Ayer soñé que mi hijo me hablaba. Aquí mismo, con sus tres meses pero sin el granizo tras el ventanal de la caseta. Ahí viene otro pendejo. Otro pendejo marro que no ha querido poner el chip en su auto para que se levante automáticamente la pluma cuando vaya a pasar. Porque seamos sinceros, cualquiera que viva en este barrio tiene el dinero de sobra para comprarlo. Y más. Todas las casas tienen su jardín al frente, su cochera doble. Jardines y cocheras que ahora han de estar cubiertas por el granizo, blancas, hielo sobre pasto que golpea fuerte. Pero este cabrón será marro a huevo porque ni siquiera toca el claxon sino que me avienta las altas para que salga a abrirle. Lo miro de reojo, me escondo bajo la visera mientras sigo sentado frente al escritorio y hago como que reviso unos papeles. Ya traigo las botas encharcadas. Pero la culpa es mía: si ya sé que llueve todas las tardes aquí debería de haberme traído unas de repuesto desde antes. O por lo menos unas chanclas. Unas pantuflas de esas de peluchito que vi en la tienda de los chinos. Porque ésas no pesan. Cargar las pinches botas va a ser una hueva y ni modo de dejarlas aquí porque los otros guardias se las clavan, seguro. Otra vez las luces y es como si le tomaran una instantánea al granizo, como si pararan el tiempo en los pedregones de hielo a medio aire, levitando. ¿Así se verán las balas? ¿Así se detendrán cuando se acercan?: como luces navideñas, como las que hay en los centros comerciales que brillan por un instante y luego desaparecen. Que espere otro poco. Que aguante. Si me estiro por una de las revistas se va a dar cuenta de que ya lo vi. Allí dice que los recién nacidos son emisarios, que hace tan poco tiempo que llegaron a esta tierra que todavía recuerdan, que todavía nos pueden ilustrar sobre nuestro camino. Lo dicen los científicos y ayer soñé que mi hijo me hablaba. ¿Será una señal doble? Porque fue un sueño y los sueños son señales. Miro al conductor. Hago como que no distingo que ahí tiene pegada la calcomanía del fraccionamiento sobre el parabrisas. Revienta el hielo, se estrella en el vidrio y revienta. Me levanto de la silla. Siento cómo el agua sale de mis botas al ponerme de pie. Camino hacia la puerta. La abro pero me detengo y giro para tomar la tabla de visitas, porque sí, porque si por su puta codez tengo que salir a mojarme, por lo menos hay que hacerle la maldad: que se desespere. Estos cabrones creen que uno nomás es su perro. Su criado. Tomo la tabla de registro y vuelvo a mirarlo. El pendejo me sonríe. Me señala con el dedo la calcomanía. Muy sonriente. Pero no le voy a dar el gusto. Si por lo menos la administración nos proporcionara un paraguas para cubrirnos de los aguaceros. Hago como que no lo veo. Y en realidad no quiero verlo: quiero ver el granizo que se ha ido acumulando contra las banquetas, sobre el pasto de las jardineras y en los recovecos, quiero recordar lo que me dijo mi hijo en el sueño. Pero otra vez las altas, la sonrisa y doy dos pasos para acercarme, para que el tipo baje la ventanilla y se moje.
A huevo.
—Buenas noches.
Buenas noches dice el cabrón pero está bien pendejo si cree que voy a contestarle. Que se trague su saludo. Todavía hay luz, todavía no oscurece del todo. Nunca graniza durante la noche en esta ciudad. Eso lo sé porque lo he visto y porque también lo dicen los científicos de las revistas: que se requiere un gradiente térmico elevado, un diferencial alto. Buenas noches, me dice de vuelta. Pero que ni crea que voy a contestarle, que se compre su chip para que yo no tenga que salir a la lluvia cada que él llegue a casa con su cochecito. Y si ya me voy a mojar yo, que él también se moje, que se moje, que baje la ventanilla y le entre el granizo, que se dé cuenta de quién tiene las llaves de este barrio.
