Salí de Bialé después que paró de llover. Tomé la ruta sin mayor apuro: soplaba el pampero y el cielo iba limpiándose de nubes. Era una de esas tardes frías de fines de diciembre; sobre los picos dentados de las sierras y en sus flancos, tapizados por un verde espeso y oscuro, se alzaba una luz pálida y brumosa, como de invierno.
Me sentía bien; tenía hambre y las alpargatas mojadas, pero me sentía bien. Yo me siento bien con pocas cosas: esta vez, una camisa caqui, la campera de cuero, cigarrillos, y el cuerpo —a excepción de los pies— abrigado y tan sano como lo permite este país.
Todo eso poco importa —lo sé—, pero yo tenía hambre, las alpargatas mojadas y unos pesos en el bolsillo: un trago y algo sólido, para meterme entre pecho y espalda, era lo que andaba buscando. Y ninguna otra cosa. Fue cuando el auto frenó a mi lado.
—¿Dónde queda el motel Los Palenques? —preguntó el hombre.
Ella usaba una blusa escotada; y solamente un ciego podía llamar pollera¹ a la tela que partía de su cintura sin esperanza alguna de llegar a las rodillas. Él llevaba el pelo cortado a cepillo; una remera amarilla, con franjas rojas, le ceñía la espalda musculosa.
Aquí es costumbre saludar a amigos o extraños antes de iniciar una conversación. El hombre no lo hizo; apretaba un cigarro apagado en su boca grande y cruel, y parecía demasiado seguro de sí mismo. Entonces, decidí tomarme todo el tiempo del mundo para contestar.
La mujer olía a perfume: yo contemplé —supongo que con una prudencia de monje— la curva de sus pechos. Recordé que tenía hambre; encendí un pucho y aspiré largamente el humo. Créanme: puede haber modos más adecuados para entretener las manos y los ojos o para olvidar el pasado. Ocurre que no los conozco.
—¿Usted es de acá? —preguntó ella.
—Sí, señora —dije yo—. Buenas tardes.
—Suba, lo llevo —dijo el hombre bruscamente.
—Si quiere ir al motel —y miré al hombre—, métale derecho hasta el paradero y después unos tres kilómetros para arriba. No se puede perder.
—¿Lo conoce? —volvió a preguntar la mujer.
—Sí. Trabajo, por aquí, de lavacopas…
—¡Ah, qué bien! —sonrió ella.
—Suba —insistió el hombre.
Me instalé en el asiento trasero, y el hombre puso en marcha el convertible. En verdad, la suspensión del coche era estupenda. Él dijo:
—Así que trabaja de lavacopas…
—Cuando quiero —respondí—; ahora tengo hambre. Déjeme en cualquier lado.
—Bajemos en el motel —propuso el hombre—. Tienen whisky importado.
El tipo no me gustó, pero su nuca era fuerte y joven.
—Los dueños son nazis —dije, con el tono de quien lee una guía de turismo.
El hombre se rió; la mujer se volvió hacia mí:
—¿Qué es eso?
—Pavadas —tosió él—. Oiga: ¿sabe que usted es un tipo simpático?
—Son nazis —repetí, porque el tipo no me gustó.
—Cada uno tiene derecho a pensar como quiera —dijo él, repentinamente fastidiado.
Pensé que era ridículo discutir con unos desconocidos, de los que me despediría en cuestión de minutos, acerca del libre albedrío o de las variaciones en la escala genética, y me quedé callado.
El hombre suavizó:
—Lo invito a una copa. O a lo que quiera. Usted dijo que tenía hambre… Y uno no encuentra gente simpática todos los días.
—No, gracias.
—Vamos, acepte —y la mujer me mostró sus labios húmedos.
—Otra vez será —dije.
—Paramos en el chalé Charito; venga a vernos —dijo el hombre—. Soy Alfredo Russell.
Cuando bajé del coche se me habían secado las alpargatas. Volví a Bialé a comprar queso y pan.
Las aguas del lago, pardas, temblaban: la tormenta estaba próxima. Y a mí no me gusta rechazar invitaciones. Son como las amenazas: llega un momento en que por lo que sea —pudor, azar, estupidez— uno no se va al mazo. Los visité a la hora de cenar. Encontré al hombre, solo, sentado en el porche, con un vaso de whisky en las manos.
—¿Qué toma? —me preguntó.
—Caña.
El hombre se rió.
—No tengo.
—Vino, si no es molestia.
Nos quedamos un rato en silencio. Un trueno sacudió la casa.
Yo hablo poco; los hombres altos y atléticos me enmudecen. Ese, precisamente, era uno de esos hombres. Medía un metro ochenta o un metro noventa, era fornido, y cuando se dirigía a mí no me miraba. A esa clase de pesados les da por meterse con tipos como yo. Así que, pensándolo mejor, hubiera sido preferible que no parase en Bialé, y que, con las alpargatas secas, caminara hasta cualquier lado.
—Va a llover —dijo el hombre.
—Llueve —dije yo—. Y va a durar.
—¿Dónde duerme usted? —preguntó el hombre.
—En el templo evangelista —dije yo—. Lo limpio, y en pago me dejan dormir allí.
—A mi esposa la asustan los truenos —comentó el hombre.
Russell miró unas luces que brillaban en el espesor de la lluvia. Después musitó, dándome la espalda:
—Ella es una mujer de gran… Usted va a cenar con nosotros, ¿eh?
La cena duró tres platos y el postre; intercambiamos las puntuales trivialidades que constituyen, para las personas educadas, una conversación amena. Y la esposa de Alfredo Russell no pareció más nerviosa que una gata descerebrada. La vi levantar una copa entre sus manos, sopesarla, y declarar, con un énfasis negligente y definitivo: “Tiene cuerpo”. Era esa clase de mujer.
