Siempre me atrajeron las casas y en especial las casas abandonadas. Cada tanto suelo toparme con alguna que me genera una profunda curiosidad. La última fue una casa en Quilmes, sobre la avenida Calchaquí. Detenido en un semáforo, miré hacia la izquierda y vi, como si fuera un fantasma, una singular construcción. Era una casa bastante grande, hecha toda de madera, completamente arruinada. La casa parecía ajena al paisaje; parecía no pertenecer ni a esa esquina, ni a ese barrio, tal vez ni siquiera a este país. Pero eso no se debía a que la zona tuviera algún rasgo o motivo uniforme. No. La avenida Calchaquí amontona por igual comercios, chalets, lotes baldíos, industrias, barrios obreros, un shopping, casas de familia, supermercados mayoristas. La casa no encajaba porque su aspecto evocaba de inmediato ese tipo de construcciones estadounidenses; una de esas casas prefabricadas que muestran las películas, cuando buscan cristalizar el estilo de vida del sur de Estados Unidos, como un estilo huraño y decadente. Tenía un porche en galería al que se llegaba después de una escalera de tres o cuatro escalones, y al que sólo parecía faltarle un perro grande y sucio echado o un negro viejo o quizá una negra muy gorda mascando tabaco o abanicándose en una mecedora. Ver aquella casa en aquel paisaje había sido tan inesperado para mí que por un instante me había hecho dudar de la realidad misma (no de la realidad de la casa, su materialidad palpable y definitiva, sino de la realidad entera, aquella en la que yo y mis pensamientos también estábamos incluidos).
Cuando salí de aquel estado de obnubilación con un impaciente bocinazo y avancé, vinieron a mi recuerdo otras edificaciones similares (de madera y chapa, grandes, muy viejas y deterioradas) que había visto sobre todo de chico, en Barracas, La Boca y Dock Sud. También a la vera del Camino de la Costa. Por Barracas, Dock Sud y La Boca había estado distribuida alguna vez una parte de mi familia paterna, pero el Camino de la Costa, en cambio, lo conocía por haberlo recorrido con mis padres, algún domingo, como salida de fin de semana. Creo que nacía distraídamente en una calle común cerca de la avenida Mitre, a la altura de Domínico, para llegar después hasta la orilla misma del Río de la Plata. Ahora ese camino estaba muerto, interrumpido por la autopista. Cuando recuerdo aquel camino como también algunas zonas de Barracas, La Boca o Dock Sud siento el mismo extrañamiento que sentí aquel día frente a la casa sureña. Se me da por pensar cómo puede ser posible que la realidad aloje sin perturbarse zonas y objetos tan disímiles. Aunque pensándolo mejor, tal vez la idea debería tomarse por su lado opuesto. Tal vez debiera pensar cómo logra persistir la idea de que pueda haber solo una realidad; una realidad más o menos coherente, a mano, sencilla y ordenada, una realidad de cíclope en verdad, en la que viviríamos y realizaríamos ciertos desplazamientos e intercambios, pero siempre quedando igual de ignorantes, ciegos o aterrorizados, frente a toda manifestación que amenace golpear o romper el caparazón de nuestra creencia.
Cuando en la infancia, el auto salía de la avenida Mitre y tomábamos el Camino de la Costa, no parecía posible que esa misma calle, cuadras y cuadras más adelante, se volviera de tierra, y que la empezaran a acechar infinidad de sauces, toda clase de arbustos, juncos y variedades de plantas silvestres; follaje a la vez apenas interrumpido por las casas de río; casas de alto, construidas sobre columnas o pilares por lo general de madera, en muy pocos casos de material, de unos dos metros de altura, una precaución para las crecidas y sudestadas. Las casas estaban aisladas unas de otra, por cincuenta, cien o a veces más metros de monte, y sus moradores –casi siempre familias numerosas vendían verduras y frutas, pero también miel, dulces caseros y damajuanas de vino suelto. Mercaderías que producían ellos mismos, hacia el final de la primavera. A su vez, el camino se volvía un camino casi selvático, o al menos, propio de un delta: un verdadero anticipo de que más allá, cuando esa especie de túnel natural terminara, veríamos un precipicio, o en este caso, un desierto de agua: el río inmenso, pardo y sin orillas.
