Los días de pago, Pedro Pablo Salcedo apartaba de su sueldo dos billetes azules y almorzaba en el mismo restaurant que sus patrones. Allí se ofrecía un "menú ejecutivo", expresión que le causaba melancolía, pues como contador de la editorial lo único que "ejecutaba" eran órdenes de sus superiores: básicamente atrasar lo inhumanamente posible los pagos a los acreedores. Doce veces al año se daba el placer de inaugurar ese almuerzo con el tequila de un "Margarita Jumbo" y de redondearlo con un cognac "Remy Martin". El trayecto entre ambos licores lo cubría mediante una botella de vino tinto cuya marca variaba de menos a más. En diciembre había puesto el colofón gastronómico del año pagando por un "Don Melchor", el mosto más caro que ofrecía la plaza.
Estos almuerzos finales lo reconciliaban con las asperezas de su trabajo y con esos sueños de grandeza inhibidos o secretos que larvados asomaban en sus ojos en chispas de envidia o resentimiento. Para su mala suerte, justo en lo que debiera haber sido su plácido balance mensual con el mundo y sus frustraciones, un episodio que se desarrollaba en la mesa vecina consiguió desestabilizarlo.