La trajeron de Estados Unidos directo a mi casa en Buenos Aires. No querían que pasara tiempo en un hotel mientras buscaban un departamento para alquilar. Mi prima gringa Julie: había nacido en Argentina pero, cuando tenía dos años, sus padres, mis tíos, habían migrado. Se instalaron en Vermont: mi tío trabajaba en Boeing, mi tía —la hermana de mi padre— paría hijos, decoraba la casa y secretamente hacía reuniones espiritistas en su amplio y hermoso living. Latinos ricos, rubios, de apellido alemán: sus vecinos no sabían muy bien cómo ubicarlos porque venían de Sudamérica pero se apellidaban Meyer. De todas maneras, la primera hija delataba la sangre morena infiltrada, la de mi abuela india: Julie tenía los ojos oscuros y muertos de un ratón, el pelo implacable siempre erizado, la piel color arena mojada.
La comunicación con mi familia gringa, aunque frecuente, era trivial. Fotos en la nieve. Esos horribles retratos que les gustan a los norteamericanos con las sonrisas anchas, el fondo azul cielo de verano, las ropas domingueras. Charlas sobre los logros familiares, todos económicos: el nuevo auto, los viajes a Nueva York y Florida, las aplicaciones a universidades —siempre de los varones: Julie elegía «otros caminos»—, las Navidades blancas, los animalitos del bosque cercano que arruinaban el jardín, la permanente renovación de cuartos y cocina. Por supuesto nadie podía ser tan feliz como ellos y nosotros teníamos muy claro que mentían, pero apenas nos importaba. Vivían lejos en ese otro mundo rico al que jamás nos invitaban: nunca dijeron «les compramos pasajes» o «vengan a pasar un Año Nuevo en la nieve». En las fotos que enviaban Julie siempre aparecía seria, mal vestida y, sinceramente fea. Hinchada quizá y con el pelo enmarañado y débil. Parecía una enferma grave.
Julie tenía veintiún años cuando sus padres, mis tíos, decidieron traerla de vuelta a la Argentina. Yo era un año más chica, apenas. Hubo muchos gritos, primero por teléfono y después en la casa sobre si aceptar o no la visita, que amenazaba ser larga. Yo vivía con mis padres: no conseguía trabajo, no tenía dinero para irme. La casa, aunque algo descuidada, era grande y cómoda. El problema no era el espacio. El problema era que la familia gringa nunca nos había ayudado. Nunca habían mandado un solo dólar. Nunca habían preguntado qué necesitábamos y habíamos necesitado muchas cosas durante todos los años argentinos de crisis, renacimiento, pérdida, locura, desastre y renacimiento. Mi padre, además, tenía una objeción ideológica. Volvían porque en efecto Julie estaba enferma y habían gastado fortunas en tratamientos en Estados Unidos. No todo era cubierto por el todopoderoso seguro de salud de Boeing. O, probablemente, mi tío no era un empleado de la compañía tan jerárquico como le gustaba alardear. Vienen a usar la salud pública de este país, bramaba mi padre. Mi madre no trataba de conciliar, no decía «es tu hermana». Lo dejaba pegar portazos. Sabía que, finalmente, íbamos a recibirlos.
Llegaron una noche de lluvia en pleno verano. Acompañé a mi padre al aeropuerto. Julie era bizca, obesa, estaba vestida con un equipo de gimnasia de algodón color gris y el viaje en avión le había hinchado las manos. Pensé que no había nada que salvar: hay gente que se deja estar, que va demasiado lejos. Julie era así. El pleno abandono. Y nosotros ni siquiera sabíamos qué le pasaba exactamente. Mi tía apenas había llorado por teléfono, son cosas que se dicen cara a cara, pero es un problema mental. Es mental.
Las discusiones se daban alrededor de la mesa de la cocina. Yo trabajaba y estudiaba, veía poco a mis padres y a mi familia gringa, pero siempre asistía a las discusiones nocturnas. Ellos estaban de malhumor: no les gustaban las veredas rotas, desconfiaban de los médicos que habían ido a visitar, se escandalizaban por la cantidad de gente que vivía en la calle —y esto hacía aullar a mi padre, que contraponía a los indigentes de Nueva York—, no les gustaba la comida, extrañaban el frío y la variedad de yogures en el supermercado. Julie apenas hablaba aunque era educada. Pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación. Era esquizofrénica, decía mi tía, pero en los últimos años había empeorado mucho. No quería dar detalles.
