viernes, 22 de mayo de 2020

Mujeres y niñas, de Grace Paley

 


Mi abuela dio a luz a mi madre no hace demasiado tiempo. Pero también dio a luz a otros muchos niños y niñas. La abuela decía que no era exactamente por amor, pero lo cierto es que nunca ha sido capaz de llamar a las cosas por su nombre. Era una mujer imaginativa que se pasaba todo el día leyendo historias y toda la noche suspirando, de modo que, para lograr relacionarse un poco con ella, mi abuelo tuvo que recurrir a ese método tan peculiar.

       De ahí vino todo lo demás. A mi madre le entristecía estar rodeada de tantos hermanos y hermanas, todos tan irascibles como ella. Son consecuencias irremediables de la vida moderna, de la violencia del ambiente: guerras, engaños, hogares rotos. Mi madre, para luchar con su problema, se pasa el día chillando.

       Jura que si tuviera un hombre para ella sola, no chillaría, aunque lo cierto es que todos los tíos y las tías, tanto los solteros como los casados, son muy chillones. Mi abuelo no es solamente chillón, sino que, además, pega a la gente, quiero decir a los miembros de la familia. A mi madre la abofeteó todos los días de su vida. Si alguien se atreviese siquiera a tocarme, lo reduciría a lluvia radiactiva.

       La abuela se guarda siempre los cambios y luego nos los da. Mi tío Johnson está en el manicomio. Los otros rondan por aquí, pero tía Liz tiene sólo diecisiete años y mi madre le habla como si ya fuera mayor. El otro día le dijo que se moría por tener un hombre, un hombre de verdad, y que estaba harta de tener que criar dos hijas en un mundo erizado de malditos símbolos fálicos. Lizzy le dijo que sí, que ya sabía, que el tiempo pasa y lo que hace falta es tener una mano fuerte y amable que te coja por la cintura. Esto es lo que tienen que oír las paredes de este establo.

       Me han contado cientos de veces que mi padre era un latino verdaderamente impresionante. Con mucho savoir-faire, joie de vivre y todo lo demás. Ellos estaban profunda e irrevocablemente enamorados hasta que Joanna y yo lo echamos todo a perder. Mi madre no quiere que me sienta rechazada, pero tampoco quiere sentirse rechazada, así que dice que yo armaba mucho ruido y lloraba todas y cada una de las noches. Luego Joanna fue la maldición definitiva porque quería teta todo el día y toda la noche. «… Una esposa —decía mi padre— es una magnífica amante hasta que llegan los niños. Entonces…». Lo decía en francés, y siempre dejaba la frase colgada. Pero cada vez que yo le oía decir les enfants le tiraba los juguetes a la cabeza porque suponía que nos estaba insultando. Luego cambió y decía les filles, pero enseguida entendí que quería decir lo mismo. Le aporreábamos con chillidos y juguetes, pero mi madre dice que nuestro afecto le parecía una carga insoportable, y un buen día no vino a cenar.

       Mi madre esperó leyendo Le Monde, pero tampoco llegó a medianoche a tiempo de acostarse con ella. Al día siguiente se perdió el desayuno y el almuerzo. ¿Dónde está ahora? Mi madre dice que le mataron en la resistencia. Al cabo de dos semanas llegó una postal en la que le decía, y sigue diciéndonos cada vez que la saca para que la leamos: «Hace cinco años que sentía nostalgia de Francia. Ahora tendré que sentir nostalgia de ti el resto de mis días».

       —Te tomó el pelo, madre —le dije un día mientras preparábamos la cena.

       —¿Eso crees? —murmuró—. Tú y yo no hablamos la misma lengua. ¿Qué sabes tú? Ni siquiera habías nacido. Sabes perfectamente que, a pesar de todo, volvería a casarme con un francés… Oh, Josephine —prosiguió con un tono de voz que, estrictamente hablando, estaba a punto de cruzar la barrera del sonido—, oh, Josephine, para la despreciable gentuza de este país soy el hazmerreír, el adefesio. Pero al otro lado del charco me apreciarían. Se darían cuenta de lo mucho que ansiaba conocerles. A pesar de su jodida gramática, y todo eso, te juro que en francés podría escribir tan bien como Shakespeare.

       Di media vuelta, desesperada. Tenía ganas de llorar.

