miércoles, 3 de junio de 2020

Ese templo, de Mariana Travacio


 I.

Esta historia ocurrió en uno de esos lugares donde solo se atreve Dios. Me la refirió Miranda, hace demasiados años, y ahí quedó, hasta hoy.

He aquí lo que Miranda me contó: Hay un templo, río abajo. No es un templo, en realidad, pero la gente lo llama El templo. Lo levantaron en el exacto lugar donde el río Maracaípe se une al mar. Está hecho de maderas flacas y tiene techo de palmera. Un viento fuerte podría volarlo, pero no hay vientos fuertes en ese lugar. De hecho, salvo El templo, en ese paraje no hay nada. O hay poco. Hay el río, más o menos ancho, de aguas cristalinas, y hay el mar, cálido y transparente. Hay unas pocas matas, de troncos retorcidos y apuradas hojas verdes, y se puede ver el atardecer si se mira río arriba a eso de las cinco. Hay arena, también, muy blanca, y poco más. Yo estaba con Bernardette esa mañana. Me dijo que tenía que ir al templo, por Yamile. Así me dijo. Y me preguntó si quería acompañarla. Acepté; no tenía nada mejor que hacer. Llegar al templo no fue fácil. Me advirtió que iríamos caminando. Pensé que estaba en el pueblo. O cerca. Pero no. Caminamos dos horas, descalzos, a la orilla del mar, y todavía no habíamos llegado. En eso le pregunté si faltaba mucho. Me dijo que no, que ya llegábamos y señaló hacia adelante. Yo no lograba ver nada en particular: la miré desconcertado. No me respondió, solo me hizo señas de seguir. Una hora más tarde estábamos frente a frente en el paraíso. O eso creí. La unión del río Maracaípe con el mar es el edén, pensé. Las pocas palmeras se habían interrumpido. Había solo arena y un mar pacífico, completamente ajeno a la fuerza del río que se inmolaba en él. Era la hora exacta del poniente y todo era oro: daba trabajo distinguir el dorado de las aguas del de las arenas o del de las nubes. Eran simples formas radiantes que apenas peleaban sus límites. Quedé absorto, contemplando eso que no tenía nombre porque era solo luz. Bernardette siguió caminando, en dirección al templo. Acercarnos me resultó demoledor. El santuario no tenía más de cinco metros por siete, tal vez ocho. Largas filas lo anticipaban: tan largas que costaba trabajo pensar que todos entrarían allí. Poco después comprendí que no se trataba de eso. Bernardette era bien conocida, por lo visto, porque pudo acercarse hasta la puerta del recinto para saludar a alguien, sobreponiéndose a las largas filas. Lo que alcancé a ver me resultó incomprensible: había siete mesas detrás de las cuales siete personas vestidas de blanco estaban sentadas. Sobre las mesas había papeles. Las filas se metían por el lateral izquierdo y salían por el derecho, solo se detenían unos instantes frente a las mesas. Les dictaban algo a las personas de blanco y seguían su camino hasta salir por la otra puerta. Eso era todo. Las filas avanzaban a una velocidad constante. Bernardette saludó a una mujer de carnes generosas que la miró con afecto. Luego salió a hacer la fila. Yo la seguí. Volví a mirarla, sorprendido, como pretendiendo que me explicara algo, pero no hablábamos el mismo idioma: apenas lográbamos comunicarnos. Se mantuvo en silencio. Quince minutos más tarde, entramos. Bernardette se detuvo frente a una de las mesas. Me pareció entender que hablaba sobre Yamile. La mujer anotó con cuidado lo que le decía: una frase, o dos. No más. Cuando terminó de hablar, ambas asintieron con sus cabezas y Bernardette siguió camino a la playa. Parecía amansada. Una mueca apenas perceptible asomó de sus labios: creo que era de alivio. Quizás fuera de satisfacción. O de desahogo. Cuando salimos del templo era noche certera: en Maracaípe todo negrea pasado el fulgor de las cinco. Nos recibió un cielo rutilante. Nunca imaginé que una noche pudiera brillar tanto: las estrellas eran tantas y tan grandes que costaba trabajo aceptar que ese cielo fuera cierto. Me pregunté si acaso Bernardette pretendía volver caminando. Yo estaba exhausto. Tenía mucha sed y la sola idea de desandar el camino me encogía el ánimo. No tuve tiempo de preguntar: Bernardette se lanzó corriendo a la orilla del mar; me pareció que caminaba más liviana. De hecho, tardamos menos a la vuelta. Acabamos despidiéndonos en la puerta del albergue donde yo me alojaba. Ella siguió sola hasta su casa. No hubiera podido acompañarla. Tenía mis piernas acalambradas y una sed incontenible. Eran cerca de las once: Tulio estaba despierto, por suerte. Le quedaba una botella de agua que me ofreció sin dilaciones. Me recosté en la hamaca del patio y debo haberme dormido de inmediato porque no tengo más recuerdos de ese día. A Bernardette no la volví a ver. Sí anduve preguntando en el pueblo qué era el templo ese, pero no me contestaban y hasta me miraban como sugiriéndome que la respuesta no me concernía. Regresé aún sin saberlo. Por momentos siento que no quisiera salirme de este mundo sin averiguar lo que he visto ese día. He soñado con ese templo incontables noches. Me veo en largas filas, tenebrosas, retorcidas; nunca llego al templo. Otras noches las filas avanzan hasta el momento preciso en que ingreso: basta que mi cuerpo traspase el umbral para que las filas se detengan para siempre; quedo atrapado, como en una foto, congelado en su interior; solo respiro, pero mi cuerpo no responde, estoy en sus fauces que me aprietan hasta que me despierto envuelto en sudor. Mis sueños son tan aterradores, Peirano, que no tuve el valor de regresar. Pero téngalo presente: ese templo acobarda.

