[Una] fotografía no es solo una imagen (en el sentido en que lo es una pintura), una interpretación de lo real; también es un vestigio, un rastro directo de lo real, como una huella o una máscara mortuoria.
SUSAN SONTAG
PAUL LARIMORE:
¿Estás grabando ya? ¿Empiezo? Vale.
Anna fue un accidente. Tanto Erin como yo viajábamos mucho por asuntos de trabajo y no queríamos ataduras, pero no todo se puede planificar, y cuando nos enteramos nos llevamos una verdadera alegría. De algún modo nos apañaríamos, dijimos. Y así fue.
Anna no fue un bebé dormilón. Había que cogerla en brazos y acunarla para que se fuera adormeciendo poco a poco, sin que en ningún momento ella se rindiera en su pertinaz lucha contra el sueño. No podías quedarte quieto. Como después del parto Erin estuvo varios meses con problemas de espalda, era a mí a quien le tocaba pasear por la noche después de las tomas, con la cabecita de la niña contra mi hombro. Aunque sé que seguramente me notaba agotado e impaciente, lo único que recuerdo ahora es lo unido que me sentía a ella mientras durante horas deambulábamos por el salón, iluminado únicamente por la luz de la luna, conmigo canturreándole.
Y yo deseaba sentirme así de unido a ella, siempre.
No tengo ningún simulacro suyo de aquella época. Los prototipos eran muy voluminosos, y el sujeto tenía que permanecer inmóvil durante horas. Impensable con un bebé.
Este es el primer simulacro que tengo de ella. Tendrá unos siete años.
—Hola, cielo.
—¡Papá!
—No seas vergonzosa. Estos hombres han venido para hacer un documental sobre nosotros. No hace falta que hables con ellos. Tú haz como si no estuvieran aquí.
—¿Podemos ir a la playa?
—Ya sabes que no. No podemos salir de casa. Además, fuera hace demasiado frío.
—¿Vas a jugar a las muñecas conmigo?
ANNA LARIMORE:
Es difícil que mi padre pueda llegar a caer mal a la opinión pública. La historia de cómo ha ganado un montón de dinero parece un cuento de hadas estadounidense: a un inventor que va por libre se le ocurre una idea que hace feliz al mundo, y el mundo lo recompensa como se merece. Y por si eso fuera poco, también dona generosas cantidades a causas nobles. La Fundación Larimore ha cuidado la imagen y el nombre de mi padre con el mismo esmero con el que los estudios retocan los simulacros porno de celebridades que se comercializan.
Pero yo conozco al auténtico Paul Larimore.
Un día, cuando tenía trece años, me mandaron a casa del colegio porque estaba mal del estómago. Cuando entré por la puerta principal oí ruidos que venían del dormitorio de mis padres, en el piso de arriba. Se suponía que a esa hora mis padres no estaban en casa. Ni ellos ni nadie.
¿Un ladrón?, pensé. Con esa audacia y necedad tan típica de los adolescentes, subí las escaleras y abrí la puerta.
Mi padre estaba desnudo en la cama, acompañado por cuatro mujeres también desnudas. No me oyó, así que continuaron con lo que estaban haciendo, ahí, en la cama que compartía con mi madre.
Al cabo se giró y nos miramos a los ojos. Él se quedó inmóvil, luego se incorporó y alargó la mano para apagar el proyector de la mesilla de noche. Las mujeres desaparecieron.
Yo vomité.
Más tarde esa misma noche, cuando llegó a casa, mi madre me explicó que el asunto ya venía de años atrás. Mi padre sentía una debilidad por un determinado tipo de mujer, me dijo. Y durante todo su matrimonio lo de mantenerse fiel le había resultado problemático. Ella se había olido algo, pero carecía de pruebas y mi padre era muy inteligente y precavido.
Cuando finalmente lo sorprendió in fraganti se puso furiosa y quiso dejarlo, pero él le rogó y suplicó que no lo hiciera. Le aseguró que había algo en su naturaleza que le impedía ser verdaderamente monógamo. Pero tenía la solución, le aseguró.