Siempre estaban vestidos con ropa deportiva, los tres. Remeras y pantalones de algodón, zapatillas, nada de maquillaje. Así son los gringos de entrecasa, decía mi padre. Pero ellos no son gringos, insistía yo, y él me pasaba una mano por el pelo.
Las discusiones seguían. No quiero que se atienda en el Moyano, parece un manicomio medieval, decía mi tío. Mi madre, ofendida, aseguraba que ella se había tratado ahí una depresión y que, en efecto, las instalaciones estaban deterioradas por negligencia de las autoridades, pero los profesionales eran de excelencia. Yo me metí en la discusión: ustedes vivieron acá, les dije, no hace tanto, y el Moyano siempre fue igual. Todo estaba deteriorado para ellos, los príncipes de Vermont. Mientras tanto Julie no parecía demasiado loca, salvo por cómo comía: sin parar, con las manos, sin respirar hasta que el plato estaba vacío y después sonreía y entonces se tomaba medio litro de Coca-Cola.
La gran discusión estalló una tarde, cuando volvieron los tres de la consulta de una psiquiatra famosa. Habían llorado, se les notaba. También rezongaban porque el taxi había sido caro y encima era un auto viejo que apestaba a gasolina (decían «gasolina» y no «nafta» como si hablaran en doblaje mexicano). Cuando entraron, nos ignoraron. Yo tenía el día libre, mis padres recién llegaban de trabajar, debían ser las seis de la tarde.
Es tu culpa, gritaba mi tío. Your fault. You and your dammed ouija board!
Mi padre dijo en esta casa se habla cristiano. Son mis invitados. Sos mi hermana. ¡Son argentinos, carajo!
Lo miraron desconcertados y vi a mi tía quebrarse. Noté las canas que asomaban de su cuero cabelludo, los anteojos ladeados, las arrugas que le marcaban los costados de la boca como tajos verticales o decoraciones rituales. No fue eso, dijo, no pudo ser eso, era un juego.
Basta de misterio, dijo mi padre. Se puso de pie, se cruzó de brazos y exigió saber la historia. Mi tía se la contó llorando como una criatura. Julie estaba presente, muda pero impresionada. Mi tío miraba el piso y en un momento, cuando la narración de los detalles de la locura llegó a la impudicia, tuvo que salir al patio.
La historia no era tan complicada, hasta era un convencionalismo de película de terror. Julie había empezado a jugar con un amigo invisible de chica, luego con varios. Le duraron demasiado: tenía catorce años y seguía hablando con sus amigos. Le dijo a mi tía que habían llegado a la casa en las sesiones de espiritismo y ouija que, durante años, fueron como reuniones sociales. Reuniones que se detuvieron entonces, ante la revelación y se dictaminó que las «voces» nada tenían que ver con los fantasmas sino con la esquizofrenia de Julie, potenciada por los problemas en la escolarización que obligaron al homeschooling. Los amigos-espíritus-voces no hacían nada, solamente hablaban con ella, no tenían sugerencias macabras, no rompían cosas ni hacían ruidos como poltergeists. Era fácil convivir con ellos y Julie. Sí, resultaba creepy escucharla parlotear y reír y a veces llorar con nadie, pero si eso iba a ser todo, era compatible con una vida normal. ¿Y mis primos? Ellos ya estaban en la Universidad. Se habían perdido, por suerte, la peor y más reciente fase de la enfermedad.
Mi tía había encontrado a Julie teniendo sexo con los espíritus. Mi madre se atoró con el vino cuando escuchó esto y escupió un buen trago sobre la mesa: parecía sangre aligerada, demasiado acuosa, sobre la fórmica blanca. Mi padre miró a Julie con pudor y ella le contestó con una mirada descarada. Ahí se fue mi tío. No sé cómo lo hace, continuó mi tía, ya sin vergüenza, desnuda, aliviada. Se masturba, claro, pero no es una masturbación convencional. Si la vieran: se le marcan en el cuerpo dedos. ¡Hay manos que le retuercen los pechos! ¡Manos invisibles!