Pero me habló mi hijo. Volví a soñar que me hablaba, que me decía lo que tengo que hacer para estar a la altura de mí mismo. Tengo trece días de no verlo porque el domingo pasado la lluvia se llevó parte de la brecha. Y así ni cómo. Allá también cayó una granizada tremenda, dicen. Y estaban buenas las fotos: el hielo cubriendo la ladera y rellenando los hoyos entre las piedras, los surcos de la milpa. Mándame más, le dije. No a mi hijo sino a la mujer, pero nada. Qué le costaba. Si para algo le compré el celular, para que estuviéramos en contacto y para que me mandara fotos. Porque allá sí hace frío en serio y uno rememora: las gotitas de agua congelada, pendiendo de las tejas. Y sí, porque acá se cansa uno de ver siempre lo mismo, se achata la mirada, se mocha: la fábrica de enfrente cruzando la avenida y atrás de ella las azoteas de los condominios, sus antenas y tinacos, la tienda de autoservicio a la derecha con su letrero chillón y luminoso, el lote baldío a la izquierda y, más en corto, el anuncio del fraccionamiento y la cuatrimoto en la que acaba de volver Urbano de hacer el rondín. A él le gusta eso: darse la vuelta. Dice que así se orea y estira las piernas. No le gusta leer. A mí sí. Yo prefiero quedarme acá en la caseta aunque tenga que levantar la pluma para que entren los carros de los idiotas que no han querido comprar su chip, aunque tenga que tomar el registro de los visitantes. Todos se enmuinan. Hacen su bilis. Les pido su identificación y les entra rabia, como si les fuera a quitar algo, como si me fuera a quedar con algo de ellos nomás por seguir los procedimientos. Y a veces sí, a veces se queda algo de ellos: acá tengo la caja de las identificaciones olvidadas. Estaban todas en montón cuando tomé el trabajo pero yo las ordené alfabéticamente. “Para qué lo haces”, me dijo Urbano, “el que va a venir, vendrá; pero estos son los que se han perdido en el mundo”. Yo ya lo sabía pero no le hice caso y de todos modos las ordené. De cuando en cuando me entretengo observándolas. Los científicos dicen que sólo nos separan seis personas entre uno y otro. Y cómo no, si todos estamos bajo el mismo peso de unos cuantos hijos de la chingada. A todos nos joden los mismos. A todos nos cogen los mismos. Por eso yo creo que los científicos tienen razón y en la caja hay pasaportes, licencias, credenciales de elector, tarjetones de taxi y tarjetas de circulación. Si uno las mira bien, si mira correctamente las fotografías, pronto se da cuenta de que muchos se parecen. Poco trabajo costaría tomar una de éstas y hacerme pasar por otro. Urbano se estira antes de entrar a la caseta. Le pregunté a Leonora:
—¿Y ya habla?
—No, mi amor, tiene tres meses.
Pero a mí me habla en los sueños.
Aparte de la caja, en la caseta también estaba el altero de revistas. Nadie sabe quién las dejó ahí pero ahí estaban. Y yo las leo. Sobre todo por las noches, como ahora que el cielo se va emborregando otra vez. Por eso sé que los ángeles del Señor no eran ángeles como los pintan las Escrituras, que los serafines de seis alas que rodeaban Su Trono son una alegoría. Urbano no me cree: no sabe de ciencia y prefiere la cuatrimoto. Tampoco Leonora. Pero ella dejó que le pusiera el nombre al niño: Isaías. Estaba bien contenta cuando tomé el empleo, cuando me vio llegar con el uniforme y salió a darme un abrazo, toda panzona. Ahora ya no siente tanto gusto. Ahora que fui fueron quejas y puras quejas. “Lo que tiene usted es depresión posparto”, le dije, “le voy a traer una revista”. Y aquí ando buscándola mientras Urbano le pide sus datos a los señores de una camioneta. Es raro que haya camionetas en la ciudad. O más bien no es raro pero a mí se me hace raro. Como para qué: ni que fueran a cargar marranos. El misterio de las líneas de Nazca. Los avistamientos de Michoacán. Las bondades de la linaza y las linternas de los muertos. Habría que entender los círculos de las cosechas, la Gran Invocación, el fraude del hombre en la luna. Todo está hecho para engañarnos: por eso es importante leer. Arranca el motor y Urbano entra de nuevo a la caseta.
—Como me cagan esos hijos de su puta madre—dice.
—Igual.
—Se las dan de muy salsitas pero mira nomás la cara de baboso que tiene este buey.
Me muestra la identificación: el hombre se parece a mí.
—Chinga a tu madre.
—¡Qué, buey! ¿Ora qué mosca te picó?
No le contesto. Sigo buscando la revista que habla de la depresión posparto. ¿Vivimos dentro de una simulación de computadora? ¿Tenemos que cuidarnos de los virus alienígenas?
¿Qué hacer ante la nueva era del hielo que se avecina? Por la tarde volvió a granizar. Los esquimales distinguen cinco tipos de hielo para hacer sus casas. Pero ahora ya se ha derretido todo: se hizo moño de agua y se fue por la alcantarilla, se hizo planta en el zacate del baldío. ¿Por qué me parezco al hombre de la camioneta?
¿Por qué mi hijo me recuerda al niño que fui de niño?
—Se lo quebraron por un ajuste de cuentas—dice Urbano.
—¿Qué?
—Ayer por la tarde, ahí sobre el camellón.