Este es el relato de Miranda. Quedó en mi memoria envuelto en una curiosidad tenue, vencible, hasta hoy. Hoy, que salgo del diario y me lo cruzo en Florida. Miranda, Miranda, le grito. Está más viejo. ¿Es Miranda?, dudo. Insisto: Miranda. El viejo se da vuelta. El sol lo enceguece: se cubre los ojos con un puñado de huesos envueltos en venas tortuosas. Busca la voz que lo llama; no ve. Acá, Miranda, grito y alargo mis pasos hasta la sombra condensada que me espera. Cuando llego a su lado, baja el brazo y aguza la vista. Me estudia. Soy yo, Carlos Peirano, ¿se acuerda de mí? Se relaja: las arrugas se desploman hasta la garganta y sus ojos me dicen hola. No le sale la voz aunque daría la sensación de que quiere articular sonidos. Veo sus labios, que primero tiemblan marchitos y luego se estiran para dar paso a un rumor que me saluda cálido, tembloroso: ¿Cómo le va, Peirano? Nos estrechamos las manos. El encuentro me emociona de modo que no sé muy bien por dónde empezar. A Miranda le tengo aprecio desde los tiempos en que dirigía el diario sin indulgencias pero con una pasión rabiosa, empecinada. Ahora lo veo frágil, aunque sigue siendo Miranda: el del brillo malicioso en los ojos oscuros, el de la mirada que dice todo lo que su boca se guarda. Con Miranda siempre fueron suficientes pocas palabras. El resto eran sus ojos. Así era Miranda. Algunos lo odiaban, pero nosotros siempre nos entendimos. Acaso yo lo respetaba porque lo comprendía. Lo miro y encuentro sus ojos opacos, un poco vencidos, como si hubieran envejecido más de la cuenta; vuelvo a mirarlo y ya no tengo dudas: se despabila su mirada y me devuelve el destello que buscaba. Me tranquilizo: ¿Cómo le va, Miranda? ¿Tiene tiempo para un café?

II.

Yo ya estoy grande y Miranda está viejo pero el relato del templo se me vino a la memoria fresco, como si no hubiesen pasado tantos años desde que lo vi por última vez. Le saco el tema, por curiosidad, sin saber lo que me respondería y aún a sabiendas de que podía estar arañando un mal recuerdo, o un miedo, o una pasión. Miranda se crispa, cierra los puños, estira las venas, se estremece. Yo me congelo, lamento mi acecho. Pero Miranda se sobrepone y escucho una voz cascada que me dice: Sí, Peirano, he regresado, finalmente. Tuve que regresar. Los últimos años las pesadillas me atoraban la vida, me agarraban por el pescuezo y no me dejaban respirar. De manera que decidí enfrentarme al monstruo y fui al encuentro del río con el mar. Llegué a las cinco de la tarde, a la hora exacta del poniente; esa hora de perpetuas sombras doradas que todo lo funden. Las filas que encontré multiplicaban largamente las que yo había visto años atrás; multiplicaban, incluso, las de mis propios sueños. Así es, Peirano, la gente acampa a la espera de su paso por ese templo. Una espera que no dura menos de cinco días con sus noches. Las personas no hablan: zumban. Lo que se oye a cierta distancia es como una letanía: un conjunto de seres murmurantes que lo convierten todo en rumor. Las arenas blancas que antes rodeaban el lugar ya no se ven: están cubiertas por el pulular de las numerosas almas. Quise recular. No había ido preparado para una espera tan larga. Pero el clima de ese paraje es consoladoramente benigno, de modo que no estimé necesario ir a buscar algo en particular. Me ubiqué al final de la caravana, con muchos otros, en silencio, a la espera de mi turno. Tardé cinco días en ingresar al templo. Dormí y comí con ellos durante cinco noches. Ellos. No he visto nada como ellos en mi larga vida. Son solo sombras: tenebrosas sombras silenciosas.