       —No te rías —me dijo mi madre—, algún día desapareceré vía Air France y os sorprenderé con un guapo francés de pelo rizado igualito que vuestro papá. Vuestro padre os habría encantado. Me habríais dado las gracias por poder pasear con él por la calle.

       —Te doy las gracias de todos modos, mamá —le contesté—, pero tú tienes tu gusto y yo el mío. Cuando tenga la edad de tía Lizzy, es posible que me gusten los soldados americanos. O quizás prefiera un infante de marina. Hay algunos soldados que ya me gustan. El cabo Brownstar, especialmente.

       —¿A eso le llamas tú un hombre? —me preguntó mi madre a gritos, para mostrarme el desprecio que le inspiraba.

       Luego se lo pensó dos veces y añadió:

       —Bueno, quizá tengas razón. Con esas botas tan fuertes… Es muy masculino.

       —¿Ah, sí?

       —Ya sabes que tengo un temperamento artístico y a veces puedo tener dos opiniones contradictorias al mismo tiempo. Sé que Lizzy sale con él, y eso influye favorablemente en mí. Mira a Lizzy y verás a la chica que vio tu padre. Igual que yo. Unos andares preciosos. Un tono muscular maravilloso. Podría conseguir el hombre que le diera la gana.

       —Ya ha conseguido algunos de los que le ha dado la gana.

       Justo en aquel momento mi abuela, la banquera que siempre aparece con el crédito necesario en el momento crucial, entró orgullosa de haber podido ahorrar para nosotras cuatro dólares y sesenta y cinco centavos.

       —¡Uf, qué calor tengo! —suspiró—. Bien, aquí tenéis. Ahora, Marvine, te pido que hagas una buena cena. Haz un esfuerzo. Josie, vete por un aguacate. Y tú, Marvine, no ahorres mantequilla por esta vez. Josie, pequeña, ahí fuera hace mucho calor y a tu madre no le importará. Ya eres casi una mujer. ¿Quieres un sorbito de cerveza helada?

       El ofrecimiento era todo un detalle. Para devolverle el cumplido me bebí medio vaso, y eso que no me gusta la espuma. Luego asamos, cocimos, cortamos y rebanamos, y fue una cena maravillosa. Yo cociné y mi madre preparó las salsas. La camelamos diciéndole que se nos hacía la boca agua al recordar tiempos pasados, en los que comíamos como gourmets, y, sintiéndose halagada, hizo una salsa de más y nos la tomamos de postre con galletas saladas y un café au lait helado. Mientras yo aclaraba los platos, Joanna, que es la niñita de los ojos de todos, se sentó en el regazo de la abuela y le contó los detalles verosímiles de las ocho horas que había pasado en un campamento de día de verano.

       —Las mujeres —dijo la abuela, agradecida— han sido el gran placer y el gran consuelo de mi vida. Desde el principio adoré las niñas, sus caritas inocentes y sus oídos atentos…

       —Los hombres no son como las mujeres —dijo Joanna, y esto es lo único que dice en toda esta historia.

       —Cierto —dijo la abuela—. Los hombres siempre me han creado problemas. Los hombres y los chicos…, debe de ser que no les entiendo. Pero piensa un momento en toda la serie: Johnson, Revere, Drummond… ¿De dónde salieron, sino de mí? Y, aun así, todos ellos, todos, todos, todos, todos y cada uno de ellos, se han ido, todos tienen muy lejos de mí tanto su corazón como su cuerpo.

       —No te preocupes, abuela —le dije tratando de consolarla—. Siempre estaban de mal humor. Yo no les echo de menos.

       La abuela me dirigió una mirada abatida.

       —Los hijos son siempre así —me explicó—. Primero están siempre de mal humor. Y luego se largan.

       Después de decir esto permaneció silenciosa, sumida en la tristeza. Joanna se hizo un ovillo en el almohadón que tenía la abuela a sus pies, se abrazó a sus piernas, y se durmió. Mamá cogió un ejemplar de Le Monde de la semana pasada del taburete del piano y se tranquilizó leyendo la historia de un campesino de Provenza que había violado a su sobrina y asesinado a su madre y luego vivió treinta y ocho años tranquilamente hasta que, cuando se había convertido en un anciano que gozaba del respeto general, un prefecto fisgón descubrió el pastel. Mientras yo seguía con los platos, nos lo tradujo a nuestra lengua materna secundaria.

