Cuando yo tenía ocho años pasé una larga temporada con mi abuela en una casita pobre. Una tarde le pedí muchas veces una pelota de varios colores que yo veía a cada momento en el almacén. Al principio mi abuela me dijo que no podía comprármela, y que no la cargoseara; después amenazó con pegarme; pero al rato y desde la puerta de la casita – pronto para correr – yo le volví a pedir que me comprara la pelota. Pasaron unos instantes y cuando ella se levantó de la máquina de donde cocía, yo salí corriendo. Sin embargo ella no me persiguió: empezó a revolver un baúl y a sacar trapos. Cuando me di cuenta que quería hacer una pelota de trapo, me vino mucho fastidio. Jamás esa pelota sería como la del almacén. Mientras ella la forraba y le daba puntadas, me decía que no podía comprar la otra y que no había más remedio que conformarse con ésta. Lo malo era que ella me decía que la de trapo sería más linda; era eso lo que me hacía rabiar. Cuando la estaba terminando, vi cómo ella la redondeaba, tuve un instante de sorpresa y sin querer hice una sonrisa; pero enseguida me volví a encaprichar. Al tirarla contra el patio el trapo blanco del forro se ensució de tierra; yo la sacudía y la pelota perdía la forma: me daba angustia de verla tan fea; aquello no era una pelota; yo tenía la ilusión de la otra y empecé a rabiar de nuevo.
viernes, 26 de febrero de 2010
jueves, 25 de febrero de 2010
Todos ustedes, zombies, de Robert A. Heinlein
2217 ZONA TEMPORAL V. 7 NOV 1970. Nueva York. Bar de Pop
Yo lustraba una copa de coñac cuando entró la Madre Soltera. Anoté la hora: las 22.17, zona cinco, tiempo del Este, 7 de noviembre de 1970. Los agentes temporales siempre apuntamos la fecha y la hora. Es una norma.
La Madre Soltera era un hombre de veinticinco años, no más alto que yo, de cara infantil y mal carácter. No me gustaba su aspecto (nunca me gustó) pero yo había venido aquí para reclutarlo. Era mi muchacho. Le obsequié mi mejor sonrisa de cantinero.
Tal vez soy demasiado severo. No era maricón ni nada parecido. Lo llamaban así por lo que contestaba cuando algún entrometido quería saber a qué se dedicaba: –Soy una madre soltera –decía, y si no tenía ganas de pegarle a alguien continuaba: –A cuatro centavos por palabra. Escribo confesiones.
Si estaba de mal humor se quedaba esperando que alguien hiciese un chiste. Tenía un estilo letal para la pelea cuerpo a cuerpo, como el de una mujer policía…, razón por la cual yo lo lo buscaba. Y no la única.
Hoy estaba ya bastante servido y parecía detestar a la gente más que de costumbre. Le serví en silencio una ración doble de Old Underwear y dejé la botella. Bebió y se sirvió otro vaso.
miércoles, 24 de febrero de 2010
La Torre del Elefante, de Robert E. Howard
Las antorchas resplandecían lóbregamente en las fiestas del Maul, donde los ladrones del este celebraban el carnaval por la noche. En el Maul podían estar de juerga y hacer todo el ruido que quisieran, puesto que las personas decentes evitaban esos barrios y los guardianes, bien pagados con monedas de todas clases, no interferían en sus diversiones. A lo largo de las callejuelas tortuosas y sin empedrar, llenas de basura y de charcos fangosos, los juerguistas borrachos caminaban tambaleándose y gritando estrepitosamente. El acero relucía en las sombras de donde provenían las risas estridentes de las mujeres y los ruidos de escaramuzas y peleas. La pálida luz de las antorchas se reflejaba a través de las ventanas rotas y de las puertas abiertas de par en par, y en el exterior, el olor a rancio del vino y de los cuerpos sudorosos, el clamor de los bebedores que golpeaban las duras mesas con los puños y cantaban canciones obscenas, sorprendían como una bofetada en pleno rostro.
