en el museo de Copenhague hay piezas con el mismo tipo de tallado. Efectivamente, fui capaz de hacer aquello, e incluso llegué a completar una especie de plano ilustrativo de la habitación, dibujando únicamente el sombrío mobiliario y dejando de lado mis muebles reales. Doy gracias a Dios, en el que creo devotamente (y sabido es que Él es más poderoso que las Fuerzas del Mal), por haberme permitido finalizar aquel elaborado dibujo antes de que… Bueno, no debo adelantarme a los acontecimientos.
Aquella noche cuando estaba listo para retirarme, y una vez más había abierto las celosías del dormitorio frontal y había apagado la luz, busqué, como es natural teniendo en cuenta las circunstancias, los contornos de aquel mobiliario fantasmal. Ahora se veía todo con mucha más claridad. Los estudié con cierto sentimiento de objetividad casi científica. ¡Resultaba evidente, incluso entonces, que no podía existir ninguna debilidad en ese extraño y complejo mecanismo que es el ojo humano que pudiera explicar razonablemente la presencia de una colección de muebles de caoba bien definidos en una habitación ya amueblada con muebles reales! Pero para entonces ya me había acostumbrado lo suficiente al fenómeno como para ser capaz de examinarlo sin ese siempre inquietante elemento del temor, de la extrañeza. Contemplé la cama y las mecedoras, y el gran escritorio, y un enorme, fantasmal y singularmente tallado guardarropa, estudiando sus contornos, anotando sus posiciones relativas. Fue en aquella ocasión cuando se me ocurrió que podría resultar interesante hacer un dibujo de todo aquello. Empecé entonces a observarlo todo con más atención, almacenando en mi mente los detalles y las relaciones entre ellos; después fui al recibidor, conseguí algo de papel y un lápiz y me puse manos a la obra.
Fue un trabajo duro, aquel de reproducir algo que, era plenamente consciente de ello, no podía ser otra cosa que una aparición; especialmente después de haber observado los muebles en el oscuro dormitorio, para luego encender la luz de la otra habitación e intentar reproducirlos sobre el papel. Por supuesto, no pude hacer una comparación directa. Quiero decir, que resultaba imposible mirar mi dibujo y después mirar los muebles. Siempre había un necesario intervalo entre ambos procesos. Insistí durante varias noches, y en un par de ocasiones incluso tomé la costumbre de ir hasta mi dormitorio sumido en la oscuridad nocturna, contemplando lo que allí había, para después intentar reproducirlo. En cinco o seis días tuve un plano bastante correcto y considerablemente detallado, de la colocación de aquellos extraños muebles en mi dormitorio… un plano o dibujo que sería reconocible, en caso de que quedara alguien vivo que recordara semejante disposición y semejante mobiliario. ¡Resultará comprensible el que una historia hubiera empezado a crecer en mi mente, o, al menos, que hubiese llegado a una especie de convicción de que lo que «veía» era la reproducción de algo que había existido en algún momento con aquel mismo detalle y en aquel preciso orden!
En el transcurso de la séptima noche, algo me interrumpió.
Para entonces había terminado mi trabajo casi por completo. Había dibujado la habitación con la apariencia que habría tenido con aquel mobiliario instalado en ella había entintado muy cuidadosamente el dibujo con tinta china. Como dibujo, la cosa estaba terminada; había llegado hasta donde me lo permitía mi escasa habilidad como ilustrador.
La séptima noche estaba observando la aparición de la habitación, toda inquietud, tal como la que lo siniestro de la situación pudiera haber provocado, reducida a nada en parte por mi interés, en parte por haberme acostumbrado a todo aquello. Aquella noche estaba haciendo una comparación tan cuidadosa como me era posible entre mi trabajo sobre el papel, realizado de memoria, y la detallada aparición de la habitación. Para entonces, los muebles destacaban claramente con una especie de luz propia que apenas podría comparar con la «fosforescencia». No era eso, exactamente. Pero tendrá que servir para indicar lo que quiero decir, por muy poco convincente o trillado que suene. Supongo que la aparición de la habitación era algo como lo que «ve» una gata cuando arquea el lomo (tal y como Algernon Blackwood[13] ha señalado en John Silence) y se frota contra las piernas imaginarias de algún personaje completamente invisible para el hombre sentado en el sillón que ociosamente se pregunta qué es lo que se ha apoderado de su mascota.
Estaba, como decía, estudiando los detalles. No parecía que me hubiese dejado nada destacado. Ahora también los detalles podían percibirse con toda claridad. Ya no había contornos borrosos, tal y como había sucedido durante las primeras noches. Mi propio mobiliario material se había, por decirlo de alguna manera, hundido en la invisibilidad, lo cual era completamente lógico teniendo en cuenta que había procurado que la habitación estuviera tan oscura como fuese posible, y no había luna que interfiriera durante aquellas noches.
