Mi padre nunca ansió tener muchos amigos, pero los pocos que llegaron a frecuentar la casa lo hacían con un gran respeto y consideración a sus años como agente municipal. Y este aprecio siempre les fue devuelto como era debido. No era de extrañarse, entonces, que lo buscaran para comunicarle que don Félix, su amigo, había muerto. Le contaron que había sido arrollado por un auto en el jirón Carabaya, frente a su taller de imprenta, justo cuando salía acompañado por sus operarios. «Fue absurdo», repetían estos mirando a mi padre y viéndose entre sí, como sobrevivientes de una inadvertida batalla. Agregaron que don Félix murió mientras era llevado dentro del taller. La ambulancia ya había sido llamada, pero solo llegó para certificar la muerte de quien aún yacía sobre una mesa, entre letras de molde y pliegos de papel, a la espera del fiscal de turno.
Le dijeron a mi padre que por su condición de amigo él era el indicado para darle la noticia a doña Lucía y sus hijos. La familia de don Félix vivía en la calle siguiente, al final de una larga cuadra elevada, semejante a una pendiente, que se truncaba en una plazoleta frente a la Iglesia Santa Ana. Mi padre se mantuvo sereno. Aceptó el encargo y luego muy cortésmente les pidió a aquellos hombres que se retiraran. Mi madre y yo lo vimos caminar hacia su cuarto y reaparecer con una casaca azul encima. Mi madre no lloró, pero su tristeza era evidente. Ambos intercambiaron una rápida mirada. Cuando mi padre subía el cierre de su casaca, se dirigió a mí y ordenó que me alistara, que iba a acompañarlo a la casa de la señora Lucía. Mi madre intervino y le sugirió que no era una buena idea; pero él ya estaba junto a la puerta marrón de nuestra casa, esperándome. Me alisté lo más pronto posible y, antes de cruzar la puerta, mi madre me pasó la mano por el cabello, alisándomelo, y me dijo que no peleara con los hijos de Lucía. Asentí y fui a reunirme con mi padre, quien tenía un par de metros avanzados.