Las risotadas resonaban estrepitosamente en el techo bajo y manchado por el humo de uno de aquellos antros donde se reunían picaros de todo tipo luciendo toda clase de andrajos y harapos; había rateros furtivos, raptores lascivos, ladrones de dedos ágiles, bravucones jactanciosos con sus mozas, mujeres de voces estridentes vestidas con ropas no menos chillonas. Los bribones del lugar eran mayoría: zamorios de piel oscura y ojos negros, con dagas en sus cintos y astucia en los corazones. Pero también había allí lobos de varios pueblos extranjeros. Llamaba la atención un gigante hiperbóreo renegado, taciturno, peligroso, con un sable colgando de su lúgubre y feroz corpachón, puesto que los hombres llevaban el acero sin disimulo en el Maul. Había también un falsificador shemita, de nariz ganchuda y rizada barba de color negro azulado. Un poco más allá, una moza brythunia de mirada descarada sentada sobre las rodillas de un hombre de Gunderland de cabello leonado; se trataba de un mercenario errante, un desertor de algún ejército derrotado. Y el obeso y grosero bribón, cuyas bromas procaces eran motivo de regocijo general, era un secuestrador profesional que había venido de la lejana tierra de Koth para enseñar a los zamorios a raptar mujeres, si bien éstos conocían mucho mejor este arte de lo que aquel hombre pudiera saber jamás. El kothiano hizo una pausa en la descripción de los encantos de una de sus posibles víctimas y se llevó a la boca una enorme jarra de espumeante cerveza. Luego se lamió los gruesos labios y dijo:
-Por Bel, dios de los ladrones, que voy a enseñarles cómo se roba una mujer; estará del otro lado de la frontera de Zamora antes del amanecer, y allí habrá una caravana esperándola. Un conde de Ofir me prometió trescientas piezas de plata por una esbelta joven brythunia de buena familia. Estuve vagando varias semanas por las ciudades fronterizas, donde me hacía pasar por mendigo, hasta que encontré una que valiera la pena. ¡Ah, qué guapa es esta golfa!
martes, 23 de febrero de 2010
¿Existe verdaderamente Mr. Smith?, de Stanislaw Lem
JUEZ. – La Corte pasa a examinar el litigio entre la Cybernetics Company y Harry Smith. ¿Están presentes las dos partes?
ABOGADO. – Sí, su señoría.
JUEZ. – ¿Usted actúa en nombre de...?
ABOGADO. – Represento legalmente a la Cybernetics Company, su señoría.
JUEZ. – ¿Dónde está el acusado?
SMITH. – Estoy aquí, su señoría.
JUEZ. – Les ruego se sirvan dar a la Corte sus datos personales.
SMITH. – Con mucho gusto. Me llamo Harry Smith y nací el 6 de abril de 1917 en Nueva York.
ABOGADO. – Me opongo, su señoría. La afirmación del acusado es tendenciosa: él nunca ha venido al mundo.
SMITH. – Tengo aquí mi partida de nacimiento. Y mi hermano está aquí, en la sala...
ABOGADO. – Esa no es su partida de nacimiento, y aquel individuo no es su hermano.
ABOGADO. – Sí, su señoría.
JUEZ. – ¿Usted actúa en nombre de...?
ABOGADO. – Represento legalmente a la Cybernetics Company, su señoría.
JUEZ. – ¿Dónde está el acusado?
SMITH. – Estoy aquí, su señoría.
JUEZ. – Les ruego se sirvan dar a la Corte sus datos personales.
SMITH. – Con mucho gusto. Me llamo Harry Smith y nací el 6 de abril de 1917 en Nueva York.
ABOGADO. – Me opongo, su señoría. La afirmación del acusado es tendenciosa: él nunca ha venido al mundo.
SMITH. – Tengo aquí mi partida de nacimiento. Y mi hermano está aquí, en la sala...
ABOGADO. – Esa no es su partida de nacimiento, y aquel individuo no es su hermano.
