viernes, 30 de agosto de 2019
El Veredicto, de Edith Wharton
jueves, 29 de agosto de 2019
La aventura de un matrimonio, de Italo Calvino
miércoles, 28 de agosto de 2019
El pasajero compasivo, de Evelyn Waugh
martes, 27 de agosto de 2019
Circe, de Julio Cortázar
lunes, 26 de agosto de 2019
Terapia, de Lydia Davis
viernes, 23 de agosto de 2019
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, de Jorge Luis Borges
jueves, 22 de agosto de 2019
Fénix, de Chuck Palahniuk
miércoles, 21 de agosto de 2019
Baby Götterdämmerung, de Ariel Urquiza
martes, 20 de agosto de 2019
Repudiados, de Osamu Dazai
viernes, 16 de agosto de 2019
Elvira, de Eduardo Muslip
jueves, 15 de agosto de 2019
La ventana indiscreta, de Cornell Woolrich
miércoles, 14 de agosto de 2019
Como absolutamente nada en el mundo, de Vicente Battista
martes, 13 de agosto de 2019
Cuando escuche la señal, de Thomas N. Scortia
—Oiga —dijo ruidosamente, como suelen hacerlo las personas mayores—. Oiga. Oiga, habla Fleiker. Oiga.
—Cuando oiga la señal…
—Demonios —dijo jadeando—. No he marcado el…
—…serán las…
—¿Diga? —dijo una voz, una voz de mujer de edad indeterminada, pero evidentemente no joven.
—¿Oiga? —dijo él—. Oiga. Walter, ¿por qué no contestas?
—Oh, cuánto me alegro de que me llames —dijo la voz—. Es muy amable de tu parte llamarme.
—¿Quién es? —preguntó él—. ¿Quién es usted?
—Sí, sí, feliz Año Nuevo, Michael. Sí, ha sido un buen año.
—¿Qué insensatez es ésta? —preguntó él airado.
—Un buen año, sí, un año muy bueno…, el mejor desde que me jubilé. El mes pasado fui a la reunión de Denver, antes de Navidades.
—¿Es esto acaso una especie de juego? —preguntó él—. ¿Año Nuevo? ¿Navidad el mes pasado? Estamos en pleno verano.
—¿Oye? Sí, sí, feliz Año Nuevo, querido. Feliz mil novecientos sesenta y tres.
lunes, 12 de agosto de 2019
Horas de visita, de Ariel Dorfman
¿Te han hablado acerca del número 55?, dijo ella. Es un nuevo servicio. Ven. Ven, que te lo muestro.
Levantó el teléfono. El no se había dado cuenta de que el aparato estaba ahí, escondido, casi como acunado, en medio del revoltijo de las sábanas, un modelo viejo, de ésos que ya nadie fabrica, con la serpiente negra de un cordón colgándole umbilicalmente, o tal vez como el tentáculo de una enredadera, porque se meció suavemente cuando ella se puso a discar.
Hola, dijo ella, se lo dijo al teléfono. Hola. Una madre y su chico, sí. Ambos decapitados en una accidente de automóvil. En la última media hora. Me gustaría que se me informara de quién se trata, los nombres, eso.
Ella esperó y le sonrió, extendió sus piernas sobre la cama. El notó de nuevo cuán sucio estaba su camisón, tenía que tomar cartas en el asunto. Pero no era lo de que de veras estaba pensando. Estaba pensando: así que en esto se pasa, en esto se entretiene durante el día, durante la noche, ésta es la última novedad.
viernes, 9 de agosto de 2019
Fin de curso, de Mariana Enríquez
Nunca le habíamos prestado demasiada atención. Era una de esas chicas que hablan poco, que no parecen demasiado inteligentes ni demasiado tontas y que tienen esas caras olvidables, esas caras que, aunque una las ve todos los días en el mismo lugar, es posible que no las reconozca en un ámbito distinto, y mucho menos pueda ponerles un nombre. Lo único que la diferenciaba era que se vestía mal, feo y algo más: la ropa que usaba parecía elegida para ocultar su cuerpo. Dos o tres talles más grande, camisas cerradas hasta el último botón, pantalones que no dejaban adivinar sus formas. Sólo la ropa hacía que nos fijáramos en ella, apenas para comentar su mal gusto o dictaminar que se vestía como una vieja. Se llamaba Marcela. Podría haberse llamado Mónica, Laura, María José, Patricia, cualquiera de esos nombres intercambiables, que suelen tener las chicas en las que nadie se fija. Era mala alumna, pero rara vez recibía la desaprobación de los profesores. Faltaba mucho, pero nadie comentaba su ausencia. No sabíamos si tenía plata, de qué trabajaban los padres, en qué barrio vivía.
