I
NUESTRA casa, en Pisco, era un rincón delicioso: a una cuadra del mar, con una valla de toñuces por oriente, en una plazuela destartalada y salitrosa, desde la puerta se veía pasar el convoy que iba a Ica. Iba adelante de la enorme locomotora pujante, arrojando bocanadas de humo espeso y negruzco, le seguían los carros «de primera clase», luego los de segunda y por fin las bodegas, en las que iba el pescado cogido la víspera en la ribera. Teníamos dentro un jardín que protegía una higuerilla sembrada por mi hermano Roberto. Medraban a su sombra violetas raquíticas, buenas tardes olorosas, malvas y resedas. Junto al tronco gris de la higuerilla el pozo abrió su boca negra y peligrosa y en los bordes crecían trigos y maíces abandonados a su propia cuenta. Un pallar, de enormes hojas verdes y blanquecinas, se enredaba con delicadeza en el enrejado que limitaba el jardinillo. Sobre la quincha que marcaba el fin de nuestro jardín y colindaba con el vecino, se había recostado con gran desenfado un ñorbo en cuyos obscuros enramajes hacían nido los gorriones. Al fondo había pozas donde cada uno de nosotros, por consejo y bajo la dirección de mi padre, sembrábamos y teníamos la responsabilidad de la cosecha. A Roberto, el mayor, que hoy es casado, le placía sembrar algodón para llevarlo a Ica y con sus blancas madejas limpiar el rostro sudoroso del Señor de Luren; a Rosa, la siguiente, gustábale simplemente coger las flores de todas las pozas; Anfiloquio placía de sembrar maíz que una vez cosechado, él mismo comíase; y a mí y a Jesús, mi hermana menor, nos encantaban las violetas y una higuera apenas crecida. Así mis padres nos enseñaron a sembrar la tierra, a pulir nuestras manos con el roce noble de los surcos; a conocer los misterios de la naturaleza y la bondad sublime de Dios Nuestro Señor y amar todo lo que es sencillo bueno, útil y bello.
Por la noche, en Pisco, después de la comida y de rezar el rosario, hacíamos un círculo en la puerta de la calle. Allí sentados, mi padre relataba todas sus ocupaciones durante el día, contábamosle nosotros sobre el jardín, pedíamos datos sobre agricultura y generalmente resultábamos riñendo por las excelencias de nuestra producción agraria sobre la de los hermanos. Caía la noche, se bajaba el farol a cuya luz hablábamos y todos íbamos a besar a nuestros padres y a retirarnos a dormir, llena el alma de cristalina felicidad, con la inquietud de que las gallinas se escapasen del corral, entrasen al jardín, picotearan los retoños y hubiera duelo en casa al día siguiente.
Una de esas noches, mi padre se demoró en la calle más que lo de costumbre y al llegar le vimos triste.
Mi madre le preguntó:
—¿Has visto a Isabel? ¿La has visto? ¿Vendrá mañana?…
—Está peor, está perdida —dijo mi padre—. Sentada junto a la ventana, y empeñada en su eterna manía: el buque negro.
—¿Pero había efectivamente un buque negro aquel día?
—Efectivamente. Fue extraña coincidencia. Después del matrimonio, Isabel, alegre, riendo a todos, con su linda cabeza coronada de azahares y su vestido blanco, almorzó alegremente con todos. Después que hubo concluido, cuando quisimos despedirnos, echamos de menos a Chale. Se llamó al novio inútilmente. ¿Dónde estaba? Isabel lo buscaba, llamábasele a gritos, pero Chale no respondía. Se le buscó luego por todas partes, en la calle, en la ciudad, en el muelle. Chale había desaparecido. La bahía estaba agitada, había paracas, el aire del sur levantaba encrespadas olas, un cielo amarillo entristecía el ambiente, y los barcos parecían arrojados sobre el mar, inclinados hacia el norte, como si una mano extraña los hubiera arrojado con ira. En el muelle se preguntó a un pescador.
»—¿Cómo? ¿Se ha perdido el señor Chale? —dijo—. Pero si ha pasado hace un instante. Yo lo he visto ir de prisa con dos hombres hacia el embarcadero y juraría que ésos no son de aquí… Bajaron.
»No se sabía ni nada más se supo de Chale. Isabel vio también el buque negro y la pobrecita cree que en él se llevaron a su marido.
—¡Malvado!…
—No lo era. Chale había vivido doce años irreprochablemente. Chale era bueno, cariñoso, abnegado. Tenía días en que no salía de su casa.