Durante todos esos años había grabado numerosos simulacros de sus conquistas, que cada vez tenían una apariencia más natural gracias a las mejoras que había ido introduciendo en la tecnología. Si mi madre le permitía conservarlos y aceptaba que los utilizara en privado, él haría todo lo posible para no volver a apartarse del buen camino.
Así que este fue el trato que hizo mi madre. Ella lo consideraba un buen padre, sabía que me quería y no quería convertirme en una víctima adicional de una promesa rota que tan solo a ella comprometía.
Y la propuesta parecía una solución razonable. Para ella, lo que mi padre hacía con los simulacros venía a ser lo mismo que lo que otros hombres hacían con la pornografía. No existía una relación física. Las mujeres no eran de verdad. Y ningún matrimonio podía sobrevivir si no se dejaba un cierto margen para fantasías inocuas.
Pero mi madre no había mirado a mi padre a los ojos como había hecho yo aquel día en que lo había interrumpido. Aquello era más que una mera fantasía. Era una traición continua que no podía ser perdonada.
PAUL LARIMORE:
La clave de una cámara de simulacros no es ni de lejos el proceso de captura de la imagen física, el cual, aunque no sea trivial, en última instancia no deja de ser la culminación de las mejoras progresivas de tecnologías conocidas desde los tiempos del daguerrotipo.
Mi contribución al eterno empeño por capturar la realidad es el oniropagida, que permite capturar una instantánea de los patrones mentales del sujeto —una representación de su personalidad—, digitalizarla y utilizarla posteriormente para reanimar la imagen durante la proyección. El oniropagida es el núcleo de las cámaras de simulacros, incluidas las fabricadas por la competencia.
Las primeras cámaras eran en esencia aparatos médicos modificados, similares a esos tomógrafos del pasado que aún menudean en hospitales viejos. Al sujeto se le inyectaban determinados compuestos químicos en el cuerpo, y luego tenía que permanecer un buen rato tumbado e inmóvil en el interior del tubo de imagen del aparato, hasta que se obtenía un conjunto suficiente de escáneres de sus procesos mentales. Estos escáneres eran utilizados como semilla de los modelos neurales de inteligencia artificial que posteriormente servirían para animar las proyecciones elaboradas a partir de fotografías detalladas de su cuerpo.
Estas primeras tentativas eran muy rudimentarias, y los resultados acostumbraban a ser descritos como robóticos o inhumanos, o incluso como cómicamente chiflados. Sin embargo, incluso estos simulacros tempranos retenían algo que no podía ser capturado por un mero vídeo u holografía. En lugar de reproducir al pie de la letra lo que había sido grabado, la proyección animada podía interactuar con quien estuviese presente tal y como lo hubiera hecho el sujeto.
El simulacro más antiguo que existe es uno de mí mismo, que en la actualidad se conserva en el museo Smithsonian. En los primeros reportajes sobre el tema, amigos y conocidos que habían interactuado con él aseguraron que, a pesar de saber que la imagen estaba controlada por un ordenador, las reacciones suscitadas hacían que en cierta manera te pareciera que era «Paul»: «Eso es algo que solo Paul hubiera dicho» o «Esa expresión de la cara es muy de Paul». Fue entonces cuando supe que lo había conseguido.
ANNA LARIMORE:
A la gente le extraña que yo, la hija del inventor de los simulacros, escriba libros sobre por qué el mundo estaría mejor y sería más auténtico sin ellos. Algunos han tratado de explicarlo recurriendo a la psicología barata, insinuando que estoy celosa de mi «hermano»: el invento de mi padre que acabó convirtiéndose en su retoño favorito.
Ya quisiera yo que fuese tan simple…
Mi padre asegura que se dedica al negocio de capturar la realidad, de detener el tiempo y preservar la memoria. Sin embargo, la verdadera atracción de esta tecnología nunca ha sido la posibilidad de capturar la realidad. Fotografía, vídeo, holografía… la evolución de todas estas tecnologías «capturadoras de la realidad» nos ha traído una proliferación de formas de mentir sobre la misma, de deformarla y distorsionarla, de manipularla y fantasear.
