El suyo era un trabajo tranquilo. Tenía que estar ocho horas al día en una sala oscura en la que a intervalos irregulares se encendían las lucecitas rojas de las lámparas piloto. No sabía qué significaban; eso no formaba parte de sus funciones. A cada encendido debía reaccionar apretando determinados botones cuyo significado tampoco conocía. Sin embargo, su misión no era mecánica; los botones tenía que elegirlos él rápidamente y conforme a criterios complejos que variaban día a día y, además, dependían del orden y del ritmo con que los pilotos se encendían. En resumen, no era un trabajo estúpido: era un trabajo que se podía hacer bien o mal; a veces era bastante interesante; uno de esos trabajos que dan la oportunidad de complacerse en la propia prontitud, en la propia inventiva y en la propia lógica. Pero no tenía una idea precisa del resultado final de sus actos. Solo sabía que había un centenar de salas oscuras y que todos los datos decisivos convergían desde algún lugar a una central de clasificación. También sabía que, de algún modo, su trabajo era juzgado, pero no sabía si aisladamente o sumado al trabajo de los demás: cuando sonaba la sirena se encendían otras lucecitas rojas en el dintel de la puerta y su número indicaba un juicio y una calificación global. A menudo se encendían siete u ocho. Solo una vez se encendieron diez y nunca menos de cinco; por ello tenía la impresión de que sus asuntos no marchaban demasiado mal.
Sonó la sirena y se encendieron siete lucecitas. Salió, se detuvo un momento en el pasillo para acostumbrar los ojos a la luz, salió a la calle, llegó a su coche y lo puso en marcha. El tráfico era ya muy intenso y le costó meterse en el fluido que recorría la avenida. Freno, embrague, primera. Acelerador, embrague, segunda, acelerador, freno, primera, otra vez freno, el semáforo está en rojo. Son cuarenta segundos y parecen cuarenta años, a saber por qué. No hay tiempo más largo que el que se pasa en los semáforos. No tenía otra esperanza ni otro deseo que llegar a casa.
Diez semáforos, veinte. En cada uno, una cola cada vez más larga, larga como tres rojos, como cinco rojos. Luego, el tráfico de la periferia opuesta algo mejor. Mirar por el retrovisor, hacer frente a la pequeña ira del que va detrás de ti y que querría que tú no estuvieses, intermitente izquierdo. Cuando tuerces a la izquierda siempre te sientes un poco culpable. Torcer a la izquierda, con precaución. Ahí está la puerta, ahí hay un sitio libre, embrague, freno, llave, freno de mano, alarma antirrobo, por hoy se acabó.
La lucecita roja del ascensor brilla: esperar a que quede libre. Se apaga: apretar el botón, la lucecita se vuelve a encender, esperar a que baje. Esperar la mitad del tiempo libre. ¿Se le puede llamar tiempo libre a esto? Al final se encendieron en el orden correcto las lucecitas del tercero, del segundo y del primer piso, apareció escrito presente y la puerta se abrió. De nuevo lucecitas rojas, primero, segundo, hasta el piso noveno, hemos llegado. Pulsó el timbre, aquí no hay que esperar. En efecto, esperó poco. Se oyó la voz sosegada de Maria diciendo «voy», sus pasos, y la puerta se abrió.
No le extrañó ver encendida la lucecita roja entre las clavículas de Maria. Llevaba encendida seis días y había que esperar que su luz melancólica siguiera brillando unos cuantos días más. A Luigi le habría gustado que Maria la ocultase, que la tapase de algún modo. Maria decía que sí pero solía olvidarse, especialmente en casa. Otras, la tapaba mal y se la veía brillar debajo del chal, o de noche, a través de las sábanas, lo cual era más triste aún. Quizá, en el fondo, y sin confesárselo ni a ella misma, tenía miedo a las inspecciones.
Se propuso no mirar la lucecita, mejor aún, olvidarla. En el fondo, también le pedía más a Maria, mucho más. Intentó hablarle de su trabajo, de cómo había pasado el día. Le preguntó acerca de ella, de sus horas de soledad, pero la conversación no se animaba, se avivaba un momento y luego se apagaba como un fuego de leña húmeda. En cambio, la lucecita, no: brillaba firme y constante, la más pesada de las prohibiciones, porque estaba allí, en su casa y en la de todos, minúscula y sólida como una muralla en todos los días fecundos, entre cada pareja de cónyuges que ya tuviese dos hijos. Luigi permaneció largo rato en silencio y luego dijo:
—Yo…, voy a buscar el destornillador.
—No —dijo Maria—. Sabes que es inútil, siempre queda una señal. ¿Y si luego…, si luego naciera un niño? Ya tenemos dos. ¿Sabes los impuestos que tendríamos que pagar por él?
Estaba claro, una vez más, que no iban a ser capaces de hablar de otra cosa. Maria dijo:
—¿Sabes lo de la señora Mancuso? ¿La recuerdas? La señora de más abajo, esa tan elegante, la del séptimo. Pues bien, ha presentado una instancia para cambiar el modelo estatal por el nuevo 520 IBM. Dice que es algo muy distinto.
—Pero cuesta un ojo de la cara y, al fin y al cabo, da lo mismo.
—Sí, pero ni te das cuenta de que lo llevas puesto y las pilas duran un año. También me ha dicho que en el Parlamento hay una comisión que está estudiando un modelo para hombres.
—¡Qué estupidez! Los hombres tendrían la luz roja siempre.
—No, no es tan sencillo. La que guía siempre es la mujer y es ella la que lleva la lucecita, pero el dispositivo de bloqueo también lo lleva el hombre. Lleva un transmisor, la mujer transmite y el marido recibe y en los días rojos queda bloqueado. En el fondo, me parece justo, me parece mucho más moral.
De repente, Luigi se sintió abatido por el cansancio. Besó a Maria, la dejó frente al televisor y fue a acostarse. No tardó en dormirse, pero por la mañana se despertó mucho antes de que se encendiera la luz piloto roja del despertador silencioso. Se levantó y solo entonces, en la habitación a oscuras, vio que la lámpara de Maria se había apagado, pero ya era demasiado tarde y no quería despertarla. Pasó revista a las luces piloto rojas del calentador del baño, de la máquina eléctrica de afeitar, de la tostadora de pan y de la cerradura de seguridad. Luego bajó a la calle, montó en el coche y asistió al encendido de los pilotos rojos de la dinamo y del freno de mano. Encendió el intermitente de la izquierda, lo cual significaba que empezaba una nueva jornada. Se dirigió al trabajo y por el camino calculó que la media de lucecitas rojas a lo largo de una de sus jornadas de trabajo eran unas doscientas: setenta mil en un año, tres millones y medio en cincuenta años de vida en activo. Entonces le pareció que el cráneo se le endurecía como si estuviera recubierto por una enorme callosidad concebida para golpear las paredes, como un cuerno de rinoceronte, pero más romo y más obtuso.
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