Se puso a llorar. Por decir algo, yo dije que me recordaba a la película El ente. Julie habló, entonces. Su castellano era neutro, pero perfecto.
Es diferente. En esa película la protagonista es violada. A mí me gusta lo que ellos me hacen. Son los únicos que me quieren.
No acompañó a su madre en el llanto. Sencillamente abrió una bolsa de papas fritas y se puso a comerlas como comía todo: a dos manos, la sal y la grasa pegadas a los labios.
Los médicos dicen que es posible, dijo mi tía mientras se secaba la cara con un tissue. Que a veces la mente puede ejercer un poder sobre el cuerpo tan grande que se producen reacciones inexplicables.
Como lo psicosomático, intervino mi madre y se puso a contar sobre su depresión y la colitis ulcerosa, las diarreas con sangre, el asma que como vino se fue. No me gusta recordar la depresión de mi madre: fue posparto y creo que es mi culpa. Bueno, no lo creo: lo fue. Yo la causé, las intenciones no cuentan.
Julie se terminó las papas, dijo que no con la cabeza y aseguró que todas las pastillas y los tratamientos del mundo no iban a curarla porque no había nada que curar. A mí me gusta, dijo. No sé por qué es un problema, dijo.
Ah, no lo sabés, gritó mi tía y le arrancó la bolsa de papas de las manos. Ella se limpió la grasa de las manos en nuestro sillón. Igual los sillones estaban bastante sucios.
No lo sé, dijo Julie. Y agregó en inglés que su vida sería normal si no estuviese arruinada por medicamentos, las pastillas que engordaban y deformaban. I became a monster, dijo. But they want me anyway.
Mi tío entró. La escuchó cuando contaba, en inglés, sobre el placer de esos dedos fantasma, que no eran fríos, que eran una delicia. Le dio una cachetada que le hinchó la boca de inmediato aunque no hubo sangre. Y le dijo puta. Whore. Ella, acostumbrada, se retiró a la habitación con su teléfono (nunca se desprendía del celular). Nosotros nos quedamos temblando. Mi tía fingió un desmayo, creo que para que dejáramos de pensar en la imagen de su hija obesa, en la grasa bajo la piel que manipulaban con goce y amor las manos del más allá.
***
Después de tres semanas amenazaron con irse: no de vuelta a Estados Unidos sino a alquilar un departamento para «dejar de molestarnos». Mi madre les pidió que se quedaran, por cortesía, y ellos, tan groseros como siempre, dijeron muchas gracias y no volvieron a mencionar la partida.
No tienen un mango, decía mi padre entre dientes mientras regaba las plantas de nuestro jardincito interno y, de pura rabia, empapaba al gato que corría indignado y se ocultaba tras el helecho mayor. La trajeron acá porque allá no pueden pagarle un tratamiento, es carísima la psiquiatría en Yanquilandia y acá el cambio los favorece. Además, hay mejores profesionales en salud mental. Allá no saben nada. Te medican y se acabó.
Sin embargo, no los echaba. Después de todo, era su familia, y Julie siempre cerraba con llave la puerta de su habitación. Si tenía sexo ahí adentro, era muy discreta. Había empezado un nuevo tratamiento que implicaba internación medio día y más medicamentos. Volvía medio dormida y estaba más pálida y más gorda. A mí me daba mucha lástima pero no sabía qué hacer.
A veces, antes de ir a la facultad, Julie y yo tomábamos el desayuno juntas en el patio. Era otoño, días preciosos, y ella quizá por imitarme comía con más elegancia. Igual se manchaba pero no era su culpa. Era la medicación que la hacía temblar. Mi prima me caía bien. Tenía dignidad. Y no retrocedía. Yo escuchaba a sus padres hablando en inglés —suponían que nosotros no los entendíamos—, discutiendo porque los médicos no podían convencerla de que los espíritus amantes no existían. Ella estaba segura, ella se sentía querida, ¿por qué sacarle eso? La veía en el patio antes de ir a su media internación, mirando las plantas, sonriéndole al gato, y cada mañana mientras ella deglutía sus cereales y yo tomaba mi café, trataba de buscarle una solución, que la liberara a ella y sacara a mis tíos de la casa. Además, por las conversaciones, por las discusiones, supe lo que ellos querían: internarla. Dejarla en Argentina. Volverse sin la hija loca que quedaba tan mal en las reuniones, no tanto por su sexo con los espíritus —eso podía permanecer secreto— sino porque su estado les negaba planes de viajes a Florida, de mudanza quizá, de casa frente al lago. Su aspecto los obligaba a la vergüenza. La iban a abandonar. No podían pagar una institución en Estados Unidos. Acá podían ubicarla en un lugar público, gratis. Julie era argentina, después de todo. ¿Y quiénes quedarían encargados de visitarla? ¿Mis padres? ¿Yo?