jueves, 8 de agosto de 2019
Las hamburguesas del mal, de Carlos Gamerro
Todo comenzó con un desmayo en la cola de McDonald’s. Incapaz de decidirme entre el Combo 1 (Big Mac, papas fritas mediana, coca mediana) o el 3 (McDlt, el resto igual), advertí que la pizarra luminosa sobrevolaba amenazadora mi cabeza, que mareada perdió el equilibrio y cayó como pelota al suelo. Lo último que vieron mis ojos fueron las facciones metálicas de Ray A. Kroc y su sonrisa benévola velando sobre mí y sobre un mundo confiable, en cuyos brazos podía desmayarme sin temor.
No desperté en el lugar de mi caída, seguramente me habían corrido hacia el costado para no entorpecer la circulación. Un empleado diligente se afanaba en limpiar con un espeso fajo de servilletas de papel los restos de lechuga y mayonesa de mi rostro y ropas: reconocí los sabores combinados del menú porteño y el Combo 2, que nunca hubiera pedido, y me reconfortó al menos saber que no había caído sin llevarme a varios conmigo. Agradecido me aferré por un momento al brazo de mi salvador, cuyo rostro me sonreía desde el retrato en la pared, campeando sobre la leyenda “empleado del mes”. Varias veces, desde mi mesa de siempre, lo había contemplado en su imperturbable eficiencia, su altiva frente de adulto sobresaliendo sobre las sudorosas nucas de los indiscernibles adolescentes malpagos, como un capitán en la cubierta de un barco arrostrando la tormenta –la tormenta de clientes del mediodía, oleadas, avalanchas, vorágines de clientes abatiéndose sobre las cajas que apenas sostienen sus embates– infundiendo por su sola presencia la serenidad necesaria para salir a flote. Y a pesar de que todo contacto personal entre empleados y clientes estaba vedado –salvo la amabilidad, dulzona como la mayonesa y los pepinillos del Big Mac, que se les debe dispensar a todos los clientes por igual–, a pesar de que haciéndolo desafiaba una prohibición que podía costarle si no su puesto al menos sus honores como empleado del mes desde hace tres meses seguidos y por lo tanto sus chances cada vez más seguras de convertirse en empleado del año, siempre disponía de ese segundo para responder a mi mirada con una sonrisa breve, fugaz, que era casi un guiño de complicidad. Cualquiera puede reconocerse con el mozo en un restaurant tradicional, pero reconocer a un empleado de McDonald’s, y lo que es más, ser reconocido por él, es algo de lo que pocos, creo, pueden jactarse. Su sonrisa me daba todo lo que necesitaba, todo lo que había venido a buscar; me aseguraba que mientras él estuviera allí todo seguiría funcionando como siempre, que aplastando la cara contra el vidrio de los ventanales el mundo impredecible podía hacer muecas y rugir pero aquí dentro estábamos a cubierto, protegidos, salvados en suma. No puedo, parecía decirme, hacerme cargo de lo que suceda allá –la palabra contenía entero el terror vago que debieron sentir los primeros navegantes que se acercaban al horizonte en un mundo plano– pero una vez franqueado el doble arco dorado nada malo puede sucederte. Bastaba sentarme con mi Big Mac y mi Coca-Cola y mis papas fritas en mi mesa de siempre y recibir la bendición de su sonrisa – sólo entonces podía empezar– para que el mundo desde siempre hostil a cualquier sentimiento humano e indiferente a cualquier súplica quedara anulado como por un conjuro que sólo yo, saliendo al exterior, era dueño de romper –las puertas de McDonald’s, como las de una embajada en un país atroz, abiertas a todo refugiado que consiguiera llegar hasta ellas y no quiera volver a salir–.
miércoles, 7 de agosto de 2019
El infierno está en el espejo, de Ranpō Edogawa
Mi amigo K. comenzó el relato que ponía fin a la reunión:
—¿Queréis que os cuente un relato misterioso? ¿Qué os parece este?
