Las filas de vehículos avanzan y vuelven a detenerse frente a los puestos de control. Está oscuro todavía y la llovizna de hace un rato perla los vidrios; dentro del colectivo hace un frío de morirse. Paulina mira la hora en el celular. Las seis de la mañana. Va lento el asunto, murmura entre dientes. Tiene ganas de hacer pis. Los golpes en el vidrio la sobresaltan. La puerta se pliega con un chasquido y suben dos guardias armados; al igual que el resto de los pasajeros, Paulina se arremanga para que puedan escanearle el código de identificación.
Cuando la barrera se levanta, el colectivo arranca perezosamente, pasa debajo del cartel que dice: «Bienvenido / Ciudad Autónoma de Buenos Aires» y toma la subida a la autopista. Paulina no mira sobre su hombro, sabe que los puestos de control y el río van quedando atrás; siente una especie de íntima satisfacción, como cada vez que entra a la ciudad, pero no quiere ponerse contenta.Es demasiado pronto para eso, piensa.
Durante el trayecto contempla los parques cuidados, las calles limpias y bien iluminadas, las torres construidas en la Nueva Etapa, y piensa en los que las habitan. Se acuerda de lo que su vieja le ha repetido hasta el cansancio: «Hay dos clases de gente: los que viven adentro y los que viven afuera; a los que viven afuera los dejan entrar solamente para que trabajen en manejo de desechos o en seguridad». En realidad es la misma cosa, se dice Paulina con una sonrisa torcida. Se acuerda del tipo al que tuvieron que sacar, ese que todos los días pasaba frente a su puesto en el hall del edificio sin mirarla, como si ella no estuviera ahí; hasta la mañana en que su identificación no pasó por el lector. Paulina se había puesto de pie, se había colgado la tonfa del cinto y se le había acercado.
—¿Algún problema, señor?
—Sí, no sé qué pasa. No me toma la credencial. —El tipo sudaba.
—Permítame —dijo ella.
«Julio Montero / Jefe de Sección». El de la foto era él, todo se veía en orden y la banda no parecía dañada, pero el lector de acceso volvió a rechazarla. Paulina sabía lo que pasaba; el tipo también, aunque no quisiera aceptarlo.
—Espere, por favor —le indicó.
Pulsó el botón de la radio pidiendo respaldo —a Méndez justo se le había ocurrido ir al baño—, sacó su verificador y pasó la credencial. Cuando vio por el rabillo del ojo que Barbieri y Soto salían del ascensor, confirmó:
—Usted se encuentra desvinculado de la compañía, señor. Tengo que pedirle que abandone el edificio.
El tipo dijo que no podía ser, que debía haber un error. Gritó, amenazó y suplicó, pero lo sacaron a la calle. Al final, antes de irse, tenía la mirada perdida y una expresión que la hizo estremecer. Todos miran de ese modo al final, pero ella nunca llegó a acostumbrarse.
Hace tiempo que no está en el puesto de acceso y son otros vigiladores los que manejan esos casos, pero Paulina evoca con frecuencia aquella expresión, para que no la deje olvidar lo fácil que es caerse de donde uno está, lo fácil que es perderlo todo.
Baja del colectivo en la esquina del playón y mira el celular una vez más mientras camina hacia el edificio: las seis y media; está en horario. A medida que sube las escaleras del frente, ve crecer su reflejo en las paredes decoradas con el logo de nec.
En la oficina junto al puesto de acceso está Peretti, el compañero al que relevará. Intercambian saludos, las frases de siempre —¿Hace frío? Sí, una barbaridad— y las novedades de la guardia —Se quemó una lamparita del quinto piso. ¿Lo demás todo normal? Sí, todo normal—. Las doce pantallas frente al escritorio no lo desmienten.
Paulina va al baño a cambiarse y vuelve vistiendo el uniforme. Le queda cada vez más ajustado pero el pullover suelto y la campera ayudan a disimular. Firma el Libro de Novedades y toma servicio. Peretti ya tiene el bolso listo, saluda y se va. Ahora Paulina es la Referente del objetivo, lo que significa que los otros veinte vigiladores del turno están bajo su responsabilidad. Toma la radio y empieza a chequear con las cámaras que estén en sus puestos y listos para el cambio de guardia.
A las siete en punto llama a la empresa para dar el presente y pasar la lista. Durante casi dos horas nada sucede. El edificio entero parece suspendido en el silencio. Luego, en tropel, comienzan a llegar los empleados de la compañía. Paulina se entretiene mirándolos llenar ascensores y hormiguear por los pasillos hasta que la actividad se normaliza. Empieza a creer que será un día como todos los demás. Entonces lo vuelve a sentir. No es exactamente dolor, es otra cosa, una especie de señal. Y ya no puede hacerse la desentendida.
