I
El año pasado fui invitado, igual que dos de mis compañeros de taller, Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli, a pasar unos días en una finca en lo más profundo de Normandía.
Al tiempo, que cuando partimos prometía ser magnífico, se le ocurrió cambiar de repente, y cayó tanta lluvia que las cañadas por las que avanzábamos eran como el lecho de un torrente.
Nos hundíamos en el barro hasta las rodillas, una espesa capa de tierra pringosa se había pegado a las suelas de nuestras botas, y su peso aminoraba tanto nuestros pasos que no llegamos al lugar de nuestro destino hasta una hora después de la puesta de sol.
Estábamos agotados; por eso, nuestro anfitrión, al ver los esfuerzos que hacíamos para reprimir nuestros bostezos y mantener los ojos abiertos, hizo que nos condujeran a cada uno a nuestra habitación en cuanto terminamos de cenar.
La mía era amplia; al entrar en ella sentí una especie de escalofrío febril, pues me pareció que entraba en un mundo nuevo.
De hecho, uno habría podido creerse en tiempos de la Regencia al ver los dinteles de Boucher[1] que representaban las cuatro estaciones, los muebles recargados con adornos de rocalla del peor gusto, y los tremós de los espejos torpemente esculpidos.
No había nada desordenado. El tocador, cubierto de estuches para peines y de borlas para empolvar, parecía haber sido utilizado la víspera. Dos o tres vestidos de colores tornasolados y un abanico sembrado de lentejuelas de plata cubrían el entarimado bien encerado; y, para mi gran asombro, una tabaquera de concha abierta sobre la chimenea estaba llena de tabaco todavía fresco.
Solo me fijé en estas cosas después de que el criado, tras depositar su palmatoria en la mesilla de noche, me hubo deseado un buen sueño, y, lo confieso, empecé a temblar como una hoja. Me desvestí a toda prisa, me acosté, y, para acabar con aquellos tontos temores, cerré enseguida los ojos volviéndome hacia la pared.
Pero me resultó imposible permanecer en esa posición; bajo mi cuerpo el lecho se agitaba como una ola, mis párpados se retiraban con violencia hacia arriba. Me vi obligado a volverme y mirar.
El fuego que brillaba lanzaba reflejos rojizos en la estancia, de suerte que apenas podían distinguirse los personajes de los tapices y los rostros de los tiznados retratos colgados de la pared.
Eran los antepasados de nuestro anfitrión, caballeros cubiertos de acero, consejeros con peluca y bellas damas de rostro maquillado y cabellos empolvados de blanco que sostenían una rosa en la mano.
De pronto el fuego cobró un extraño grado de actividad; un fulgor macilento iluminó el cuarto, y vi con toda claridad que lo que había tomado por simples pinturas era la realidad; porque las pupilas de aquellos seres enmarcados se movían, centelleaban de una forma singular; sus labios se abrían y cerraban como los labios de personas que hablan, aunque yo solo oyera el tictac del reloj de péndulo y el silbido del cierzo de otoño.
Un terror insuperable se apoderó de mí, mis cabellos se erizaron sobre mi frente, mis dientes castañetearon hasta romperse y un sudor frío inundó todo mi cuerpo.
El reloj dio las once. La vibración del último toque resonó largo rato, y cuando se apagó del todo…
¡Oh!, no, no me atrevo a decir lo que ocurrió, nadie me creería, y me tomarían por loco.
Las velas se encendieron solas; el fuelle, sin que ningún ser visible le imprimiese movimiento, se puso a soplar el fuego, con estertores de viejo asmático, mientras las tenazas hurgaban en los tizones y la pala levantaba las cenizas.
Luego una cafetera se tiró hasta el pie de una mesa en la que estaba puesta, y, renqueando, se dirigió hacia la lumbre, donde ella misma se instaló entre los tizones.
Pocos instantes después, los sillones empezaron a estremecerse y, agitando sus retorcidas patas de una manera sorprendente, fueron a colocarse alrededor de la chimenea.
II
No sabía qué pensar de lo que estaba viendo; pero lo que me quedaba por ver era todavía mucho más extraordinario.
Uno de los retratos, el más antiguo de todos, el de un gordo mofletudo de barba gris que se parecía, hasta confundirse, con la idea que me he hecho del viejo sir John Falstaff[2], sacó, gesticulando, la cabeza de su marco y, tras grandes esfuerzos, después de haber hecho pasar sus hombros y su vientre panzudo entre las estrechas tablas del marco, saltó pesadamente al suelo.