La gente conforma y escenifica las experiencias de su vida para la máquina de fotos, se va de vacaciones con un ojo pegado a la videocámara. Lo que subyace en el deseo de congelar la realidad es un intento de evitar esa realidad.
Los simulacros son la última encarnación de esta tendencia, y la peor.
PAUL LARIMORE:
Desde aquel día en que mi hija… bueno, supongo que ya lo sabréis por ella. No voy a cuestionar su versión de los hechos.
Mi hija y yo nunca hemos hablado sobre aquel día. Lo que ella no sabe es que destruí todos los simulacros de mis viejas aventuras después de aquella tarde. Sin guardar copias de seguridad. No confío en que enterarse de esto la vaya a hacer cambiar de parecer, pero os agradecería si pudierais hacérselo saber.
A partir de aquel día, las conversaciones entre nosotros se convirtieron en educadas y circunspectas actuaciones en las que evitábamos derivar hacia cualquier asunto medianamente íntimo. Hablábamos de las autorizaciones que teníamos que firmarle para las actividades escolares, de la logística necesaria para que acudiera a mi despacho en busca de patrocinio para eventos benéficos, de los factores a tener en cuenta a la hora de elegir universidad… No hablábamos de sus amistades casuales ni de sus amores difíciles ni de sus esperanzas y decepciones en la vida.
Anna dejó de dirigirme la palabra por completo cuando se fue a la universidad. Cuando la llamaba, no cogía el teléfono. Cuando necesitaba alguna suma del fideicomiso destinado a pagarle los estudios, llamaba a mi abogado. Pasaba el verano y los períodos vacacionales con amigos o trabajando en el extranjero. Algunos fines de semana invitaba a Erin a que la visitara en Palo Alto. Se sobreentendía que la invitación no me incluía a mí.
—Papá, ¿por qué es verde la hierba?
—Porque el verde de las hojas de los árboles gotea sobre el suelo cuando llueve en primavera.
—Eso es ridículo.
—De acuerdo, tú la ves tan verde porque has pisado buena hierba, pero si hubieras pisado mala hierba no la verías tan verde.
—No tienes ninguna gracia.
—Vale. Es por la clorofila de la hierba. La clorofila tiene unos anillos en su interior que absorben todos los colores de la luz con la excepción del verde.
—No te lo estarás inventando, ¿verdad?
—¿Acaso alguna vez me he inventado algo, cielo?
—Contigo nunca se sabe.
Empecé a reproducir este simulacro con asiduidad en la época en la que Anna iba al instituto y, con el tiempo, acabó por convertirse en un hábito. Ahora lo tengo funcionando todo el tiempo, día tras día.
Tengo otros de cuando mi hija era mayor, muchos de los cuales tienen una resolución muchísimo mejor. Pero este es mi favorito. Me trae a la memoria tiempos mejores, cuando el mundo todavía no había cambiado de manera irrevocable.
Este lo grabé el día en que por fin habíamos conseguido fabricar un oniropagida lo suficientemente pequeño como para acoplarlo dentro de un bastidor que podía ser llevado al hombro, y que más tarde se convertiría en el prototipo del Carousel Mark I, la primera cámara doméstica de simulacros que lanzamos con éxito. Lo llevé a casa y le pedí a Anna que posara para mí. Ella permaneció inmóvil en el porche un par de minutos mientras charlábamos sobre su día.
Anna era perfecta como siempre lo es cualquier niña a los ojos de su padre. Cuando vio que había llegado a casa, la mirada se le iluminó. Justo acababa de volver de un campamento de día y tenía montones de historias que contarme y de preguntas que hacerme. Quería que la llevara a la playa para volar su cometa nueva, y le prometí que la ayudaría con sus plantillas de estarcido. Me alegré de haberla capturado en ese momento.
