BIEN porque tengan más chimeneas, o bien porque la disposición de éstas no sea tan regular, lo cierto es que el viento aúlla con más fuerza en los tejados de las viejas cárceles de condado de ladrillo rojo que en lo alto de las prisiones modernas. Y aquella noche aullaba de lo lindo.
Los dos hombres, sentados en los raídos butacones a ambos lados de la chimenea en la sala de estar del capellán, guardaban un silencio roto tan sólo por los bramidos del viento y el intermitente barboteo de la pipa atascada del médico. Podían permanecer sentados en silencio porque eran amigos. Pero no se parecían en lo más mínimo: el médico, alto, delgado y baqueteado por la vida, de cuyo alargado rostro no acababa de borrarse del todo el tono tostado de los trópicos, y el capellán, hombre menudo, sonrosado, gordinflón e ineficaz, con la punta de la nariz siempre colorada por los efectos del whisky, que constituía su único consuelo, eran tan distintos como pueden serlo dos personas entre sí. El fracaso había unido sus vidas: ni las expectativas de un pingüe beneficio eclesiástico, ni las de un ejercicio más lucrativo de su profesión doraban ya los sueños respectivos del capellán y del médico.
Un aullido aún más fuerte del viento en el tejado que tenían sobre sus cabezas sacó al médico de su ensimismamiento. Bostezó y dijo:
—Parece como si alguno de los que han sido ahorcados en el patio volvieran a presentar una reclamación.
El capellán dio un respingo.
—Pero nosotros sabemos que tal cosa no es posible —añadió el médico.
—¡Ojalá pudiésemos estar tan seguros! —respondió el capellán—. No, bueno, no quería decir eso.
El médico lo miró distraído, primero, y luego más fijamente. ¿Eran imaginaciones suyas o estaba temblando de verdad? Lo estaba. ¡Qué extraño!
—O tal vez no lo sepamos —le contestó, y dudó un instante antes de añadir—. A veces pasan cosas muy raras, ¿sabe? En cierta ocasión, en Surabaya…, pero… no. Se ha tomado usted tan a pecho todo el asunto de la ejecución de Blagstock, que mejor será que me calle.
El capellán apartó los ojos del médico y miró el reloj. Movió los labios; se pasó por ellos la punta de la lengua, pero no dijo nada. Miró por encima de su hombro el teléfono, que estaba en el extremo de un carrito móvil de estilo Victoriano, temerosamente, pensó el médico; luego volvió a clavar los ojos en el reloj.
El médico frunció el ceño. El capellán estaba en un estado lamentable, al borde de una crisis nerviosa. Pero ¿por qué demonios tenía que preocuparse tanto por aquel indeseable de Blagstock? Incluso en el caso de que hubiera habido un error judicial, cosa más que dudosa, el mundo podía estar contento de haberse librado de un elemento semejante. Además, el capellán había hecho todo lo humanamente posible para conseguir un aplazamiento de la sentencia.
El timbre del teléfono sonó con un leve tintineo.
El capellán saltó de su asiento como si le hubieran dado un latigazo y se quedó de pie vuelto hacia el aparato. El médico no podía verle la cara, pero sí veía sus manos. Tenía los puños apretados.
—No ha llamado nadie —se apresuró a decir—. No es más que el viento que se dedica a jugar con los cables.
Se oyó un prolongado aullido que parecía confirmar sus palabras.
—Ya… ya sé —contestó el capellán con voz ahogada, mientras daba un paso hacia el teléfono. Luego se abalanzó sobre él con una carrera y se puso el auricular al oído.
El médico lo miraba frunciendo el gesto. Su estado era lamentable. ¡Un puro manojo de nervios!
El capellán mantuvo el auricular pegado al oído durante unos diez segundos. Luego sonó la voz del operador: «¿Qué número desea, por favor?».
—Perdone. Me había parecido que llamaba alguien —le contestó el capellán. Colgó el auricular, volvió a la esterilla de la chimenea, y se quedó allí de pie mirando fijamente al médico.
—Ya le dije que no llamaba nadie —repitió éste.
—Sí llamaba alguien —contestó el capellán masticando las palabras—. Era Blagstock quien estaba al aparato.
—¿Ah? —respondió el médico con voz tranquila. Lo mejor era seguirle la corriente—. ¿Y qué es lo que ha dicho?