Había paseado mis ojos por toda la estancia, arriba y abajo de las retorcidas patas del gran escritorio, a lo largo de la ornamentación tallada en los altos del guardarropa, a lo largo de los contornos de las sillas… así hasta volver a la cama. Fue en este punto de mi comprobación cuando sufrí lo que debo describir como la primera conmoción de toda la experiencia.
Algo se movió… junto a la cama.
Miré detenidamente, con cuidado, forzando los ojos para ver que podía ser. Había sido algo pesado, un objeto que se movía lentamente, en el extremo más alejado de la cama, en cierto modo borroso, como borrosos habían sido todos los contornos durante los primeros días de la experiencia. Los rasgos, ahora claros y definidos de la cama, y lo que podría describir como su sustancia etérea, se alzaban entre aquello y yo. Además, la visión de la masa en lento movimiento se vio más oscurecida aún por la fantasmal red de un mosquitero que había sido uno de los últimos detalles en añadirse a mi extraña visión nocturna.
Aquellos pliegues del mosquitero se movieron, ondularon frente a mis ojos.
¡Casi podría imaginarse que alguien se estaba metiendo en aquella cama!
Me senté, petrificado. Aquello ya era demasiado para mí. Podía sentir pequeños escalofríos recorriendo mi columna de arriba abajo. El cuero cabelludo me cosquilleaba. Puse las manos sobre las rodillas y apreté con fuerza. Inspiré profundamente repetidas veces. «Sobrepasado» es una vieja expresión de Nueva Inglaterra, en tiempos muy usada, según creo, por los solterones residentes en aquel sector intelectual de los Estados Unidos. Cualquiera que sea la connotación exacta del término, aquélla fue la manera en la que me sentí. Podía notar la sensación reactiva de aquella particular porción de mi experiencia, en cada parte de mi ser… ¡cuerpo, mente y alma! Resultaba… paralizante. Extendí una mano que temblaba violentamente (apenas podía controlarla, y no sentí los dedos cuando éstos tocaron el interruptor de duro plástico), encendí la luz del dormitorio y pasé los siguientes diez minutos recuperándome de la impresión.
Aquella noche, cuando fui a retirarme, temí, realmente temí, lo que podría sucederle a mi visión cuando apagara la luz. En todo caso, fui capaz de razonar conmigo mismo. Utilice diversos argumentos… nada había ocurrido hasta entonces que me molestara o dañara; y se trataba de una experiencia acumulativa; si algo iba a serme «revelado» mediante aquel proceso deliberado de lenta materialización que había ido progresando durante la última semana o así, entonces bien podría ser para un propósito bueno y útil. ¡Podría tratarse, de algún modo, de un agente de la Providencia! De tratarse de otra cosa completamente distinta; de tratarse de la obra malévola de algún espíritu descarnado o algo por el estilo… bien, todos los domingos desde mi niñez, en la iglesia, he recitado el Credo, y he admitido, junto al clérigo y al resto de la congregación, que Dios nuestro Señor ha creado todas las cosas… ¡las visibles y las invisibles! Si aquello era obra de aquella parte de su creación, fuera su propósito el que fuera… bueno, Él es más fuerte que ellos. Recé una pequeña oración antes de apagar la luz y deposité mi confianza en Él. A algunos esto podría parecerles algo anticuado. ¡Quizás incluso Victoriano! Pero Él no cambia con las modas actuales ni con lo que los humanos piensan sobre Él; y todo este «pensamiento humanista» y la «mente moderna» y el resto de esas cosas no afectan a la vasta, a la desbordante mayoría de personas. A lo más, implica únicamente a un par de docenas de orgullosos «intelectuales». ¡O a lo menos!
Apagué la luz y, ya con algo más de claridad, vi lo que debía de ser el viejo Morris metiéndose en la cama.
Había entrevistado al viejo Bonesteel, el aparejador mayor del gobierno, un caballero con mucha experiencia, un antillano nacido en esta misma isla. El señor Bonesteel, en respuesta a mis precavidas interrogaciones (ya que, por supuesto, ya había sospechado que se trataba del viejo Morris; ¿acaso no seguían refiriéndose a mi casa como a la suya?), declaró que recordaba bien al viejo Morris, de los tiempos de su propia y lejana juventud. Su descripción de aquel personaje coincidía con el de la aparición. Aquél, indudablemente, era el viejo Morris. Que se trataba de alguien, ya lo sabía. Ahora me sentí en cierto modo bastante aliviado al comprobar que se trataba de él. Verán; sabía algo sobre Morris. El señor Bonesteel me había ofrecido no sólo una buena descripción sino también muchas anécdotas, motu proprio, como si disfrutara del hecho de que alguien le visitara en busca de información sobre uno de los veteranos como Morris. Se mostró más reticente, acorazado, de hecho, cuando le presione por los detalles relativos al final de Morris. Que se había levantado cierta oscuridad (intencional o de otro tipo, nunca lo pude adivinar) en torno al viejo, eso ya lo sabía. Preguntas casuales de aquel tipo, tales y como las que ya había efectuado en otras ocasiones debido a un natural interés por la persona cuyo nombre aún hacía referencia a mi casa sesenta años o más después de haber vivido en ella, nunca me habían llevado a ninguna parte. Únicamente había reunido lo que el informe algo más amplio del señor Bonesteel me había corroborado: que Morris había sido un excéntrico en según qué cosas. Que había sido extraordinariamente acomodado. Que ocasionalmente ofrecía enormes fiestas y que, contrariamente a la costumbre de la hospitalaria isla de Santa Cruz, siempre requería que concluyeran antes de la medianoche. Vaya, incluso había una historia sobre el viejo Morris desembarazándose, casi literalmente, de un par de invitados remolones a aquellas fiestas mediante algún truco. ¡Una circunstancia en torno a la que giraban varias de las entretenidas anécdotas sobre aquella excéntrica persona!