Fue un buen día.
ANNA LARIMORE:
La última vez que mi padre y yo nos vimos fue tras el accidente de mi madre. Fue su abogado quien me llamó, dado que sabían que a mi padre no le habría cogido el teléfono.
Mi madre se mantenía consciente, pero a duras penas. El otro conductor ya había fallecido, y ella seguiría sus pasos poco después.
—¿Por qué no puedes perdonarlo? —me preguntó—. Yo lo he perdonado. La vida de un hombre no la define un único hecho. Me quiere. Y te quiere.
Yo no dije nada. Me limité a cogerle la mano y a apretársela. Mi padre entró y los dos hablamos con mi madre, pero no entre nosotros, y media hora más tarde ella se quedó dormida para no volver a despertar.
La verdad era que estaba dispuesta a perdonarlo. Se le veía viejo —algo que los hijos son de los últimos en advertir en sus padres— y tenía un aire de fragilidad que me hizo replantearme mi postura. Abandonamos el hospital, los dos juntos y en silencio. Me preguntó si tenía dónde alojarme en la ciudad, y le dije que no. Abrió la puerta del acompañante y, tras solo un instante de vacilación, entré en el coche.
Llegamos a casa, que estaba exactamente tal y como la recordaba a pesar de que llevaba años sin pisarla. Me senté a la mesa de la cocina mientras él descongelaba algo de comida para cenar. Charlamos con tiento, tal como acostumbrábamos a hacer cuando yo estaba en el instituto.
Le pedí un simulacro de mi madre. Yo no suelo grabar ni tener simulacros. No comparto esa opinión general tan halagüeña sobre ellos. Pero en ese momento me pareció comprender su atractivo. Yo quería que una parte de mi madre, una traza de su presencia, nunca se apartara de mi lado.
Mi padre me entregó un disco y yo se lo agradecí. Me ofreció utilizar su proyector, pero no acepté. Quería conservar mis propios recuerdos de ella durante un tiempo, antes de permitir que las extrapolaciones del ordenador me hicieran confundir mis reminiscencias auténticas con las simuladas.
(Finalmente, nunca llegué a utilizar ese simulacro. Tome, puede echarle un vistazo más tarde, si quiere ver cómo era. Hasta el último de mis recuerdos de mi madre es real).
Cuando terminamos de cenar ya era bastante tarde, así que me excusé y subí a mi habitación.
Y me encontré la versión de siete años de mí misma sentada en la cama. Llevaba ese vestido horrible que debo de haber borrado de mi memoria —rosa, con flores— y un lazo en el pelo.
—Hola. Soy Anna. Encantada de conocerte.
Así que llevaba años con esa cosa en casa, esa caricatura mía desvalida e ingenua. Durante todo ese tiempo en que yo no le había dirigido la palabra, ¿se dedicaba a conectar este residuo congelado de mi persona y contemplar esa sombra de mi cariño y fe perdidos? ¿Utilizaba este modelo de mi infancia para fantasear sobre las conversaciones que no podía mantener conmigo? ¿Sería posible que incluso las modificara, para eliminar mi mal genio y añadir más devoción almibarada?
Me sentí violada. Era innegable que la chiquilla era yo. Se comportaba como yo; hablaba como yo; se reía, movía y reaccionaba como yo. Aunque no era realmente yo.
Yo había crecido y cambiado, y estaba allí para enfrentarme a mi padre como una persona adulta. Y ahora descubría que una parte de mí me había sido arrebatada y encerrada en esa cosa, una parte que permitía que mi padre sintiera que existía una conexión entre nosotros, una conexión que yo no deseaba, que no era real.
La imagen de aquellas mujeres desnudas en la cama años atrás me asaltó de nuevo. Y por fin comprendí por qué habían seguido perturbando mis sueños durante tanto tiempo.
