martes, 9 de junio de 2020

Pato, de Sergio Galindo

 


PATO PENSABA en una caja grande con un moño rojo. Chocolates de cereza. Contó su dinero.

Diez centavos que dio la del 7 por el mandado. Cinco de Conchita por lo de las flores. Veinte centavos de la señora del 14. Total: treinta y cinco centavos, ¡y en jueves!

Las monedas habían pasado repetidas veces por sus pequeños mugrosos dedos, como si con aquel continuo repaso fueran de pronto a reproducirse. Treinta y cinco centavos. Era bueno haber tenido viruelas y que en la escuela no lo recibieran. Más bueno porque muchas criadas del edificio se habían ido y muchos inquilinos necesitaban alguien que hiciera esto o aquello.

Con la cabeza recargada en el barandal del pasillo de criadas, Patricio contemplaba los cuatro pisos del edificio que serpenteaban escaleras abajo. Escupió. Tardó algunos segundos para escuchar el chocar de su escupitajo sobre las baldosas de la entrada. Pero siempre acababa por sonar.

El pelo recién crecía en su oblonga cabeza. Ya no tenía piojos, pero por manía seguía rascando. Y además (había dicho su madre) era preferible que se rascara el coco y no la jeta. Si te arrancas las costras quedarás más feo de lo que ya eres. Con huecos acá y allá, como la Tomasa.

Deseaba que alguien lo llamara. Tal vez a la señora del 4, que era muy bruta (lo decían todas las criadas), se le quemara de nuevo la comida. Lo enviaría a última hora a comprar enlatados. Diez o quince centavos. Eso haría… treinta y cinco…, cuarenta… y cinco…, ¡cincuenta centavos! O a doña Aleja se le podía ocurrir mandar sus medias a reparar. O quizá a Celedonio, el plomero, se le acabaran los cigarrillos. O puede que…

¡Paaato!

Dio un brinco. Pero el rápido impulso de alegría que lo había invadido se desvaneció antes de que acabaran de pronunciar su apodo. Sus pies se arrastraron con pereza. Metió ambas manos en sus bolsillos y con la cara al cielo caminó sin ninguna prisa.

El cielo estaba límpido, de un azul claro sin la menor nube. Pasó un avión. Pato hubiera querido ver alguna vez un pájaro, pero en ese barrio sólo se veían aviones.

—¿Qué?

La madre, inclinada en el lavadero, el rostro sudoroso.

—Ándele, vaya a ver si quiere algo su padre.

—¡Ay!, ¿ahora?

—¡Canijo! No me repele, que le rompo el hocico.

Bueno, había que ir. Esta vez clavó los ojos en el suelo y fue brincando de un lado a otro del pasillo. Su padre trabajaba a dos cuadras, de albañil. Su nuevo padre. Se tiene una madre, pero padres, ¡no se sabe cuántos! En el camino (esto es, si se desviaba una cuadra) podría pasar cerca de la chocolatería y ver de nuevo aquellas cajas de bombones con sus lindos colores. Ay, esa caja grande, los de cereza.

Por la escalera subía una mujer.

—Hola, Pato.

—Buenos días, señora.

Era la del departamento 11. Decían que su marido la había dejado. Lo cierto es que ya no lo ocupaban para mandados. Ahora salía ella y no tenía criada.

En la calle había polvo. El pasto del camellón había desaparecido por falta de cuidado. Una vez tuvo flores. Hoy sólo había tierra floja que volaba por todos lados y basura que tiraban de cuando en cuando.

En la esquina estaba Juan. Antes eran muy amigos, pero un día sus madres pelearon, hubo golpes e insultos y desde entonces se veían poco. Siempre andaba con las narices sucias y se bañaba menos que él.

—¿Ónde vas?

—A un mandado.

—¿Voy?

Alzó los hombros. Luego le indicó con la cabeza que lo siguiera.

—¿No vas a la escuela?

—Toy enfermo.

—¿Se pega?

—No, ya me alivié.

Sonó sus monedas para que Juan supiera. Pasaron varios coches antes de que pudieran cruzar. Juan estaba triste. Sorbía el moco. Las monedas sonaron nuevamente en el bolsillo de Patricio.

Ya había mangos. A la vuelta estaba un puesto. Quizá Pato lo invitara.

—Mira, te regalo estas canicas.