Por lo que yo sabía, el viejo Morris no había vivido siempre en Santa Cruz. Había pasado su juventud en la Martinica, en la entonces más pequeña y menos importante ciudad de Fort-de-France. Aquello, por supuesto, fue bastantes años antes de que aconteciera la terrorífica calamidad que supuso la destrucción de St. Pierre a causa de la erupción del monte Pelée. El viejo Morris, que llegó a Santa Cruz recién alcanzada la edad madura (unos cuarenta y cinco años aproximadamente) había sido considerado ya entonces un hombre rico. No se había metido en ningún negocio. No era un plantador ni almacenista, no tenía profesión. Uno de los misterios locales era de dónde surgía su fortuna. Su edad, según parece, era el otro.
—Supongo —había dicho el señor Bonesteel— que Morris se encontraba más cercano de los cien que de los noventa, cuando, eh… murió. En aquel entonces yo era un niño de unos ocho años. Cumpliré setenta el próximo mes de agosto. Eso, verá usted, debió de ocurrir hará unos sesenta y dos años, alrededor de 1861, o para el momento en el que empezaba su guerra civil. ¡Mi padre, que murió cuando yo tenía diecinueve, me contó que el viejo Morris tenía exactamente el mismo aspecto que cuando era un muchacho! Extraordinario. Los negros solían decir…
El señor Bonesteel enmudeció, y sus ojos adquirieron el aspecto perdido y neblinoso de un anciano.
—Los negros tienen algunas extrañas creencias, señor Bonesteel —dije yo, intentando animarle a que siguiera hablando—. Yo mismo he oído muchas de ellas, y me interesan sobremanera. ¿Cuál en particular…?
El señor Bonesteel dirigió sus ojos de color azul claro hacia mí, reflexivamente.
—Debería pasarse por mi casa uno de estos días, señor Stewart —dijo, amablemente—. ¡Tengo un ron añejo bastante raro que me encantaría que probara, señor! Ya no queda mucho actualmente en las islas, desde que el Tío Sam nos trajo sus leyes de prohibición en 1922.
—Muchas gracias, señor Bonesteel —respondí—. Lo haré a la primera ocasión que se me presente, señor; aunque no me atraiga especialmente el ron añejo, salvo por alguna cucharadita en una taza de té o en el caldillo de un pudín, quizás; pero el placer de su compañía, señor, siempre es un incentivo.
El señor Bonesteel asintió en dirección a mí con seriedad, y yo le devolví su asentimiento desde el lugar en el que me encontraba sentado, en su aireada oficina en el Palacio del Gobernador.
—¿Tendría alguna objeción en mencionar cuál era esa «creencia», señor?
Una expresión ligeramente dolorida reemplazó el aspecto hospitalario de mi viejo amigo.
—¡Todo eso no son sino un montón de tonterías! —dijo con cierta aspereza. Me observó, contemplativamente.
—Debe entender que no es que crea en semejantes paparruchas. Aun así, un hombre ve muchas cosas en estas islas a lo largo de su vida, ¿sabe? Bien, los negros…
El señor Bonesteel miró con aprensión a su alrededor, como si no quisiera que alguno de sus oficinistas escuchara lo que estaba a punto de decir, y se inclinó hacia mí desde su silla, bajando el tono de voz hasta convertirla en un susurro.
—Dicen… Debe entender que se trata de una frase aquí, una alusión allá, nada definido… Dicen que Morris había interferido en alguno de sus extraños ceremoniales, allá abajo en la Martinica… que había ofendido al Zombi, o algo por el estilo; que Morris había hecho una especie de pacto… ¡Oh, era todo muy vago, y probablemente confuso!… Bueno, ya sabe, un pacto según el cual iba a tener una larga vida y todo el dinero que deseara, algo así, y después… Bueno, señor Stewart, sencillamente pregúntele a alguien en alguna ocasión sobre la muerte de Morris.
No pude extraer ni una sola palabra más del señor Bonesteel sobre el viejo Morris.
Pero, por supuesto, había despertado mi curiosidad. Probé con Despard, que vive al otro extremo de la isla, un hombre educado en la Sorbona, y que sabe, según se dice, todo lo que hay que saber sobre esta isla y sus asuntos.
