viernes, 29 de enero de 2010

El Hombre que ríe, de J. D. Salinger

En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el espíritu de cuerpo posible, de una organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela número 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park. El resto de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte. 
Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El Jefe siempre nos encontraba. 

jueves, 28 de enero de 2010

El engaño, de Pedro Orgambide

No tengo nombre. Soy lo que soy: las cosas. Mi oficio, señor, es el de contador mayor y tesorero del reino. Sí, soy Quipucamayoc. Añudo, ñudo, anudo el quipo. Un quipo, un hilo de color. Y otro. Y otro. Y otro. Los dedos se deslizan entre los hilos torcidos, retorcidos, de lo que es para mí (para los míos) el lenguaje y el número. No, no puedo revelarle este secreto. Lo siento, señor. Soy fiel al Inca. Los quipos son las cosas. Pero también la gente. Ellos son lo que cuento, estos hilos de colores que no significan nada para usted, señor del arcabuz. Usted no sabrá nunca que el primer hilo señala la presencia de los viejos, de sesenta años para arriba; el segundo, el lugar y el número de los hombres maduros, de cincuenta años para arriba; y así, de diez en diez años, hasta llegar al que acaba de nacer. Pero a usted ¿qué le importa?… usted pretende descifrar el lenguaje y el número (la decena de millar en el hilo más alto, hasta llegar a la unidad) sólo para contar el botín. Se le ve en los ojos, señor, en el cuerpo enfermo de ambición y de sífilis. Me pregunta por la ciudad de la plata y del oro; quiere que lo lleve hasta allí. Me niego, y por eso amenaza con cortarme la lengua. Es un hombre muy torpe. Pero está decidido a matar. También eso se le ve en los ojos. No le hablaré de Cuzco, la ciudad edificada piedra a piedra por orden del inca Pachacati. No diré el lugar. En cambio, lo veré enloquecer de codicia al oírme nombrar el templo de paredes cubiertas de oro. Diré su nombre, sí: Qori Kancha. No, nada significa para el hombre del arcabuz, para el blanco que se acerca tratando de comprender el idioma que no entiende. Qori Kancha, digo, el recinto de oro donde solíamos honrar a Viracocha. Se molesta. No entiende. No entiende. Por eso grita, blasfema, me impide pronunciar los nombres sagrados de Inti. Kolla y Koyllín.

miércoles, 27 de enero de 2010

El acusado, de Naguib Mahfuz

Como iba solo en su cochecito, no tenía más aliciente que la velocidad; volaba -en dirección a Suez- sobre una cinta de asfalto ceñida por arenas. En el paisaje nada mitigaba el pálpito de soledad, ni había novedad alguna que le hiciese más llevadera su semanal ida y vuelta. Divisó a lo lejos un colosal vehículo de transporte. Le dio alcance y redujo la marcha de su Ramsés para continuar cerca y al ritmo del coloso. Era un camión cisterna del tamaño de una locomotora. Un ciclista iba agarrado a su borde trasero, y daba, de vez en cuando, una patada en la rueda, tan tranquilo. Cantaba. ¿De dónde vendría? ¿A dónde iría? ¿Habría podido hacer tanto camino de no hallar un vehículo que tirase de él? Sonrió admirado y le vio con simpatía. Dejaron atrás, a la derecha, unas lomas, y enseguida entraron en una zona verde, sembrada de maíz y rodeada de pastizales, donde pacían cabras. Redujo aún más la velocidad para gozar de aquel verde jugoso, y entonces un grito desgarró el silencio.
Con sobresalto volvió la cara hacia delante, a tiempo de ver cómo la rueda del camión, imperturbable, enganchaba a bicicleta y ciclista. Soltó un grito de horror y chilló para advertir al camionero. Detuvo luego su coche, a dos metros de la bicicleta, y se bajó sin pensar y sin que sus gritos hubiesen alcanzado al camión. Se acercó espantado al lugar del accidente y vio el cuerpo tendido sobre el costado izquierdo, con el brazo moreno apuntando hacia él; una mano pequeña, que asomaba por la camisa -polvorienta, lo mismo que la piel-, estaba cubierta de rasguños y heridas. De la cara no se le veía más que la mejilla derecha. Las piernas ceñían aún la bicicleta. El pantalón, gris, estaba desgarrado y salpicado de sangre. Las ruedas se habían roto, los radios estaban retorcidos y una guía del manillar desquiciada. Una respiración, fatigosa, forzada, inquieta, ocupaba el pecho de la víctima, que aparentaba unos veinte años o muy poco más. Se le contrajo la cara y los ojos se le fijaron en una expresión de pena y compasión, pero no supo qué hacer. En aquel descampado se sentía impotente. Descartó la idea que primero le vino a las mientes de llevarle a su coche. Y finalmente se libró de su confusión decidiendo tomar su automóvil y salir en pos del vehículo culpable. Quizá en el camino encontrase un puesto de vigilancia o de control y pudiese informar del accidente. Marchó hacia su coche y se disponía a subir cuando oyó unos gritos que decían:
-Quieto... no te muevas...