Va al baño a mojarse la cara. Se repite que tiene que tranquilizarse, que todo va a salir bien. Se mira en el espejo y no le gusta lo que ve; las ojeras, esas marcas de amargura… cualquiera diría que tiene cuarenta y cinco, aunque todavía no llega a los treinta. El peinado tampoco ayuda, se dice con una mueca, y se suelta el cabello. Tiene ganas de llorar.
Vuelve a su puesto justo a tiempo para ver, por la ventanita espejada, que alguien saluda a los dos vigiladores del puesto de acceso. Por el uniforme, un supervisor de la empresa. El corazón le da un vuelco al darse cuenta de quién es. Un momento después él está entrando a la oficina.
—Buen día, Santoro.
—Buen día, Martínez.
Y el beso en la mejilla.
Daniel Martínez es su supervisor desde hace años. Paulina siente una vieja fascinación por él; siempre disfrutó de su compañía. Cualquier otro día lo hubiera invitado a quedarse, le hubiera ofrecido mate o café, pero hoy no es cualquier otro día.
—¿Alguna novedad? —pregunta él mientras hojea el Libro.
—No, ninguna —responde ella, y en un esfuerzo por dejar de mirarle la alianza que lleva en el anular, se fija en su uniforme impecablemente planchado; observa su rostro delgado, nota las entradas profundas, el bigote encanecido. Se está poniendo viejo, piensa con ternura, y tiene que reprimir el impulso de acariciarle el pelo. De pronto siente el peso de su ausencia, se da cuenta de la falta que le hace su abrazo (el de cualquiera, en realidad). Recuerda la noche que estuvieron juntos, la primera y la última, y la invade una repentina oleada de calor, una confusa mezcla de bronca, vergüenza, deseo y amargura. Por eso no le gusta recordar, porque al final, como cada vez que piensa en él, se siente estúpida. Sabe que es algo que nació ya sin oportunidad. Aprieta los dientes y, tratando de apurar el trámite, pregunta—: ¿Trajiste la cobertura? Barbieri andaba preguntando si le cambiaron el franco…
Ya sola, Paulina cierra la puerta de la oficina, se sienta con cuidado y se sube el pullover. Cautelosamente se toca la panza. No es muy grande, pero ya tiene treinta y ocho semanas. Lleva tanto tiempo ocultándola que a veces ella misma necesita tocarla para asegurarse de que no es fruto de su imaginación. Y ahí está otra vez, ese dolor que no es dolor. Paulina ya tiene un hijo —Marito, el recuerdo que le dejó su único novio antes de borrarse—, de modo que sabe muy bien qué es lo que está sintiendo.
Inquieta, tratando de no pensar en todo lo que está en juego, toma su bolso y empieza a preparar las cosas. En eso está cuando rompe bolsa.
Paulina respira, respira y espera. Ahí viene otra. Es como si una gran mano le retorciera las tripas desde adentro, y luego las soltara. Está recostada contra la fría pared del baño, acomodada sobre un par de toallas, y va controlando como puede con el espejo que trajo. Resiste el deseo de pujar hasta que cree ver la coronilla, recién entonces puja con todas sus fuerzas. Trata de recordar su primer parto. Ruega a Dios que sea igual de rápido, ruega a Dios que este no venga de culo, que no la desgarre, que respire bien, que esté completo, que no tenga ningún problema de salud. Todos los miedos que no se permitió sentir durante el embarazo la invaden de pronto. ¿Y si no pudiera sola? ¿Y si necesitara ayuda? Pero ya es demasiado tarde para pensar en eso. Trata de vaciar su mente de pensamientos y temores, trata de concentrarse en respirar. Puja una vez más y sale la cabeza. Ya pasó lo más difícil, se dice para darse ánimos. Y la verdad es que termina no costándole tanto.
Es una nena. Una nena con buenos pulmones. Paulina corta el cordón con un cúter y limpia y envuelve a la criatura. Le seca la cara, le quita los coágulos sanguinolentos del pelo y la contempla por un momento que le parece eterno. Le roza la boca con la punta del dedo, ve que tiene el reflejo y la acerca a su pecho. Cuando la siente succionar, se le caen las lágrimas. Piensa en cómo eran las cosas antes de conseguir trabajo en la empresa, en las filas interminables y los interminables rechazos, en el frío colándose en la casucha en la que dormía, en el hambre como un dolor constante, piensa en sus padres —esos viejos miserables y egoístas que viven de ella—, piensa en su hijo —ese animalito caprichoso y maleducado que no hace más que exigirle cosas—, piensa en el alquiler y las cuentas que hay que pagar… ¿Qué pasaría si la echaran? ¿Qué pasaría si por esto perdiera todo lo que le ha llevado años conseguir? Valdría la pena, murmura. Y entonces escucha que alguien abre la puerta de la oficina.