lunes, 22 de febrero de 2010
Hoy: Fin de una relación, de Alberto Moravia
Una tarde de noviembre, Lorenzo, joven rico y ocioso, corría en automóvil hacia su casa, donde sabía que su querida lo estaba esperando hacía ya más de media hora. El tiempo, que había empeorado repentinamente con una lluvia desordenada e intermitente y un viento muy desagradable, que encontraba siempre la manera de soplar en plena cara fuera cuál fuera la dirección en que se marchara, cierto insomnio que todas las noches, tras las primeras horas de sueño, lo despertaba de improviso y lo mantenía en vela hasta el alba, una sensación de pánico, de persecución y de opacidad de la que hacía meses no conseguía librarse, todo contribuía a poner a Lorenzo en un estado de ánimo enardecido y rabioso. «Acabar con todo esto», se repetía continuamente mientras conducía el coche por las calles de la ciudad y sentía que la menor nadería -el limpiaparabrisas que interrumpía un momento su vaivén sobre el vidrio empapado, la palanca de las marchas que en medio del tráfico, bajo su mano frenética, no entraba bien, los inútiles clamores de las bocinas de los automóviles parados tras el suyo- le producía una pena aguda y miserable, con ganas de gritar: «Pero ¿acabar con qué?» Lorenzo no habría podido responder con exactitud a esta pregunta. Cada vez que dirigía la mirada desde su injustificada miseria a su propia vida comprendía que no le faltaba nada, que no había nada que cambiar, que había obtenido todo lo que deseaba e incluso algo más. ¿Acaso no era rico? ¿Y no hacía de sus riquezas un uso juicioso y refinado?
viernes, 19 de febrero de 2010
Reproches a Luisilda por haber salido en 1945 sin anteojos, de Marco Denevi
Pero por Dios, Luisilda, cómo va a salir sin anteojos. Ya se lo dijo su madre y ahora se lo digo yo y se lo diría cualquiera que tenga dos dedos de frente. Dejemos mientras camine por la calle, a pleno sol: la luz del sol le corrige el defecto de la vista, ya estoy enterado. Pero después, cuando tome el subterráneo, ¿no tiene miedo de tropezar, de caerse? ¿Y cómo se las arreglará en la confitería, en una confitería a la que va por primera vez? De todos modos él se dará cuenta, así que no sé qué gana cometiendo esta locura. Y aunque hoy no se dé cuenta, tarde o temprano tendrá que saberlo, de modo que es mejor que lo sepa cuanto antes. No sea cabeza dura, Luisilda. Si él la quiere de veras, la querrá también con anteojos. Y si no la quiere con anteojos es porque no la quiere.
Hágame caso, llévelos por lo menos dentro de la cartera o en un bolsillo, por las dudas. ¿No? Y por qué no, veamos. Porque tiene miedo de que, a la primera dificultad, se los ponga y después no se anime a quitárselos. Además, ha notado que cuando se quita los anteojos luego de un rato de tenerlos puestos, la mirada se le vuelve fea, se le hinchan los párpados, está horrible. En cambio así, sin los anteojos desde el primer momento, se conserva linda. Qué idea. No pienso discutir eso con usted, que por lo visto es una testaruda. Muy tímida, muy tímida, pero porque él le dijo lo que le dijo, ahora no hay quien le saque de la cabeza ese disparate de salir sin anteojos. Ya se arrepentirá.
jueves, 18 de febrero de 2010
Cena con Helen, de William Carlson
Tintinean las campanillas de la puerta. Ella entra en el Fixitorium con una radio en la mano. La desnudo, la acuesto. Satisfactoria: cortos cabellos negros y elegantes facciones enmarcadas por la almohada, firmes senos pequeños que apuntan hacia el cielo, largas piernas extendidas, etcétera. Se acerca, deja la radio sobre el mostrador.
- Hola.
Añadid una voz sensual que murmura palabras de amor.
- Hola, ¿en qué puedo servirla?
La veo vestida otra vez; tiene demasiada presencia.
- ¿Podría arreglarme esto? Tiene un molesto zumbido.
- Desde luego.
Un aparatito sencillo que probablemente necesita una placa electrolítica; podría arreglarlo con los ojos cerrados. Cojo la pluma y escribo: Marca. Modelo. Problema. Sonrío, hago preguntas, escribo lentamente pienso deprisa. Nombre: Helen Williams. Soltera, sin romances, inteligente, directa. Dirección: 2221 Washington. Pacific Heights (dinero y clase). Teléfono: 346-4729. Sonríe, me da las gracias, se dispone a marcharse. ¡Ahora o nunca!
- Una última pregunta, ¿ha comido alguna vez en Lyon's?
Mira el albarán de entrega.
- Hola.
Añadid una voz sensual que murmura palabras de amor.
- Hola, ¿en qué puedo servirla?
La veo vestida otra vez; tiene demasiada presencia.
- ¿Podría arreglarme esto? Tiene un molesto zumbido.
- Desde luego.