Todo aconteció de un modo muy similar con el señor Despard, pese a tratarse de una persona completamente distinta; para empezar, más joven que mi viejo amigo el agrimensor.
El señor Despard sonrió, con una especie de sonrisa sardónica.
—¡El viejo Morris! —exclamó reflexivamente—. ¿Podría atreverme a preguntarle, sin ánimo de ofender, querido señor, por qué desea desenterrar un asunto tan antiguo como el de la muerte del viejo Morris?
Confieso que me sentí un poco perplejo. El señor Despard se había mostrado perfectamente cortés, como siempre, pero, por alguna razón, no había esperado una intervención de aquel tipo por su parte.
—Vaya —dije—. Precisamente me resultaría difícil decírselo, señor Despard. No es que sea reacio a mostrarme franco ante una pregunta como la suya, señor. Pero no estaba al tanto de que hubiera nada importante (realmente serio, según implica su tono) en todo este asunto. Atribúyalo a la mera curiosidad, si quiere, y respóndame o no según lo desee, señor.
Me sentí, quizás, un poco molesto ante aquella inesperada y, según me lo pareció en aquel momento, quisquillosa obstrucción en mi camino. ¿Qué podía haber en aquel caso para despertar aquella reticencia formal, aquellas salvaguardas verbales? Si se trataba de una historia de «jumbees», no tenía ninguna importancia. De otro modo… bien, quizás pudiera ser tenido por Despard como una persona de razonable discreción. Quizás Despard era un pariente del viejo Morris, y había algo indecente relacionado con su muerte. Aquello podría explicar también la reticencia del señor Bonesteel.
—Por cierto —pregunté, notando la reticencia de Despard—, ¿podría hacerle otra pregunta, señor Despard?
—Ciertamente, señor Stewart.
—No desearía parecerle inapropiadamente curioso, pero… ¿usted y el señor Bonesteel tienen algún parentesco?
—No señor, no somos parientes en absoluto, señor.
—Gracias, señor Despard —dije y, siguiendo la costumbre establecida aquí por los daneses, nos despedimos saludándonos mediante inclinaciones.
Aún no había descubierto absolutamente nada sobre la muerte del viejo Morris.
Fui a ver a la señora Heidenklang. Si en algún sitio podía descubrir lo que me intrigaba era allí.
La señora Heidenklang es una anciana dama criolla, viuda de un próspero almacenista, que vive recostada sobre su cama rodeada de un entorno formado por una enorme cantidad de objetos de encaje y volantes de gasa. No tenía intención de mencionarle al viejo Morris, sino únicamente obtener cierta información sobre el Zombi, si es que aquello era posible.
Encontré a la señora, rodeada por sus gasas y sus encajes, en uno de sus días buenos. ¡Su salud lleva veinte años siendo precaria!
No fue difícil conseguir que hablara sobre el Zombi.
—Sí —dijo la señora Heidenklang—. ¡Es extraordinario cómo las viejas creencias y las viejas palabras siguen aferrándose a las mentes! Vaya, señor Stewart, el otro día estaba escuchando los detalles sobre un juicio en el tribunal. Una vieja negra había denunciado a otra por lenguaje ofensivo. Cuando le tocó subir al estrado de los testigos, la demandante declaró: «¡Me llamó vieja inútil y cartaginesa, señor!». ¡Piénselo bien! ¡Ya sabrá, señor Stewart, que Cartago fue destruida allá en los tiempos de Cato el viejo! Era la ciudad más grande de África. Ser cartaginés significaba ser un filibustero, un pirata; es decir: un ladrón. ¡Una anciana de esta isla, más de dos mil años más tarde, desea llamar ladrona a otra y la palabra que usa con toda la naturalidad del mundo es «cartaginesa»! ¡Supongo que debe de haber persistido en la costa occidental y a través de todos los dialectos pueblerinos de África sin desaparecer durante todos estos siglos! ¿El Zombi de las islas francesas? Sí, señor Stewart. Hay algunas creencias extraordinarias. Vaya, quizás haya oído algunas menciones al viejo Morris, señor Stewart. Solía vivir en su casa, ¿lo sabía?
Contuve la respiración. Allí había un posible tesoro oculto. Asentí con la cabeza. ¡No me atrevía a decir palabra!
—Bueno, verá usted, el viejo Morris vivió la mayor parte de sus primeros años en la Martinica, y, según se dice, llevó allí una vida aventurera, señor Stewart. Qué fue lo que hizo, o cómo se involucró, nuca se ha sabido con claridad, pero, de algún modo, señor Stewart, los negros creen que Morris se relacionó con un «jumbee» muy poderoso, y por eso es por lo que digo lo de la persistencia de las antiguas creencias. Mire en esa mesa, entre esas fotografías, señor Stewart. ¡Ahí! Eso es. Ojalá pudiera levantarme para ayudarle. ¡Estas doncellas! ¡Lo desordenan todo, no me cabe ninguna duda! ¿Ve usted una especie de cosa con cabeza de pez, del tamaño de la palma de su mano? ¡Sí! ¡Eso es!