A veces parábamos y comprábamos algo, pero lo más frecuente era que lo atravesáramos en silencio, aunados quizá, en el misterio y la contemplación. Cuando por fin llegábamos a la costa, nos bajábamos, mirábamos el horizonte, a veces tocábamos el agua, comíamos algo –un sándwich traído como vianda, una porción de bizcochuelo, tomábamos mate o Coca-cola, y siempre mi padre prometía que en otra oportunidad vendríamos con más tiempo, para pasar el día y pescar. En el regreso, la operación era la misma pero a la inversa: me extrañaba entonces cómo tan pronto volvíamos a transitar por calles de suburbio, entre colectivos y avenidas y negocios, cuando unas cuadras antes parecíamos estar perdidos en la jungla y a gran distancia de la ciudad.
La casa sureña de la avenida Calchaquí me recordó todo eso, me recordó entonces aquellas casas de río, en el Camino de la Costa, pero también las casas antiguas hoy, en su mayoría, conventillos en ruinas de Barracas, La Boca y Dock sud. Sobre todo de Dock sud. Ahora que lo pienso, tal vez sea porque en Dock sud se mezclaban el pasado de la ciudad con mi pasado, o el pasado de mi familia paterna, el pasado familiar. Sabía que mi bisabuela irlandesa (la madre de mi abuela paterna), cuando la trajeron sus hijos desde el campo, había vivido en Dock sud. Había tenido nueve o diez hijos con un hombre también irlandés que, como tantos otros emigrados, había sabido dilapidar su fortuna y propiedades, dedicándose al alcohol, la nostalgia y la incomprensión de ese mundo nuevo. La hija mayor de aquella severa mujer fue mi abuela, hasta cierto punto, una réplica con matices. Imaginé aquellos ancestros, tratando de vivir y adaptarse a lo que era, a comienzos del siglo veinte, un barrio fabril y portuario. Pero también sabía que en Dock sud y La Boca estaban diseminadas, junto a las casas de madera y chapa de principios de siglo, las viejas casonas abandonadas de familias patricias, que habían sabido migrar hacia la zona norte, durante la gran epidemia de fiebre amarilla en 1870. Por curiosidad, y tal vez para cerrar la evocación, esa noche leí de Wikipedia:
“La provisión insuficiente de agua potable, la contaminación de las napas de agua por los desechos humanos, el clima cálido y húmedo en el verano, el hacinamiento de la gente de raza negra y, especialmente en la de 1871, de inmigrantes europeos humildes en la zona sur que ingresaban en forma incesante y sin que se tomaran medidas sanitarias para ellos, los saladeros que contaminaban el Riachuelo (límite sur de la ciudad), el relleno de terrenos bajos con residuos y los zanjones que recorrían la ciudad infectados por lo que la población arrojaba en ellos; fueron algunas de las principales causas de la propagación de esta enfermedad, transmitida por el mosquito Aedes aegypti.”
Y entonces el nombre científico del mosquito, me trajo el desconcierto y a la vez la memoria reciente, de que ya en este siglo, ese mismo mosquito, había causado la epidemia de dengue en 2009, plaga que también había causado el pánico y había tenido varias muertes, por causas y fallas similares, en la misma zona, sólo que ciento cuarenta años después.
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Otra casa que recuerdo es una casa que estaba en Lanús, cerca del centro, en una esquina. La casa era un chalet viejo de dos pisos, que contaba con un breve parque detrás del garaje, del que sobresalía un ciprés antiguo y enorme. Durante algunos años anhelé esa casa con una fidelidad apasionada, al punto de trasladarle a mi novia de entonces, la pueril convicción de que algún día viviríamos ahí. Y cuando empecé a manejar, solía elegir trayectos que pasaran por enfrente. Creo que hasta un día consulté por teléfono a la inmobiliaria y recibí la cifra de cien mil dólares como valor de la propiedad. Dado que en ese tiempo existía una extraña equivalencia entre el dólar y el peso, y que yo era completamente inexperto e ingenuo para con mis perspectivas y posibilidades económicas, yo me dije que podría ser capaz de conseguir ese dinero. Mi preocupación era, en cambio, no llegar a tiempo; que yo precisara, por ejemplo, dos o tres años para hacerme de ese monto, y que para entonces, la casa ya hubiera sido comprada. Pero aquella tensión se disipaba cuando cada vez que volvía a pasar por esa esquina, veía el mismo cartel de “En venta” oxidándose, signo inequívoco de que nadie la había comprado y de que mi ilusión o esperanza aún era legítima.
