Cuando les llegó la hora de morir, Pete Gossard maldijo y Knife Hilton lloró, pero Wolfer Joe Kennedy bostezó ante la cara del verdugo.
Lo que quería haber hecho era escupir para demostrar que no tenía miedo, porque sabía que los hombres hablarían después sobre él y describirían cómo había sido su fin. Pero ni siquiera Wolfer Joe podía acumular suficiente saliva para escupir cuando tenía una cuerda alrededor del cuello. El bostezo era lo más parecido.
Barney Gallagher, el marshal de los Estados Unidos, acabó de ajustar el nudo y preguntó, medio admirado:
—¿Le estamos impidiendo dormir?
—Me habían dicho que me iban a colgar —contestó Wolfer Joe.
Subido a un cajón entre sus compañeros, permaneció mirando con ojos vidriosos a la multitud de mineros, con los labios apretados mostrando los dientes en su característica sonrisa. Se había imaginado la hora de su muerte, pero no el modo. Había sentido la sacudida de la bala, había oído el zumbido de la flecha cheyenne, había caído gritando bajo las garras de un grizzly… Todas aquellas eran probabilidades para un hombre que había vivido como lo había hecho él, y uno tenía que morir en algún momento.
Pero siempre se había visto luchando hasta el fin. No había soñado en un final por ahorcamiento, indefenso, con las manos atadas a la espalda. No pensaba darles a sus verdugos la satisfacción de saber que estaba asombrado. Ya iban a conseguir satisfacción suficiente sin aquello.
Knife Hilton dejó de llorar y se encorvó sobre su cajón, resoplando como un crío. Pete Gossard dejó de gritar maldiciones y, pensando que se le había ocurrido un modo de retrasar la acción, gritó con fuerza:
—¡Quiero un predicador! No le negaríais un predicador a un condenado, ¿verdad?
Los Vigilantes también habían pensado en eso y tenían allí uno. A esas alturas conocían todos los trucos que se le podían ocurrir a un hombre para retrasar su ejecución. Pete Gossard no tenía nada que decirle al predicador, después de todo, excepto una frenética súplica:
—Dígales que me den un buen estirón.
—Lo harán, Pete —le prometió el predicador. Se estremeció y añadió—: Siempre lo hacen. ¡Que dios tenga piedad!
Todavía se oía mucho ruido procedente de la multitud de mineros; los setecientos u ochocientos que habían constituido el jurado y que habían hecho cola solemnemente entre dos carromatos para votar. Catorce hombres habían votado por la absolución y, después de que cuatrocientos votasen «culpables», los Vigilantes habían detenido la farsa del recuento. El ruido venía del extremo de la multitud, donde estaban aquellos que no podían ver con claridad y andaban pululando por allí, pero en el centro, donde iba a tener lugar el ahorcamiento, apenas había sonido alguno. Ahí estaba presente la muerte y los hombres a los que llamaba no tenían mucho que decir.
Los tres cajones de embalaje eran resistentes; cada uno tenía una cuerda atada a él de la que tirarían a la señal; los nudos estaban firmemente hechos. Los Vigilantes, recordó Wolfer Joe, tenían mucha práctica.
Sintió que se apoderaba de él un estremecimiento y, para disfrazarlo, echó la cabeza atrás y se rió.
No se hacía muchas ilusiones acerca de él mismo. Una vez había dicho, sonriendo: «Supongo que nací malo». Siendo más certero, habría podido decir: «Nací fuera de la ley y básicamente me he quedado fuera de ella».
Se había desplazado hacia el oeste, allá donde no había ley. Y lo que al fin lo alcanzó no fue la ley, sino la ira. Los furiosos hombres de las minas no quisieron esperar a que la ley los alcanzase; organizaron el Comité de Vigilancia para hacer cumplir la justicia implacable.
Barney Gallagher frunció el ceño al oír la risa. Se apeó de la caja, limpiándose las manos en los pantalones y dijo pensativo:
—Me preguntaba una cosa… ¿Alguna vez ha hecho algo bueno en su vida?
Wolfer Joe le miró a los ojos y le contestó, retirando los labios de los dientes:
—Sí. Una vez. Traicioné a una mujer.
A la señal del verdugo, unos hombres tiraron de las cuerdas del cajón de embalaje.
La palabra amor estaba en el lenguaje que utilizaba con las mujeres, pero su significado no entraba en su mente cuando conoció a Annie. Incluso cuando la dejó no estaba seguro de saber qué significaba, y después de aquello no tuvo muchas oportunidades de descubrirlo.
Ella estaba en pie con los brazos extendidos tocando la pared del granero con las manos, temblando, apartándose no tanto de Wolfer Joe como de la propia vida que la empujaba.
—En realidad no te gusto —insistió él—, seguro que no.
—Quizá sí —contestó Annie, sin aliento—. Ahora tengo que entrar.
Podría haberse agachado bajo su brazo, pero sólo lo miró con una sonrisa temerosa. Tenía diecisiete años. Wolfer Joe tenía veintinueve.
—Entra —dijo él—, y sabré que no me quieres —dijo la palabra alegremente; la había pronunciado otras veces. Le salía con facilidad.
Ella apartó la mirada desesperadamente y el color le subió por el cuello.