       Llegó la noche y, por fin, el timbre de la puerta hizo renacer la comunicación. Es un timbre con mucha iniciativa. Era Lizzy y traía al cabo Brownstar. Enviamos a Joanna a buscar cerveza y refrescos y el baile empezó inmediatamente. El cabo, que parecía tener ganas de crear buen ambiente, bailó con todas. Yo me escapé un momento a mi habitación y me pinté mis gruesos labios y me colgué encima de las costillas unos sostenes con las puntas de las copas muy tiesas y separadas, para que él comprendiera que yo no era una niña pequeña como Joanna.

       —Estás para comerte —dijo el cabo al verme—. Algún día serás una mujer imponente, Alicia en el País de las Maravillas.

       —Ya soy una mujer, cabo.

       —¡Oh, sí! —exclamó, y me pellizcó la nalga izquierda.

       Lizzy nos sirvió ponche y galletas saladas y bailó con mamá y con Joanna cada vez que el cabo bailaba conmigo. A Lizzy le encantaba ver que nos gustaba tanto a todas y pronto olvidó que era el único hombre de la reunión. Cuando la velada estaba en su momento culminante, el cabo nos dijo:

       —Podéis llamarme Browny.

       Estuvimos cantando canciones de las fuerzas aéreas hasta las dos de la madrugada, y la abuela dijo que las canciones no habían variado apenas desde la Primera Guerra Mundial.

       —Pero los soldados son más jóvenes —dijo—. Hijo, diría que tu madre todavía te abrocha los pantalones.

       —No necesito que me cuiden, me las arreglo yo solo. De hecho, estoy adelantando mucho, en todos los sentidos —dijo al tiempo que le hacía un guiño a Lizzy—. Todo me va bien… Por cierto, ¿podría quedarme a dormir aquí? No me importaría hacerlo en el suelo.

       —¿En el suelo? —exclamó mi madre—. ¿Te falta un tornillo? Todo un soldado de la república, ¡Dios mío! Tenemos un catre. No es más que un catre de esos del ejército. Lo haremos, y dormirás como un bendito, cabo.

       —¡Dios mío! —bostezó la abuela—. Hablando de camas, Marvine, tu papá debe de estar ya en casa. Será mejor que me vaya.

       Browny se mostró muy cortés y decidió acompañar a la abuela y a Lizzy a su casa. Cuando regresó, mamá y Joanna ya se habían rodeado mutuamente con sus brazos solitarios y dormían profundamente.

       Le vigilé furtivamente, desde detrás de las cortinas, y vi que se frotaba sin la más mínima consideración para su piel. Después, brillante y desnudo, se metió debajo de las sábanas.

       Me descalcé y fui de puntillas a la cocina. Llené un vaso de cerveza fría, me fui directamente hacia él y me senté a su lado:

       —Aquí tienes una cerveza. Me ha parecido que después de la caminata debías de tener mucho calor.

       —¡Caramba! ¡Gracias, Alicia que estás para comerte! La verdad es que tengo muchísimo calor. Eres una buena chica.

       Se incorporó y se metió la cerveza por el gaznate de un solo trago. Le vi hasta el ombligo. Dejó el vaso vacío en el suelo y me miró sonriendo. Eructó en mi cara para bromear, y entonces tuve que decirle la verdad:

       —¡Oh, Browny! ¡Te quiero!

       Rodeé su tronco con mis manos y apoyé la cara en los dorados cabellos de su pecho.

       —¡Calma, bomboncito, calma! Tú también me gustas. Eres una monada.

       Entonces le besé en la mismísima boca.

       —¿Quién diablos te ha enseñado a hacer esto, Josephine?

       —Yo misma. He practicado con mi muñeca. ¿Ves?

       —¡Josephine! —exclamó—. Josephine, eres una mentirosa. ¡Eres una maldita mentirosa!

       Después de esto aumentó el cariño que sentía por mí, y me dio un abrazo y me besó en la mismísima boca.

       —¡Vaya! —bromeé—. ¿Quién te ha enseñado a hacer esto? ¿Lizzy?

       —¡Cállate! —dijo. Y cuanto más me amaba menos ganas tenía de darme conversación.