Hoy comprendo que ese chalet se parecía a otra casa, una casaquinta que habían alquilado unos tíos míos para veranear, por la zona de Tortuguitas, cuando yo tendría menos de diez años. Recuerdo de aquella casa los techos altos de madera oscura y un parque amplio, lleno de sombra, rodeando la pileta. También recuerdo que en el living había un piano que no se podía tocar. Entiendo que pertenecía al mobiliario de la casa y que la consigna estaba dirigida a los niños (yo y mis otros primos). Es que cuando no saben, más que tocar, los niños suelen ensañarse y maltratar los instrumentos como si fueran mascotas, logrando, como mínimo, que se desafinen, y arrancándoles toda clase de gruñidos, ruidos y quejas en vez de música. De todas formas, cada vez que pasaba frente al piano, al bajar ó subir la escalerita que conducía a mi cuarto (tuve la suerte de que me dieran una habitación en lo que era una especie de ático de la casa), yo miraba al piano como si mirase un secreto. Se me ocurría que tal vez, si levantaba la tapa o tocaba la nota indicada, el piano y la pared girarían, y yo entraría a un subsuelo o, de alguna manera menos precisa, a otra dimensión. Creo que a escondidas y no sin cierto temor, un día lo hice, y lo que encontré por primera vez, simplemente y también como una revelación que me acompaña desde entonces fue un sonido imborrable. El piano vertical cerrado, en aquella habitación a oscuras, es aún hoy una imagen muy fuerte y muy nítida para mí, que permanece idéntica en mi memoria, como si fuera toda una definición.
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En Bernal, donde viví varios años, había dos casas que me llamaban la atención. Las dos eran casas similares (de otro tiempo, muy grandes, lujosas) aunque ahora exhibieran un fuerte contraste: mientras una estaba refaccionada y poseía agregados y detalles que se notaba eran muy recientes, la otra lucía tan intacta como abandonada; era como si después de haberse inaugurado hace alrededor de no menos de ochenta años hubiera sufrido una desgracia tal, que su uso y conservación, debieron quedar para siempre impedidos. Sin llegar al punto de su destrucción total, la casa parecía haber sufrido una variedad del síndrome del Titanic: una pieza única para la zona, una pieza valiosa e imperecedera, que sin embargo, en su primer contacto con el mundo, se echa a perder definitivamente. Además de la impresión armónica general que la casa transmitía, de su buen diseño y emplazamiento, me gustaba de aquella gigantesca casa abandonada el balcón amplio de la planta alta. Era una terracita donde debió haber habido –o al menos eso indicaban las columnas de mampostería– una glorieta. Cuando pasaba por ahí, ese rincón del primer piso, me hacía pensar en la vida de aquel palacio; imaginaba un dormitorio grande, con vestidor (el dormitorio de los señores, de los dueños), que a través de puertas y postigos estrechos y altos, daba a ese remanso para la vista. Ahora –en el tiempo en que viví en Bernal la glorieta estaba pelada, hecho bastante casual y curioso, ya que si algo predominaba por todos lados, a causa del largo abandono, era la vegetación. La casa estaba colonizada por árboles y plantas quizá tan antiguas como la construcción misma, nunca podadas, a las que se sumaron una gran cantidad de helechos y otras plantas silvestres que brotaban de los cientos de grietas que había en las paredes, baldosas y techos. Tanto era así que desde la calle y como la casa en sí, se erguía varios metros después de dejar lugar a un amplio parque delantero, los árboles y plantas de ese parque la ensombrecían de día y casi la ocultaban de noche. Pero sin embargo, en aquel balcón cuadrado del primer piso, las columnas, como las de los templos griegos, ahora no sostenían nada; ninguna hiedra se llegaba a enredar, ninguna parra o trepadora recubría la estructura. Siempre que pasaba por el frente de aquella casa me sucedía la misma idea o impresión; no podía congeniar la belleza y magnitud del lugar con el abandono reinante. Parecía como si mi cabeza fuera incapaz de aceptar esa combinación; como si pudiera aceptar el abandono de un objeto, incluso una casa, sólo en tanto fuera de mala calidad. O muy común. Pero no si ese objeto era –o en verdad había sido– como en este caso, de una verdadera