Leo tenía cincuenta y cinco años y era camarero en el restaurante del Hotel Sur desde hacía quince años. Todos los lunes, su día libre, solía ir al cine de su barrio. Además de los lunes, Leo tenía derecho a otro día libre a la semana, pero el administrador del hotel, el señor Dueñas, le había pedido que acudiese a trabajar. Se lo pagaban aparte, como horas extras, y aquello representaba un ingreso suplementario que le venía muy bien.
Los lunes se levantaba tarde, vestía un pantalón deshilachado y una camisa vieja, y con sus herramientas arreglaba los pequeños desperfectos de la casa: sillas que se movían, grifos que goteaban, los enchufes de la luz o la cisterna del retrete. Mientras, le gustaba pensar en la película que iría a ver después.
Leo estaba convencido de que ser camarero no era fácil. Y se refería a ser un auténtico camarero. No como esos chicos jóvenes de las hamburgueserías, ni de los bares de copas, ni siquiera como su hijo Javier, que acababa de ser ascendido a jefe de sección en la cafetería del Vips de la calle Fuencarral.