       Me tendí a su lado, y quedé verdaderamente sorprendida de cómo cambian los hombres cuando experimentan ciertos sentimientos. Me amó de arriba abajo, y, para mostrarle que entendía el mensaje, susurré:

       —¿Quieres, Browny? ¿Quieres hacerlo, Browny?

       ¿Y bien? Pues que se puso en pie de un salto, se subió la sábana hasta taparse los hombros y farfulló:

       —¡Joder…! Podrían arrestarme. Si me cogiera la policía militar, podría pasarme el resto de mi vida en la cárcel. —Me miró y añadió—: ¡Abróchate la camisa, por Dios! Tu madre podría despertarse en cualquier momento.

       —¿Qué pasa, Browny?

       —Que eres una niña y estás muy espabilada para tu edad. ¿Entiendes? Una cosa así podría echar a perder toda mi vida.

       —Pero Browny…

       —¡Menudo lío se armaría! Podrían expulsarme del ejército. Eres una cría. Parece una broma. Cualquiera podría casarse con una cría como tú, pero tocarte, simplemente, un hombro es un delito. Resulta gracioso. ¡Ja, ja, ja!

       —¡Oh, Browny, cómo me gustaría casarme contigo!

       Se sentó al borde del catre y me acercó a su regazo:

       —¡Qué chica más rara eres! ¿Tanto te gusto?

       —Te amo. Sería una magnífica esposa, Browny. ¿Te das cuenta de que yo sola llevo toda esta casa? Mamá trabaja, y, cuando no trabaja, se pasa el día entero pensando en papá. Y yo tengo que peinar a Joanna todos los días, yo le plancho sus vestidos. Hasta podría darte un hijo, Browny, sé cómo…

       —¡No! No, no dejes que nadie te convenza para tener un hijo. Nada de hijos hasta que tengas dieciocho años. Mientras no cumplas los dieciocho tienes que seguir rozagante como una muñeca y no permitir que se te tense la piel.

       —Oye, Browny, ¿no te sientes muy solo en el campamento? Quiero decir cuando no está por ahí Lizzy o cuando no estoy yo… ¿Tengo buen tipo? ¿Qué te parece?

       —Bueno, no sé, supongo que sí —dijo al tiempo que me metía la mano por debajo de la camisa—. Tienes bastante buen tipo, sobre todo, teniendo en cuenta que aún no has acabado de crecer.

       No pude contener mis deseos y le volví a besar en los labios. Pero, como estaba hablando, los míos se aplastaron contra sus dientes.

       —¡No sabes lo bien que te cuidaría, Browny!

       —Bien, bien —dijo mientras me apartaba amablemente—. Bien, escúchame ahora. Vete a dormir antes de que la armemos. Ni siquiera sabes lo grande que es el mundo. Incluso para un hombre como yo es asombroso comprobar la cantidad de cosas que uno ni siquiera imaginaba.

       —Da igual. Ya me he decidido.

       —Vete a dormir, vete a dormir —dijo sin soltarme la mano, que no paraba de acariciar—. Ahora ya pareces casi tan mayor como Lizzy.

       —Sí, pero yo soy distinta. Yo sé exactamente lo que quiero.

       —Vete a dormir, niña —me dijo por última vez.

       Le cogí la mano y besé cada una de sus pardas yemas, y luego me fui corriendo a mi habitación, me quité la ropa y, tan desnuda como mi alma solitaria, me dormí.


       Al día siguiente era sábado, y yo estaba contenta. Mamá trabaja de camarera todo el fin de semana en el Paris Coffee House, donde los camareros han estado enseñándole francés desde que papá se fue. Tiene suerte, porque su trabajo le gusta de verdad: los clientes, la cafetería, la decoración, todo le entusiasma, y sólo se pone triste cuando vuelve a casa.

       Le di el desayuno en el porche delantero a las diez de la mañana, y Joanna la acompañó andando hasta el autobús.

       —Haz unas cuantas salchichas de esas congeladas para el cabo —me gritó, aunque usando sólo la mitad de su potencia.

       Yo tenía ganas de que se despertara, para poder volver a amarnos otro rato, pero, de repente, Lizzy apareció sobre las hundidas tablas de nuestro umbral.

       —He venido a prepararle el desayuno a Browny —dijo con aire decidido.

