Aunque la luz matinal era clara y celeste, Galissou se movía por la habitación como si estuviera llena de bruma. Cuando por fin llegó a la ventana dio enseguida un paso atrás, luego un golpecito en el cristal y arrastrando los pies volvió a sentarse frente a la mesa. En un plato había cuatro galletas integrales; al lado, en orden aparente, un flaco listín telefónico abierto, una botella de leche y un teléfono beige.
Galissou recorrió con un dedo la columna de apellidos de una página del listín. Hasta las dos terceras partes casi todos tenían una marca en rotulador verde. Sin despegar los ojos del nombre donde había parado la uña, ladeando un poco el torso, Galissou descolgó el teléfono y marcó un número. Esperó, alisándose una y otra vez el albornoz azul eléctrico.
—Palomera —disparó una voz al otro lado de la línea.
—Señor Palomera…
—Ya he dicho que soy Palomera.
—Sí, ya lo sé. Señor Palomera: buenos días, soy Galissou.
Se hizo un silencio de gravedad mediana. Cansado de estudiarse las pantuflas, Galissou cerró los ojos.
—No tengo el gusto. No tengo el menor gusto.
—Atalanio Galissou. Interior izquierdo del Toviel.
Confusos chasquidos poblaron el nuevo silencio.
—Ah, ya, ya, Galliso. ¿Qué se le ofrecía? Sea breve, le suplico.
—Eeehmmm, ¿qué es ese ruido? ¿Su teléfono o el mío?
—Papeles. —Ahora la voz sonaba algo más lejana.
—¿Cómo?
—Papeles —la voz cobró un volumen brutal—: ¡Papeles, Galliso! No sé si sabe exactamente adonde ha llamado, pero esto es el archivo parroquial de nuestro pueblo y habla usted con el responsable. ¿Le molesta que vaya hojeando papeluchos mientras usted me entretiene? La tarea del historiador es ímproba, Galliso.
—Galissou —dijo Galissou—. Ga-li-ssou, señor Palomera. Ale extrañaría que mi nombre no le dijera nada.
—Pues no me dice.
Galissou sorbió un poco de leche. Miró dolorosamente la botella.
—Jo. ¿Y qué hizo usted el domingo pasado por la tarde? —preguntó.
Se oyó una risita asfixiada.
—¿Y usted, Galissou?
—Jugué un partido de fútbol. La final de liga regional. Ya le dije, soy el interior izquierdo del Toviel Fútbol Club. Precisamente…
—No me diga —los crujidos de fondo cesaron. Dio la impresión de que Palomera carraspeaba—. ¿Y qué? Veamos, déme una pista.
—Ya he hecho todo lo posible, señor Palomera. Quisiera no fastidiarle más. Pero bien… Mi madre era haitiana.
—¡Ah, caramba! El negro.
—Zambo. Soy zambo.
—Sí, claro. Sin duda. —Hubo un ruido sordo, como si se hubiera caído un bibliorato—. Hombre, Galissou. A mí el fútbol me la trae flojísima, pero no crea, he pensado en usted. Bien, digamos que he visto esa foto suya.
—¿Cuál?
—¿Cómo cuál? Esa foto pavorosa, no sé si en el diario de la capital o en “El Tovelano”. Usted está sentado en un rincón del campo, solo, abrazándose las rodillas, la cabeza gacha…
—Ah, ésa.
—Sí, el pelo le brilla de sudor y de… ¿llovía, verdad? Una desolación inefable. Y al fondo los rivales arrojando besos a la alambrada, desnudos como monos, sí, y a lo lejos una chiquilla, supongo que de nuestra hinchada, con la cara arrugada de llanto.
—Para la gente ha sido una tragedia. Justamente yo llamaba…
—Sí, sí, algo he percibido. Una atmosferilla, un estupor basáltico. Creo que iban a ascender a… Hombre, Galissou… Qué quiere que…
—Nada. Nada. Lo que yo quería decirle…
—En confianza: ¿cómo le pudo pasar algo así?
Galissou alzó los ojos a la ventana. Contra la irreal nitidez del cielo unas ramas de nogal vibraban levemente, como si presintieran algo. Al otro lado de la línea el silencio era cavernoso pero incitante. Cruzó las piernas.
—Un error humano, señor Palomera. Técnicamente… No sé, la lluvia… En fin, el chut no salió como debía.
—¡Venga, Galissou! Usted es un jugador finísimo. Y experto. Eso dicen. ¿Sabe qué? No me convence. No, no.
