martes, 26 de noviembre de 2019

Salsa Carina, de Claudia Piñeiro

Se detiene frente a la góndola de conservas. Quiere hacer una rica salsa, la mejor que haya hecho. Aunque sea la misma de siempre. No cocina bien, pero sabe que preparando buenos acompañamientos cualquier plato mejora. Tres recetas alternó hasta el hartazgo en estos veinticuatro años de matrimonio. Veinticuatro años. Salsa de champiñones para las carnes, crema de puerros para los pescados y salsa Carina, de tomate, para las pastas. Se había apropiado de una receta de un viejo libro de cocina y la había rebautizado con su propio nombre. Una mentira piadosa. No sabe qué sería una mentira «impiadosa», cuando ella miente lo hace por piedad. Se agregan al tomate vegetales picados en trozos muy pequeños: zanahorias, puerro, alcaparras. Ya los había cortado esa mañana, lo estaba haciendo cuando apareció Arturo en la cocina. Como todos los primeros sábados de cada mes, vendrían sus hijos, Marcela y Tomás, que ya vivían solos. Luego de varios desencuentros habían llegado a ese arreglo: el almuerzo del primer sábado del mes era sagrado. Por eso su asombro cuando Arturo le dijo que la dejaba. Nada habría cambiado si lo dejaba para después de comer. O sí.


Carina elige dos latas de tomate y las pone dentro del carro donde ya están el frasco de alcaparras, dos botellas del vino tinto que le gusta a Arturo y las cajas de ravioles. Mira las latas dentro del chango, levanta una y, después de inspeccionarla, la descarta porque tiene una pequeña abolladura. La cambia por otra. Por qué escoger una lata abollada si la cobran igual que las sanas. Recuerda una frase que solía usar Arturo: que no te den gato por liebre. Pobre Arturo. Va hacia la línea de cajas, se para en aquella donde hay menos hombres. Los hombres hacen mal las compras, piensa, cargan de más y cuando pasan por la caja dudan, se dan cuenta de que no pesaron las verduras, van a buscar algo que se olvidaron. Arturo nunca hizo las compras. Ni ella le reclamó. Ella no le ha reclamado nada en veinticuatro años de matrimonio. Él tampoco hasta esa mañana. Aunque lo de Arturo tampoco fue un reclamo. Reclama quien pide un cambio, una modificación. Él apenas informó, dijo pero no pidió nada. Ojalá hubiera pedido.

La última mujer delante de ella avanza y empieza a descargar sus compras. Carina mira la hora. A pesar de que le llevó tiempo limpiar la cocina, va a llegar bien. Los chicos no vendrán antes de las dos. Le dijo a Arturo: «¿Y qué les digo a los chicos?». «Yo les voy a explicar», le contestó él, «después». Sí, claro, Arturo siempre después. Pero antes ella tendría que enfrentarlos y decirles por qué su padre había faltado al almuerzo de todos los primeros sábados. Trató de convencerlo de que se fuera después de comer. Pero él dijo que no, que ya tenía la valija lista. La valija, hasta había hecho una valija. Ese no fue el punto, ni la valija lista, ni el almuerzo al que no se quedaría. Hasta ahí ella estaba aturdida, pero entera. Él agregó que lo estaban esperando. Otra mujer. Y ese tampoco fue el punto porque siempre hay otra mujer. Pero entonces ella quiso saber qué. No le importaba ni quién ni por qué ni cómo. Qué. «¿Cómo qué?», preguntó él. Carina le explicó: «¿Qué cosa de mí te hizo buscar otra mujer, alejarte?». Él habló de generalidades, el tiempo que pasa, el amor que se desvanece, la cotidianeidad que arrasa con lo que se ponga delante. Fue ambiguo y ella no estaba para ambigüedades. Así que insistió: «Qué». No lo dejaría ir sin que él diera un motivo concreto. Se lo advirtió. Lo amenazó. «Si no me decís qué, no te vas». Y por fin él dijo, para que lo dejara ir: «Tu olor, olés raro, olés mal». Ella sintió un hachazo en el cuerpo. Lo miró perturbada y tal vez él sintió que debía ser más explícito aún, porque agregó: «Huele mal tu aliento, tu piel, tu pelo». Esa confesión fue la que cortó el hilo que retiene a las personas para que no pasen del deseo al acto. Así como ella sintió un hachazo en el cuerpo, tuvo el deseo de que un hachazo lo atravesara a él. Todavía empuñaba la cuchilla con la que acababa de cortar los vegetales. Y el hilo se había roto.

Carina paga la cuenta, mete las bolsas en el chango y va al estacionamiento. No puede recordar dónde dejó su auto. Recorre la playa en un sentido y en otro. Un cuidador se le acerca: «¿La ayudo? No se inquiete, le pasa a mucha gente». Pero ella claro que está inquieta, porque tiene que ir a su casa, terminar la salsa, decirles a sus hijos que su padre no almorzará con ellos. No quiere que ese hombre la acompañe. Él le pide las llaves, casi que se las saca de las manos. El cuidador apunta a un lado y al otro hasta que por fin oyen el sonido de una alarma que se desactiva y ven luces titilando a unos metros de ellos. Carina da las gracias y se dispone a irse, pero el hombre no deja tampoco que empuje el carro. Carina prefiere no gastar su energía en impedir que el hombre lo haga. De inmediato se arrepiente, mientras avanzan puede ver el hilo de sangre que chorrea del baúl. Mira al cuidador; él malinterpreta la mirada: «La ayudo a cargar». Ella sabe que es en vano negarse. «En el baúl no, cargue todo en el asiento de atrás», dice, y se para sobre una pequeña mancha en el piso, ahí donde siguen cayendo las gotas. El hombre baja la mirada: «¿Qué pasó, señora?». Carina se inquieta, qué pretende ese hombre, ella no puede confesar. Evalúa las alternativas de lanzar el carro sobre él y salir corriendo o de volver a usar la cuchilla que lleva en la cartera. Pero entonces el hombre se sonríe y agrega: «Se ve que estaba muy distraída esta mañana», mientras señala los pies de Carina.

Recién entonces ella nota que lleva puesto un zapato marrón y otro negro.

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