—Sí… sí que te quiero —dijo—. También podrías quedarte aquí en lugar de marcharte.
Oh, no, no a los veintinueve años. No podía quedarse en los asentamientos tanto tiempo. La ley se acercaba hacia el oeste demasiado deprisa. No estaba seguro de lo que era la ley, pero sabía que sería mejor que él y sus semejantes estuviesen por delante de ella.
—Aquí no hay nada para que me quede —dijo. Las palabras le dolieron a Annie, tal como él esperaba que le dolieran, y la chica se apartó—. Tengo que seguir adelante —dijo. Y añadió osadamente, viendo de repente un sueño—: Allá donde voy una chica como tú no iría. No te vendrías conmigo.
Annie estaba presionada contra la pared del granero.
—Quizá lo haría si quisiera.
—Tu padre no te iba a dejar —se burló.
—Mi padre no podría detenerme. Ahora déjame pasar… ¡Suéltame! —ella se debatió, pero los brazos de él eran como una jaula de hierro y su corazón latía junto al de Annie.
—Esta noche, en la bifurcación del camino —dijo cuando la soltó, cuando liberó los brazos de su presa—. Espérame ahí. Pero no vendrás.
—Iré —dijo ella—. Porque t-te quiero.
Eso fue lo último que le dijo nunca.
—Creo que lo dices en serio —contestó él, y descubrió que el asombro le ahogaba la voz—. Supongo que sí que lo dices en serio —dijo, tratando de reírse.
Aquel asombro todavía le duraba mientras esperaba donde el camino se bifurcaba. Pero la Duda también flotaba en el ambiente y, asomándose por la espalda, la Sospecha observaba el camino con ojos fríos y amarillos.
Si aparecía, se la llevaría al oeste y construiría una cabaña, reuniría unas cuantas cabezas de ganado… Sabía cómo echarles el lazo a las vacas de otros. Ya lo había hecho antes por dinero.
—¿Qué te hace pensar que vendrá? —aulló la Duda, rodeándolo.
—¿Qué razón podría tener si lo hiciera? —gruñó la Sospecha, con sus afiladas garras en la espalda.
—Aquí no me buscan —argumentó Wolfer Joe—. Suponiendo que venga, sus motivos son suyos. Es a ella a la que quiero, no a sus razones. Me asentaré en alguna parte. Si viene.
Observó el camino desde arriba, tumbado sobre su vientre en una roca lisa. Se sobresaltó cuando la vio cabalgar hasta el punto de encuentro y mirar nerviosamente a su alrededor. Llevaba un hatillo de ropa atado a la silla. La vio desmontar y volver a mirar por todas partes. Pero no le llamó ni dijo una palabra. Sencillamente se sentó a esperar.
Estaba furioso, lleno de una ira irracional.
—¡Maldita idiota! —susurró—. ¡Huir con un hombre al que apenas conoce! Lo que le va a pasar no es más que lo que se merece.
Recordó que el hombre era él mismo y se quedó allí tumbado sonriendo ante sus sinsentidos.
Esperaría un rato. Cuando ella se cansara, aparecería y la acusaría: «Sabía que era sólo un capricho. No hablabas en serio. Empiezas las cosas, pero no las terminas».
Entonces la mandaría a casa llorando… O se iría con él, para llorar más tarde, cuando se diese cuenta de lo tonta que había sido.
Pero no se cansaba. Cuando cayó la oscuridad, hizo una pequeña fogata para mantener alejada a la noche. Con el corazón martilleándole, con los labios enseñando los dientes, Wolfer Joe estaba tumbado sobre la roca lisa, observándola. Había llegado tan lejos, le había sido tan fiel. ¿Cuánto tiempo le esperaría allí? ¿Cuánto podía fiarse de ella?
La Sospecha susurró:
—Llegará un día en que ella acuda llorando a la ley y diga: «Sé dónde está Wolfer Joe si lo buscan».
Él contestó:
—Tú no conoces a mi Annie.
La observó inclinar la cabeza hacia delante, sobre las rodillas, mientras esperaba y se adormilaba. La vio volver a levantarla de repente cuando un ruido nocturno la asustó. Después de un tiempo la fogata se fue apagando y supo que se había quedado dormida. Se despertó, la alimentó y alumbró.
Entonces supo que no iba a bajar ahí. No vio a la chica, sino su paciencia. No vio el resplandor enrojecido del fuego, sino la fe esperando.
Vio amor junto a la hoguera y no pudo soportar mirarlo por miedo de verlo acabar, durante aquella noche o algún año después.
Se arrastró por la roca y se deslizó silenciosamente en la oscuridad donde esperaba su caballo.
Vivió catorce años después de aquello. Se cuenta que tenía diecisiete muescas en su revólver, pero no era cierto. Nunca marcó su revólver por nada de lo que hacía.
Fue justamente sentenciado a la horca por ayudar a asesinar a dos mineros a quienes él, Pete Gossard y Knife Hilton habían emboscado cuando los mineros quisieron sacar su oro.
Wolfer Joe tuvo un fin que le ganó un macabro respeto y dejó a Barney Gallagher preguntándose pasmado cómo era posible que traicionar a una mujer fuese algo de lo que un hombre alardease con las últimas palabras que iba a tener la oportunidad de decir.
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