Aún no había recuperado yo el aliento cuando sacó del bolsillo de su jubón una llave de un tamaño notablemente pequeño; sopló dentro para asegurarse de que el foramen estaba bien limpio, y la aplicó a todos los cuadros, uno tras otro.
Y todos los marcos se ensancharon para dejar pasar fácilmente a las figuras que encerraban.
Pequeños abades rubicundos, nobles viudas secas y amarillas, magistrados de aspecto grave envueltos en grandes ropones negros, petimetres con medias de seda, calzón de lana, con la punta de la espada en alto, todos estos personajes ofrecían un espectáculo tan extraño que, a pesar de mi terror, no pude dejar de reírme.
Estos dignos personajes se sentaron; la cafetera dio un leve salto hasta la mesa. Tomaron café en unas tazas de Japón blancas y azules, que acudieron de manera espontánea desde la parte superior de un escritorio, provista cada una de un terrón de azúcar y una cucharilla de plata.
Una vez tomado el café, tazas, cafetera y cucharillas desaparecieron a una, y empezó la conversación, sin duda la más curiosa que nunca yo haya oído, pues ninguno de aquellos extraños conversadores miraba al otro al hablar; todos tenían los ojos fijos en el reloj de péndulo.
Yo mismo no podía apartar la mirada ni dejar de seguir la aguja que caminaba hacia medianoche a pasos imperceptibles.
Por fin sonaron las doce. Entonces, una voz, cuyo timbre era exactamente el del reloj, se dejó oír y dijo:
—¡Es la hora, hay que bailar!
Todos los presentes se levantaron. Los sillones retrocedieron por sí solos; entonces, cada caballero tomó la mano de una dama, y la misma voz dijo:
—¡Vamos, señores de la orquesta, empiecen!
He olvidado decir que el motivo de los tapices era un concierto italiano en un lado, y en el otro una cacería de ciervos donde varios criados tocaban el cuerno. Los monteros y los músicos, que, hasta entonces, no habían hecho ningún gesto, inclinaron la cabeza en señal de adhesión.
El maestro alzó su batuta, y una armonía viva y bailable salió desde los dos extremos de la sala. Primero se bailó el minué.
Pero las notas rápidas de la partitura ejecutada por los músicos conciliaban mal con aquellas graves reverencias; por eso, cada pareja de bailarines empezó, al cabo de unos minutos, a hacer piruetas como una peonza alemana. Los vestidos de seda de las mujeres, arrugados en aquel torbellino danzante, emitían sonidos de una naturaleza particular; se hubiera dicho que sonaba como el ruido de las alas de un vuelo de palomos. El viento que se introducía por debajo los hinchaba de manera prodigiosa, de tal modo que parecían campanas al vuelo.
El arco de los virtuosos pasaba con tal rapidez sobre las cuerdas que de ellas brotaban chispas eléctricas. Los dedos de los flautistas subían y bajaban como si hubieran sido de azogue; las mejillas de los monteros estaban infladas como globos, y todo aquello formaba un diluvio de notas y de trinos tan apresurados y de gamas ascendentes y descendentes tan enredadas y tan inconcebibles que ni los mismos demonios habrían podido seguir dos minutos semejante compás.
Por eso resultaba penoso ver todos los esfuerzos de aquellos bailarines para seguir el compás. Saltaban, hacían cabriolas, ronds de jambe, jetésbattus y entrechats[3] de tres pies de altura, tanto que el sudor, que les caía desde la frente hasta los ojos, se llevaba los lunares postizos y el maquillaje. Pero, por más que hicieran, la orquesta siempre se les adelantaba tres o cuatro notas.
El reloj dio la una; se detuvieron. Vi algo que se me había escapado: una mujer que no bailaba.
Estaba sentada en una butaca en el rincón de la chimenea, y ni por asomo parecía tomar parte en lo que pasaba a su alrededor.
Nunca, ni siquiera en sueños, se había presentado a mis ojos nada tan perfecto; una piel de una blancura deslumbrante, unos cabellos de un rubio ceniciento, largas pestañas y unos iris azules tan claros y tan transparentes, que a través de ellos veía yo su alma con tanta nitidez como un guijarro en el fondo de un arroyo.