—No ha dicho nada. ¿Qué quiere que diga? Está muerto —le contestó el capellán con tono impaciente—. Pero consigue que suene el mensaje. Mire, ¿o va a reírse?
—Pues claro que no voy a reírme. Soy su médico. ¿Qué dice el mensaje? —le preguntó con gran naturalidad.
—«Me lo voy a cargar.»
—¿Cargarse? ¿A quién?
—A Deakin. El individuo cuyo testimonio lo llevó a la horca.
—Ah, sí, ya me acuerdo… Deakin. Ese caciquillo local tan pagado de sí mismo, tan untuoso. ¡Menuda pieza! ¿Y cómo va Blagstock a cargárselo? —preguntó el médico.
—No sé. He intentado pensar en algo, pero no puedo —respondió el capellán con tono cansado—. Parecerá una tontería, pero el teléfono lleva sonando cuatro noches seguidas, como hace un momento, entre las diez y las diez y cuarto, y cuando lo cojo siempre recibo ese mensaje. Ya van cuatro noches, y todas el mismo mensaje. Cómo, no lo sé.
«Pues yo sí», pensó el médico para sus adentros; pero en tono compasivo le contestó:
—¡Desde luego es como para sacar de quicio a cualquiera!
—¡Pues claro que lo es! —respondió el capellán—. La impresión que Blagstock me dio, ¿sabe?, fue la de ser un hombre de una tenacidad extraordinaria, verdaderamente extraordinaria. Y todo el tiempo que pasó en la celda de los condenados a muerte, lo que más parecía importarle no era tanto que lo ahorcaran, sino que lo hubiesen condenado por el testimonio de Deakin fundamentalmente. Declaró que el asesino de Levison había sido el propio Deakin, y lo juró por su vida. Y repitió hasta la saciedad, y siempre con juramentos, que no descansaría en su tumba hasta que no hubiese ajustado cuentas con Deakin, y le aseguro que era un hombre de una tenacidad excepcional, verdaderamente excepcional.
El médico se levantó, le dio una palmadita en el brazo y con voz firme le dijo:
—Sí, y usted lo que va a hacer es tomarse unas vacaciones en seguida. Mañana mismo se irá a Brighton, a pasar allí un par de semanas. Y al aire libre todo el tiempo, ¿entendido? Y cuando se canse de pasear se instala en una de esas casetas a leer un libro, un libro cuya lectura lo absorba y no le deje pensar. ¿Me ha comprendido? Le seré franco: o hace lo que le digo, o si no mucho me temo que va a perder la razón. Sufre usted una crisis de nervios verdaderamente inquietante.
El capellán meneó la cabeza.
—Usted va a irse —repitió el médico, y tanto su voz como su mirada eran imperiosas—. Si es por dinero, yo puedo adelantarle cinco libras. Voy a mandarlo fuera unos días con una baja por enfermedad. Mañana lo primero que haré será hablar con el director y arreglarlo todo. Usted va a irse de aquí.
El capellán volvió a negar con la cabeza.
—Usted, Buckridge, es un buen amigo —respondió—. Pero no puedo irme. Tengo que quedarme para ver en qué acaba todo esto.
—Eso está muy bien. Pero ahora que ya sé de qué se trata, yo me ocuparé de ese asunto por usted.
El capellán dudó un instante. Luego contestó:
—Le diré lo que voy a hacer. Si usted atiende al teléfono mañana por la noche, me iré pasado mañana.
—¡Trato hecho! —le respondió el médico—. Y ahora voy a prepararle algo para que duerma bien esta noche.
—No, no necesito nada, nada en absoluto —se apresuró a contestar el capellán—. Si usted atiende al teléfono en mi lugar, estoy seguro de que dormiré estupendamente, ¡como un tronco!
Parecía como si le quitaran un tremendo peso de encima.
—Muy bien. Pero si no se duerme, dése una vueltecita por aquí y se lo toma. Yo aún tardaré un par de horas en acostarme, pero lo mejor que podría hacer usted es irse a la cama ahora mismo.
El capellán le aseguró que así lo haría; el médico le deseó buenas noches y se marchó.
Mientras se alejaba por el pasillo dijo para sí en tono pesimista:
—Alucinaciones auditivas, ¡está clarísimo!
