–Niño Mauricio, vaya a la Dirección.
El niño Mauricio Irigorri le tocaba el culo a la maestra, eludía el cachetazo y en el recreo cobraba las apuestas. Tenía una hermosa letra, sobre todo cuando firmaba “Alberto Irigorri” bajo las amonestaciones de los boletines. Don Alberto no reparaba en esos detalles. Estaba demasiado ocupado en liquidar a precios de fábula un galpón de alambre de púa que empezó a almacenar cuando la guerra de España. Ahora el alambre no venía de Europa porque allá lo usaban para otra cosa. “Gracias a Dios”, repetía don Alberto, que por esa época se volvió devoto.
A fin de año, la señorita Reforzo se quitó a Mauricio de encima con todos cuatros. (“Ese chico necesita una madre”, comentó.) Entró en sexto de pantalón corto y bigote. El de sexto era maestro y el niño Mauricio tuvo que inventar otros juegos con pólvora, despertadores y animales muertos. Tal vez se adelantaba a sus años y a su medio, y por eso no era bien comprendido.
–No te juntés con él –decía mi padre.
Yo me juntaba igual.
–¿Eh, Negro? –proponía Mauricio mirándome desde la esquina del ojo.
–¿Y si tal cosa? –protestaba yo.
–Hay que divertirse, Negro. La vida es corta.
Mauricio pegaba una oblea, la oblea decía “Dios es amor”, Mauricio la pegaba en la maquinita de preservativos, en el baño del “Roma”.