Y sentí que, si alguna vez llegaba a amar a alguien, sería a ella. Salté precipitadamente de la cama, de donde hasta entonces no había podido moverme, y me dirigí hacia ella, guiado por algo que actuaba en mí sin que pudiera darme cuenta; y me encontré a sus rodillas, con una de sus manos en las mías, hablándole como si la conociera desde hacía veinte años.
Sin embargo, por un prodigio muy extraño, mientras le hablaba, yo acompañaba con una oscilación de cabeza la música, que no había dejado de sonar; y, aunque estuviera en el colmo de la felicidad por conversar con tan bella persona, los pies me ardían en deseos de bailar con ella.
Pero no me atrevía a proponérselo. Al parecer ella comprendió lo que yo quería porque, alzando hacia la esfera del reloj la mano que yo no sujetaba, dijo:
—Cuando la aguja llegue allí, ya veremos, mi querido Théodore.
No sé cómo ocurrió, pero no me sorprendió en absoluto oírme llamar de aquella forma por mi nombre, y seguimos hablando. Por fin, sonó la hora indicada, la voz de timbre de plata volvió a vibrar en la estancia y dijo:
—Angéla, puede usted bailar con el señor, si eso le apetece, pero ya sabe lo que pasará.
—No importa —respondió Angéla en un tono mohíno.
Y pasó su brazo de marfil alrededor de mi cuello.
—Prestissimo! —gritó la voz.
Y empezamos a bailar un vals. El seno de la joven tocaba mi pecho, su mejilla aterciopelada rozaba la mía y su suave aliento flotaba sobre mi boca.
Nunca en mi vida había sentido una emoción semejante; mis nervios vibraban como resortes de acero, mi sangre corría por mis arterias como un torrente de lava, y oía palpitar mi corazón como un reloj prendido de mis orejas.
Sin embargo, aquel estado no tenía nada de penoso. Me sentía inundado por una alegría inefable y habría querido seguir siempre así, y, cosa notable, aunque la orquesta hubiera triplicado su velocidad, no teníamos necesidad de hacer ningún esfuerzo para seguirla.
Los asistentes, maravillados por nuestra agilidad, lanzaban bravos y aplaudían con todas sus fuerzas, aunque sus manos no emitían ningún sonido.
Angéla, que hasta entonces había valsado con una energía y una precisión sorprendentes, pareció de pronto sentirse fatigada; pesaba sobre mi hombro como si se hubiera quedado sin piernas; sus piececitos, que un minuto antes rozaban el entarimado, ahora se separaban de él despacio, como si los hubieran cargado con una masa de plomo.
—Angéla, está usted cansada —le dije—, descansemos.
—Sí, descansemos —respondió enjugándose la frente con su pañuelo—. Pero mientras nosotros valsábamos, todos se han sentado; ya no queda más que un sillón, y somos dos.
—¿Qué importa eso, ángel mío? Yo la sentaré en mis rodillas.
III
Sin poner la menor objeción, Angéla se sentó, rodeándome con sus brazos como con un chal blanco, ocultando su cabeza en mi pecho para calentarse un poco, porque se había quedado fría como el mármol.
No sé cuánto tiempo estuvimos en esa posición, pues todos mis sentidos estaban absortos en la contemplación de aquella misteriosa y fantástica criatura.
Yo no tenía ya la menor idea de la hora ni del lugar; el mundo real había dejado de existir para mí, y todos los lazos que me ataban a él estaban rotos; mi alma, liberada de su prisión de barro, nadaba en el vacío y el infinito; comprendía lo que ningún hombre puede comprender, los pensamientos de Angéla se me revelaban sin que ella tuviese necesidad de hablar; porque su alma brillaba en su cuerpo como una lámpara de alabastro, y los rayos salidos de su pecho atravesaban el mío de parte a parte.
Cantó la alondra, un fulgor pálido reverberó en las cortinas.
Tan pronto como Angéla lo vio, se levantó precipitadamente, me hizo un gesto de despedida y, después de dar unos pasos, lanzó un grito y se desplomó.
Sobrecogido de espanto, me abalancé para levantarla… Mi sangre se coagula con solo pensar en ello; únicamente encontré la cafetera rota en mil pedazos.
Al ver aquello, convencido de que había sido juguete de alguna ilusión diabólica, se apoderó de mí tal espanto que me desmayé.
IV
Cuando recobré el conocimiento, me encontraba en mi cama; Arrigo Cohic y Pedrino Borgnioli estaban de pie a mi cabecera.