Un aparatito sencillo que probablemente necesita una placa electrolítica; podría arreglarlo con los ojos cerrados. Cojo la pluma y escribo: Marca. Modelo. Problema. Sonrío, hago preguntas, escribo lentamente pienso deprisa. Nombre: Helen Williams. Soltera, sin romances, inteligente, directa. Dirección: 2221 Washington. Pacific Heights (dinero y clase). Teléfono: 346-4729. Sonríe, me da las gracias, se dispone a marcharse. ¡Ahora o nunca!
- Una última pregunta, ¿ha comido alguna vez en Lyon's?
Mira el albarán de entrega.
miércoles, 17 de febrero de 2010
Tutucas, de Gustavo Nielsen
Las mujeres quieren chicos y los hombres quieren libertad —dijo el señor que vendía la comida para los animales. Le hablaba al mendigo que intentaba quedarse con los centavos de los vueltos—. Es así —agregó.
El mendigo nos miró como preguntando a qué animal íbamos a querer alimentar. Sobre la mesa había más de veinte tipos de paquetes de distintos colores.
—No sé —dijo Blas.
—Hay comida para pájaros, para venados, para camellos o para elefantes.
—Cuando era chico le daba las mismas galletas al camello que al elefante —dije—, y seguro que son los mismos animales, más viejos.
martes, 16 de febrero de 2010
Botón, botón, de Richard Matheson
El paquete estaba junto a la puerta —una caja de cartón sellada con cinta, la dirección y sus nombres escritos a mano: Señor y Señora Lewis, 217 E. calle 37, Nueva York, Nueva York, 10016. Norma lo levantó, abrió la puerta y entró al apartamento. Apenas empezaba a oscurecer.
Después de haber puesto los trozos de cordero en la parrilla, se sentó y abrió el paquete.
Dentro de la caja de cartón había una unidad provista de un botón y sujetada a una pequeña arca de madera. Una cúpula de vidrio cubría el botón. Norma intentó levantarla pero estaba sellada. Volteó la unidad y vio un papel doblado y pegado con cinta adhesiva a la parte inferior de la caja. Lo desprendió: El señor Steward los visitará a las 8 p.m.
Norma colocó la unidad del botón a su lado, sobre el sofá. Releyó el mensaje impreso, sonriendo.
Unos minutos después regresó a la cocina para hacer la ensalada.
El timbre sonó a las ocho en punto. —Yo abro —gritó Norma desde la cocina. Arthur estaba en la sala, leyendo.
Después de haber puesto los trozos de cordero en la parrilla, se sentó y abrió el paquete.
Dentro de la caja de cartón había una unidad provista de un botón y sujetada a una pequeña arca de madera. Una cúpula de vidrio cubría el botón. Norma intentó levantarla pero estaba sellada. Volteó la unidad y vio un papel doblado y pegado con cinta adhesiva a la parte inferior de la caja. Lo desprendió: El señor Steward los visitará a las 8 p.m.
Norma colocó la unidad del botón a su lado, sobre el sofá. Releyó el mensaje impreso, sonriendo.
Unos minutos después regresó a la cocina para hacer la ensalada.
El timbre sonó a las ocho en punto. —Yo abro —gritó Norma desde la cocina. Arthur estaba en la sala, leyendo.
lunes, 15 de febrero de 2010
Hombre del sur, de Roald Dahl
Eran cerca de las seis. Fui al bar a pedir una cerveza y me tendí en una hamaca a tomar un poco el sol de la tarde.
Cuando me trajeron la cerveza, me dirigí a la piscina pasando por el jardín.
Era muy bonito, lleno de césped, flores y grandes palmeras repletas de cocos. El viento soplaba fuerte en la copa de las palmeras, y las palmas, al moverse, hacían un ruido parecido al fuego. Grandes racimos de cocos colgaban de las ramas.
Había muchas hamacas alrededor de la piscina, así como mesitas y toldos multicolores; hombres y mujeres bronceados por el sol estaban sentados aquí y allá en traje de baño. Dentro de la piscina multitud de chicos y chicas chapoteaban, gritando y jugando al waterpolo, un poco en serio y un poco en broma.
Cuando me trajeron la cerveza, me dirigí a la piscina pasando por el jardín.
Era muy bonito, lleno de césped, flores y grandes palmeras repletas de cocos. El viento soplaba fuerte en la copa de las palmeras, y las palmas, al moverse, hacían un ruido parecido al fuego. Grandes racimos de cocos colgaban de las ramas.
