jueves, 14 de mayo de 2020

Voracidad, de H. W. Mommers y Ernst Vlcek

 


Mientras la fiesta estaba en plena actividad dentro de la casa, Inés se hallaba buscando a su gatita que jugaba en alguna parte del jardín.

La luna era como un disco de plata en el cielo. Se zambullía tras los primeros velos de nubes suaves con un refulgor fantasmal. Del oeste se aproximaba una fachada oscura. Inés sabía que se estaba preparando una tempestad: llovería y relampaguearía. Tenía que encontrar a su gatita antes de que estallara la tempestad.

—Mieze —llamó en el jardín nocturno. Después, más alto—: ¡Mieze!

El viento pasó a través de los arbustos tenebrosos, pero eso fue todo también. Ningún rasguño, maullido o crujido indicaba dónde se escondía su gatita. Tomó una rápida decisión y dejó el camino cubierto de grava para pasar a buscar entre las malezas más cercanas. Su viva fantasía le hizo aparecer fantasmas: los arbustos tomaron la apariencia de espantosas siluetas y la centelleante luz de la luna contribuyó a hacer aparecer, como por encanto, seres de todas clases. Pero Inés, andando de puntillas, continuó valientemente, aun cuando algunas veces sentía como su corazón latía fuertemente. El pensamiento de que algo podía haberle ocurrido a su gatita le permitía olvidar todos los fantasmas de la noche.

¿Había oído allí un ruido, o se equivocaba?

Irresistiblemente, la fachada de la tempestad se arrastró más cerca. Olga cerró la última contraventana.

Cuando se volvió otra vez y dejó que su mirada envolviera la regocijada asistencia, no se sentía nada bien. Pensó en su hija… Inés. Afortunadamente ya estaba durmiendo. Una tempestad se aproximaba y, si la despertaba, sería imposible llevarla a la cama otra vez. Pero los problemas de Olga eran de una categoría completamente diferente.

Esta noche había tomado la resolución de expulsar de su mente toda clase de pensamientos desagradables, pero algunos de ellos simplemente permanecían. Durante más de una semana no había podido conciliar el sueño y, justamente ahora, se celebraba su décimo aniversario de boda. La gente presente en la fiesta le ponía los nervios de punta, aunque procuraba sonreír cuando le dirigían la palabra.

—Hola, Olga —dijo alguien, y ella miró en la dirección de donde le llegaba la voz—. Parece que está usted triste. ¿Alguna preocupación?

—No, ¿por qué? Absolutamente ninguna —dijo sonriendo—. Son sólo figuraciones suyas.

El Dr. Bernard sacudió la cabeza, diciendo:

—No puede usted hacerme creer eso. Soy psicólogo, no lo olvide. —Le puso una mano en el hombro y la condujo a un rincón tranquilo—. Venga, cuénteme sus penas.

Los motivos de su intranquilidad ya provenían de hacía algún tiempo. Al principio no había sido nada fuera de lo normal: cuando inesperadamente Inés le dijo que no tenía apetito y que no quería comer. Había reñido a Inés y la había mandado a la cama, pero el asunto no terminó aquí. Casi cada día se había repetido la escena. Inés comía cada vez menos. Finalmente, su falta de apetito degeneró en tal forma que terminó por no comer absolutamente nada.

Y aún peor:

¡Hacía una semana había sorprendido a Inés recogiendo algo del suelo y llevándoselo a la boca! No había podido ver lo que era y, cuando se aproximó, Inés ya se lo había tragado. Y desde aquel día había sorprendido frecuentemente a su hija comiendo cosas indefinibles, pero siempre llegaba demasiado tarde. Tampoco dieron resultados las palizas. Una vez, hacía tres o cuatro días, había visto cómo Inés engullía una gran escarabajo negro.

Inés se acercó al lugar de donde creía que procedía el ruido. Con firmeza puso un pie delante del otro para no revelar su presencia. La oscuridad era ahora tan profunda que solamente podía ver algunos metros alrededor suyo.

Y de repente, cuando se adelantaba lentamente, olvidó a su gatita. Aquel conocido y penetrante sentimiento de hambre se hizo acuciante otra vez. Algo para comer, martilleaba en ella. ¡Comer!

¿Qué había que todavía no hubiera probado?

Ahora se hizo más fuerte, más indómito:

¡COMER! ¡COMER! ¡COMER!

De pronto, ya no fue capaz de tener ningún pensamiento lúcido. Un mareo se apoderó de ella y su mano se agarró desesperadamente a una rama. Resbaló y arrancó algunas hojas que se sentían frescas y mojadas entre sus dedos. No se daba cuenta de lo que la ocurría, pero tenía hambre. Con un movimiento salvaje puso las hojas en su boca, masticó rápidamente y después tragó.

Su estómago se revolvió y vomitó.

Pero el hambre persistió.