Magda, la esposa de Russell, y Russell, se mostraron amables y hospitalarios. Dominaban, a la perfección, el código de los buenos modales. Dijeron que podía dormir en el diván instalado en la biblioteca; y que, hasta que conciliara el sueño, podía entretenerme con la lectura de las obras completas de Ernesto Sábato. Opté, naturalmente, por desafiar a la lluvia: cortesías como esas terminan por espantarme. Me despidieron atentos y sonrientes. Caminé por el borde de la ruta; habían pasado diez minutos cuando el convertible zumbó a mi lado, los faros encendidos. Russell iba al volante, sin compañía.
Dormir en la toma de agua es una de las pocas cosas que me gustan. La toma son cuatro paredes altas, de piedra, y un techo de ladrillos. Yo suelo encender fuego en un rincón; descifro los garabatos que los enamorados graban en los muros; oigo a la noche.
Había comprado, en Cosquín, dos morcillas rellenas con pasas, nueces y piñones, y pan casero. Abrí la navaja y corté trozos de pan, redondos, y rodajas de morcilla no demasiado gruesas. Las ramas secas estallaban en el fuego, se contorsionaban, dibujaban sombras amarillas en el techo. Comí despacio; y pensé que algo de alcohol y una taza de café enriquecerían mis esperanzas en el porvenir del género humano. Por lo menos, una buena taza de café negro y caliente. Mañana, me dije, te tomás una jarra entera en Bialé, o en la casa del viejo Melis.
Limpié la hoja de la navaja, me la guardé en el bolsillo del pantalón, y caminé hasta la vertiente. Las sierras se levantaban azules en la noche, el aire era de cristal, y entre los árboles crujió el grito de unos pájaros perdidos. Aparté unas piedras y hundí la cara en el agua hasta que se me helaron las mejillas.
Regresé a la toma; enrollé la campera a modo de almohada, acerqué unas ramas al fuego y, poco a poco, se me desentumeció la cara. ¿Hasta cuándo voy a seguir diciendo no? ¿Hasta cuándo voy a dejar rodar en mi boca palabras como signos de lo desconocido, como nombres de puertos y calles y trenes en los que no estoy? ¿Y a qué voy a decir sí? El viejo Melis dijo sí a algunas cosas, y ahora duerme con una 44 en la mesa de luz. No escribió ningún libro, pero vence a la muerte y a la falta de eternidad cuando abre los ojos y encuentra, otra vez, las sierras, el lago, su propio pasado. Confía en que nadie le avise, uno de estos días, que no se despertó. Vive solo y sabe tomar vino. Y siempre tiene una cafetera llena calentándose en la cocina a leña.
No oí llegar a Magda: supongo que debió estar allí, del otro lado del fuego, un buen rato, mirándome.
—¿Qué hace aquí? —le pregunté, como si no me lo imaginara.
—¿Le gusta esto?
—Sí.
—Vos no te interesás por nada, ¿eh? —dijo Magda.
—Algunas cosas me importan —dije yo.
—¿Se puede saber cuáles?
—No dar explicaciones. No pedirlas.
Magda se echó sobre mí; cuando la abracé, se quejó, indefensa.
—Sé de vos más de lo que pensás —dijo Magda.
—Bueno.
—Russell dijo que soy una mujer competente.
—Acabo de comprobarlo.
Magda se rió:
—Soy su asesor de negocios —dijo con una voz perezosa e indulgente—. Él es un buen nadador. Hace unos años, nos metimos en un arroyo, cerca de la frontera con Brasil. Perdí pie y me hundí en un pozo. Russell me gritó que le soltara la mano, y yo se la solté, y él, desde el borde del pozo, me sacó. Qué sensación extraña. Estaba lúcida y tranquila. Y no tuve miedo. Alfredo dijo que soltarle la mano fue una prueba de amor. Pero ahora se fue al motel: le encantan las putas.
—Y a vos el paisaje.
—Oh, no entendés nada, estúpido.
—No —admití yo—. Remové las brasas, ¿querés?
En la curva que da sobre la toma estacionó un auto. Las luces de los faros recorrieron el lugar; estallaron, lechosas, en el agua de la vertiente y en los árboles achaparrados y salvajes. Magda soltó una risita.
—Es Alfredo —murmuró, exultante.
Me acerqué a la puerta de la toma. La noche era clara y Russell, parado en la ruta, con una escopeta bajo el brazo, llamó en voz alta a Magda. La llamó no sé cuántas veces. Ella se abrazó las rodillas, como si tuviera frío, y dijo que tenía la carne de gallina. Dijo que le gustaba oírlo gritar.
A la mañana siguiente, Russell detuvo el coche cerca del templo y esperó, sentado al volante, a que yo llegara. Yo llegué. Russell vestía un short celeste y la escopeta descansaba en sus rodillas.
—Usted va a viajar a Córdoba —dijo. Estaba afeitado, olía a colonia, y yo ya no era un tipo simpático.
—No —respondí—. En Córdoba, cerraron los cine-clubs.
—Va a viajar a Córdoba —Russell se movió en el auto, las manos en la culata de la escopeta—. Y se va a quedar allí.
—No.
—Sé de usted más de lo que podría imaginarse.
Decididamente, eran demasiados los que sabían más de mí que yo mismo. Eso, en ayunas, me deprime.
—¿Qué quiere? —preguntó Russell, un destello enfermo en la cara macilenta.
Contemplé la claridad de la mañana, la ruta que serpenteaba cuesta abajo y, con la boca reseca, tomé rumbo a la casa de Melis. La escopeta relampagueó bruscamente al calzársela Russell en el hombro. Pensé, sin embargo, que ese era un buen día para café y asado. Y vino, si el viejo andaba provisto.
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