Había muchas hamacas alrededor de la piscina, así como mesitas y toldos multicolores; hombres y mujeres bronceados por el sol estaban sentados aquí y allá en traje de baño. Dentro de la piscina multitud de chicos y chicas chapoteaban, gritando y jugando al waterpolo, un poco en serio y un poco en broma.
viernes, 12 de febrero de 2010
Es una buena vida, de Jerome Bixby
Tía Amy estaba afuera, en el pórtico, meciéndose hacia atrás y hacia adelante en la silla de alto respaldo, y abanicándose; cuando Bill Soames condujo su bicicleta por el camino y se detuvo frente a la casa.
Transpirando bajo el “sol” de la tarde, Bill sacó el paquete de comestibles de la gran canasta que tenía sobre la rueda frontal de su bicicleta, y avanzó por la arboleda. El pequeño Anthony estaba sentado en el césped, jugando con una rata. La había atrapado en el sótano – le había hecho pensar que olía queso, el más aromático, desmenuzable y delicioso queso que una rata hubiera creído oler— y ella había salido de su agujero, y ahora Anthony la tenía atrapada con su mente y la estaba obligando a hacer trucos.
Cuando la rata vio que Bill Soames se aproximaba, trató de correr, pero Anthony pensó hacia ella, y ella dio una voltereta sobre el césped y yació temblando, sus ojos brillando en un pequeño y negro terror.
Bill Soames se apresuró al pasar junto a Anthony y alcanzó los primeros escalones, mascullando. Siempre mascullaba cuando venía a la casa de los Fremont, o pasaba cerca, o incluso cuando pensaba en ella. Todos lo hacían. Pensaban en tonterías, cosas sin significado, como dos-y-dos-son-cuatro-y-cuatro-son-ocho y cosas así; trataban de entremezclar sus pensamientos para mantenerlos a raya, y así Anthony no pudiera leer sus mentes. Mascullar ayudaba. Porque si Anthony captaba cualquier cosa fuerte en tus pensamientos, podría decidir hacer algo al respecto – como aliviar los terribles dolores de cabeza de tu esposa o las paperas de tus hijos, o hacer que tu vieja vaca lechera volviera a trabajar, o arreglar el retrete. Y, a pesar de que Anthony no intentaba provocar daño alguno, no podría esperarse que tuviera mucha noción sobre lo que tenía que hacerse en esos casos.
jueves, 11 de febrero de 2010
El dueño del fuego, de Sylvia Iparraguirre
La mañana ya había empezado con un pequeño malestar. O por lo menos esto es lo que la ordenada mente de la doctora Dusseldorff pensaría más tarde al salir del aula. El edificio era antiguo y frío; altísimas persianas de hierro dejaban pasar como a desgano esa ambigua claridad del invierno que obligaba a encender las luces, a no mirarse las caras, a hablar sin levantar la voz. En un rincón, el portero forcejeaba con la estufa a kerosene. Los asistentes a la clase de etnolinguística de la doctora Dusseldorff, en efecto, hablaban sin mirarse, en voz muy
-¡Coño! -dijo el portero. La estufa exhibía un mecherito desarticulado y anacrónico. Una llama azul aparecía y desaparecía con pequeñas explosiones intermitentes. De golpe se apagó. Todos miraron a la doctora. El portero se levantó y dijo-: Ya vuelvo, voy hasta mi casa y traigo la mía. No se nos vaya a enfermar el aborigen.
miércoles, 10 de febrero de 2010
Animales domésticos, de Guillermo Saccomanno
Desde que Felipe trajo esa estufa de kerosene no se puede respirar en esta casa.
–Quería darte una sorpresa–dijo cuando cortaba el hilo del paquete.
–Sabés que no aguanto el kerosene. Me da alergia.
–En esta casa hace mucho frío.
–Siempre hizo frío –le dije–. Ahora se siente más porque estamos viejos.
–¿Que querés? ¿Qué la cambie por una eléctrica? Las de cuarzo gastan mucho y no calientan.
martes, 9 de febrero de 2010
La caja de las pesadillas, de Chuck Palahniuk
La noche antes de desaparecer, Cassandra se corta las pestañas.