belleza, lujo o excentricidad. Y como esa tendencia no cedía con facilidad, me procuraba también, cada vez que pasaba, argumentos que explicaran semejante incongruencia. Me decía que los propietarios debían haber sido una pareja joven, que tal vez muriera durante un viaje, incluso su viaje de bodas. En otra versión, pensaba que debía existir una pelea legal interminable entre parientes avaros. Otra, era que la casa había sido de algún poeta, médico o prohombre de la zona, y que el municipio postergaba, por falta de fondos o interés, las imprescindibles y costosas obras de restauración y puesta en valor. Lo cierto es que la casa seguía perpetuándose como un símbolo de un particular abandono, de una peculiar dejadez: aquella que puede invadir y trastornar incluso (o justamente) algo precioso. (Argentina tiene varios ejemplos célebres: la Confitería del Molino, frente al Congreso, tapiada desde hace varios años; el Hotel Edén, en La Falda; numerosas estaciones de ferrocarril). O también, lo pensé después, de manera sombría, es como si ocurriera algún tipo de enfermedad degenerativa dispuesta a no hacer diferencia, y posarse y evolucionar sobre personas muy bellas, destacadas, sanas o jóvenes.
La otra casa, en cambio, a menos de dos cuadras, habiendo sido una especie de melliza, lucía apenas como una casa actual, grande y moderna. No lograba escapar a cierto esnobismo de época, mejorado y exacerbado por la refacción y las dimensiones. Porque a pesar de que las calles próximas a la estación y también el Barrio Parque conformaban una zona de chalets y casas muy buenas, la antigua mansión refaccionada igual sobresalía. Un remedo de alguna casona de Belgrano ¬y por lo tanto, de alguna casona francesa o inglesa¬ entre casas de clase media del conurbano. Algo similar ocurría, recuerdo, con una casa de dimensiones y características parecidas, en Valentín Alsina. Decían que era la casa o una de las casas, la más conocida estaba en Banfield, de Sandro. Era una edificación de dos o tres plantas, que ocupaba varios terrenos de la manzana, escoltada por eucaliptos gruesos y altísimos, y rodeada por el habitual paredón de no menos de tres metros de alto. Pero la mansión de Sandro, a diferencia de la mansión refaccionada de Bernal, era aún más extraña porque aquel barrio ni siquiera tenía un promedio de chalets o casas buenas. ¿Qué busca, qué quiere, qué desea, qué teme alguien que construye una casa así en un lugar así? Me viene a la memoria el recuerdo de que en el barrio donde yo crecí, un barrio pegado a una villa, había una manzana en la que, casi un siglo atrás, decían, se había erigido un castillo. Aún hoy no acepto aquella imprecisión. No pudo haber sido un castillo, me he dicho siempre. Debía ser una casa muy grande para la zona y ni que hablar para su tiempo, cuando todo era campo; tal vez el casco de una estancia con habitaciones de alto. Como el castillo de Urquiza en Concepción del Uruguay, que en verdad, tampoco es un castillo. Creer que en mi barrio alguna vez hubo un castillo, sería como creer que en el altiplano, o en el medio del Atlántico, está sumergida la quimera de la Atlántida. O que la basura espacial, que en su extravío sin fin suele titilar por las noches, son los esperados y temidos OVNIS.
Lo cierto es que en Bernal, yo me inclinaba, de entre las dos, por la casa abandonada. Tenía un terreno más grande y se notaba la intención de grandeza original. En cambio, las reformas que fueron hechas en la mansión nueva, la volvieron, a diferencia de su hermana melliza, menos barroca. Le quitaron pliegues y molduras de las paredes, con la intención de simplificar y quizá abaratar costos de mantenimiento. Pero la decisión y sobre todo el resultado no había sido el mejor. Así, todo lo que tenía de impecable, lo perdía en ese carácter falso, en el estigma de mala imitación que soportaba. Las dos casas semejaban la fábula del par de bellas hermanas y sus diferentes destinos. Una parecía haber elegido conservarse idéntica, original, abandonándose sin resistencia a todas las heridas y excesos del tiempo; la otra, en cambio, parecía haber elegido un camino de cirugías que si bien la mantenían más saludable, la volvían otra, irreconocible frente a su hermana melliza, pero irreconocible también frente a la que ella misma alguna vez había sido.