Patricio las tomó deteniéndose. Dos agüitas y una ágata. Aceptó sin cumplimientos. Juan debe tener hambre. Pensó en los grandes y blancos dientes de su amigo devorando de dos bocados un taco; tenía una dentadura enorme, decían que era fenómeno, que no se deben tener tantos dientes. Cómo no le pasaba eso a un rico, a un rico no le hubiera importado, había mayor espacio para meter chocolates, podían caber hasta seis de una vez. A él le cabían tres, aunque nunca había tenido suficientes para probar si le cabían más.

—¿Vas a comprar aquí?

—No. Quiero ver. Esa caja grande, ¿no se te antoja? Son de cereza.

—Una vez comí de ésos —aseguró Juan, orgulloso.

—¡No es cierto!

—¡Sí!, ¿qué juegas? La señora donde lava mi madre nos dio muchos, estaban rancios.

Para Pato la contemplación del escaparate era un rito. Diariamente se detenía ante él en la primera ocasión que tenía y admiraba embobado su caja, preguntándose cuánto costaría. Debía ser una gran cosa poder comprarla. No importaba que fueran rancios. O no comerlos. Lo importante era entrar y tener para pagarla y llevarla en la mano por la calle, para que vieran. ¿Cuánto costaría?

Se llenó de valor y empujó la puerta. Oyó el ruido de las monedas de plata que pagaba una señora. Un hombre los miró de mal modo y Juan pensó en dar media vuelta, pero en vez de hacerlo se acercó más a Pato siguiendo sus pasos. Olía bien. También vendían nieve. Había unos niños allí, a uno se le cayó una galleta. Juan hizo un esfuerzo por seguir de frente. Tropezó con su amigo, que se había detenido.

—¿Cuál?

—La grande. La del moño rojo que está en la vitrina de la calle.

—¿Los de cereza?

—Sí —respondieron ambos.

La joven fue a ver el precio. Tomó la caja entre su manos consultando el fondo.

—Diez y ocho pesos. ¿La quieren?

—No. Sólo nos mandaron a preguntar —y agregó queriendo asegurarse—, luego vendré por ella.

Ahora los dos estaban tristes. Si no gastaba nada —nada— y seguía junta y junta, para el lunes próximo tendría dos pesos o más. Pero si su madre los veía tendría que dárselos. Era mejor comer de a poquitos lo que alcanzara.

—Vamos por acá —indicó Juan.

—No. Tengo que ir por este lado.

Quiere pasar por el puesto de mangos, pensó Pato: las tortillas cuestan menos. Él nunca tiene dinero. Nunca compra nada. Pero sintió las canicas en el fondo de su bolsillo y pensó que comprarían algo más tarde.

Fueron por donde él quería. Jugaron futbol con las piedritas que encontraban en el camino. Juan era cariñoso. Tenía hambre. Llegaron con los albañiles. Se metieron entre ellos contestando sus picardías sin inmutarse. Su padre estaba al fondo llenando unos cubos de agua. Antes de llegar metieron los pies a la mezcla, los zapatos salieron blancos.

—Que dice mi mamá que qué quiere usted. Que si no quiere nada.

El hombre no le hizo caso. Siguió hablando con sus compañeros. Pato se fue detrás de un perro y luego regresaron a la calle.

—Ése… ¿es nuevo? —dijo Juan.

—Sí.

—¿Es bueno?

—No pega; ni me habla. Sólo le oigo hablar con mamá cuando están en la cama. Pero hablan en voz baja.

Siguieron caminando de frente, sin chistar. El día era caluroso. Pato sentía el estómago vacío. La tasa de café aguado y la pequeña pieza de pan nunca eran suficientes. Antes de mediodía volvía el hambre. A veces ésta se prolongaba por la tarde y sólo venía a calmarse con el sueño, al anochecer. Pero había días en que algún inquilino les hacía un regalo; un poco de queso, pan, frijoles. Cualquier cosa. El día anterior se había terminado una caja de galletas que le había dado la señora del 14. Ellos eran sus amigos. El señor, de cuando en cuando, le daba algunos centavos aunque no le encomendara ningún mandado. De «domingo».

Ninguno de sus padres había hecho nunca tal cosa. Ellos venían de noche, muchas veces borrachos, peleaban con su madre y terminaban por ir a la cama después de haber llegado a los golpes. Si a él alguien le pegaba no podía quererlo. En cambio su madre hacía lo contrario.

Miró de reojo a Juan. Éste andaba con ese aire de preocupación y temor que adquiría cuando quería algo que no iba a pedir. Pato hallaba cierto placer en alargar la invitación hasta que su amigo llegara a pensar que no iba a ser pronunciada.

