Hace algunos meses todavía me esforzaba por ser sociable. Atraía hasta mi casa a gente desconocida; como flores sangrientas brillaba el vino en las copas que les ofrecía. En la madrugada, los ojos de hombres y mujeres jóvenes se derramaban, rezumaban cálidos por sus cuellos, retozaban por encima de las clavículas y seguían bajando. Pero yo me sentaba, con una sobriedad de celofán, en un sillón desgastado a un lado de la calefacción, y observaba sus bailes; se despegaban de los muros de los que se habían agarradoy se meneaban como la hiedra en el viento.
En mi niñez había tratado de entrar en contacto con otras personas por medio de pequeños gestos, de palabras alusivas, pero ellos amaban el ruido, las cosas demasiado vistosas que yo aborrecía. No podían comprenderme. Mi hermana mayor y yo crecimos sin madre. Recuerdo que nuestro padre amaba las palabras «abstinencia» y «sacrificio»: pertenecía a una secta abstrusa, a la que teníamos que pertenecer también. Sin embargo, cuando llegué a los dieciséis años, me volaba las reuniones piadosas que me provocaban dolor de estómago. Cuando me aquejaba la sed durante la comida, mi padre solía decir: «¡Come ensalada!»; beber, incluso agua, era una aberración ante sus ojos; nuestro paladar y nuestro corazón tenían que permanecer secos.
Mi hermana abandonó al viejo antes que yo, pero luego, cuando salí del frío de la casa paterna al frío del mundo, aún no podía volar con mis propias alas. Me desvié del camino, quedé en suspenso, recibí tantas patadas como una pelota y caí profundamente; pues sí, incluso estuve a punto de casarme. Hoy, en un témpano de hielo, me voy alejando cada vez más de aquella orilla, que se dibuja plana y tristemente en la lejanía sin perder nitidez. A mi alrededor el silencio está tenso de miedo, hinchado como una nube gigantesca.
Todos los días me paseo por el suburbio con mi perro, que cojea exactamente de la misma manera que yo (estoy consciente de lo ridículo de la escena); cuando me paro, el animal también se detiene y levanta la mirada hacia mí. Durante uno de esos paseos fue que me transformé en poeta: en la orilla de la calle estaba parado un coche, al que la helada tal vez estaba tratando de hacer invisible, pues parecía estar envuelto en un papel de seda blanco y delgado. También el cielo, que se bamboleaba entre los techos blancos, estaba blanco. Cuando casi hube alcanzado el coche, vi que el dedo de un niño quería rescatarlo de su escondrijo con letras, con una palabra, que al mismo tiempo lo transformaba; su significado de coche, que ya por la envoltura blanca se había vuelto dudoso, le fue quitado de nuevo, y con ahínco. En la capota estaba escrito algo, una palabra que despertó mi interés; al pasar de cerca la descrifré: ira. Me causó excitación, una extraña agitación, como si la cara desnuda de una novia con velo me comunicara algo, como si en su semblante leyera un mensaje que no tenía relación con su calidad de novia.
Desde ese momento me pregunto si, por encima del gran vacío, del abismo en el que ha caído mi vida, las palabras no podrán crear un nuevo mundo. Ahora escribo palabras de día y de noche, dibujo con su sonido las olas del cielo, que empujan hacia mi ventana un pescado rabioso; construyo torres y puentes, hago que el sol, con escoba fulgurante, barra las sombras de los precipicios, y meneo la cabeza cuando el viento que estoy describiendo se pone a leer en un rincón, cual vagabundo, los viejos periódicos; los hojea con mucha prisa y un interés que resulta cómico.
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