A la mañana siguiente le contó al director de la prisión que al capellán le había afectado de tal forma todo el asunto de la ejecución de Blagstock, que si no cambiaba de aires en seguida acabaría sufriendo una grave crisis nerviosa. El director le dio la baja al momento.
Esa noche el médico fue a la habitación del capellán poco después de la cena y los dos discutieron una vez más el asesinato del prestamista Levison. El capellán estaba convencido de que Blagstock era inocente, el médico no lo estaba tanto. El testimonio de Deakin de que había visto a Blagstock cerca de la casa de Levison momentos antes del asesinato había sido corroborado por otros dos testigos. Blagstock era, sin duda, un tipo muy violento, debía a Levison un dinero que no podía pagarle y más de una vez había declarado que acabaría cargándoselo. Su pagaré no había sido encontrado entre los papeles de Levison, y se había probado que el asesino había registrado la caja fuerte de Levison, arrancado varias hojas de su libro de contabilidad y que luego las había quemado. La hipótesis del capellán de que Deakin podía haber quemado el pagaré de Blagstock al quemar las pruebas de sus propias transacciones con la víctima estaba muy bien; pero no había nada que probase que hubiera tenido nunca tratos con el prestamista.
—Sin embargo, estoy seguro de que Blagstock era inocente, no tengo la menor duda. Es como si siempre hubiera algo que me dijera cuándo son inocentes y cuándo no.
—¿Quiere que le diga algo? Es usted tan testarudo como dice que lo era Blagstock —respondió el médico—. Pero en cualquier caso, fuera o no inocente, su muerte no ha supuesto una gran pérdida para el mundo, Levison recibió su merecido, y si Deakin, ese caciquillo local tan pagado de sí mismo y tan untuoso hubiese ido a hacerles compañía, tampoco habría sido mala cosa.
El capellán lo reprendió por tan despectivos juicios, y el médico se rió.
El reloj dio las diez.
La conversación se interrumpió bruscamente; el médico trató de reanudar la charla, pero el capellán no lo escuchaba. Miraba fijamente al reloj mientras hundía los dedos en los brazos de su sillón, y la palidez de su rostro era tal que la punta de su nariz tenía casi un color rojo encendido. El médico emitió un gruñido, pero no podía apartar los ojos del reloj.
Los minutos pasaban lentamente.
A las diez y ocho minutos sonó el teléfono. Al oírlo ambos dieron un brinco, pero el médico exclamó jovialmente:
—¡Aquí lo tenemos ya! —y fue a cogerlo.
Se llevó el auricular al oído; el capellán observaba su rostro expectante. Pero no hubo ningún cambio en su expresión.
—Número, por favor —preguntó el operador de la centralita de la cárcel.
El médico le explicó que el aparato estaba estropeado, y que lo mejor era que llamaran a la compañía telefónica para que lo revisaran. Y luego colgó el auricular y se volvió al capellán.
—Nada, nada en absoluto —comunicó.
El suspiro de alivio del capellán sonó casi como un gemido.
—En tal caso todo son imaginaciones mías —contestó.
—Sí. Y no es de extrañar teniendo en cuenta el interés que ha puesto usted en todo este asunto.
—No, supongo que no. Pero parecía tan real… el mensaje, quiero decir.
—La imaginación se dispara cuando los nervios ya no nos responden. Pero en Brighton ya verá cómo no vuelve a tener más fantasías. Al aire libre todo el tiempo, recuerde —le contestó el médico de buen humor, y luego le dio las buenas noches, pues, según dijo, quería acostarse pronto.
A la mañana siguiente se dio primero una vuelta por la enfermería de la cárcel, acabó de preparar la medicina en el dispensario, y estaba pensando en ir a despedir al capellán, cuando la puerta se abrió de golpe y el capellán entró corriendo, pálido y excitado.
—¡Acabo de recibir otro mensaje de Blagstock! —anunció, y se dejó caer en la silla que le quedaba más cerca como si le fallaran las piernas.
El médico se calló un juramento que a veces había proferido en el Mar de la China y le preguntó con voz tranquila:
—¡No me diga! ¿Y qué decía?
—«Me lo he cargado.»
—Bien, pues entonces está ya todo arreglado. Ya no le molestará más —respondió el médico en un tono de gran satisfacción—. Y ahora voy a acompañarle a la estación.