Había una especie de tienda que abría todas las mañanas. Repartían agua, y comidas que preparaban en el acto: lo que salía del mar. Eran una referencia, al menos para mí, aunque nos manejáramos por señas, porque ellos tampoco hablaban. La primera mañana les pregunté cuánto tiempo estimaban que podía demorar mi ingreso al templo. El negro de la derecha echó un vistazo a la distancia, miró a un lado y a otro, sopesó, como si pudiera contarlos a todos, y me contestó con la palma rosada de sus dedos azules: cinco. Entendí que cinco días, más o menos. No se equivocaba.

Los primeros días fueron muy duros. Nunca me sentí tan solo en medio de tanta gente. No me miraban, Peirano. Para nada. Como si yo no existiera. Como si fuera aire. A tal punto, que tuve que ponerme a recitar para mis adentros, para probarme que no era todo parte de un sueño. Góngora, Lope de Vega, Manrique, Asunción Silva, Neruda, Banchs, igual daba. Miraba el cielo, o miraba el mar, según las horas, y recitaba. Los de la tienda se iban con el sol. Las noches llegaban impías: no había estrella, por real que fuera, capaz de medirse con la convicción de mis sueños. Esas almas, como fantasmas, seguían su silente procesión mientras yo me mantenía despierto como podía, extraviado ya, entre García Lorca y Lugones.

Curioso fue, Peirano, que hacia la madrugada del cuarto día se me acerca una chica que no tendría más de diez años y me pregunta cuál es mi rezo. Eso me pregunta: Qual é a sua oração? Dejo de recitar para mis adentros y la miro. Son los primeros ojos que me encuentran, ya cerca del templo, como en siglos. Me peino con los dedos, como si esa mirada me devolviera al mundo, pero mis labios no logran articular nada sensato. Permanezco mudo, como todos los demás. La niña no parece sorprendida y sigue en dirección a la orilla. La observo: junta caracoles. En una bolsa. La sigo. De lejos. Hay preciosos caracoles al borde del mar: recién lo noto. Bellísimos: grandes y de una blancura ingénita, o grises y rizados, o rosas y caramelo. Ella los junta y no parece importarle el silencio que la rodea: solo susurros y un mar cándido que no se atreve a más. Junto dos caracoles grandes y la alcanzo. Le toco el hombro. Se da vuelta. Le sonrío y le entrego los caracoles que junté. Me agradece con la mirada y los tira en su bolsa. Me repite: Qual é a sua oração? No le contesto, pero le pregunto cómo se llama. Yamile, me contesta. E o senhor? Enmudezco una vez más y le pregunto atónito: ¿Dónde está tu mamá? Ella señala a la multitud. Le pido que me lleve, pero ella no entiende, o no quiere, porque mira la arena, levanta otro caracol y lo embolsa. Paso la tarde a su lado: junto caracoles y se los doy. Ella los recibe y los guarda orgullosa. Yamile da por concluida su labor poco antes de las cinco: se nota en el cielo que se acerca el resplandor. Decido seguirla: soy un perro hambriento y ya no tengo nada que perder. Vuelve más o menos a la altura de mi posición en la fila: un poco más atrás quizás, y veo que la recibe una mujer espectral, tan delgada era y vestida de blanco como estaba. Yamile abre la bolsa y exhibe su cosecha; la mujer gira su rostro, lo detiene en otra parte; Yamile vuelve a su bolsa, sola, sin otra mirada que la suya propia, sin aval. Esa figura espectral es la de la Bernardette que yo conocía: estoy seguro. Es el mismo rostro, aunque más cansado. Reprimo el impulso de acercarme enseguida porque veo que Yamile vuelve hasta mí: una lágrima resbala sobre sus mejillas inocentes. Le digo que ha juntado hoy los caracoles más hermosos del universo. Y que a mí me consta porque jamás he visto caracoles tan inmaculados. Ella sonríe, cándida, y me muestra su bolsa. Yo miro adentro y certifico que no hay nada más bello en el mundo todo, convencido. Parece agradecerme con una sonrisa extenuada y vuelve al lado de su madre, alegre ahora, imperturbable al fin.