Tan pronto como abrí los ojos, Arrigo exclamó:
—¡Ah, menos mal! Llevo casi una hora frotándote las sienes con agua de Colonia. ¿Qué diablo has hecho esta noche? Por la mañana, al ver que no bajabas, he entrado en tu cuarto, y te he encontrado tirado en el suelo cuan largo eres, vestido a la francesa[4], abrazado a un trozo de porcelana rota, como si fuera una joven y bella muchacha.
—¡Vaya! Pero si es el traje de boda de mi abuelo —dijo el otro levantando uno de los faldones de seda de tono rosa con rameados verdes—. Estos son los botones de estrás y filigrana que tanto nos ponderaba. Théodore lo habrá encontrado en algún rincón y se lo habrá puesto para divertirse. Pero ¿por qué te has sentido mal? —añadió Borgnioli—. Eso está bien para una damisela de blancos hombros; se le afloja el corsé, se le quitan los collares y el chal, y ya tenemos una buena ocasión para hacer carantoñas.
—Solo ha sido uno de mis desmayos, a los que soy propenso.
Me levanté y me despojé de mi ridículo atuendo.
Y luego almorzamos.
Mis tres compañeros comieron mucho y bebieron todavía más; yo apenas comí; el recuerdo de lo que había pasado me causaba extrañas distracciones.
Acabado el almuerzo, como llovía a cántaros, no hubo manera de salir; cada uno se entretuvo como pudo. Borgnioli tamborileó marchas guerreras en los cristales; Arrigo y nuestro anfitrión jugaron una partida de damas; yo saqué de mi álbum una hoja de vitela y me puse a dibujar.
Las líneas casi imperceptibles trazadas por mi lápiz, sin que yo hubiera pensado en ello ni por asomo, resulta que representaron con la exactitud más maravillosa la cafetera que tan importante papel había desempeñado en las escenas de la noche.
—Es sorprendente cómo se parece esta cabeza a mi hermana Angéla —dijo el anfitrión, que, acabada su partida, me miraba trabajar por encima del hombro.
En efecto, lo que hacía un momento me había parecido una cafetera era en realidad el perfil dulce y melancólico de Angéla.
—¡Por todos los santos del paraíso! ¿Está muerta o viva? —exclamé en un tono de voz trémulo, como si mi vida hubiera dependido de su respuesta.
—Murió, hace dos años, de una pulmonía, después de un baile[5].
—¡Ay! —respondí con dolor.
Y, conteniendo una lágrima que estaba a punto de caer, volví a colocar el papel en el álbum.
¡Acababa de comprender que para mí ya no había felicidad en la tierra!
[1] Protegido por Madame de Pompadour, François Boucher (1703-1770) es el gran pintor y decorador de su época; Diderot aprecia en sus cuadros el gran dominio de la luz y de las sombras, su elegancia, «su galantería novelesca, su coquetería, su gusto, su facilidad, su variedad, su brillo […] que deben cautivar a los petimetres, a las petimetras, a los jóvenes, a las gentes de mundo, a la multitud de los que son ajenos al verdadero buen gusto, a la verdad, a las ideas justas, a la severidad del arte». Trabajó para las manufacturas de Beauvais y de los Gobelinos; sus figuras en cartones de tapicería o grabadas por otros pintores desde el siglo XVIII se pusieron de moda en el XIX, sobre todo durante el Segundo Imperio francés (1852-1870). <<
[2] El personaje teatral sir John Falstaff aparece en tres obras de Shakespeare, en las dos partes de Enrique V y en Las alegres comadres de Windsor. Encarna en principio al bufón entregado a los placeres de la vida. Gautier prologó la pieza teatral Falstaff, escena de la taberna, escrita por Auguste Vacquerie (1819-1895) y Paul Meurice (1818-1905). <<
[3] Términos de ballet: rond de jambe: movimiento circular hecho con la pierna que trabaja sin mover las caderas ni la pelvis; jeté: salto de un pie al otro en el que la pierna de trabajo está doblada en el aire y parece haber sido lanzada. En el jeté battu, al jeté simple se le añade un cruce de piernas que se realiza durante la proyección; entrechat: salto durante el cual el bailarín cruza o entrechoca una o dos veces los pies antes de volver al suelo. <<
[4] Es decir, con un traje de tres piezas: chaleco, pantalón y chaqueta. <<
[5] Según Stendhal, «el frío, al salir del baile, mata cada año en París a mil doscientos jóvenes». <<
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