Encontré la «cosa con cabeza de pez» y se la llevé a la señora Heidenklang. La cogió entre sus manos y la observó. Le faltaba la nariz, pero por lo demás estaba intacto; un extraño y pequeño diosecillo de tosca apariencia, hecho a partir de una antigua piedra volcánica pulida, con enormes ojos saltones, pequeñas orejas de apariencia humana, y lo que debería haber sido una nariz picuda como la de un lucio.
—Bien —continuó la señora Heidenklang—. Eso es uno de los más antiguos dioses familiares de los aborígenes de la Martinica. Observará usted el parecido de la idea con la de los lares y penates de sus clases de latín en la escuela. No puedo decirle exactamente si éste se trata de un lar o de un penate —la anciana se detuvo para reír su pequeño chiste—, pero en cualquier caso es la representación de algo muy poderoso, un dios-pez del Caribe. Siempre he sospechado que también hay algo de egipcio en la idea; y, señor Stewart, los caribeños o los indios Arawak (ambos convivían en estas islas, ¿lo sabía?) se parecían a los antiguos egipcios; mitad Zuñi o indio Azteca y mitad egipcios. Ésa sería una descripción apropiada de su apariencia. Estos dioses-pez tenían cuerpo de hombres, ya ve, precisamente como las deidades con cabeza de halcón o de chacal del antiguo Egipto.
»Con uno de éstos fue, según cuentan los negros, con quien se relacionó el señor Morris. “¡Dios sabrá cómo!”, como dicen ellos. Y, señor Stewart… ¡dicen que su muerte fue terrible! Nunca he llegado a oír los detalles, pero mi padre sí los conoció y después de haber visto el cadáver del señor Morris estuvo enfermo durante varios días.
»¿Extraordinario, verdad? ¿Y cuándo va a pasar por aquí otra vez, señor Stewart? Entre y hágale una visita a esta anciana.
Sentí que estaba progresando.
La siguiente vez que vi al señor Bonesteel, que fue aquella misma tarde, le detuve en la calle y solicité charlar con él.
—¿Cuál fue la fecha, o la fecha aproximada, de la muerte del señor Morris, señor Bonesteel? ¿Podría recordar eso, señor?
El señor Bonesteel se detuvo y pensó.
—Fue justo antes de Navidad —dijo—. Lo recuerdo no tanto por la Navidad como por las carreras, que siempre se celebran al día siguiente de Navidad. Morris había presentado su yegua alazana, Santurce, y dado que no dejó herederos y que no había nadie que se quedara en propiedad con Santurce, ésta tuvo que ser retirada de las carreras. Afectó materialmente a las apuestas y un buen montón de gente se molestó por ello, pero no había nada que pudiera hacerse.
Le di las gracias al señor Bonesteel, y no sin razón, ya que su respuesta encajó perfectamente con la idea que había ido creciendo en mi mente. Sólo faltaban ocho días para Navidad. Había pensado (y no de un modo poco natural, según me parece a mí) que aquel drama de los muebles y del viejo Morris metiéndose en la cama podría ser una especie de representación de la tragedia de su muerte. Si tuviera el coraje para observar, noche tras noche, podría ahorrarme la necesidad de hacer más preguntas. ¡Podría presenciar lo que fuera que hubiese ocurrido a través de aquella extraña representación creada Dios sabe cómo!
Durante tres noches había visto repetirse el fenómeno del viejo Morris metiéndose en la cama, cada vez con más claridad. También había añadido a mi dibujo su silueta achaparrada y rechoncha, bastante encorvada y gruesa pero poseída de una extraña energía gorilesca. Sus movimientos, a medida que avanzaba hacia la cama, agarraba un extremo del mosquitero y se introducía dentro, estaban, de algún modo, llenos de un poder que resultaba más evidente aún al tener en cuenta que eran movimientos de lo más común. ¡Uno no podía evitar imaginarse que el viejo Morris habría resultado un contrincante resistente a pesar de la edad que se le atribuía!
Aquella noche, a la hora en que este fenómeno solía aparecer, es decir, a eso de las once, volví a observar. La escena era mucho más nítida, y noté algo de lo que no me había dado cuenta con anterioridad. El simulacrum del viejo Morris se detuvo justo antes de agarrar el mosquitero, levantó la mirada e inició, con su mano derecha, un movimiento precisamente como el de aquel que está a punto de persignarse. En todo caso el movimiento quedó abruptamente interrumpido, y sólo realizó el primero de los cuatro toques sobre el cuerpo.
Aquella noche vi también por primera vez algo en la expresión de su rostro. En el preciso momento en el que hizo la abortada señal, mostró una mueca de horror desesperado. Inmediatamente después, mientras este movimiento era abandonado abruptamente para proceder a agarrar el extremo inferior del mosquitero, su expresión cambió en una mirada de feroz obstinación, de una autoconfianza casi salvaje. Perdí de vista la expresión facial cuando la aparición se hundió en la cama y se cubrió con los fantasmales ropajes.