Y dice que por suerte estaba la pluma levantada cuando salió el cabrón rechinando en su carro. Un Mercedes plata. Porque de lo contrario se la hubiera llevado con el cofre. Cuenta y yo sigo buscando: que dio el volantazo para librar a los que estaban esperando el cambio de luz en el semáforo, que se subió al estacionamiento de la tienda de autoservicio pero no contaba con que ahí lo estaban esperando otros dos ojetes, junto a la señora que vende los tamales, igualitos de vestidos como los que lo venían persiguiendo en un Audi. El espiral en Chalk Pit estaba en código binario, dicen los científicos. Que de un plomazo le tronaron el parabrisas y por volantear de nuevo se estrelló contra el ciprés del camellón. Aquellos que se aproximaban demasiado al Arca morían de una extraña dolencia. Que todavía tuvo fuerzas para salir del carro. Pero ya no alcanzó a correr y ahí mismo lo remataron.
—Si yo por eso digo que esta pinche pe-erre-vienticuatro sirve para dos kilos de verga, nos deberían de dar pistolas. O mejor un par de a-erre-quinces.
La Santa Inquisición en la Nueva España. Las promesas de la energía Nuclear. Aunque Leonora no quiere que le lleve la revista, se la voy a llevar para que se ilustre: hay que saber nombrar nuestros males para hacerles frente.
“¿A quién enviaré y quién irá por vosotros?”, me dijo. Eso me preguntó en sueños. El granizo cae para azotar nuestras culpas y lavar nuestra soberbia. La de ellos. La de estos pendejos engreídos que quieren que uno salga corriendo a recibirlos como perrito faldero meneando la cola, que salga bajo la lluvia y encima les sonría, les diga buenas tardes, buenas noches, y se queden ahí con el saludo a guarda, porque la mayoría ni eso. Ni nada. Como si me hicieran el favor de dirigirme la vista, los ojos. Ni una palabra. Nomás el agua y el granizo. Nomás su asco. El claxon de su boca porque a pitidos hablan, a pitidos recalcan: tú estás ahí bajo la lluvia, tú, sobre tus hombros y tu visera cae el granizo y yo estoy bajo el techo de mi auto. Porque ese es tu trabajo, ésa es tu condena, ése es tu lugar y éste es el mío. “Óyeme bien y no entiendas”, me dijo mi hijo. Y también están los que sí sonríen, los que dicen buenas tardes. Pero cómo no van a sonreír si viven donde viven, cómo no van a reírse de nosotros si son los dueños de todo, si salen a caminar con sus perros a media tarde, a trotar por las mañanas junto al parque, a andar en bicicleta con sus hijos. “Velo de cierto pero no comprendas”, me dijo. O se creen dueños de todo porque esa risa es la risa de los que se creen elegidos. Pero no son ellos. Yo lo sé porque he leído. Porque he lavado mis penas bajo el granizo, porque he expiado las culpas con mi condena.
—¿Sigue encabronada tu vieja?—Pregunta Urbano.
—Sí.
Y no importa que no me haya dejado ver a Isaías: él me habla en sueños.
Urbano se orinó en el uniforme. Pero sigue sin chistar, sin moverse del rincón de la caseta. Sólo tiembla. A esta hora sólo se escuchan los tráilers que suben y bajan mercancías en fábricas y bodegas a lo largo de la avenida y las nubes del cielo están casi todas coloradas de tanto naranja. Bióxido de azufre. Eso dicen algunos científicos pero son más los que anuncian que eso es en verdad una señal de Los Cielos. Óxido nitroso. Todo está hecho para engañarnos. Las identificaciones de la caja son gente que no existe y yo me parezco a todos. Yo soy todos los hombres. Por eso no me amenazaron los emisarios. No me amagaron como a Urbano ni me golpearon sino que el mayor de ellos se acercó a mí y puso suavemente el cañón de la pistola sobre mis labios: “he aquí que con la boca de fuego toco tu boca, y limpio tus pecados”. Habrá remolinos en el cielo, dicen. Urbano quiso sacar el gas lacrimógeno pero lo contuve: “cegaré mis ojos para no percibir con la mirada”. Y ellos entendieron.
—¿Y tú qué, cabrón? ¿Tú sí quieres jugar a ser el perro guardián de estos putos?
Fue cuando se orinó. Se hizo chiquito porque es un hombre chiquito. Vendrá la Nueva Era. “Nosotros venimos por un cabrón que la debe y va a tener que pagar, como el otro, con ustedes no hay pedo”. Pagarán los morosos, la simiente corrupta. Por eso las nubes del cielo están casi coloradas de tanto naranja. Y Urbano tiembla aunque aquí no se queden las hebras de agua pendiendo de los techos, congeladas. Tiembla porque no lee, porque lo ha bañado la verdad de golpe y tirita ante su resplandor. A mí me lo había anunciado mi hijo Isaías. Y sé que no quedará morador en casa alguna, que las ciudades serán asoladas y se multiplicarán los abandonados en medio de la tierra. Yo soy todos los hombres.
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