—Pero antes tengo que asegurarme. Quiero que nos pasemos los dos por la casa de Deakin y que nos aseguremos de que se encuentra bien. ¡Tengo que estar seguro!
El médico dudó un instante. Pero lo importante era quitárselo de encima a cualquier precio. Miró su reloj.
—Muy bien. Tenemos tiempo de sobra —le contestó—. Pero antes tómese esto.
Le dio dos tabletas y cuatro minutos después estaban ya en el taxi con la maleta del capellán, y éste le iba contando que el teléfono había sonado con el tintineo de siempre, que entonces lo había cogido y que el mensaje se había oído con toda claridad, «casi como si fuese Blagstock mismo el que hablara». El médico lo miraba con expresión compasiva. Su tranquilidad ejercía un efecto sedante.
El taxi se detuvo ante la villa de ladrillo rojo coronada de gabletes del señor Deakin, que estaba en una avenida a las afueras de la ciudad, y fueron hasta la puerta, que estaba en un lado de la casa. El jardín no era muy frondoso, pero estaba bien cuidado y listo para llenarse de flores primaverales.
—¡Todo paz y tranquilidad! —comentó el médico, y por primera vez había una nota de sarcasmo en su tono.
El capellán llamó al timbre y con voz débil, como disculpándose, dijo:
—Voy a sentir tal alivio cuando vea que todo está bien y que no son más que imaginaciones mías.
—Muy bien. ¿Y qué es lo que va a decirle?
—Le pediré una suscripción para el fondo de ayuda a los delincuentes que salen de la cárcel.
El médico chasqueó la lengua.
—Eso le enseñará a no meterse en más casos de asesinato —comentó.
Se abrió la puerta y una mujer alta y delgada y de mirada hosca apareció ante ellos, secándose las manos en el delantal. Era el ama de llaves del señor Deakin.
—¿Está el señor Deakin en casa? —preguntó el capellán.
—Lo vi irse hacia los viveros que hay al fondo del jardín hace una media hora —respondió, y luego dudó un instante y añadió:
—¿Es con él con quien desean hablar?
—Era sólo para una suscripción, una pequeña suscripción.
La mujer frunció el ceño y se apresuró a decir:
—Pues usted, señor, me perdonará, pero si quiere que le diga, yo que usted no me acercaría hoy a él por nada del mundo. Y si lo hace, esté bien seguro de que no va a sacarle ninguna suscripción. Lleva toda esta última semana de un humor de perros. Aquí con él, esto no es vida. Y luego ese teléfono, siempre con el mismo soniquete, parece haberle vuelto loco de remate.
—¡El teléfono! —repitió el médico, cogiendo el comentario al vuelo.
Pero el capellán ya había echado a correr por el sendero del jardín.
El médico salió corriendo tras él. Estupefacta, el ama de llaves salió también al sendero, se quedó mirándolos mientras corrían y siguió secándose las manos con el delantal.
La puerta del invernadero estaba atrancada. El capellán la abrió de un empujón, se quedaron parados en el umbral y vieron al señor Deakin. Colgaba del extremo de una soga sujeta a un garfio que salía de una de las vigas que había bajo el techo. Su rostro estaba blanco como la cera.
El médico actuó con rapidez. Abrió su navaja de bolsillo, dio una patada al cajón que el señor Deakin había volcado de un puntapié y que estaba junto al cuerpo, se subió encima, cortó la soga y bajó el cuerpo al suelo. El examen no le llevó ni veinte segundos. Y salió a ver al capellán que estaba recostado contra el muro, con los ojos cerrados y temblándole los labios.
Lo cogió por el brazo y le dijo:
—Ya no hay nada que hacer. Y hemos de darnos prisa o perderá usted su tren. No querrá que ahora lo molesten con la investigación, ¿verdad? Ya me encargaré yo de todo —y le hizo desandar a toda prisa el sendero. Al pasar por delante del ama de llaves le dijo que su señor se había ahorcado y que informara a la policía.
En el taxi insistió:
—Lo mejor es que usted quede al margen de todo esto. En la investigación no queremos nada de teléfonos.
Llegaron al tren. Por suerte, aún les sobró tiempo para tomarse un whisky con soda en la cantina de la estación. Dos whiskies dobles con soda.
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