martes, 26 de enero de 2010

Berenice, de Edgar Allan Poe

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste y también tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizonte como el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de la alianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuencia del bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitud es la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron haber sido. 

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mi país torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sido llamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de la mansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios, en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería de cuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísima naturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia. 

lunes, 25 de enero de 2010

La alucinación de Núñez, de Rogelio Díaz Costa

En el monte, la siesta densa, húmeda, tremante, se “achampaba”. En “El Aguila Muerta”, por la quebrada de Astica, Nuñez señaló el rastro del Baudilio. 
-¡Por aquí pasó: Aquí va el rastro! 
Baudilio había sido un peoncito, que se crió en Las Tumanas. Trabajador como ninguno, un día se perdió sin que nadie supiera cómo. Según Nuñez el muchacho había muerto. El había tenido una aparición llegando a las sierras de Elizondo, en la cual Baudilio le había contado su aventura, y cómo se había acordado de Nuñez al momento de morir. 
Una mirada escéptica soltó la lengua de éste. Había sido maestro de Baudilio y lo conocía bien. No era un crédulo aunque en el monte hay muchas cosas inexplicables. 
-Buscaba un patrón justo –empezó diciendo- que no mintiera ni robara el trabajo de los demás. Era tan pobre que ni un burro tenía, por eso le puso al talón por esa quebrada. Los “Bumbunes” roncaban entre los molles, igual que ésos, y un lagarto panzón hacía acrobacias entre las piedras. 
De repente sintió que andaba cerca. Desconfiado se paró. Ahí nomás, cerquita, había un viejo descansando. Agúaitó. La ropa no decía mucho pero el hombre tenía cara de bueno. La barba, larga y blanca, ayudaba a parecerlo. Los ojos aseguraban que sí. 

viernes, 22 de enero de 2010

La espada dormida, de Manuel Peyrou

Un estado de alarma ante el misterio, un agudo sentido de la realidad de lo invisible y, si se quiere, la íntima certeza de que todo enigma es sólo una provocación de la verdad, pudorosa o tiránica, que quiere probar largamente nuestra voluntad de sacrificio antes de entregarnos sus revelaciones, animan la vida de los místicos y la de los detectives. A veces hasta sus procedimientos se confunden, lo que es una prueba de sus afinidades. La historia está llena de místicos con alma de sabuesos, de hombres que olfateaban la eternidad y buscaban las huellas digitales del Señor en los picaportes o en el cristal de las ventanas; a la inversa, tampoco puede negarse la existencia de detectives dueños de revelaciones sobrenaturales, en cuyos éxtasis policíacos aparece en forma concreta el proceso de un crimen, con detalles y evidencias que serán luego desarrollados a priori, hasta llegar a una verdad idéntica a la revelada. Claro es que todo eso no autoriza a conceder crédito al primer investigador aficionado que ponga los ojos en blanco y hable con unción de las latitudes del misterio, o pretenda ordenar sólo intuitivamente un rompecabezas del género policial. Es conveniente desconfiar de la cultura metafísica de esos pesquisantes. 
Pero la mística del delito ofrece a veces casos concretos. Voy a referirme aquí a uno de ellos. Una intención criminal fue transmitida en forma invisible, casi como una revelación colectiva. Tres hombres, el criminal, la víctima y el investigador, concibieron un crimen en forma simultánea, especulando sobre sus consecuencias y obrando en forma sistemática. Con tanto misterio compartido casi pudieron fundar una religión, pero fueron modestos y se limitaron a escribir dos cartas. La primera, aunque firmada por la presunta víctima, contó en realidad con la colaboración del proyectista del crimen, pues allí aparecen sus intenciones. La segunda es obra de detectives, y fue entregada al correo, con la solución, el día antes del suceso. Reservaré, por supuesto la forma en que llegaron a mí poder y me limitaré a transcribirlas, colaborando al final con unos breves párrafos necesarios al relato.