La espalda de Galissou resbaló un poco en la silla. Las nalgas quedaron al borde del asiento. Se oía el insistente martilleo de un dedo.
—Tiene razón, Palomera. En todo.
—Ahooora sí. Ahora sí. No crea, yo he pensado mucho a qué pudo deberse. La soledad, el lastre de una misión desmesurada. Pero me gusta mucho la idea de un vórtice mental. Un destello, una… interferencia.
Galissou descruzó las piernas y se enderezó lentamente en la silla.
—Usted no vio el partido.
—No, para qué. Pero yo pienso, Galissou, es lo que hago en la vida; y elaboro. Tal vez sea la única persona que piensa en Toviel. Pensar continuamente amplía la percepción.
—¿Galissou?
—Estoy aquí.
—Usted tiene algo que contar. Le escucho. Tenemos tiempo.
Indeciso, Galissou miró las galletas pero cogió de nuevo la botella de leche. La detuvo a dos centímetros de los labios.
—Había llovido toda la segunda parte y mucho más desde el gol de ellos. Nosotros no nos desesperamos hasta que faltaban cinco minutos. Hemos sido mejores toda la liga. Infinitamente mejores. Por eso cuando empujaron a Coure en el área y el árbitro pitó lo vimos lógico. Como si el Dios del fútbol fuera justo. Así que fui y puse el balón en su punto. Siempre lo hago yo. Voy y pongo el balón, y tomo carrerilla. Todo de lo más natural… Cuando de repente se oye un trueno. Y más lluvia. No sé cómo podía llover más. Era un diluvio…
—Apocalíptico.
—Exacto. Señor Palomera: no se veían las tribunas, la gente ni los paraguas. Miré por encima del hombro y el agua borraba a mis compañeros, a los rivales. Yo esperaba. Estuve esperando cantidad de tiempo. En eso viene el árbitro y me sacude el brazo y me dice que para cuándo.
—¡Caray! No había oído el silbato.
—Um, señor Palomera, usted es un…
—Pienso, Galissou. Ahora mismo estoy pensando. Imagino con gran precisión. Su relato me hace imaginarlo todo.
Galissou bebió por fin un poco más de leche. Se le estremecieron los hombros. En la ventana, las ramas del nogal se habían aquietado.
—El árbitro volvió a su sitio y pitó más fuerte. Entonces apareció la portería, y el portero. Con las piernas abiertas, un poco agazapado, como se pone esa gente. Apareció entre la lluvia, como un animal… Lo veía clarísimo. Parecía… No sé.
Se oyó un chasquido de lengua contra paladar.
—Galissou, Galissou. Venga. En confianza.
—Parecía un león. Es que es un portero con una melena tremenda, pajiza. Bernárdez, se llama. Pero yo miré el balón. No quería ni engañarlo ni nada, sólo patear con alma y vida y zamparlo allí dentro y hacer justicia de una vez. Así que arranqué. Un paso, dos pasos. Tres pasos, Palomera. Cuatro. Vea, no llegaba nunca. Al balón. Y de pronto me rodeaba un silencio… ruidoso.
—El público entre la lluvia.
—No. Ya no llovía.
—Extraño.
—Era un silencio selvático.
Los dos hombres callaron un momento. Del lado de Palomera se oyeron pasos, como si se hubiera levantado a buscar algo, y luego un gorgoteo.
—Me lo figuraba —dijo Palomera—. ¿Tuvo un vahído?
—¿Cómo? Pues no sé. No. No podía moverme. Corría pero estaba paralizado.
—Atado.
Galissou tragó saliva. Tenía la cabeza gacha.
—¡Sí! Estaba atado a un poste. No sé de dónde venía esa sensación, ese… recuerdo. Era algo de la cabeza y del cuerpo, de otro tiempo. Un poste. En la selva. Gritaba, me sacudía, lloraba. Pero… Verá, estaba atada, me entiende. Había un viejo…
—¿Atada, ha dicho? —la voz de Palomera se volvió levemente áspera.
—Sí, atada. Había un viejo con una máscara de colorines y una especie de sonajero, un palito con cascabeles. Vino a pasarme el sonajero por los pechos, por los muslos, y luego se fue, se perdió en…
—La espesura. Lo comprendo. Un hechicero. Entonces…
—Era de noche, o el atardecer, entre las lianas, a lo lejos, un cántico, una especie de rezo. Había un aroma… no sé. Entonces apareció el león. No se crea que rugía, no. Se pasaba la lengua por los morros, abría las… fauces. Sólo cuando estuvo a un palmo empezó a rugir, un aliento que quemaba. Se alzó en dos patas y me puso las garras en los hombros… Yo, aterrada, me desmayé.
