miércoles, 30 de septiembre de 2009

El jorobadito, de Roberto Arlt

Los diversos y exagerados rumores desparramados con motivo de la conducta que observé en compañía de Rigoletto, el jorobadito, en la casa de la señora X, apartaron en su tiempo a mucha gente de mi lado. 
Sin embargo, mis singularidades no me acarrearon mayores desventuras, de no perfeccionarlas estrangulando a Rigoletto. 
Retorcerle el pescuezo al jorobadito ha sido de mi parte un acto más ruinoso e imprudente para mis intereses, que atentar contra la existencia de un benefactor de la humanidad. 
Se ha echado sobre mí la policía, los jueces y los periódicos. Y ésta es la hora en que aún me pregunto (considerando los rigores de la justicia) si Rigoletto no estaba llamado a ser un capitán de hombres, un genio, o un filántropo. De otra forma no se explican las crueldades de la ley para vengar los fueros de un insigne piojoso, al cual, para pagarle de su insolencia, resultaran insuficientes todos los puntapiés que pudieran suministrarle en el trasero, una brigada de personas bien nacidas. 
No se me oculta que sucesos peores ocurren sobre el planeta, pero ésta no es una razón para que yo deje de mirar con angustia las leprosas paredes del calabozo donde estoy alojado a espera de un destino peor.

martes, 29 de septiembre de 2009

El enamorado, de Leonora Carrington

Paseando al anochecer por una callejuela, hurté un melón. El frutero, que estaba escondido detrás de sus frutas, me atrapó por el brazo: “Señorita, me dijo, hace cuarenta años que espero una ocasión como ésta. Cuarenta años que me la paso escondido detrás de esta pila de naranjas con la esperanza de que alguien me arrebate una fruta. Y le digo por qué: necesito hablar, necesito contar mi historia. Si usted no me escucha, la entregaré a la policía.”

“Le escucho”, dije yo.

Me tomó del brazo y me llevó al interior de su tienda entre frutas y legumbres. Pasamos por una puerta, al fondo, y llegamos a un cuarto. Había allí un lecho en el que hacía una mujer inmóvil y probablemente muerta. Me pareció que debía estar allí desde hacía mucho tiempo pues el lecho estaba todo cubierto de hierbas crecidas. “Lo riego todos lo días”, dijo el frutero con aire pensativo.

“En cuarenta años nunca he llegado a saber si estaba muerta o no. Nunca se ha movido, ni hablado, ni comido durante ese lapso; pero lo curioso es que sigue estando caliente. Si usted no me cree, mire”. Y entonces levantó un ángulo de la cobija, lo que me permitió ver muchos huevos y algunos polluelos recién nacidos. “Usted ve, es el modo que utilizo para incubar los huevos (también vendo huevos frescos)”.

Nos sentamos a cada lado del lecho y el frutero comenzó a hablar: “La quiero tanto, créame. La he querido siempre. Era tan dulce. Tenía unos piesecitos ágiles y blancos. ¿Quiere usted verlos?” “No”, dije yo.

lunes, 28 de septiembre de 2009

El corso triste de la calle Caracas, de Alejandro Dolina

Según una difundida leyenda, el Carnaval fue alguna vez una fiesta popular, con personas disfrazadas, música, baile, bromas y murgas. En verdad, cuesta creer semejante cosa. Como quiera que sea, la legendaria gesta ha muerto ya. Sin embargo, como silenciosas habitaciones vacías, han quedado ciertas fechas del almanaque a las que la terquedad general insiste en adjudicar la condición de carnavalesca. Esos días son utilizados no ya para festejar sino más bien para reflexionar y añorar la ausencia de la fiesta. Se trata, según se ve, de un curioso destino: pasar del entusiasmo a la nostalgia, de la pasión a la meditación, de la alegría a la tristeza. Muchos espíritus taciturnos se solazan con este estado de cosas y afirman que la farra y el desenfreno de otras épocas fueron apenas un paso previo e inevitable, cuyo noble fin se cumple ahora, en el ejercicio del recuerdo. 
Los Hombres Sensibles de Flores simpatizaban en cierto modo con este criterio. Para ellos el Carnaval no solamente servía para seducir señoritas en las milongas sino también para pensar en el paso del tiempo.
Puede afirmarse sin caer en el infundio que esta ilustre manga de atorrantes jamás consiguió entender el sentido de los Carnavales.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Las ruinas circulares, de Jorge Luis Borges