Tres noches más tarde, cuando todo esto se hubo intensificado enormemente, tal y como había sucedido con el proceso de aclarado que había afectado a los muebles, observé otro movimiento, o lo que podría ser tomado por la ligera premonición de otro movimiento. No venía originado por el viejo Morris. Se hizo aparente de un modo tan ligero y elusivo como el ágil vuelo de una polilla alrededor del reflejo de una lámpara cerca de la puerta de mi dormitorio (las puertas en mi casa tienen más de tres metros de alto y las paredes son de cuatro metros y medio), un mero parpadeo como el de algo… entrando en la habitación. Observé con atención aquel rincón, forzando los ojos, pero no pude ver nada salvo lo que podría describir como una intensificación de las sombras en aquel rincón cercano a la puerta, anunciando la vaga forma de una delgada figura desagradablemente alejada de toda proporción humana. La sombra parecía destacar mediante un matiz púrpura contra el negro del fondo. Se alzaba unos tres metros, como si estuviera siendo proyectada por un ser humano delgado e increíblemente alto.
En aquel momento no le presté ninguna atención; y una vez más, a pesar de todas aquellas experiencias acumuladas con las extrañas sombras de mi dormitorio, atribuí este último fenómeno a mis ojos. En aquel momento aún era demasiado vago como para ser tenido por otra cosa que no fuera un mero efecto subjetivo.
Pero a la noche siguiente la observé en el momento adecuado en la secuencia de los movimientos del viejo Morris al introducirse en la cama, y en esta ocasión fue mucho más claro. ¡La sombra tenía una forma monstruosa, larga, angular, de tres metros de alto, y una apariencia vagamente humana, aunque, de algún modo, cruel y extrañamente inhumana! No puedo describir el frío horror que me produjo esta revelación. La parte de la cabeza era, en relación con las proporciones del cuerpo, corta y ancha, como la cabeza de calabaza de un «hombre» hecho con palos por los muchachos para asustar a los paseantes en Halloween.
A la noche siguiente estuve fuera participando de nuevo en un entretenimiento en la residencia de uno de mis hospitalarios amigos, y llegué a casa pasada la medianoche. Allí seguía el fantasmal mobiliario; allí, sobre la cama, yacía la forma del viejo Morris, aparentemente dormido; y allí, en la esquina, permanecía la sombra, apenas cambiada desde la aparición de la noche anterior.
La noche siguiente iba a estar ya muy cercana a la fecha de la muerte del viejo Morris. Según había dicho el señor Bonesteel, el suceso se había producido aquella misma noche o, como mucho, la posterior. ¡Al día siguiente no pude evitar una sensación de inminencia!
Entré en mi habitación y apagué la luz poco antes de las once, me senté y esperé.
Aquella noche los muebles eran, a mis ojos, completamente indistinguibles de la realidad. Esta afirmación sonará algo extraña, ya que, como se recordará, me encontraba sentado completamente a oscuras. Utilizando una vez más términos aproximados, podría decir, en todo caso, que el mobiliario resultaba visible gracias a una luz propia, una especie de «fosforescencia» que aparentemente emanaba de ellos. Ciertamente, no había ninguna fuente natural de luz. Quizás podría expresar el asunto de la siguiente manera: que en el caso de esta cama, escritorio, guardarropa y sillas fantasmales la luz y la oscuridad se veían invertidas. Cuando encendía la luz real, desaparecían. En la oscuridad (que, por supuesto, es la ausencia de luz física), emergían. Eso es lo más cerca que puedo llegar a explicar el fenómeno. En cualquier caso, aquella noche el mobiliario era perfecta y completamente visible.
El viejo Morris entró a la hora habitual. Pude verle con una claridad exactamente comparable a todo lo que he dicho sobre los muebles. Hizo su ligera pausa, su abortado movimiento con la mano derecha, y después, como de costumbre, alejó de sí, de acuerdo a su expresión, el deseo por aquel gesto protector, y estiró un puño nudoso y de apariencia fuerte para agarrar el mosquitero.
Al hacerlo, una cosa horrible saltó sobre él, proveniente del rincón junto a la puerta… la terrible sombra púrpura. Hasta entonces no había dirigido mi atención hacia aquella dirección, y aunque no había olvidado al más reciente y extraño componente de aquella fantasmagoría que se había venido representando repetidamente frente a mis ojos durante tantas noches, estaba completamente falto de preparación para su súbita aparición y maligna actividad.