—No era para menos.
—Sí, pero al instante me desperté de nuevo y vi una zarpa, y volví a desmayarme.
—Y soñó con el león.
—Creo que sí, me parece. Era el león y era Bernárdez, el portero, y también era Bernárdez y una especie de soldado que me atacaba con una bayoneta, pero eso no lo sé, la sensación venía de un tiempo diferente. Cuando me desperté de nuevo tenía los pechos todos pringosos, se veía una baba, y el león estaba echado a mis pies, mirándome con…
—Simpatía.
—Con bondad, señor Palomera. Tenía la cabeza apoyada en las manos. Sólo cuando el hombre de la máscara se acercó furioso, a azuzarlo, soltó un rugido. Le tiró un zarpazo a ése, al brujo. Y volvió a mirarme, muy fijo, con la cara de Bernárdez. Y me pareció que se iban todos, todos los que estaban detrás de los árboles aunque yo no los viera, mi tribu, y el de la máscara, y yo estaba muy cansada, mucho, pero aliviado, feliz, ya no lloraba… Y el caso es que cuando el recuerdo se apagó…
—Usted había detenido la carrerilla.
—Sí. La sensación… se desvaneció. En mi cansancio vi el balón, reluciente, y a Bernárdez que se balanceaba con las piernas abiertas, unos centímetros por delante de la línea, porque los porteros siempre intentan adelantarse para tapar más. Pero tiene usted razón. Yo me había parado. Todo el mundo cree que hice la paradinha, un amago.
—¡Ja! La gente es deliciosamente ingenua.
—Nada de delicioso, señor Palomera. Yo no podía chutar. Simplemente no podía atacar a ese hombre, humillarlo. Él también se jugaba algo. Y estaba dormido a mis pies, la imagen se iba y volvía. Había hecho todo lo contrario de lo que mi tribu esperaba que hiciera. Me protegía.
—Una criatura noble.
—Me flotaba la cabeza.
—Ya, me imagino.
Una sonrisa de menosprecio arrugó brevemente los espesos labios de Galissou. Se la borró con la mano, como si se arrepintiera.
—No, no se imagina. Fue algo horrible, muy jodido.
—Calma, Galissou. Sólo he dicho que me lo imagino. Pero claro, no lo he vivido. Procuro entender.
—Se levantó de repente, desperezándose como todos los felinos. Y rugió.
—Era un trueno, Galissou, en el estadio.
—Si usted lo dice. Yo oí un rugido. Y luego, y luego las zarpas de nuevo, en mi cuello, en mi vientre, y los dientes, Palomera, los dientes, cada desgarradura era un dolor infinito, una eternidad de dolor, y eran infinitas desgarraduras, borbotones de… Verse la sangre, las visceras, ver cómo la devoran a una y no morir. Morir sin morir del todo, agonizando. Ver las zarpas de Bernárdez, mis… tejidos.
—Y sus pechos, Galissou. —Palomera hizo una pausa—. Supongo que habrá seguido avanzando. Que se habrá lanzado.
—Sí, hacia el balón. Contra Bernárdez. Sabe, siempre he sido un jugador elegante y preciso. Pero en ese momento no pensé si chutar con el empeine al ángulo bajo, si engañarlo, esas chuminadas. Quería reventar la red, meter a Bernárdez en la portería con balón y todo. Hundirlo. Empatar con un chupinazo y ganar la liga, Palomera. Ganar la liga. Ya había perdido demasiado tiempo, joder.
—Eso se llama justicia poética. Venganza metafísica, diría yo. ¡Vida por vida, coño, en cualquier vida! —Palomera se sonó la nariz—. Pero bueno, no me ha dicho usted qué pasó.
—¿Ah, no?
—No.
El jadeo de Galissou tardó un tiempo en adoptar un ritmo, y al fin del proceso prefirió transformarse en un suspiro.
—Creo que con tantas paradas llegué al balón descompensado. Un poco pronto o un poco tarde, y torcido, la pierna no tuvo… No sé. Había charcos. Le pegué flojo, o la bota resbaló. Suele ocurrir cuando el balón está mojado, uno no le da de lleno. Si hasta me salió casi al medio… Y así y todo habría entrado, porque Bernárdez ya se había tirado a la izquierda. Pero le dio en el pie.
—Caray.
—Sí, y después se fue hacia el poste derecho, rebotó y empezó a pasearse por la línea. Yo vi que Bernárdez estaba a punto de recuperarse y fui a buscarlo. Me tendría que haber lanzado, zambullido, darle con una costilla, cualquier cosa.