Cuando ya no la veo, porque se acuesta sobre la arena, me abismo en su pregunta: Qual é a sua oração? No tengo idea y, sin embargo, falta poco para que me toque ingresar por esa puerta amenazante. Debo hablar con Bernardette antes de que sea mi turno.

Amanece: es casi un ocaso. La fuerza de la mañana en estas tierras no tiene piedad. Jamás he visto una cosa semejante: amanece con la furia del mediodía. Imposible seguir durmiendo más allá de las cinco. A las seis el sol encandila. Me incorporo y me acerco al mar. Busco a la nena. No la veo, ha de seguir soñando sobre sus caracoles. Me enjuago la arena; me peino con los dedos húmedos de sal; regreso a mi sitio. Estoy muy cerca del templo y vuelvo a la pregunta de la niña: Qual é a sua oração? Llego al absurdo de preguntarme qué hago ahí. ¿Se da cuenta, Peirano? Esa gente hace fila para que otros recen por ellos. Rezan los de adentro, por encargo. Los de afuera solo dejan recados sobre las mesas. La busco a Bernardette, necesito hablarle. La encuentro de pie, con su vestido blanco, en la fila. Me voy acercando, la miro de frente, y veo que ella clava sus ojos en alguna parte de mi cuerpo. Parece reconocerme. No sonríe, se queda impávida, apenas esperándome, mientras me aproximo. Cuando ya estoy a su lado, me toca un brazo, repite el gesto dos veces, como si necesitara comprobar que no soy un fantasma. La materialidad de mi cuerpo parece desesperarla: me mira aterrada. Me acerco aún más y entonces ella balbucea una pregunta que me hiela la espalda. Me pregunta si he tenido demasiadas pesadillas. Me lo pregunta asustada, como si fuera completamente inverosímil que yo siguiera existiendo. Primero me mantengo rígido, tratando de comprender; la miro inmóvil, desorientado. Después caigo rendido a sus pies, sobre la arena insolente de esa mañana. Ella se agacha, ya no tiene miedo, me mira compasiva: me pide disculpas. Me dice que era yo, o era Yamile. Y que Yamile era muy pequeña entonces. Y que esa enfermedad de los sueños no abandona esas tierras. Y no deja dormir. Uno acaba extenuado a menos que alguien se apiade. En ese templo, Peirano, se pasan los sueños malos, se los pasan de unos a otros, para poder dormir en paz, de tanto en tanto.

Avanzamos el último tramo de la fila. Es mi turno. Ingreso a una sala penumbrosa donde catorce mesas dejan asomar catorce cuerpos vestidos de blanco. Me aproximo a la mesa del fondo, la que da al sur. Una mujer joven me mira con los ojos ajados y parece buscar a mi acompañante, el que viene a relevar mis pesadillas. Pero estoy solo. Aún así, me pregunta: Qual é a sua oração? No sé qué decir. Miro ese techo de palmeras como si pudiera dictarme una palabra redentora. Pero no dice nada, y me deja mudo. Era como estar en medio de mis sueños, convertido en foto. Empiezo a transpirar. La mujer repite su pregunta, impaciente ahora; estoy a punto de desfallecer cuando aparece Bernardette y ofrece tomar mi lugar. Me ofrece el relevo, Peirano. Me ofrece un descanso.

Sí, claro que dudé. No se imagina cuánto. Todavía me cuestiono ese instante. Pero no pude aceptar. Han pasado catorce años y aún sigo en este laberinto. Pero he descubierto algo: se repite al infinito. Esa es su debilidad: la repetición. Cuando descubrí esto, me puse a trabajar con las pesadillas. No puedo evitarlas, pero las anticipo. Se repiten en un orden invariable, cada noche. Con el tiempo logré introducirles variaciones mínimas, imperceptibles. Pude correr el ápice de una rama de palmera, o modificar la posición de mis labios en el momento de la asfixia. Con eso las vengo desarmando. Pero es agotador, Peirano, ya lo ve: esos sueños dejan los ojos opacos de tanto mirar.

Recuerde ese templo. Está en Maracaípe. No lo olvide. Y manténgase lejos.

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