Cinco o seis personas nos habíamos reunido para contar por tumos distintas historias de miedo o, en su defecto, sucesos extraños. No sé si lo que nos contó ocurrió realmente o fue invención suya, pues no se lo pregunté después, pero lo cierto era que parecía creíble. Era una noche nublada de finales de primavera y el ambiente estaba cargado, como si estuviéramos en el fondo del mar. En tales condiciones, tanto los que contábamos como los que escuchábamos nos sentíamos ya medio chiflados, y quizá fue esa la razón por la que aquel último relato impactó en mi alma de una manera extraña. La historia decía más o menos así:
“Voy a hablaros de mi infeliz amigo. No quiero decir su nombre, así que hablaré de él sin dar detalles. Esta persona padecía, no sé desde cuándo, una enfermedad extraña, sobrenatural. Puede que la heredara de sus ancestros, no era una idea descabellada. No conocí a su abuelo ni a su bisabuelo, pero eso es lo de menos. Lo importante es que alguien de su familia se convirtió al cristianismo y había en su casa varios textos antiguos escritos en sentido occidental. También había estatuas de la Virgen María y pinturas de Jesucristo. Junto a todo esto se encontraban algunos artefactos dignos de Igagoe Dōchū Sugoruku, la famosa obra de teatro kabuki que seguramente conocéis. Había, por ejemplo, un telescopio de hace un siglo, un imán de forma extraña, así como unos preciosos ornamentos de cristal que en esa época se conocían con el nombre de gyaman o bidoro. Desde niño había jugado con todas esas cosas.
martes, 6 de agosto de 2019
Muerte y resurrección de un padre, de Elvio E. Gandolfo
Temprano en la mañana me llamó el Jilguero y me dijo: “Mataron a tu padre en el Corredor”. Sentí un golpe en el pecho. Después lancé la Onda y pasó algo raro: no me llegó de vuelta que mi viejo ya no estuviera. Ni tampoco que estuviera. Hace mucho que me trasladé a Malvín Norte con mis cajones curativos y el gato, así que me iba a llevar un buen rato llegar al Corredor.
En la Guerra Ultima el ataque fue fulminante y completo. En pocas horas quedaron apenas 7.000 y pico de sobrevivientes en Montevideo. Las bombas nuevas, que no tenían el efecto nuclear de radiación posterior pero desarrollaban un calor sin límites, liquidaron cientos de manzanas. En el tramo de la avenida 18 de julio desde Ejido hasta la plaza Independencia la abundancia de edificios altos con mucho material y de alturas parecidas hizo que se fundieran entre sí y quedara esa especie de tubo raro del Corredor.
Los efectos de la Guerra Ultima, tanto aquí como en el resto del mundo, fueron totales. Unos meses antes de empezar se había acabado la electricidad. Del todo. Nunca se supo bien por qué. Decían que era un súper pulso electromagnético, pero consulté hacia adentro y algo me contestó que se trataba de otra cosa.
viernes, 2 de agosto de 2019
No había café en Brasil, de María Rosa Lojo
Para Antônio, Miguel y João
Mucha gente va al Brasil solo para tomar café en lugares imaginarios. Las mujeres maduras se sueñan envueltas en chales, a cierta hora, en terrazas que dan hacia el mar, cuando las luces se difuminan. Las arrugas se borran suavemente bajo ese resplandor apagado y compasivo que presta brillos a las cabelleras teñidas. Entretanto, el aroma llega desde el interior de los bares. Embriaga pero no atonta. Por el contrario, despierta los sentidos hacia la expectativa de otra vida feliz. El olor del café y el paisaje marino son el fondo sobre el que esa vida se proyecta.
jueves, 1 de agosto de 2019
El golpe estupendo, de E. C. Bentley
—No, entonces estaba en el extranjero, casualmente —dijo Philip Trent—. Como no tenía acceso a los periódicos ingleses, no supe nada de su misterio hasta que volví esta semana.
El capitán Royden, un hombre pequeño, enjuto, de rostro cetrino, estaba embebido en la delicada —y prohibida— tarea de desmontar su instrumento telefónico automático. En ese momento, detuvo su labor y cogió la tabaquera. La enorme ventana de su oficina en la sede del club de Kempshill daba al hoyo dieciocho del fabuloso campo de golf, y su mirada recorrió las colinas recubiertas de tojo que se alzaban más allá, al tiempo que hacía memoria.
—Bueno, si para usted es un misterio… —dijo, mientras llenaba la pipa—. Para algunos lo es, porque les gustan los misterios, me imagino. Por ejemplo, para Colin Hunt, el tipo que lo aloja. Otros dicen que de ninguna manera y que había una explicación totalmente natural. Creo que podría contarle más del caso que nadie.
—¿Como secretario del club, quiere decir?
—No solo por eso. Fui una de las dos personas que asistieron a la muerte, por así decir…, o casi —respondió el capitán Royden. Se acercó cojeando al hogar y cogió una caja de plata con el escudo y los lemas del Cuerpo de Ingenieros Reales repujados en la tapa—. Pruebe un cigarrillo de estos, señor Trent. Si quiere escuchar la historia, se la cuento. Imagino que habrá oído hablar de Arthur Freer.