Tenía que haber otra gente como ella. No sé si le creía o no: eso no era importante. No les dije nada a mis padres ni a Julie ni a nadie: ni mis amigos sabían los detalles del caso. Me sumergí en Internet. Debía haber más gente que tenía sexo con espíritus y seguro se congregaba, con suerte en una comunidad que no fuese anónima ni que solo existiese online. Había gente que compartía sus fetiches por estatuas y maniquíes, incluso por juguetes de peluche; había hombres que tenían sexo disfrazados de bebés y mujeres adictas a comer plástico y hombres y mujeres que se excitaban lamiendo globos oculares.
Pero lo del sexo con muertos fantasmas no resultó tan fácil de encontrar. Al principio lo más cercano que encontré fueron necrófilos en perpetua queja por no poder siquiera acercarse a un féretro abierto. Leyendo su procacidad empecé a darme cuenta de la belleza de Julie. De su rechazo a la vulgaridad incurable de sus padres. De cómo había arruinado su cuerpo hasta el grotesco para demostrar que sin embargo era hermoso de una manera que nosotros no conocíamos.
Tras una semana de búsqueda intensiva, cuando ya me daba por vencida encontré a un grupo en Estados Unidos, The Marjorie Simmons Association. Tuve que pagar y escribir una nota de pedido de admisión y esperar la respuesta de los administradores, pero una mañana encontré el mail de Congratulations en mi bandeja. Y esa misma noche chateé con una Melinda y le conté mi dilema. Nuestro dilema. Ella quiso saber por qué no hablaba Julie y le expliqué que estaba muy medicada. Melinda entendió: siempre nos patologizan, me dijo. Organicé, sin decirle nada a Julie, una cita con Melinda para el día siguiente. Por Skype pero solo una llamada: no había confianza para verse las caras.
Cuando se lo conté a mi prima, temblaba. No pude terminar de explicarle. Tiró al piso su desayuno, dio tres pasos gordos hasta mí y me abrazó con verdadero agradecimiento. Olía muy bien. A pesar de su brutalidad y torpeza con la comida, era escrupulosamente limpia.
Por qué no los buscaste vos, quise saber. Estás siempre con el teléfono, estás siempre online.
No lo sé, dijo sinceramente. La gente me da miedo.
¿Entonces vas a tener miedo esta noche? ¿Suspendo la cita?
No, me dijo con los ojos redondos y agitó sus deditos rechonchos. Ellos quieren encarcelarme. ¿Lo sabías?
Tenés que escapar, le dije.
***
En el Buquebús que nos llevaba a Uruguay Julie estaba tan feliz que ni siquiera le importaban las miradas de desaprobación de las flaquísimas mujeres que cruzaban el Río de la Plata para pasar un fin de semana en Colonia. Habíamos escapado justo a tiempo, con la tormenta familiar desatada. Mi tío ya había vuelto a Estados Unidos pero ahora la que anunciaba su regreso era mi tía, llorosa, quejumbrosa, falsa hasta el escándalo. Había conseguido una clínica muy buena, decía, y se comprometía a pagarla. Cómo no voy a pagar por mi hija, gritaba. Mi padre, cruel y seguro al mismo tiempo, llamó por teléfono a la clínica y, por altavoz para que todos pudiéramos oírla, nos hizo escuchar cómo la encargada de contabilidad decía que sí, tenían fecha de admisión de la paciente pero aún no habían recibido ningún depósito de dinero. Yo no escuché la pelea: estaba trabajando. Me enteré por Julie. Desde esa primera noche con Melinda había hecho grandes progresos: ya eran amigas. Me habían prohibido participar de las conversaciones y accedí, aunque me daba curiosidad. Entendía. Resultó que las visitadas por espíritus —así se hacían llamar— no eran solamente mujeres, había muchos visitados también. Resultó que tenían su propia comunidad: en Estados Unidos, vivían en un trailer park en Arizona. La Asociación se llamaba así en honor a una viuda, Marjorie Simmons, que había logrado tener sexo con el espíritu de su propio esposo muerto. El problema era que no existía ninguna rama de la Asociación en la Argentina. Nuestra única y pequeña comunidad en Sudamérica está en Uruguay. La pronunciación del nombre del país había sido atroz y todavía resultaba más estúpidamente atroz que esta Melinda no supiese que Uruguay quedaba justo enfrente de Buenos Aires, con un río de por medio, pero yo no pensé que por esta ignorancia ella o su Asociación fuesen un fraude. Era gringa: los gringos son así. No saben nada del mundo, son incapaces de enterarse, no se les ocurre mirar un mapa.