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

jueves, 24 de septiembre de 2009

El ruido de un trueno, de Ray Bradbury

El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:
SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
-¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
-No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la vuelta.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

El modelo de Pickman, de H. P. Lovecraft

No es necesario pensar que he enloquecido, Eliot: hay mucha gente que tiene prejuicios más extraños que éste. ¿Por qué no te causa risa el abuelo de Oliver, por ejemplo, que nunca sube a un vehículo movido por motor? Si no puedo soportar ese maldito ferrocarril metropolitano es cosa mía; y, por otra parte, hemos llegado aquí mucho más rápido que si hubiéramos venido en taxi. De haber optado por el metro, habríamos tenido que subir a pie la colina de Park Street. 
Admito que me encuentro mucho más nervioso de cuanto estaba el año pasado, cuando me viste, pero no creo que sea motivo suficiente como para que me recomiendes el manicomio. El Señor sabe bien que tengo numerosos motivos para estar conmovido, y creo que soy muy afortunado por haber conservado el equilibrio hasta ahora. ¿Por qué el tercer grado? Antes no eras tan cruel. 

martes, 22 de septiembre de 2009

El entierro prematuro, de Edgar Allan Poe

Hay ciertos temas de interés absorbente, pero demasiado horribles para ser objeto de una obra de mera ficción. Los simples novelistas deben evitarlos si no quieren ofender o desagradar. Sólo se tratan con propiedad cuando lo grave y majestuoso de la verdad los santifican y sostienen. Nos estremecemos, por ejemplo, con el más intenso "dolor agradable" ante los relatos del paso del Beresina, del terremoto de Lisboa, de la peste de Londres y de la matanza de San Bartolomé o de la muerte por asfixia de los ciento veintitrés prisioneros en el Agujero Negro de Calcuta. Pero en estos relatos lo excitante es el hecho, la realidad, la historia. Como ficciones, nos parecerían sencillamente abominables. He mencionado algunas de las más destacadas y augustas calamidades que registra la historia, pero en ellas el alcance, no menos que el carácter de la calamidad, es lo que impresiona tan vivamente la imaginación. No necesito recordar al lector que, del largo y horrible catálogo de miserias humanas, podría haber escogido muchos ejemplos individuales más llenos de sufrimiento esencial que cualquiera de esos inmensos desastres generales. La verdadera desdicha, la aflicción última, en realidad es particular, no difusa. ¡Demos gracias a Dios misericordioso que los horrorosos extremos de agonía los sufra el hombre individualmente y nunca en masa!

lunes, 21 de septiembre de 2009

Una flor amarilla, de Julio Cortázar

Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en la cara, porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un rincón donde se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos tuberculosos. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer sólo olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa. 

viernes, 18 de septiembre de 2009

El tío Wiggily en Connecticut, de J. D. Salinger

Eran casi las tres cuando Mary Jane encontró por fin la casa de Eloise. Le contó a Eloise, quien había salido a la puerta a recibirla, que todo había resultado perfecto, que se había acordado exactamente del camino hasta que dejó la autopista de Merrick. Eloise dijo "Autopista Merritt, nena", y le recordó que en dos oportunidades anteriores ya había encontrado la casa; pero Mary Jane se limitó a gemir algo en forma ambigua, algo referente a su caja de Kleenex, y corrió otra vez hacia su convertible. Eloise levantó el cuello de su abrigo de piel de camello, se puso de espaldas al viento y esperó. Mary Jane volvió en seguida, usando una hojita de Kleenex y todavía con aire de estar preocupada, hasta angustiada. Eloise dijo alegremente que se había quemado todo -las mollejas, todo- pero Mary Jane dijo que de todas maneras había comido en el camino. Mientras las dos caminaban hacia la casa, Eloise preguntó a Mary Jane por qué le habían dado el día franco. Mary Jane dijo que no tenía todo el día franco, sino que el señor Weyinburg se había herniado y se había quedado en su casa de Larchmont, y todas las tardes ella debía llevarle la correspondencia y traer alguna que otra carta para despachar. Le preguntó a Eloise: -¿Qué es una hernia, exactamente? -Eloise, dejando caer el cigarrillo sobre la nieve sucia, dijo que en realidad no sabía, pero que Mary Jane no tenía que preocuparse por la posibilidad de herniarse. Mary Jane dijo "Oh" y las dos chicas entraron a la casa.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Cornelia frente al espejo, de Silvina Ocampo