Entonces, Inés oyó una vez más el ruido, esta vez cerca de ella. Cuidadosamente, apartó las ramas y miró al espacio abierto que aparecía ante ella. Como hipnotizada observó fijamente lo que sucedía a una distancia de pocos metros: Mieze corría sobre la hierba, tomaba impulso e intentaba atrapar algo oscuro. Mordió fuertemente y volvió la cabeza, con la captura en la boca.

Inés vio ahora que su víctima era un ratoncito. Aunque se quedó completamente inmóvil, Mieze se levantó de golpe y contempló el lugar donde estaba Inés.

La muchacha y el animal se miraron fijamente.

El Dr. Bernard mostró una cara agridulce cuando Olga hubo terminado.

—Querida, me ha puesto en las ortigas… Perdóneme, sé que la broma es un poco impropia. —Dio un vistazo a la mujer—. Ahora no se quede usted ahí completamente desesperada. Vamos a ver si podemos solucionarlo.

Olga asintió silenciosamente. Hubiera preferido llorar.

El Dr. Bernard era ahora solamente un psicólogo. Una mirada de confianza y la mujer se relajó.

—Verá usted —empezó—. Los niños llegan a un período de desarrollo en el que hacen cosas extrañas que nosotros, los adultos, no podemos comprender. Tampoco serviría de nada indagar, ya que no daría ningún resultado. Pero con respecto a su hija se puede profundizar la cosa. —Hizo una pausa y sonrió—. Es una especie de ayuda mutua. Supongamos que su hija no tiene bastante calcio y que esta falta no es suplida en sus comidas de cada día. Ahora intenta, completamente por instinto, obtener ese calcio que le falta. En una palabra: probablemente comería trozos de pared. Casos como éste y parecidos, hay muchos. Aunque no sea algo muy normal, podríamos decir que es natural.

—Pero Inés tiene de todo —sollozó Olga—. ¿Y por qué tiene que comer precisamente escarabajos?

—Sí, en eso tiene usted razón —el Dr. Bernard bamboleó la cabeza reflexivamente—. ¿Por qué come Inés escarabajos? Solamente puedo explicarlo así: que el cuerpo de su hija necesita algo que no está incluido en el alimento que se le da. Y está probando todas las posibilidades a su alcance para compensar la falta. —Exhibió otra vez su sonrisa a la mujer—. Bien, no se preocupe demasiado. Lo mejor será que usted y su hija vengan mañana a mi consultorio. Allí podré hacer algunos tests, y estoy seguro de que podremos profundizar en las extrañas costumbres de las comidas de Inés.

—Pero es que no ingiere ninguna comida normal —objetó Olga.

—Esto —dijo el Dr. Bernard—, podremos discutirlo mejor mañana.

No podía ser un psicólogo tan bueno, pensaba ella amargamente, si no le daba importancia a su problema. Solamente quería divertirse, su problema no le interesaba. Y con ello volvió realmente a sus preocupaciones. Pero a los otros no les importaba su disgusto, naturalmente que no…

El altavoz emitía alaridos. Los invitados solamente podían hacerse entender a gritos. Llegó a darse cuenta de lo repugnante que eran todos. ¡Y el primero su marido! Se estaba divirtiendo en grande, sin duda con mucho éxito. ¡Lo único que tenía que hacer era no pensar en su hija!

—¡Olga, querida! —mugió.

… twist de día, twist de noche, twist, twist…

El gordo Bratter intentó forzar sus piernas al ritmo de la canción de moda.

—¡Rechoncho! —le gritó alguien desde el fondo de la estancia. El altavoz lo acalló.

El rechoncho Bratter miró hacia la puerta que daba al jardín, que ahora estaba abierta. En la mitad del ritmo de twist vaciló hacia atrás, tropezó y cayó cuan largo era, llevándose consigo el cordón del tocadiscos.

Twiissssst…

Repentinamente, los invitados enmudecieron. Ahora miraban todos a un sitio fijo: a Inés, que estaba en la habitación.

—¡Inés! —exclamó Olga. Corrió hacia su hija—. Oh, Inés, Dios mío.

Inés se tambaleó y cayó al suelo. Su pequeña cara blanca empezó a volverse azul. De su boca salía la cola de un ratoncito que aún se retorcía.

Olga se arrodilló al lado de su hija. Robert, su marido, llegó sobre sus piernas vacilantes, pero fue empujado a un lado por el Dr. Bernard. Inmediatamente los invitados formaron un corro de curiosos.

—Casi se ahoga —dijo el doctor.

El ratoncito estaba aplastado en el suelo.

—Robert, ruega a los invitados que se vayan a sus casas —dijo el Dr. Bernard otra vez—. Y usted, Olga, arregle la cama de Inés. Voy a subirla.

El padre de Inés iba justamente a cerrar la puerta cuando oyó gritar a su esposa.

—¡Deténla, Robert!

Antes de que pudiera entenderla, Inés se había lanzado a través de la puerta y desaparecido en el jardín.

Olga y el Dr. Bernard bajaron rápidamente la escalera.

—Doctor, vaya usted por la izquierda, yo iré por la derecha. ¡Tú, Robert, busca por ahí! —y señaló en línea recta.