—Habría sido la gloria.
—Psé —Galissou irguió el torso y se acomodó el albornoz—. Pero resbalé. El campo estaba… A tres pasos del balón caí como si me hubieran comido las piernas. Y él saltó como un felino y lo atrapó. —La voz se había vuelto gangosa—. Para mí fue la muerte. De nuevo.
—No se vive sólo una vez.
—Bien, señor Palomera. Eso es todo. Lo lamento.
—Por favor, Galissou. Me acaba de relatar una experiencia muy interesante, un enigma de la mente y el pasado. Recuerdo un cuento de Kipling…
—No, no. Digo que lamento haber fallado. Le ruego que me disculpe. Bien…
El ruido que se oía ahora era de uña rascando pintura.
—¿Cómo que lo lamenta?
Galissou frunció el ceño.
—Sí. Lo lamento. La temporada que viene demostraré lo que valgo.
—Ah, lo lamenta. Qué frivolidad. La portería mide siete metros, usted es un profesional, había una liga en juego y dice que lo lamenta.
—Señor Palomera. Tuve ese vértigo. Ese… recuerdo. Yo no era yo. El balón estaba empapado.
—Oiga, Galissou, creo haber visto alguna vez en la tele, yo que apenas me fijo, que en estas situaciones los buenos jugadores secan el balón con la camiseta antes de chutar. Lo secan muy bien, y lo ponen en un lugar liso.
—Yo sé cómo se chuta.
—No, no sabe. No secó usted el balón. Y no cogió bien la carrerilla. Usted puede ser todo lo virgen ofrendada a un león que quiera, es un avatar doloroso, pero la vida continúa, nunca mejor dicho, y un penalty se mete.
Galissou cambió el teléfono de mano y se secó la palma mojada en el albornoz.
—Vea, Palomera, yo esto no se lo había contado a nadie. ¿Cómo no se da…? Esto era algo muy íntimo. Usted tendría que…
—Se mete. ¡Un penalty se mete! Nada de exquisiteces. Fuerte y a un lado. Toma castaña.
—Pero qué coño sabe usted de fútbol.
—Usted pifió. ¡Su fina pierna izquierda! ¡Caligráfica! Pifió.
—No me escupa. Echa usted saliva por el auricular, Palomera.
—¡Un profesional!
—¿Usted sabe la miseria que me pagan?
—No tengo ninguna prueba de que no lo haya hecho adrede.
—Que le zurzan.
—Y le confiaré una meditación personal. Usted ha sido un mimado de la afición. Pero no sólo las tribus de la jungla sacrifican vírgenes a los leones. Precisamente su piel…
—Mi padre es español. —Los oscuros dedos de Galissou palidecieron de tanto apretar la botella de leche, que era de plástico y se abolló. Varias gotas se derramaron sobre el listín—. No es ése el problema. Al contrario. Es la compasión.
—¡Fingen! Estaban a un gol de ser campeones.
—Tal vez. Son tan silenciosos…
—¿Ve? Y tienen razón. Un chut de mariquita.
—Palomera… Aveces se hace insoportable…
La voz de Galissou se desvaneció en un ronroneo. Tenso sobre el torso poderoso, el albornoz azul eléctrico relucía en la mañana exaltada.
—Galissou.
—Qué quiere.
—Un poco de ánimo.
—No me joda.
—Ha elegido bien a quién llamar. Puede hacerlo cuando quiera. Aquí siempre tendrá un interlocutor sensible. Y pensante.
—No.
—¿Qué quiere decir “No”?
—Que no me espere. Yo llamaba para disculparme. Usted es uno, el tercero de la P. Todavía me quedan cuatrocientos veinticinco.
Un chirrido pareció sugerir que Palomera había corrido una silla.
—Claro. Hasta Zuviría. ¿Y cuando acabe?
—No lo sé. No sé si me quedarán ganas. Y luego empiezan los entrenamientos.
—Ja.
—Palomera.
—Qué pasa.
—Buenos días.
Galissou esperó a que se oyera el clic. Después colgó y estuvo un buen rato con la mano apoyada aún en el teléfono. Cuando notó que el brazo se le empezaba a dormir lo sacudió un poco y, cogiendo el borde del albornoz, fue secando la leche derramada en el listín. Con un rotulador que tenía en el bolsillo puso una marca junto a Palomera Díaz, Egidio. Pareció que iba a levantarse, porque se estaba volviendo hacia la ventana, pero apoyó un dedo en el listín y descolgó de nuevo el teléfono.
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