Lo que otorga a los simulacros su enorme atractivo es la manera en que replican la esencia del sujeto. Mientras mi padre tuvo a mano esos simulacros de las mujeres, mantuvo una conexión con ellas y con el hombre que él era cuando había estado con ellas, y por lo tanto siguió cometiendo una traición emocional continua que era mucho más grave que un desliz físico pasajero. Una imagen pornográfica es una mera fantasía visual, pero un simulacro captura un estado de ánimo, un sueño. Ahora bien, ¿el sueño de quién? Lo que vi en los ojos de mi padre aquel día no fue algo sórdido. Era demasiado íntimo.
Al conservar y volver a reproducir este viejo simulacro de mi infancia, en su sueño mi padre se veía recuperando mi respeto y amor, en lugar de enfrentarse a la realidad de lo que había hecho y de mi auténtico yo.
Es posible que el sueño de cualquier padre sea mantener a su retoño en esa breve fase entre la dependencia desvalida y la identidad independiente, cuando el progenitor es percibido como alguien perfecto, sin tacha. Es un sueño de control y dominio disfrazado de amor, el sueño del rey Lear con respecto a su hija Cordelia.
Bajé las escaleras y me fui de casa, y desde entonces no he vuelto a hablar con mi padre.
PAUL LARIMORE:
Los simulacros viven en un ahora eterno. Se acuerdan de cosas, pero de manera vaga, dado que el oniropagida no tiene la suficiente resolución para discernir y capturar todos los recuerdos individuales del sujeto. Hasta cierto punto aprenden, pero cuanto más se alejan del instante en que se capturó el patrón mental del sujeto, menos precisas son las extrapolaciones informáticas. Ni siquiera nuestras mejores cámaras pueden ir más allá de un par de horas en sus proyecciones.
No obstante, el oniropagida refleja de un modo exquisito sus estados anímicos, la índole emocional de sus pensamientos, las cosas extravagantes que le arrancaban una sonrisa, el tono cantarín de su voz, y esa precisa manera suya de expresarse que tenía un algo que no se puede explicar.
De modo que, más o menos cada dos horas, Anna se reinicia. De nuevo acaba de regresar del campamento de día, y de nuevo tiene montones de preguntas e historias para mí. Charlamos, pasamos un buen rato. Dejamos que nuestra cháchara discurra con total libertad. No hay dos conversaciones iguales. Pero siempre es la niña de siete años llena de curiosidad que adoraba a su padre y que creía que él nunca podía equivocarse.
—Papá, ¿me cuentas un cuento?
—Sí, claro, ¿cuál quieres?
—Quiero volver a oír tu versión ciberpunk de Pinocho.
—No estoy seguro de que me acuerde de todo lo que te dije la última vez.
—No pasa nada. Tú empieza y ya te iré ayudando yo.
La quiero con locura.
ERIN LARIMORE:
Cielo, no sé cuándo llegará esto a tus manos. Es posible que no sea hasta que yo ya me haya ido. No puedes saltarte la siguiente parte. Es una grabación, y quiero que escuches lo que tengo que decirte.
Tu padre te echa de menos.
Él no es perfecto, y ha cometido su buena ración de pecados, como cualquiera. Pero tú has permitido que un instante, su momento de máxima debilidad, se impusiera al resto de vuestra vida juntos. Lo has condensado a él, a la totalidad de su vida, en esa tarde que has mantenido congelada, en ese pequeño jirón suyo que era el más viciado. En tu cabeza has ido trazando una y otra vez el perfil de esa imagen capturada, hasta que la persona ha sido borrada por la plantilla.
Durante todos estos años en los que lo has excluido de tu vida, tu padre ha reproducido sin cesar un antiguo simulacro tuyo, y ha reído, bromeado y te ha abierto su corazón, siempre de un modo que una niña de siete años pudiese entender. Yo te preguntaba por teléfono si querías hablar con él, y se me caía el alma a los pies cuando al colgar lo veía irse para continuar reproduciendo el simulacro.
Deberías verlo tal como realmente es.
—Hola, ¿has visto a mi hija Anna?
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