La noche era oscura como boca de lobo y empezó a llover. Robert avanzó con los otros en la oscuridad. ¿Por qué no habría allanado el jardín? En los montículos que había Inés tenía probablemente una infinidad de escondrijos. En alguna forma tenía la sensación de participar en una caza de galgos. Lentamente se abrió camino a través de los montículos.

Olga todavía llamaba a Inés. Su voz era histérica. Entonces el Dr. Bernard la interrumpió. Sería mejor escuchar los ruidos que originarlos, le gritó furiosamente.

Robert continuó deslizándose, probando de hacerlo rápidamente y sin ningún ruido. Una ramita se rompió bajo su pie y se detuvo. Después llegó el viento y crujieron las hojas. Robert se desplazó rápidamente a través de los arbustos. El viento era más fuerte y la lluvia violenta. Después de algunos minutos su ropa estuvo completamente mojada y se pegó a su cuerpo.

El silencio que se extendía frente a él era interrumpido solamente por la caída de la lluvia, en forma casi espectral. Vacilante, continuó la búsqueda. Se sentía como una presa, perseguido por un animal salvaje.

Entonces, después de algunos pasos… ¡un ruido! Muy cerca y frente a él. Parecía como un susurro siniestro, un silbido. Se estremeció. ¡Qué pensamientos se le ocurrían! No, probablemente sólo era su fantasía. ¿O…?

Frente a él, ahora completamente audible, un sonido de deglución.

Dio la vuelta alrededor de un arbusto y se encontró de golpe ante Inés. Se hallaba en la hierba húmeda, con la cara escondida entre las manos. Se inclinó hacia adelante cuidadosamente y vio a la gatita, que estaba extendida cerca de la cabeza de Inés.

—Inés… —susurró, con su corazón palpitante—. ¡Inés!

No hubo ninguna respuesta. Parecía como si no lo hubiese oído. Su cuerpo se estremecía convulsivamente. Le puso la mano en la espalda y no se movió. Cuando por fin consiguió que se sentara, se acomodó al lado de ella. Tomó su barbilla entre sus manos. Su cara estaba inundada por las lágrimas y la suciedad de la tierra.

—¿Qué cosas terribles has pasado, Inés? —preguntó—. ¿Qué ha ocurrido?

Con asombro vio que ella reaccionaba inmediatamente. Señaló a la gatita muerta.

—¿Qué ha pasado con Mieze, Inés?

En vez de responder, Inés se echó a llorar. Robert la apretó contra él.

—Mañana te traeré otro gatito, más lindo aún.

Pero ella sacudió la cabeza.

—No —dijo con firmeza, todavía con los ojos llenos de lágrimas—. No es causa de Mieze, es solamente… Ah, papá: ya no tengo más hambre.

Sonrió abiertamente, de un modo inesperado.

—Pero todos sabemos que no tienes hambre, Inés. Ya hace semanas que no quieres comer. Ahora que tu mamá no está aquí, podemos hablar seriamente. ¿Por qué nos das siempre preocupaciones y comes cosas tan asquerosas? ¿Sabes que mamá se siente muy ofendida por esto?

Inés parecía estar llena de arrepentimiento.

—Te prometo que ya no voy a hacerlo más.

—¿De verdad que no? —preguntó Robert, sorprendido.

—Seguro, papá —le miraba fijamente.

—Si es así nos darás una gran alegría —dijo, un tanto incierto.

—Mieze está muerta. La he matado. —Después, susurrando—: Lo siento, papá.

Por primera vez Robert empezó a sospechar algo. El Dr. Bernard había dicho que Inés buscaba en todos los sitios una alimentación que contuviese una sustancia importante para su cuerpo. Lo que necesitaba, ¿había estado en el cuerpo del ratoncito? Esta hambre, ¿había sido reprimida todo el tiempo?

—No tengo más hambre.

—¿Y prometes que no comerás ni escarabajos ni otros animalitos?

—Absolutamente ninguno, papá. Son demasiado pequeños.

—Bien —dijo, y trató de librarse del nudo que sentía en la garganta.

Inés empezó a hablar, con voz aguda:

—¿Sabes, papá? Los escarabajos tienen también lo que necesito, pero solamente un poquito. Mieze tenía más. Por eso la he atacado… todo lo que vive lo tiene papá.

Por un momento Robert pensó que también el viento y la lluvia habían cesado. El silencio era espectral.

—Lo siento por Mieze, pero tenía tanta hambre. Me comprendes papá, ¿verdad? —le miró cándidamente.

La cara de Robert tuvo un tic nervioso.

—¿El hombre lo… lo tiene también? Quiero decir, este, eh… que… —empezó a sudar. Después dijo, repentinamente—: Lo más importante es que ya no tienes más hambre.

Inés inclinó la cabeza.

—Sí, así es. O… ¿no quieres que mienta, papá?

Sacudió la cabeza atontado.

Inés abrió la boca y un grito acongojado salió de su garganta:

—¡Papá, papá, tengo hambre! ¡Tengo un hambre terrible!

Y entonces le miraba con ojos grandes y tristes…

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