A las siete de la mañana me despierta el sol. Comienza a inundar la habitación y constituye una ducha de luz que obliga a tirarse de la cama. No entra directamente en mi cuarto; pega en el muro de enfrente de la calle y forma allí un espejo que reverbera violento. Molesta casi más que si diera directamente en los ojos.
Mi habitación está en el Hotel Gran Vía de Madrid, y el espejo es la Telefónica: cemento, cristal, piedras pulidas. Cuando abro la ventana, la Telefónica mira desde enfrente con la cara lavada por el sol.
A esta hora se riega Madrid. Existe un grupo de obreros del ayuntamiento que tiene a su cargo regar la ciudad y barrer sus basuras todos los días. Y siempre es un espectáculo en las mañanas de sol, ver lavar las piedras de la calle. La evaporación provoca un olor fresco de tierra mojada.
Los barrenderos son una de las últimas categorías de obreros madrileños. Barrer una calle o empuñar una manga y dirigir un chorro de agua no se considera oficio muy distinguido. Sin embargo, la plaza es segura, están relativamente bien pagados y era necesario una recomendación eficaz para lograr un puesto. Casi todos están ocupados por gentes de pueblo que fracasaron en Madrid.
Hoy, como ayer, el sol me ha echado de la cama. Y como siempre, he abierto la ventana, cerrada obligatoriamente por la noche, para que no salga la luz al exterior, y he mirado la calle plena de sol. Poca gente en la calle. Está esta zona tan castigada por los obuses que la gente evita el pasar por ella. Además la hora es temprana y sólo se ven obreros que van a su trabajo, y algunas mujeres que madrugan para coger puesto en la cola.
Frente a mí llegan dos barrenderos. Uno con la manga enrollada al hombro como una serpiente y una llave de hierro para abrir el grifo. Es el ayudante. El otro con categoría social ya, con sus manos libres y unas botas altas de goma. Se paran al lado de la boca de riego, y el ayudante atornilla rápidamente un extremo de la manga en la boca que se abre en la acera. El jefe empuña la boquilla de la manga y dirige el chorro en toda la extensión de la calle. Juega el sol con el cristal del agua y le rompe en colorines.
Me alegra el espectáculo dentro de su simplicidad.
Un silbido, una explosión, una farola deshecha —el primer obús de hoy—. El barrendero jefe deja caer la lanza de la manga y se derrumba blandamente. El ayudante está ileso y mira con ojos desorbitados a su compañero caído. Corren los guardias de la Telefónica y algún transeúnte a coger al herido. Mientras, la manga caída suelta su chorro, brincando bajo la fuerza de la presión del agua, como si tuviera convulsiones.
El ayudante sale de su estupidez. Recoge la manga, hurtando sus brincos para no mojarse, y sigue regando la calle.
El sol sigue tejiendo colorines en el chorro de agua un poco temblón que cae sobre las piedras con una caricia fresca.
Los obuses siguen estallando en la Gran Vía.
El ayudante acaba de regar, destornilla la manga, se la cuelga al hombro y cincuenta metros más abajo, abre otra boca de riego, atornilla de nuevo la manga y riega. El agua sigue cayendo temblona sobre las piedras.
Los obuses siguen estallando sobre la Gran Vía.
La mancha que dejó el caído la lavó el compañero. El rojo de la sangre fresca y viva se disolvía con los colorines del sol al chocar el chorro de agua contra las piedras.
Y hasta mí sube de la Gran Vía el olor de la tierra mojada.
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