       —¿Sí? —le dije al tiempo que la miraba a los ojos con infantil inocencia—. Creo que tendría que hacerlo yo, tía Liz, porque lo más probable es que Browny y yo nos casemos. ¿No crees que, dado que ése es el caso, es tarea mía alimentarlo?

       —¿Qué? Repítemelo despacito, Josephine.

       —Ya me has oído, tía Liz.

       Lizzy se desplomó en las escaleras en medio de un revoloteo de faldas.

       —¿Casarte? Si ni siquiera yo, que cumplí los diecisiete en Navidad, me siento lo bastante mayor para hacerlo. ¿Te lo ha pedido? ¿De verdad?

       —Hemos estado hablando de ello —le dije, sin faltar a la verdad—. Estoy enamorada de él, Lizzy.

       Las lágrimas no me dejaban ver nada.

       —Ah, enamorada… Yo he estado enamorada al menos una docena de veces desde que tenía tu edad.

       —Pues yo no. Yo me quedo con Browny. Me buscaré un trabajo y cuando él termine el servicio militar pienso enviarle a la universidad para que estudie… Es muy listo.

       —Listo, sí… todo el mundo es muy listo.

       —No, no todos lo son.

       Cuando se fue, besé a Browny en los dos ojos, como si fuera la Bella Durmiente, y él se estiró y despertó muy hambriento.

       —¡Desayuno, desayuno, desayuno! —aulló.

       Le alimenté, y me dijo:

       —Vaya, los amigos se reirían a carcajadas si me vieran jugar con una niña.

       —No lo creas. Suelo causar buena impresión a la gente, Browny. Ha habido montones de hombres mucho mayores que tú que han armado un gran revuelo por mí.

       —¡Caramba, caramba! —exclamó entre risas.

       Pero le hice dejar de reírse de mí de aquella manera con algunos besos, y pasamos una mañana muy divertida.

       —Browny —le dije a la hora de comer—. Voy a decirle a mi madre que vamos a casarnos.

       —¿No tiene bastantes problemas para que le vayas con otro?

       —No, qué va —le dije—. Mi madre siempre está a favor de los enamorados. El amor la enloquece.

       —Pero, piénsatelo un momento, nena. Al fin y al cabo, podría ser que me destinasen a alguna zona de guerra y que un aborigen loco me rompiera la cabeza. Cosas así pasan todos los días. Oye, ¿no sería divertido mantener nuestro compromiso en secreto durante algún tiempo? ¿Qué te parece?

       —No me interesa —le dije al recordar que Liz me había hablado muchas veces del oportunismo de los hombres, que son capaces de pasarse treinta días y treinta noches aguardando el instante en que pueden conseguir un momento de placer—. ¡Un compromiso secreto! Es posible que algunas aceptasen un plan así, pero yo no soy de ésas.

       Entonces supe que le gustaba, porque rodeó la mesa, jugó un momentito con los rizos de mi permanente casera y susurró:

       —Si me vieran mis amigos, se reirían, pero me gustas un montón.

       Después ya no supe si le gustaba, porque, de repente, miró el reloj y preguntó:

       —¿Dónde diablos está Lizzy?

       Tuve que salir a hacer la compra y a desembarazarme de algunos tenderos poniendo cara de inocencia, que es mi principal ocupación de los sábados. Lo hice a toda prisa. No me ocupó demasiado tiempo, pero cuando subía las escaleras y entraba en el vestíbulo llegó a mis oídos una conversación.

       —La culpa es tuya, Lizzy —decía Browny.

       —¡Y a mí qué me importa! —dijo ella—. Supongo que te divierte mucho jugar con una niña.

       —No, Lizzy, no me entiendes…

       —Ni ganas.

       —¡Maldita sea! —dijo Browny—. ¿Es que no puedes ni siquiera escuchar lo que te digo? ¿Sabes una cosa? Te detesto.

       —¿Ah, sí?

       Al dar media vuelta para irse, Lizzy me dio en las narices con la puerta de tela metálica y me clavó en el empeine el tacón de su zapato color espliego.

       —Ya puedes decirle a tu madre que nos casaremos —chilló Browny cuando me vio—. Maldita sea, no sabes cuánto detesto a Liz. Díselo a tu madre esta misma noche.