De todo el mundo me despido por carta, salvo de vos. La casa está sola. A las ocho Claudio cerró con llave la puerta de la calle. ¡Cornelia!. Mi nombre me hace reír. Qué quieres, en los momentos más trágicos me río o enciendo un cigarrillo y me echo al suelo y te miro como si nada malo tuviera que suceder. Ciertas posturas nos hacen creer en la felicidad. A veces estar acostada me hizo creer en el amor.
—Soy espejo, soy tuyo. Desde que cumpliste seis años, por mi culpa quisiste ser actriz; tu padre, con su cara de prócer, tu madre, con su cara de república, se opusieron. Qué absurdas son las personas respetables. Cuando guardas las pieles y los fieltros en alcanfor renace tu desconsuelo; en realidad la gente se opone a nuestra vocación, es como la polilla, hay que combatirla día tras día, año tras año.
—¡Es cierto!. Pero no menciones las polillas ni el alcanfor ni las pieles ni a mi familia, ni siquiera mi nombre. Qué ridículo me parece. Podría llamarme Cornisa, sería lo mismo. Lo he escrito en las paredes del cuarto de baño mientras me desnudaba para bañarme antes de salir para el colegio; lo he escrito en la glorieta del jardín de San Fernando cuando aprendí a escribir; lo he escrito sobre mi brazo izquierdo con un alfiler de oro. Vivimos como si fuésemos a vivir mil años, cepillándonos el pelo, tomando vitaminas, cuidándonos las uñas y las pestañas, eligiendo y eligiendo como en las liquidaciones de Gath y Chávez. Hace mucho que te conozco, desde los primeros meses, no, tal vez después cuando usaba un flequillo mal cortado y cintas en el pelo del color de mis vestidos. Desde hace unos días, en cuanto te veo aparecer, como si te viera por primera o por última vez, mi corazón acelera sus latidos. Eres un compendio de las personas a quienes he amado. Estás rodeado de una atmósfera líquida, estás como en el interior del agua, en la luz donde nadan los peces de las grandes profundidades del mar o en la superficie de un lago tranquilo. Sólo tu voz me hace quererte. Vivo en un mundo opaco, material, sin aire, un mundo de talleres; comprenderás que en lugar de sueños tenga a veces pesadillas.

miércoles, 16 de septiembre de 2009

Macario, de Juan Rulfo

Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas. Anoche, mientras estábamos cenando, comenzaron a armar el gran alboroto y no pararon de cantar hasta que amaneció. Mi madrina también dice eso: que la gritería de las ranas le espantó el sueño. Y ahora ella bien quisiera dormir. Por eso me mandó a que me sentara aquí, junto a la alcantarilla, y me pusiera con una tabla en la mano para que cuanta rana saliera a pegar de brincos afuera, la apalcuachara a tablazos... Las ranas son verdes de todo a todo, menos en la panza. Los sapos son negros. También los ojos de mi madrina son negros.

martes, 15 de septiembre de 2009

La partida del tren, de Clarice Lispector

La partida era en la Central con su reloj enorme, el más grande del mundo. Marcaba las seis de la mañana. Ángela Pralini pagó el taxi y cogió su pequeña valija. Doña María Rita Alvarenga Chagas Souza Melo descendió del Opel de la hija y se encaminaron hacia las vías. La vieja iba bien vestida y con joyas. De las arrugas que la ocultaban salía la forma pura de una nariz perdida en la edad, y de una boca que en otros tiempos debía haber sido llena y sensible. Pero qué importa. Se llega a un cierto punto y lo que fue no importa. Comienza una nueva raza. Una vieja no puede comunicarse. Recibió el beso helado que su hija le dio antes de que el tren partiera. Antes la ayudó a subir al vagón. Aunque en éste no había un centro, ella se colocó de lado. Cuando la locomotora se puso en movimiento, se sorprendió un poco: no esperaba que el tren siguiera en esa dirección y se encontró sentada de espaldas al camino. 
Ángela Pralini advirtió el movimiento y preguntó: 

-¿Quiere cambiar de lugar conmigo?