Habían llegado a la casa. Juan, compungido, se quedó a un lado viendo cómo Patricio se dirigía al quicio de la entrada.

—Adiós —dijo sentándose en el escalón.

—Adiós.

Se alejó varios pasos. Buscando en sus vacíos bolsillos, lamentaba el regalo que había hecho, arrugando las narices de decepción.

—¡Oye!

Se volvió rápido.

—¿Qué?

—Voy a comprar mangos, ¿no quieres?

Al atardecer Pato recorrió la azotea por entre las jaulas de la ropa que se secaba. Sus bolsillos habían perdido música. Le quedaban únicamente diez centavos. Nunca juntaría siquiera un peso. La caja, el moño rojo… El importe era una montaña de dinero que él nunca llegaría a formar. Si alguien me llamara…

Se asomó al barandal que daba al patio interior. En él jugaban unos niños. Uno de ellos, Cristián —el niño del 9—, le había contado que el fin de semana se iría con sus padres al campo, a pasar las vacaciones. Pato nunca había ido al campo. Sabía que hay ríos, pájaros y muchos otros animales.

—¡Pato!

El grito vino de abajo. En una ventana una mujer le hacía señas de que bajara.

Voló por las escaleras bajando de dos en dos los escalones. Luego, después de recibir las instrucciones, fue a la lechería. A su regreso tenía veinte centavos más. Se arrepintió de haber gastado su otro dinero. ¡La cochina hambre!

Las horas corrieron rápidas en medio de sucesivos mandados. Los que siguieron fueron de poca paga y en uno de ellos no pudo resistir y compró un helado y otro mango. Cuando sus mandíbulas dejaron de tener trabajo se reprochó. ¡La cochina hambre!

Fue al anochecer que el señor del 14 lo llamó. Con sus bolsillos vacíos, Pato llegó hasta la puerta del departamento y golpeó débilmente. El señor abrió de inmediato. Había visitas. Vio a numerosas gentes, bien vestidas, que charlaban.

—¿Me entendiste?

—Sí.

—A ver, ¿qué vas a comprar?

—Una caja de pasta de almendra y nuez.

—Bien, Pato. Ahora fíjate en el vuelto; es de a veinte el billete. No te vayan a ver la cara de tarugo, ¿eh?

Le entregó el billete, que él apretó en sus manos sin dejar de mirar hacia el rostro del señor. Cuando le hablaban veía fijamente, como si necesitase la mímica más que las palabras.

—¿Sabrás contar el vuelto?

—Seguro.

La puerta se cerró. Pato quedó en la oscuridad del pasillo oprimiendo su mano. ¡Un billete de a veinte! Sentía una especie de vértigo. En sus manos había más dinero del necesario para adquirir su caja de chocolates. Bajó los escalones. Algún día —lo había pensado mil veces— llegaría a tener dinero junto.

Sus ojillos brillaban en medio de su moreno rostro con intensidad. Aquella expresión de ausencia, lo insensible de su semblante, se había transformado. Había vida en cada uno de sus pasos, de sus gestos. La sangre le circulaba con fuerza.

Ni por un momento se sintió ladrón. No pensaba tampoco que pudiese ser malo. La pidió. Su voz sonó orgullosa. Pagó. No quiso que la envolvieran. Recibió el vuelto y dio una lenta media vuelta hacia la puerta.

En su camino acarició el celofán de la envoltura como si se tratase de un gatito. Con aquel dulce contacto del papel, podía pensar que todo era bueno, que su mamá era cariñosa, que no importaba el hambre.

No importa que no fuera nunca al campo, que no viera pájaros ni aprendiera a nadar en un río. No importaba correr todo el día subiendo y bajando escaleras para ganar unos centavos. No importaba que mamá se los quitara. No importaba que el matrimonio del 14 se enojara con él y nunca más lo llamara.

No, porque él había cumplido su sueño. Ese momento quedaría, aunque todo terminara dentro de unos minutos. Luego, cada tarde recordaría aquel papel, el moño grande, rojo, y las cerezas pintadas en la caja. Eso era algo que no podía olvidársele, algo que no le quitarían. Nadie podría decirle: No pienses, no recuerdes.

Era como si muchos pájaros estuvieran volando por encima de su cabeza, como si hubiese mucho sol y su cuerpo flotara en las tibias aguas de un riachuelo. Era feliz.

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