Con tanta facilidad como si estuviera haciendo los deberes, Cassandra Clark saca un par de tijeritas de su bolso, unas tijeritas metálicas para las uñas, se acerca mucho al espejo de gran tamaño que hay sobre la pileta del cuarto de baño y se mira. Con los ojos medio cerrados y con la boca abierta como cuando se pone rimel, Cassandra apoya una mano sobre la encimera del baño y usa las tijeritas para cortar. Sus pestañas largas y negras caen una tras otra, quedándose en la pileta o revoloteando por el desagüe de la misma, y ella evita mirar el reflejo de su madre, de pie detrás de su espalda, en el espejo.
Esa noche, la señora Clark la oye salir a hurtadillas de la cama cuando todavía está oscuro. Cuando todavía no hay tráfico en las calles, va desnuda hasta la sala de estar con todas las luces apagadas. Se oye el chirrido de los muelles del interior del viejo son. Se oye el rascar y el clic de un encendedor. Luego un suspiro. Una bocanada de humo de cigarrillo.
Después de que salga el sol, Cassandra sigue allí, desnuda y sentada en el sofá con las cortinas abiertas y los coches pasando al otro lado. Con los brazos y las piernas encogidos por culpa del frío. En una mano sostiene el cigarrillo, consumido hasta el filtro. Con ceniza en el cojín del sofá a su lado. Está despierta y mirando la pantalla vacía del televisor. Tal vez mirándose a sí misma reflejada en ella, desnuda sobre el cristal negro. Se le ve el pelo todo lleno de nudos de no peinárselo. La pintura de labios de hace dos días sigue allí, corrida de un lado a otro de su mejilla. Su sombra de ojos resigue las arrugas que los rodean. Ahora que no tiene pestañas, sus ojos verdes tienen un aspecto apagado y falso porque nunca se la ve parpadear.
lunes, 8 de febrero de 2010
Un solo amor no basta, de Agustín Monsreal
(Buenas noches. ¿Está esperando a Irene? No vendrá. La maté esta tarde. Supe que me engañaba con usted y la maté. No tema. No he venido a derramar más sangre. Vine a tratar de explicarle por qué lo hice. Se que usted también la amaba, y que a partir de hoy estará tan solo como yo en el mundo. No hay dicha que no se pague finalmente con la soledad. Es una sentencia inapelable. La dicha, lo mismo que el amor, se acaba con el tiempo o la muerte. Pocos son los que la alcanzan, en realidad, porque es muy difícil para la naturaleza humana distinguir entre la autenticidad y el remedo, y unos cuantos nada más lo logran, después de conocerla, salvarse de la desgracia. Dije hace un momento que Irene me engañaba con usted. Pero engañar es una palabra sucia y sin sentido en este caso. Irene habló de amor, de dicha.)
Bebo con lentitud un sorbo de café frío, desagradable. Mis ojos miden, largamente y con aplicación, cómo crece la ceniza del cigarro abandonado. Levanto la vista, con flojedad, con un principio de desesperanza, hacia la entrada de la cafetería. Acude a mi memoria aquella inusitada frase de Borges: "Me duele una mujer en todo el cuerpo" . Trato de evitar sentirme infeliz, tenerme lástima.
viernes, 5 de febrero de 2010
¿Qué?, de Dalmiro Saenz
Llovía sobre los techos de las casas, sobre las calles, sobre las veredas, sobre la ciudad mojada que se reflejaba a sí misma en el espejo negro del asfalto.
Ana estaba diciendo -tengo miedo- cuando el hombre sentado junto a ella detuvo el limpiaparabrisas y el ruido de la lluvia pareció repiquetear con más fuerza sobre el techo del camión detenido al cuatro mil de cualquier calle.
-¿Dónde estamos? -dijo casi llorando- quiero irme a casa.
Y el hombre, que ella sabía que se llamaba Pedro y que mantenía sus manos sobre el volante ahora, pero que hacía unos instantes la habían apretado, acariciado, roto el cierre de la pollera y uno de los ojales de su blusa, mientras ella se defendía con sincera indignación y apretaba sus labios y sus muslos en un inútil forcejeo, contra esos brazos, contra esa boca, contra esas manos que ahora sobre el volante, parecían dos animales saciados y conformes.