jueves, 21 de enero de 2010

Billete de mil, de Guillermo Martínez

Allá viene. El tren de las cinco. Quizá fuese la última vez que viajaba en ese tren, la última vez que Wilde-Don Bosco-Bernal. Y qué. No había ni nostalgia ni alivio, solo un tren frenando, el ventarrón caliente, el antiguo estrépito de fierros, las ventanillas de caras aplastadas. 

En el andén, los demás levantaban del suelo valijas y bolsas de comida y se amontonaban frente a las puertas aún cerradas. Miró el reloj de la estación, tratando de no ver qué día era: nunca le habían gustado las fechas, ni los aniversarios. Nací en el diecinueve, el viejo murió en el treinta y dos, así que fue en el treinta y tres que empecé a trabajar y hoy me jubilé. Porque las fechas son los bordes de agujeros que dan vértigo: uno puede caerse en el medio y en el medio nunca hay nada. Por eso, mejor olvidar que era 6 de diciembre, que lo obligaron a hablar, unas palabras aunque sea, se había puesto de pie para decir algo que inevitablemente terminaría en agradecimientos, él, que no quería agradecer nada, pero ellos esperaban más, vio sus caras ansiosas, sus miradas impúdicas; buitres, que llorase, eso querían; lágrimas rodando por la mejilla arrugada, mocos de empleado fiel que se jubila, para poder decir cómo se emocionó don Pascual, pobre viejo. 

miércoles, 20 de enero de 2010

Una familia feliz, de Lu Xun

"Escribir sólo cuando uno se siente inspirado. Eso es de veras hacer obra de arte, una obra que, como la luz del sol, irradie de una fuente infinita de claridad y no simplemente la chispa que brota del roce de la piedra con el hierro; sólo entonces el autor es un verdadero artista. Mientras que yo... ¡escribir como lo he hecho!..." 
Cuando llegó a este punto de sus reflexiones saltó de la cama. Hacía tiempo que venía diciéndose que era absolutamente necesario escribir algo a fin de obtener un poco de dinero para la casa; aun más, había decidido por anticipado enviar su manuscrito a La Felicidad, revista mensual, porque pagaba mejor que otras publicaciones. Pero tenía que encontrar un tema conveniente, de otro modo podrían rechazar su trabajo. Bueno, iba a encontrar uno... "¿Cuáles son los problemas que inquietan a los jóvenes en la actualidad?... Son muchos, sin duda, pero tal vez la mayor parte de ellos se refiere al amor, al matrimonio, a la familia... Sí, hay muchos jóvenes que viven preocupados de estas cuestiones y las discuten todos los días. Bueno, vamos entonces con la familia. Pero ¿cómo presentarla?... Porque hay que hacer las cosas de modo que esta novela breve no sea rechazada. Pero ¿para qué estar prediciendo desgracias? Sin embargo..." 
Saltó del lecho y de cuatro o cinco brincos se aproximó al escritorio; se sentó, sacó del cajón una hoja de papel con cuadrículas verdes y, aunque con cierta sensación de humillación, escribió sin vacilar el título: Una familia feliz.

martes, 19 de enero de 2010

Un asesinato, de Antón Chéjov

Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea: 

«Duerme, niño bonito, que viene el coco...» 

Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka. 