—Ese hombre era muy triste…
—Desde entonces —continuó mi padre—, la pobre Isabel se dio a la pena. Lleva diez y ocho años de esa vida atormentada, y ahora se va poniendo peor. Ya no quiere salir, ni moverse de la ventana, y a veces ni comer.
—¿Pero vendrá? ¿Vendrá mañana? —preguntó mi madre.
—Sí, me ha prometido que vendrá al paseo.
Mis padres habían organizado un paseo con mis hermanos para que Isabel se distrajera un poco.
—¿Y a dónde vamos?
—Iremos a Santa Rita.
—Es muy lejos. Mejor al pepinal. Allí puede ser que Isabel se distraiga.
Se despidieron los amigos. Mi hermano mayor corrió la soga. Bajó pausadamente el farol. Cerraron la puerta. Dimos un beso a nuestros padres. Rezamos y a poco el silencio envolvió nuestra casa y nos dormimos al blando arrullo lejano del mar cuya brisa acariciaba los árboles del jardín.
II
LA triste alegría del mar.
Amaneció un día claro de octubre; las embarcaciones se distinguían tan preciso en el puerto, que parecían vistas a través de un anteojo. Podían contarse los mástiles y las múltiples cuerdas y hasta letras de los barcos se distinguían vagamente. El mar estaba agitado, casi alegre, parecía reírse. Las olas, bajo un aire fresco y transparente, deshacíanse en gotas brillantes. El sol era espléndido, pero tibio.
Para mí, fue aquélla una mañana blanca. Nada pasó por mi espíritu. No tuve una alegría ni un temor ni una tristeza. Después del almuerzo, mientras nos preparábamos para el paseo, mi padre fue a traer a Isabel. Mis hermanas pusiéronse sus alegres trajes dibujados con flores, y sus «pastoras» de paja, que se sujetaban graciosamente sobre el pecho con anchas cintas de seda.
La sirvienta, en una canasta llevaba las provisiones, pan de manteca, carne fría y algunas cajas de conservas. Llegó Isabel, acompañada de mi padre. La infeliz causaba espanto. ¡Qué palidez había en su cara que envejecía, qué ojos profundos, qué manos afiladas! Vestía una liviana ropa negra. Saludó a todos y a poco salimos.
¡Qué tarde era aquélla, Señor! ¿Qué claridad siniestra había en el puerto? ¿Qué trágico silencio envolvió las cosas? ¿Dónde estaban las gentes del pueblo? Atravesamos la plazuela destartalada y salitrosa donde estaba mi casa, tomamos los rieles del tren, caminamos un poco junto a los toñuces, y después pasamos por «la factoría», una casa hecha de carcomidas calaminas, donde se componían los carros, mohosos y rotos, había muelles viejos, ruedas inmóviles, calderos agujereados, piezas de mecánica, abandonados sobre la grama que trepaba, raquítica, sobre ellos.
Pasamos después por «la palma» donde decían que de noche salía un hombre y luego por un camino de sauces. Llegamos al «pueblo». Atravesamos unas cuantas calles apartadas. Cruzamos por la plaza de armas, empedrada y sombreada por enormes ficus, en un ángulo estaba la Iglesia de la Compañía, con un mitológico animal sobre la puerta y con sus torrecillas chatas. Entramos después por un angosto camino pedregoso que sombreaban enormes y tranquilos sauces llorones, bajo los cuales corría una acequia, pero tan débilmente que parecía estancada. Debía ser la suya un agua muy fría, transparente, poblada de berros y verdolagas.
Caminamos así mucho tiempo. Pero todos iban en silencio. De vez en cuando las palabras sonaban huecamente, abovedadas y morían. Iba en medio Isabel. La rodeábamos todos. Era una procesión de almas en pena. ¿Por qué no se reía nadie, Señor, no había alegría aquella tarde?
Alguien dijo que aquél no era el camino. Hubo necesidad de volver un poco y cruzar. Estábamos bastante alejados de la población. Era necesario pasar por la «iglesia vieja». Y hacia ella encaminamos los pasos. Empezó a soplar un viento seco. Por fin vimos a lo lejos, tras de las tapias, recortarse el redondo lomo de un templo abandonado, seguimos.