       Aquella tarde hice todo lo posible para que Browny estuviera a gusto conmigo. Me senté sobre sus piernas y él bebió cerveza y me hizo cosquillas. Yo reí, y pronto entendí el juego y comprendí que había que darle variedad, así que me puse a correr por la casa y sólo me dejaba atrapar cuando llegaba a un sitio cómodo, como el sofá de la sala o mi cama.

       —Me gustas —dijo Browny—. Me gustas, ya lo creo que sí. Estoy loco por ti, Josephine. Eres divertidísima.

       Así que aquella noche, cuando a las nueve y cuarto llegó mi madre, le preparé un vaso de café helado, la arrinconé en la cocina y cerré la puerta.

       —Quiero decirte algo sobre mí y el cabo Brownstar. Tú no digas nada, mamá. Vamos a casarnos.

       —¿Qué? —exclamó—. ¿A casaros? —farfulló—. ¿Te has vuelto loca? No puedes conseguir un empleo sin un permiso de trabajo para menores. Y eres demasiado niña aún para que te lo den. Eres una cría. ¿Me estás tomando el pelo? Eres mi pececillo. ¡Pero si aún no tienes catorce años!

       —Bueno, he decidido que podemos esperar hasta el mes que viene. Entonces ya habré cumplido los catorce y he decidido que ya podremos casarnos.

       —¡No podréis, Dios mío! ¡Nadie se casa a los catorce años, nadie, nadie! ¡No conozco a nadie que se haya casado a esa edad!

       —No creas, mamá, hay gente que se casa muy joven. Salen en los periódicos. Lo peor que puede ocurrir es que salgamos en los periódicos.

       —Lo que yo no sabía es que tuvieras relaciones con él. ¿No era el amigo de Lizzy? No está bien. Se lo has robado. Le has hecho una jugada muy sucia. Eres una serpiente. Las mujeres deberíamos unirnos. ¿No te habías enterado?

       —Bueno, Lizzy no quiere casarse y yo, en cambio, sí. Y a Browny le interesa muchísimo casarse. Es un muchacho al que le gusta llevar una vida sana, y cuando acabe su permiso no quiere tener que andar con esas mujeres que rondan los campamentos ni perseguir a las esposas de otros. Tendrás que reconocer que ésa es una actitud decente, mamá. Es una cualidad que no puedes negarle.

       —Eres una cría —dijo mi madre, que empezaba a repetirse—. Eres mi pececillo escurridizo.

       Browny trató de abrir la puerta diez minutos antes del momento oportuno.

       —Ah, pasa —le dije molesta.

       —¿Cómo está el asunto? ¿Todo arreglado? ¿Qué dices, Marvine?

       —¡Digo que te mueras, cabo! ¿Qué pasa con Lizzy? Tú y ella hacíais muy buena pareja. Parecíais dos estrellas gemelas en un cielo de verano. Ahora me doy cuenta de que no me gusta demasiado tu aspecto. ¿Quiénes son tus padres? Me parece que no sé casi nada de ellos. Lo único que sé es que tienes un tío en Alcatraz. Y tus dientes son horribles. Yo creía que el Ejército arreglaba estas cosas. Ya no me gustas tanto, ¿sabes?

       —No hay razón para que me insultes, Marvine.

       —Pero si no es más que una cría. ¿Y si se queda preñada y se le revienta el cuerpo? Esto no es la India. ¿No has leído nunca qué les pasa por dentro a esas indias que se casan tan jóvenes?

       —Mamá, no te preocupes, es muy cariñoso.

       —¿Cómo? —exclamó mi madre imaginando lo peor.

       Esa conferencia duró unas dos horas. Bebimos un par de jarras de jarabe de frambuesa que hacía tiempo guardábamos para el cumpleaños de Joanna, que cumplía los doce al día siguiente. Nadie tenía ni un céntimo y no conseguimos encontrar a la abuela.

       Más tarde, a una hora decente, porque todavía no era medianoche, apareció Lizzy con un alférez de navío y nos lo presentó diciendo que se llamaba Sid. No se lo presentó a Browny porque Liz ha dicho cientos de veces que los oficiales y las clases de tropa no deberían mezclarse en la vida social. En cuanto el alférez tomó la mano de mi madre para estrechársela, vi que el chico se había quedado deslumbrado. Empezaron a asomarle grandes chorreones de sudor por la espalda y se le formaron anchas marcas en los sobacos de la camisa de su uniforme de verano. Mamá tenía uno de esos momentos taciturnos e indolentes que tanto excitan a ciertos hombres. Sólo pensaba en mi testaruda decisión y en que mi vida iba a ser excitante.