Ana lloraba cansada y triste mientras el hombre que una hora antes le había dicho desde la ventanilla del camión -Si va para el centro la llevo- y que ella bloqueada por la lluvia y apurada por la hora había contestado -Sí- ahora miraba su pelo caído sobre la cara y su cara bajo las lágrimas grandes, que desde los ojos grandes bordeaban la nariz, la línea de los pómulos y algunas de ellas entraban en su boca.
jueves, 4 de febrero de 2010
El leve Pedro, de Enrique Anderson Imbert
Durante dos meses se asomó a la muerte. El médico refunfuñaba que la enfermedad de Pedro era nueva, que no había modo de tratarse y que él no sabía qué hacer... Por suerte el enfermo, solito, se fue curando. No había perdido su buen humor, su oronda calma provinciana. Demasiado flaco y eso era todo. Pero al levantarse después de varias semanas de convalecencia se sintió sin peso.
-Oye -dijo a su mujer- me siento bien pero ¡no sé!, el cuerpo me parece... ausente. Estoy como si mis envolturas fueran a desprenderse dejándome el alma desnuda
-Languideces -le respondió su mujer.
-Tal vez.
Siguió recobrándose. Ya paseaba por el caserón, atendía el hambre de las gallinas y de los cerdos, dio una mano de pintura verde a la pajarera bulliciosa y aun se animó a hachar la leña y llevarla en carretilla hasta el galpón.
miércoles, 3 de febrero de 2010
El banquete de sapos, de Dorothy Parker
Aquel fue un año de locos, un año en que las cosas que debían haber ocurrido a su debido tiempo, salieron de cualquier manera. Fue un año en que la nieve cayó copiosa y duradera en pleno abril, y los periódicos sensacionalistas publicaron fotos de chicas vestidas con pantalones cortos tomando baños de sol en Central Park en pleno enero. Fue un año en que, pese a la gran prosperidad reinante en la nación más rica, no podías andar cinco manzanas sin que los mendigos te pidieran limosna; en que no era infrecuente ver mujeres llamativas, de paso vacilante, vestidas con trajes caros, exhibirse en lugares públicos; en que los mostradores de las farmacias rebosaban de pastillas para tranquilizarte y de pastillas para animarte. Fue un año en que muchas esposas, colocadas en los altares, apenas unos centímetros por debajo de los santos, árbitros de la etiqueta, veneradas anfitrionas, arquitectas de menús memorables, de golpe y porrazo, preparaban la bolsa de viaje y el joyero y huían a México en compañía de jóvenes ambiguos dedicados al arte; en que los maridos que habían regresado a casa todas las noches no sólo a la misma hora, sino en el mismo minuto de la misma hora, regresaban a casa una noche más, decían unas cuantas palabras y luego salían por la puerta que no volverían a cruzar jamás.
martes, 2 de febrero de 2010
Después de veinte años, de O. Henry
El policía efectuaba su ronda por la avenida con un aspecto imponente. Esa imponencia no era exhibicionismo, sino lo habitual en él, pues los espectadores escaseaban. Aunque apenas eran las 10 de la noche, las heladas ráfagas de viento, con regusto a lluvia, habían despoblado las calles, o poco menos.
El agente probaba puertas al pasar, haciendo girar su porra con movimientos artísticos e intrincados; de vez en vez se volvía para recorrer el distrito con una mirada alerta. Con su silueta robusta y su leve contoneo, representaba dignamente a los guardianes de la paz. El vecindario era de los que se ponen en movimiento a hora temprana. Aquí y allá se veían las luces de alguna cigarrería o de un bar abierto durante toda la noche, pero la mayoría de las puertas correspondían a locales comerciales que llevaban unas cuantas horas cerrados.
lunes, 1 de febrero de 2010
Belvedere, de Raymond Carver
Por la mañana me echa Teacher’s en la barriga y lo apura a lametones. Y esa misma tarde trata de tirarse por la ventana.
Yo digo:
—Holly, esto no puede seguir así. Esto tiene que acabar.
Estamos sentados en el sofá de una de las suites de arriba. Había muchas habitaciones libres para elegir. Pero necesitábamos una suite, espacio donde poder movernos y poder charlar. Así que aquella mañana cerramos la oficina del motel y subimos a una suite.
Ella corrobora:
—Duane, esto me está matando.
Bebemos Teacher’s con agua y hielo. Entre la mañana y la tarde hemos dormido un poco. Y luego se ha levantado de la cama y amenazado con tirarse por la ventana en ropa interior. He tenido que agarrarla. Sólo es el segundo piso. Pero aun así.
—Estoy harta —confiesa—. No lo aguanto más.
Se pone la mano en la mejilla y cierra los ojos. Mueve la cabeza de un lado para otro y emite como un zumbido.
Me siento morir viéndola en ese estado.
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