He dicho que la sombra era púrpura sobre el negro. Ahora que había tomado forma, del mismo modo que los muebles y el viejo Morris habían tomado forma, observé que esta coloración purpúrea era real. Era un engendro reluciente, de apariencia humana, casi metálica, realmente de tres metros de alto, completamente recubierta por grandes e iridiscentes escamas de pez, de unos diez centímetros cuadrados cada una de ellas, que refulgían mientras saltaba a través de la habitación. Únicamente pude verlo durante un segundo o dos. Vi que agarraba por detrás, sin titubeos y con una mortal malignidad, el encorvado cuerpo del viejo Morris, en el momento en el que éste, como ustedes recordarán, estaba a punto de meterse en su cama. La horrenda cosa le hizo volverse con sus enormes y brillantes brazos del mismo modo en el que una avispa hace volverse a una mosca, y dudo que nunca, hasta el día de mi muerte, consiga librarme de la expresión que vi en el rostro del viejo Morris… la expresión de un alma perdida que sabe que no hay esperanza para ella, ni en este mundo ni en el otro… mientras la enorme, achaparrada y redonda cabeza, una cabeza exactamente igual a la del pequeño pez-jumbee de la señora Heidenklang, descendía revelando ante mis horrorizados ojos un enorme pico afilado como una guadaña, que usó impulsando hacia delante su fea cabeza como si estuviera asintiendo, para hundirlo con un movimiento desgarrador en el palpitante pecho de su víctima, como la barracuda cuando ataca y despedaza…
Eso es lo último que puedo recordar de aquel cuadro estremecedor, ya que entonces me desmayé.
Me desperté algo después de la una, en una habitación oscura, vacía de fantasmas y en la que mis propios y más comunes muebles de caoba se delineaban finamente bajo la débil luz de la luna creciente que brillaba limpiamente sobre el cielo estrellado. La fresca brisa nocturna agitó el mosquitero de mi cama. Me levanté temblando y me acerqué a la ventana; me asomé al exterior y encendí y fumé rápidamente un cigarrillo que quizás hizo algo para tranquilizar mis destrozados nervios.
A la mañana siguiente, con un sentimiento de aborrecimiento que después se ha ido desvaneciendo gradualmente en el curso de los meses que han transcurrido desde mi terrible experiencia, tomé de nuevo mi dibujo y añadí con tanta exactitud como me fue posible la horrible escena que había presenciado. El cuadro terminado era un verdadero horror, tosco como suele ser mi trabajo. Quería destruirlo, pero no lo hice, y lo guardé bajo un montón de ropas sin usar en uno de los mayores cajones del armario de mi dormitorio.
Tres días más tarde, justo después de Navidad, observé el coche del señor Despard atravesando las calles, ocupado únicamente por su chófer. Detuve al muchacho y le pregunté dónde se encontraba en aquel momento el señor Despard. El conductor me dijo que el señor Despard estaba desayunando (la comida de mediodía en las Pequeñas Antillas) con el señor Bonesteel en casa de aquel caballero, en Prince’s Cross Street. Le di las gracias y regresé a casa. Cogí el dibujo, lo plegué y lo guardé en el bolsillo interior de mi abrigo, y partí en dirección a la casa de Bonesteel.
Llegué unos quince minutos antes de la hora del desayuno, y fui agradablemente recibido por mi viejo amigo y su invitado. El señor Bonesteel insistió en que me uniera a ellos para el desayuno, pero rechacé la invitación.
El señor Bonesteel trajo un cóctel, preparado a partir de su propio ron añejo, y tras disfrutarlo ceremoniosamente reclamé la atención de ambos caballeros.
—Caballeros —dije—, confío en que no me tendrán por un pesado, pero tengo, según creo, un motivo legítimo para solicitarles que me cuenten el modo en el que el caballero conocido como el viejo Morris, que en tiempos ocupó mi casa, encontró su muerte.
Llegado a aquel punto me detuve y descubrí que había llevado a mi amable y anciano anfitrión a un estado de avergonzada confusión. Mirando de reojo al señor Despard, pude ver de inmediato que si bien no había llegado a ofenderle, mi pregunta había por lo menos atentado contra su dignidad. Me estaba observando con bastante severidad, y debo confesar que por un momento me sentí como un escolar. El señor Bonesteel captó esta atmósfera cargada y miró indefenso a Despard. Ambos hombres se revolvieron incómodos en sus sillas; cada uno de ellos esperando a que el otro comenzara a hablar.
Despard, al fin, se aclaró la garganta.
—Le ruego me perdone, señor Stewart —dijo, lentamente—, pero ha formulado una pregunta que, debido a ciertas razones, nadie al tanto de las circunstancias desearía responder. La razón es, en breve, que el señor Morris era, en ciertos aspectos… cómo decirlo, para no parecer injusto… bueno, quizás podría decir que era algo anormal. No me refiero a que estuviera loco. En todo caso, era excéntrico. Su fin fue tal que revelarlo reabriría una considerable discusión que agitó esta isla durante largo tiempo después de que su cadáver fuera encontrado. Debido a una especie de consenso general, ese asunto es tabú en la isla. Eso le explicará por qué nadie desea responder a su pregunta. Soy libre de decir que el señor Bonesteel, aquí presente y considerablemente agitado, me contó que usted le había interrogado al respecto. También me lo preguntó a mí no hace mucho. Sólo puedo añadir que el modo en el que el señor Morris encontró su fin fue…
El señor Despard dudó y bajó la mirada, frunciendo el ceño, hasta fijarla en su zapato, con el que golpeaba nerviosamente el suelo de madera de la galería en la que estábamos sentados.