Apenas ha llegado a expulsar la placenta y está sobre un enorme charco de sangre.
Paulina despierta en la clínica, en una habitación moderna y agradable. Siente que le duele el cuerpo por todo lo que no le dolió durante el parto. Es como si los órganos y hasta los huesos intentaran volver a su posición anterior al embarazo. Cuando trata de incorporarse se da cuenta de que está esposada a la cama.
—Te revocaron el permiso de trabajo —escucha decir—. En cuanto tengas el alta, te deportan.
Se da vuelta y lo ve sentado junto a la ventana. Daniel parece muy, muy cansado.
—Sabés que el embarazo es causa justa de despido, la Empresa incluso podría iniciarte acciones legales por ocultar información.
Paulina se queda sin aire. Él se frota el entrecejo.
—Sé cuánto necesitás el trabajo y estoy haciendo todo lo posible para que no te echen. Podría haber una posición como retén en la autovía… Pero no sé.
Paulina piensa en lo que le ofrece: las casetas del borde, turnos de doce horas rotativos, a la intemperie, armada —nadie te da un arma por nada—, revisando a la gente, esperando a los saqueadores.
—¿Y nunca voy a poder volver? —Apenas le sale la voz. Se refiere a volver a su objetivo, al puesto que ocupaba, pero en realidad también se refiere a volver a trabajar en la ciudad, a volver a estar con él, a volver a todo lo que ha hecho miserable y soportable su vida hasta entonces.
—No, no creo —contesta él, y se va hasta la puerta. Pero vuelve, como si no pudiera aguantarse la bronca.
—No entiendo cómo pudiste hacer esto —le dice—. No te hablo solamente de mantener el secreto… ¡Tenerla así!
—Vos sabés lo que hubiera pasado si hubiese pedido médico cuando me descompuse. Me hubieran subido a una ambulancia y me hubiesen tirado del otro lado de la General Paz.
—¡Te hubieran llevado al hospital!
—¡Del otro lado de la General Paz!
—¿Por eso no llamaste? ¿Porque querías que naciera en la ciudad?
Paulina no responde.
—¿Qué creías? ¿Que te iban a dar la ciudadanía a vos también? ¡No podés ser tan boluda! Podrán dársela a ella, pero no a vos. ¿No entendés? —Le tira una carpeta y una lapicera—. Te ofrecen dos opciones: dejarla al cuidado de la ciudad, renunciando a todo derecho de filiación, o renunciar a su ciudadanía y llevártela con vos.
Paulina no se lo esperaba. Había llegado a creer que tenía oportunidad, que no era una idea tan loca después de todo. Abre la carpeta pero no puede leer, las letras se le borronean.
—¿No hay ninguna otra opción?
—No, no hay.
Lo piensa durante un instante y la idea de separarse de ella le hace sentir un ahogo, un súbito malestar, le duele el pezón del que se alimentó, siente las tetas llenas y desesperadas, anhelantes, comprende que dejarla sería como sufrir una amputación, pero sabe que en realidad no hay nada que decidir.
—Deciles que renuncio a la filiación.
Él la mira como se mira a un monstruo y abandona la habitación. Paulina sabe que es inútil tratar de explicarle y se recuesta en la cama. Se acuerda cuando se enteró del embarazo, cuando decidió tenerlo; se acuerda cómo se propuso que todo fuera diferente esta vez. Se dijo entonces que sería su oportunidad para empezar de nuevo, para hacer todo bien desde el principio, para sentir la maternidad no como una vergüenza, una carga o la consecuencia de una estafa, sino de ese modo dulce y sereno que se ve en las películas, para sentir y dar todo el amor que se supone que las madres deben tener por sus hijos. Y llegó a creer que realmente podría dejar todo atrás, que su vida después del parto sería tan nueva como la de la criatura.
Las cosas no salieron como hubiese querido y, sin embargo… Sin embargo, siente que esta locura no ha sido en vano. A pesar de todo, su hija se convertirá en ciudadana. Y nadie podrá quitarle eso. Una ola de repentino orgullo le inflama el pecho.
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