III
PASAMOS un puentecillo, saltando después adobes enormes y llegamos a los muros de la iglesia. Entonces la criada, una vieja negra, empezó a decir:
—Dicen que en esta iglesia penan. Que por las mañanas, al rayar el alba, se ve, por las rendijas, salir un padre con su casulla y decir una misa, con un sacristán; y que los dos, solos, recorren después la iglesia echando agua bendita, y se meten luego a la sacristía…
—Calla, mujer —dijo mi padre—. No digas tonterías…
—Sí, señor. Y por las tardes, a eso de las seis, se oye cantar muy bajito un coro, y suena tres veces una campana…
Nos íbamos acercando a la iglesia. Toda estaba tapiada. En la puerta mayor cubierta con adobes quedaban aún algunos trozos de madera. Pequeños huecos por todas partes. Por las torres en escombros salían mechones de grama; acerqueme yo y observé por una rendija. Dentro no había nada. Los nichos de los altares sin santos, la nave terrosa, abandonada; algunos trozos de madera caídos y cubiertos de polvo, el altar mayor vacío, lleno de huecos y por las rendijas filtrábase la luz. Cruzó un murciélago de un rincón a otro, y al retirarme y seguir con los demás, algunos búhos que desde el techo nos miraban, volaron gritando.
—Ya vamos a llegar —dijo mi padre—. Allí está el pepinal…
En efecto, al frente se destacaba una choza; cercos verdes; una chacrita alegre. Los pepinos, con sus moradas hojas, cubrían la extensión. Era necesario pasar un pequeño montículo, y lo ascendimos. Cansáronse todos un poco en la ascensión, y una vez arriba nos detuvimos para hacer un pequeño descanso. Allí al lado estaba la casa del chacarero bajo unos sauces, al pie corría una linda acequia bordeada de ajíes rojos y de margaritas olorosas. Ladró un perro, lo riñó un viejo labrador y dijo:
—¡Buenas tardes nos dé Dios!…
—Buenas tardes —contestó mi madre.
Íbamos a descender. Isabel se detuvo de pronto, mirando fijamente el mar que se extendía muy lejos…
—Pero mujer, alégrate un poco…
Isabel miraba con los enormes ojos abiertos, más pálida aún, sin escuchar nada. Dio un grito extraño; temblaba, sobre el montículo. Se acercaron a ella:
—¡Isabel!
La mujer apretando fuertemente la mano de mi padre y señalando el mar gritó con un grito frío:
—¡El buque negro! ¡Vean, vean!…
Miramos todos. A lo lejos, en la bahía lejana se destacaba entre botecillos y balandras, la silueta de un barco, de tres palos…
—¡El buque negro! —gritó desesperada Isabel, bajando como loca.
Tomáronla en los brazos, y tornamos todos mientras mis padres y mis hermanos la conducían casi cargada camino de «La Playa».
—Va a haber «paracas» —dijo mi padre.
El viento empezó a azotar los árboles. Densos remolinos levantaban las hojas, a lo lejos. Obscureciose un poco el cielo. Oímos ladrar lejanamente a los perros y seguimos de prisa, sin prorrumpir palabra. Todos estábamos pálidos.
IV
CAMINAMOS mudos, sobre un sendero, nuestras pisadas producían un extraño sonido sobre las hojas secas que huían arrebatadas a nuestros pies, por el viento. Llegamos al puerto. Isabel, fija la vista en el mar, cogida del brazo de mi padre temblaba, castañeábanle los dientes y a cada instante repetía como poseída:
—¡Más de prisa, más de prisa, allí está el buque negro; más de prisa por Dios!…
Por fin, al llegar al puerto vimos algunas gentes que huían raudas de las «paracas», que desplegaba los vestidos y arrebataba los sombreros. Algunos niños corrían cogidos de las manos de sus padres.
La paraca arreciaba. Cuando desembocamos en la plazoleta para llegar a la casa, el viento era tan fuerte que parecía detenernos.
La plazuela pedregosa estaba abandonada. Habíamos dejado de ver el mar, y al llegar a la bocacalle de la cual volvía a verse, Isabel se puso de frente y dio un grito espantoso.
—¡Se va, se va! ¡El buque negro se va…!
¡Se iba! Lo vimos todos claramente. Una columna de humo se deshilachaba en el fondo ocre del cielo. Eran las seis. La paraca había calmado. Las piedras estaban todas amarillas y todo cubierto por el guano que la paraca traía de las islas lejanas.
Todo estaba amarillo, amarillo.
¡Las casas, el cielo, el mar, la tierra! ¡Qué desolación infinita!
El buque negro se fue. Borrose en el confín lejano. Cayó el sol rojo muy grande, sobre el mar. Desfallecida, casi insensible, hablando entrecortadamente, acostaron a Isabel, en casa.
Y sobre aquel día extraño, cayó la noche negra y piadosa, mientras sobre el mar parpadeaban amarillentas luces, como fuegos fatuos, y en la orilla, las piedras, al golpe de las olas, producían un tosco ruido de huesos…
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