La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col. 

El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca. 

lunes, 18 de enero de 2010

La mancha indeleble, de Juan Bosch

Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo habían entregado sus cabezas, y yo las veía colocadas en una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la pared de enfrente. Seguramente en esas vitrinas no entraba aire contaminado, pues las cabezas se conservaban en forma admirable, casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el flujo de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el espectáculo me produjo un miedo súbito e intenso. Durante cierto tiempo me sentí paralizado por el terror. Pero era el caso que aún incapacitado para pensar y para actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa macabra experiencia.

La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había distancia entre la vida que había dejado atrás, del otro lado de la puerta, y la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería de tres metros, tal vez de cuatro.

viernes, 15 de enero de 2010

Funes el memorioso, de Jorge Luis Borges

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzado. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora. Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio en el Uruguay, cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras. Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, "un Zarathustra cimarrón y vernáculo "; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones. 

jueves, 14 de enero de 2010

La cosa en el tejado, de Robert E. Howard.

Comenzaré diciendo que me sorprendí cuando Tussmann me telefoneó. No habíamos sido muy amigos: la naturaleza venal de aquel hombre me disgustaba y, tras nuestra áspera controversia de hacía tres años, cuando había intentado desacreditar mi obra Testimonios de la cultura Nahua en el Yucatán, que era el resultado de tres años de cuidadosas investigaciones, nuestras relaciones no eran, ni mucho menos, cordiales. A pesar de todo lo recibí y me sorprendieron sus modales bruscos y apresurados, pero en cierta manera distraídos, como si la antipatía que sentía hacia mí hubiera sido arrinconada por una nueva pasión que ahora lo dominaba.
El motivo de su llegada fue aclarado al instante: quería mi ayuda para obtener una copia de la primera edición de los Cultos Sin Nombre de von Junzt, la conocida como Libro Negro... ciertamente no por su color sino por su prohibido contenido. También habría podido pedirme la traducción original griega del Necronomicon: habría sido igualmente inútil. Aunque después de mi llegada del Yucatán hubiera dedicado todo mi tiempo a coleccionar libros, ni siquiera había pasado por mi mente que el volumen editado en Dusseldorf aún pudiera estar en circulación.

miércoles, 13 de enero de 2010

El porqué de la visita, de John Crowley

No era tan alta como yo había supuesto que sería; siempre me había imaginado que sería mucho más alta que yo. Cierto es que siempre la han descrito como «alta», pero también es cierto que quienes son más grandes en nuestra imaginación no pueden nunca serlo tanto en carne y hueso (aunque supongo que, hablando estrictamente, no podía decir que ella estuviera allí en carne y hueso). Las facciones grandes, esculpidas, y las manos largas, la aparente distancia que había entre cada una de sus partes –entre las manos y las muñecas, la frente y la boca, la barbilla y el pecho–, todo me pareció en ella como habría sido en una persona verdaderamente alta, como yo siempre la había imaginado, pero el conjunto era de una escala más pequeña, como si la estuviera viendo a una gran distancia, viniendo hacia mí. 
–Buenas tardes.
–Buenas tardes.

martes, 12 de enero de 2010

El último tren, de Fredric Brown

Eliot Haig estaba sentado solo en un bar, del mismo modo que antes se había sentado solo en muchos bares, mientras afuera caía el crepúsculo, un extraño crepúsculo. El interior de la taberna estaba en penumbra y sombrío, casi más que el exterior. El espejo azul de la barra aumentaba este efecto en él. Haig creía verse como en la pálida luz de una melancólica luna. Se vio a sí mismo pálida pero claramente; no doble, a pesar de los tragos que había bebido, sino solo. Tremendamente solo.

Y, como siempre que bebía durante varias horas seguidas, pensó: «Quizás esta vez lo haga».