—El viejo Morris, señor Stewart —continuó, tras una pausa reflexiva durante la que, imagino, escogió cuidadosamente sus palabras—, fue, para decirlo del modo más directo… ¡asesinado! Se discutió mucho sobre la identidad del asesino, pero la mayor parte, la parte más desagradable de la discusión, ¡estuvo dirigida a dirimir si había sido asesinado por un ser humano o no! Quizás pueda entender ahora, señor, la dificultad del asunto. Admitir que fue asesinado por un asesino convencional es, a mi parecer, una imposibilidad. Aceptar la participación de algo… inhumano en su muerte, pone en duda las creencias de uno, y su credulidad. La «magia» y los poderes ocultos son algo, como usted bien sabe, fuertemente arraigado en las mentes de las gentes ignorantes de estas islas. Ninguno de nosotros podría ser indulgente con admitir una creencia similar. ¿Le satisface eso, señor Stewart, y está dispuesto a dejar así el tema, señor?
Extraje el dibujo y, sin desplegarlo, lo dejé reposar sobre mis rodillas. Asentí en dirección al señor Despard y, volviéndome hacia nuestro anfitrión, pregunté:
—De niño, señor Bonesteel, ¿llegó usted a conocer la disposición del dormitorio del señor Morris?
—Sí, señor —respondió el señor Bonesteel, y añadió—: ¡Todo el mundo adquirió cierta familiaridad con él! Personas que nunca habían entrado en la casa del viejo se amontonaron allí cuando…
Intercepté una especie de mirada de advertencia entre Despard y mi interlocutor. El señor Bonesteel, muy avergonzado al parecer, me miró con ese aspecto indefenso que ya he mencionado con anterioridad… ¡y comentó que estábamos teniendo unos días de lo más calurosos!
—Entonces —dije yo—, quizás reconocerá su disposición e incluso algunos de los detalles del mobiliario —y desplegué el dibujo y se lo entregué al señor Bonesteel.
De haber anticipado su efecto sobre el anciano, habría sido un poco más discreto, pero confieso que la actitud de ambos me había irritado ligeramente. Al entregárselo al señor Bonesteel (no podía dárselo a ambos hombres a la vez) hice lo más natural, dado que se trataba de nuestro anfitrión. El anciano observó lo que le acababa de dar y (éste es el único modo en el que puedo describir lo que sucedió) de repente pareció quedarse petrificado. Sus ojos parecían salirse de las cuencas, la mandíbula inferior se abrió por completo y quedó colgando. El papel se escurrió de entre sus dedos fláccidos y revoloteó y zigzagueó hasta llegar al suelo, posándose junto a los pies de Despard. Despard se inclinó y lo recogió, evidentemente con la intención de devolvérmelo, pero al hacerlo vio su contenido y tuvo su propia reacción. Se levantó de un salto frenético y clavó su mirada en el dibujo, y después en mí. ¡Oh, me estaba cobrando una pequeña venganza por su reticencia, vaya que sí!
—¡Dios mío! —gritó Despard—. ¡Dios mío, señor Stewart! ¿De dónde ha sacado una cosa semejante?
El señor Bonesteel inhaló profundamente una bocanada de aire, la primera, parecía, en sesenta segundos, y añadió sus palabras.
—¡Oh, Dios mío! —musitó el anciano, temblorosamente—. ¡Señor, Stewart, señor Stewart! ¿Qué es, qué es? ¿Dónde…?
—Es un pez-zombi de la Martinica, lo que los investigadores profesionales de lo oculto como Elliott O’Donnell y William Hope Hodgson definirían como un «elemental» —expliqué con calma.
—Es una representación de cómo el pobre señor Morris encontró realmente la muerte; hasta ahora, según tengo entendido, pura conjetura. Recordarán que Christiansted está construida sobre las ruinas de la ciudad francesa de Bassin —añadí—. ¡Un lugar de lo más propicio para un «elemental»!
—¡Pero, pero…! —casi gritaba el señor Despard—. Señor Stewart, ¿de dónde ha sacado esto? ¿Es…?
—Yo mismo lo dibujé —dije tranquilamente, plegando el dibujo y volviendo a guardarlo en mi bolsillo interior.
—¿Pero cómo…? —exclamaron Despard y Bonesteel, hablando al unísono.
—Vi cómo sucedía, ¿saben? —respondí, cogiendo mi sombrero, haciendo una reverencia formal frente a ambos caballeros y, manifestando en un murmullo la pena que sentía por no poder quedarme a desayunar, me marché.
Mientras descendía los escalones de la galería del señor Bonesteel y salía a la calle, encaminando mis pasos hacia la casa del viejo Morris, en la que vivo, pude oír sus voces hablando al mismo tiempo:
—¿Pero cómo, cómo…? —decía Bonesteel.
—¿Por qué, por qué…? —seguía Despard.
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