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En Bernal también había otra casa, un chalet inmenso que estaba en ruinas y, además, desde hacía algunos años, okupado. Era un chalet de fines de los setenta o comienzos de los ochenta. Lo distinguían desde afuera una ventana en forma de triángulo escaleno, con barrotes horizontales como rejas, un portón muy ancho, como para dos vehículos, y una larga pared de ladrillo a la vista, ladrillos dispuestos de manera vertical. Al lado de la ventana con forma de triángulo, había además un árbol inmenso, creo recordar que se trataba de un eucalipto. El árbol se alzaba hasta una altura de veinticinco o treinta metros y hacía que se levantara, debido al prodigioso tamaño de sus raíces, una pequeña loma a su alrededor en la vereda. Por encima de la pared asomaban también las tres alas del techo de tejas. El frente del portón debía haber sido hecho de un material vinílico amarronado, una especie de plástico que, al igual que un vidrio esmerilado, sólo dejaba ver del interior, apenas algunas sombras y movimientos. Esa gran placa plástica ahora estaba rota casi en su totalidad, a pesar de que había sido remendada con maderas, cartones, cintas y pedazos de nylon. Por debajo del portón, las veinticuatro horas, salía una lengua de agua que corría por la rampa de entrada a lo que alguna vez había sido un garaje fastuoso. El agua debía ser producto de alguna canilla o desagüe que perdía continuamente. Alguna vez vi salir o entrar a alguno de los indigentes que okuparon el chalet cuando comprobaron, tras cierto tiempo, que los dueños habrían abandonado la propiedad. Yo trataba de imaginar cuánta gente estaría viviendo ahora ahí y cuánta, a su vez, debería poder vivir en condiciones normales. Imaginaba que a pesar de que el chalet debía haber sido hecho para una familia numerosa, quizá hasta de seis miembros –sin contar alguna dependencia y cuarto de visitas– los habitantes actuales debían superar aquella marca. También imaginaba que, debido justamente al desborde de la cantidad, debían haber pasado por alto el carácter particular de cada ambiente; así, el amplio living en desnivel podía ser ahora un gran dormitorio o un comedor y pieza a la vez. Suponía que lo único que debió haber permanecido en su función original debió haber sido el baño (aunque tal vez, si lo analizo, también debido a la cantidad de gente, ahora pudo haberse usado como lavadero). ¿Los desalojarían algún día? ¿Retomarían los dueños o herederos la posesión de la casa? Y si fuera así, ¿qué harían con ella? No sé por qué, me inclinaba a pensar que a pesar de recuperar la propiedad, enseguida la venderían o acabarían por desprenderse de ella.
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Los chalets fueron las primeras casas que llamaron mi atención. Supongo que ese temprano interés se debía a la influencia directa y expresiva y más o menos frecuente de mis padres: ellos deseaban tener un chalet algún día. Sería la cúspide de un progreso –su progreso– o ascenso personal y social. Tenían el anhelo de construir su propia casa con aquellas características (durante mis primeros años vivimos en casas alquiladas, más o menos viejas, hasta que pudieron comprar una casilla muy elemental, pero con buen terreno) en la que empezaron a construir, interrumpidamente, aquella fantasía, sin llegar a completarla nunca del todo.
En el bello y tan citado comienzo de Ana Karenina, Tolstoi escribe: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; en cambio, cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada”. Tal vez mi interés por las casas, y en especial por las casas abandonadas, persiga entender o rastrear esa tragedia, dado que son las casas el lugar donde vive la gente, que a su vez suele nuclearse en familias. Debería escribir, por cierto, sobre las casas en las que yo he vivido, algo que seguramente sería una forma de biografía, o en verdad de autobiografía. Pero creo que eso ya corresponde a otra narración.
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