El lo era impreciso y grandioso: quería decir todo. Significaba dar un gran salto de una vida a otra, lo que durante tanto tiempo había proyectado. Significaba, simplemente, dejar plantado a un picapleitos moderadamente triunfador llamado Eliot Haig, dejar plantadas todas las mezquinas complicaciones de su vida, los enredos personales, la trapacería legal que se encontraba dentro del carácter de la ley o imperceptiblemente fuera; significaba cortar el cable del hábito que le ataba a una existencia que se había vuelto sin sentido, designio o incentivo.

lunes, 11 de enero de 2010

Dos galanes, de James Joyce

La tarde de agosto había caído, gris y cálida, y un aire tibio, un recuerdo del verano, circulaba por las calles. La calle, los comercios cerrados por el descanso dominical, bullía con una multitud alegremente abigarrada. Como perlas luminosas, las lámparas alumbraban de encima de los postes estirados y por sobre la textura viviente de abajo, que variaba de forma y de color sin parar y lanzaba al aire gris y cálido de la tarde un rumor invariable que no cesa. 

Dos jóvenes bajaban la cuesta de Rutland Square. Uno de ellos acababa de dar fin a su largo monólogo. El otro, que caminaba por el borde del contén y que a veces se veía obligado a bajar un pie a la calzada, por culpa de la grosería de su acompañante, mantenía su cara divertida y atenta. Era rubicundo y rollizo. Usaba una gorra de yatista echada frente arriba y la narración que venía oyendo creaba olas expresivas que rompían constantemente sobre su cara desde las comisuras de los labios, de la nariz y de los ojos. Breves chorros de una risa sibilante salían en sucesión de su cuerpo convulso. Sus ojos titilando con un contento pícaro echaban a cada momento miradas de soslayo a la cara de su compañero. Una o dos veces se acomodó el ligero impermeable que llevaba colgado de un hombro a la torera. Sus bombachos, sus zapatos de goma blancos y su impermeable echado por encima expresaban juventud. Pero su figura se hacía rotunda en la cintura, su pelo era escaso y canoso, y su cara, cuando pasaron aquellas olas expresivas, tenía aspecto estragado. 

viernes, 8 de enero de 2010

Calores de Agosto, de William Fryer Harvey

CALLE PHENISTONE, CLAPHAM 
20 de Agosto de 190-. 

Hoy he tenido lo que creo ha sido el día más extraordinario de mi vida, y mientras los sucesos aún están frescos en mi mente, deseo plasmarlos sobre el papel tan claramente como sea posible. 
Ante todo permítanme decirles que mi nombre es James Clarence Withencroft. 
Tengo cuarenta años, gozo de perfecta salud, nunca he tenido un sólo día enfermo. 
Soy artista de profesión, uno no muy exitoso, pero gano suficiente dinero con mi trabajo en blanco y negro como para satisfacer mis necesidades. 
Mi único pariente cercano, una hermana, murió hace cinco años, por lo que soy independiente. 
Esta mañana desayuné a las nueve, y después de hojear el diario matutino encendí mi pipa y procedí a dejar mi mente vagar con la esperanza de encontrar inesperadamente algún tema para mi pluma. 
La habitación, aunque la puerta y las ventanas estaban abiertas, estaba opresivamente calurosa, y recién me había hecho a la idea de que el sitio más fresco y confortable del vecindario sería en las profundidades de la piscina pública, cuando la idea sobrevino. 

jueves, 7 de enero de 2010

El cuarteto de cuerdas, de Virginia Woolf

Bueno, aquí estamos, y si lanzas una ojeada a la estancia, advertirás que el ferrocarril subterráneo y los tranvías y los autobuses, y no pocos automóviles privados, e, incluso me atrevería a decir, landos con caballos bayos, han estado trabajando para esta reunión, trazando líneas de un extremo de Londres al otro. Sin embargo, comienzo a albergar dudas...

Sobre si es verdad, tal como dicen, que la Calle Regent está floreciente, y que el Tratado se ha firmado, y que el tiempo no es frío si tenemos en cuenta la estación, e incluso que a este precio ya no se consiguen departamentos, y que el peor momento de la gripe ha pasado; si pienso en que he olvidado escribir con referencia a la gotera de la despensa, y que me dejé un guante en el tren; si los vínculos de sangre me obligan, inclinándome al frente, a aceptar cordialmente la mano que quizá me ofrecen dubitativamente...