Entre Julie y Melinda organizaron el recibimiento en la comunidad uruguaya. Quedaba a las afueras de un pueblo cercano a Colonia, Nueva Helvecia o Colonia Suiza. Ese lugar era famoso por retiros new age y comunidades que practicaban alguna espiritualidad alternativa. Era un buen lugar para ocultarse.
Nueva Helvecia quedaba muy cerca de Colonia: sesenta kilómetros. Julie seguía tomando las pastillas; Melinda le explicó que en la comunidad sabrían cómo ayudarla a dejarlas y manejar la abstinencia. Teníamos las coordenadas, la descripción de la casa que buscábamos y un nombre: Rolf. Seguro no era real. Qué fácil era desaparecer, pensé. Hacía falta determinación, no demasiada, alguien en quien confiar y un poco de dinero. Julie le había robado a su madre unos quinientos dólares. La comunidad no pedía más. Se autoabastecían, tenían una chacra, recibían donaciones.
Julie habló bastante en el corto viaje: una hora de Buquebús, otra de auto. Me contó sobre las primeras visitas, sobre las diferencias entre los visitantes, a uno le gustaba especialmente lamerle el agujero del culo, lo dijo así, como una bestia y casi me mareo: estaba perdiendo la elegancia. O quizá de verdad estaba loca. Ahora ya no lo sabría. Le pedí que se callara, le dije que podríamos perdernos y se quedó en silencio pero ofuscada. Yo no la conocía, me daba cuenta. No sabía si sus padres, aunque gringos y tacaños y desagradables, no estarían diciendo la verdad. Quizá ellos sí la escuchaban hablar de manera explícita, desbocada y estaban hartos. Quizá le habían enseñado a comportarse en público, con ayuda de las pastillas. Ah, ¿y si me había equivocado?
Llegamos a la casa indicada. Era bonita, pero parecía algo abandonada. El silencio lo quebraba el cacareo de gallinas. Rolf esperaba vestido de blanco. Era alto y canoso. Llevaba anteojos negros. Mi prima se tiró en sus brazos y después en los míos. Afuera del auto, yo encendí un cigarrillo. Le ofrecí el paquete a Rolf, que rechazó. Le habló a Julie. Le dio la bienvenida. Yo le alcancé el bolso: ella saltaba, infantil, el culo enorme (ese que le chupaban tan bien) zangoloteaba como si estuviese lleno de agua. Rolf me agradeció y después dijo, con un acento puramente uruguayo que delataba lo apócrifo de su nombre: «Hasta acá llegaste».
¿La van a tratar bien?, pregunté.
Rolf me sonrió. Tenía una dentadura perfecta, blanquísima, cuidada.
Por supuesto, dijo.
Julie volvió a besarme y después se fue. Rolf cargaba su bolso. Ella hablaba sin parar. Yo adiviné el futuro.
Yo volvería a casa. Fingiría no saber nada del paradero de Julie. La buscaríamos un tiempo. La daríamos por desaparecida. Sus hermanos vendrían; volvería su padre. Se la daría por muerta. Y yo regresaría a Nueva Helvecia y jamás encontraría la casa linda pero algo abandonada, ni vería otra vez los dientes de Rolf ni a mi prima alejándose con su culo desbordado por un camino de tierra seca, bajo el sol, al encuentro de los que eran como ella.
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