       —El lugar donde yo debería estar es Francia —le susurró al alférez—. París, Marsella, sitios así, sitios donde los hombres no andan detrás de las niñas, sino que buscan a las mujeres.

       —Siento una gran simpatía por el carácter galo. Y me gustan las mujeres de verdad —dijo él, esperanzado.

       —No basta la simpatía. —La voz de mi madre se elevó a la altura de su estado de ánimo—. Lo que necesito es empatía. Durante años he vivido sin la empatía de un verdadero amigo.

       —Oh, sí, yo también siento empatía —dijo el alférez con voz casi inaudible, igual que si hablara para sí—. Me gustan las mujeres que han tenido cierto contacto con la vida, que han sentido el dolor del parto, que saben lo que es que se les muera un ser querido…

       —… y que se muera el amor —añadió ella muy entristecida—. No es corriente que un joven agraciado tenga esas ideas.

       —Pues eso es exactamente lo que pienso.

       Lizzy, Browny y yo le pedimos prestado un dólar al alférez, que se había sentado y estaba sumido en un idílico estupor, y nos fuimos a comprar helados. Nos llevamos a Joanna porque nos daba pena habernos bebido todo el jarabe de su fiesta. Cuando regresamos con una botella de refresco, no encontramos a nadie.

       —Empiezo a sentirme alcahueta —dijo Lizzy.

       Consecuencia de todo esto fue que mi madre acabara diciendo que sí. El embotamiento moral que la embargaba fue barrido por una oleada de ansias de vivir, y nos dio dinero para una prueba de Wassermann. Telefoneó al doctor Gilmar y le dijo que me tratara con mucho cuidado:

       —Es hijita mía, doctor. La pequeña Joshie, que usted mismo me ayudó a parir. Es muy testaruda. ¿Se acuerda de mí y de Charles, doctor? Ya verá que es un poco difícil, como yo.

       A causa de los resultados de esa prueba, que deben ser obedecidos como si de una ley se tratara, y a pesar de la incredulidad de Browny, no pudimos casarnos. La abuela, siempre filosófica gracias a la ventaja que dan los años, comentó que es frecuente que a los jóvenes que van de picos pardos se les pudra el miembro, por así decirlo, pero que, seguramente, la ciencia moderna nos uniría muy pronto. ¡Ja, ja, ja!, me río al recordarlo.

       Mi madre no se enteró porque había acontecimientos demasiado importantes en su propia vida para prestar atención a lo que les ocurriera a los demás. Cuando Browny se fue de vuelta al campamento, atiborrado de penicilina y lleno de tristeza, mamá le dio un tarro tamaño gigante de caramelos ácidos y una lata de tabaco.

       Luego ella se dedicó a sus cosas, es decir que, libre del desencanto que habíamos sufrido Browny y yo, se casó con el alférez de navío. Todos estábamos contentos, a pesar de que nadie ignora que nunca llegó a divorciarse de papá. El nombre que aparece al lado del suyo en el certificado de matrimonio es Sidney LaValle, Jr., alférez de navío de la Armada de los Estados Unidos. Una generación anterior, y no tan introvertida, de hombres apellidados LaValle llegó a Michigan procedente de Quebec, y Sid sabe un par de frases en el idioma favorito de mamá.

       Browny me ha enviado una postal. Tiene una vista aérea de Joplin, estado de Misuri, y dice: «Hola, niña, ánimo, cariños, Browny. P. S. Mi salud mejor».


       Como mi vida es una auténtica autopista de desesperación, me alegra oír los incesantes ruidos alegres que vienen de la habitación de al lado. Me gustó abrazar el cuerpo de Browny, aunque me parece que para él yo no era más que una esperanza de triunfar en su vida civil. Joanna duerme ahora conmigo. Aunque se pasa las noches enteras haciendo ruido con los dientes, agradezco su compañía. Desde que estoy comprometida me tiene mucho respeto. Es una niña muy cariñosa.

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