En 1955 murió mi padre y su anciana madre aún vivía en una residencia de la tercera edad. La mujer tenía noventa años y ni siquiera se había enterado de que él estaba enfermo. Temiendo que el disgusto la matase, mis tías le dijeron que se había trasladado a Arizona por su bronquitis. Para la generación inmigrante de mi abuela, Arizona era el equivalente en Estados Unidos a los Alpes, el lugar adonde uno iba por salud o, para ser más exactos, el lugar adonde uno iba si tenía el dinero necesario para ir. Dado que mi padre había fracasado en todos los negocios de su vida, ése fue el aspecto de la noticia en el que se centró mi abuela, el hecho de que su hijo por fin había alcanzado cierto éxito. Y fue así como mientras nosotros, en casa, llorábamos su pérdida con una mano delante y otra detrás, mi abuela alardeaba ante sus amistades de la nueva vida de su hijo en el aire seco del desierto.
Mis tías habían decidido esa línea de acción sin consultarnos y eso suponía que ni mi madre ni mi hermano ni yo podríamos visitar a la abuela porque supuestamente nosotros, como familia que éramos, también nos habíamos trasladado al Oeste. A mi hermano Harold y a mí no nos importó: la residencia había sido siempre una pesadilla, con todos aquellos ancianos allí sentados mirándonos mientras intentábamos entablar conversación con la abuela. Ella tenía un aspecto espantoso, padecía un sinfín de males y se le iba la cabeza. No verla tampoco representaba una decepción para mi madre, ella nunca se había llevado bien con la vieja y no la visitaba ni siquiera cuando aún podía. Pero lo molesto fue que mis tías habían actuado como era habitual en esa rama de la familia, ejerciendo la autoridad en nombre de todos: por un lado, ellas, las auténticas ciudadanas por lazos de sangre; por otro lado, los demás, ciudadanos inferiores por lazos matrimoniales. Era precisamente esta actitud la que había atormentado a mi madre durante toda su vida de casada. Sostenía que la familia de Jack nunca la había aceptado. Se había enfrentado a ellos durante veinticinco años como intrusa.
Pocas semanas después de nuestro duelo ritual, mi tía Frances nos telefoneó desde su casa de Larchmont. La tía Frances era la más rica de las hermanas de mi padre. Su marido era abogado y sus dos hijos estudiaban en Amherst. Había llamado para decir que la abuela preguntaba por qué no tenía noticias de Jack. Yo había atendido el teléfono. «Tú eres el escritor de la familia —dijo mi tía—. Tu padre tenía mucha fe en ti. ¿Te importaría inventarte algo? Envíamelo y yo se lo leeré a ella. No notará la diferencia.»
Esa noche, en la mesa de la cocina, aparté mis deberes y redacté una carta. Intenté imaginar cómo habría respondido mi padre a su nueva vida. Él nunca había viajado al Oeste. Nunca había ido a ningún sitio. En su generación, el gran viaje era de la clase trabajadora a la clase profesional. Eso tampoco lo había conseguido. Pero adoraba Nueva York, la ciudad donde había nacido y vivido su vida, la ciudad donde siempre descubría cosas nuevas. Adoraba especialmente las zonas antiguas por debajo de Canal Street, donde encontraba proveedores de buques o empresas que comerciaban al por mayor con especias y té. Era vendedor al servicio de un mayorista de electrodomésticos, con clientes repartidos por toda la ciudad. Le encantaba llevar a casa quesos raros o verduras exóticas de otros países que se vendían sólo en determinados barrios. Una vez llevó a casa un barómetro, otra vez un catalejo antiguo en un estuche de madera con cierre de latón.
«Querida mamá —escribí—. Arizona es un sitio precioso. Luce el sol todo el día y el aire es cálido, hacía años que no me sentía tan bien. El desierto no es tan yermo como podría pensarse sino que está lleno de flores silvestres y cactus y extraños árboles torcidos que parecen hombres con los brazos extendidos. Puedes ver a grandes distancias mires a donde mires y al oeste hay una cordillera, quizá a unos ochenta kilómetros de aquí, pero por la mañana, cuando el sol la ilumina, se ve la nieve en sus picos.»
Mi tía telefoneó al cabo de unos días y me dijo que fue al leer la carta en voz alta a la vieja cuando sintió el pleno efecto de la muerte de Jack. Tuvo que disculparse y salir a llorar al aparcamiento.
—No sabes cómo lloré —dijo—. Lo añoré tanto. Tienes toda la razón, le encantaba ir a sitios, le encantaba la vida, le encantaba todo.
Empezamos a intentar organizar nuestras vidas. Mi padre había pedido un préstamo a cuenta del seguro y quedaba muy poco. Se adeudaban aún ciertas comisiones pero no parecía que su empresa fuera a cumplir con su obligación. Quedaban un par de miles de dólares en una cuenta de ahorro de un banco que ahí tuvieron que dejarse hasta que se liquidara la herencia. El abogado que se ocupaba era el marido de Frances y era muy formal.
—¡La herencia! —exclamó mi madre entre dientes, gesticulando como si fuera a mesarse el pelo—. ¡La herencia!
Solicitó un empleo a tiempo parcial en la oficina de ingresos del hospital donde se le había diagnosticado la enfermedad terminal a mi padre, allí había pasado unos meses hasta que lo enviaron a casa a morir. Ella conocía a muchos médicos y otros empleados y se había familiarizado «por mi amarga experiencia», como les dijo, con la rutina del hospital. La contrataron.
Yo detestaba ese hospital. Era oscuro y lúgubre y estaba lleno de personas atormentadas. Me pareció un acto de masoquismo por parte de mi madre buscar trabajo allí, pero no se lo dije.
Vivíamos en un apartamento en la esquina de la calle 165 con Grand Concourse, en la primera planta. Una habitación, salón y cocina. Yo compartía el dormitorio con mi hermano. Estaba abarrotado de trastos porque, cuando mi padre necesitó una cama de hospital, en los últimos años de su enfermedad trasladamos unos cuantos muebles del salón al dormitorio y le cedimos el salón a él. Teníamos que sortear estanterías, camas, una mesa abatible, burós, un tocadiscos y una radio, pilas de discos de 78 r. p. m., el trombón y el atril de mi hermano y demás trastos. Mi madre siguió durmiendo en el sofá cama del salón que había sido la cama de matrimonio antes de enfermar mi padre. El salón y la habitación estaban comunicados por un estrecho pasillo, más estrecho aún debido a las estanterías adosadas a la pared. Al pasillo daban una pequeña cocina, una zona de comedor y un cuarto de baño. En la cocina había muchos electrodomésticos —grill, tostadora, olla a presión, lavavajillas con encimera, licuadora— que mi padre había conseguido por su trabajo a precio de coste. Una expresión ésta muy valorada en nuestra casa: a precio de coste. Pero la mayoría de estos aparatos ni se estrenaban, porque a mi madre no le interesaban. Los artefactos cromados con temporizadores o indicadores que requerían la lectura de complejas instrucciones no estaban hechos para ella. A ellos se debía en parte el horrendo desorden en nuestras vidas y ahora quería deshacerse de todos. «Nos están enterrando —decía—. ¿Quién los necesita?»
Así que acordamos tirar o vender todo lo que fuera superfluo. Mientras yo buscaba cajas para los electrodomésticos y mi hermano ataba las cajas con cordel, mi madre abrió el armario de mi padre y sacó su ropa. Tenía varios trajes, porque, como vendedor, necesitaba dar una buena imagen. Mi madre quiso que nos probáramos los trajes para ver si alguno podía arreglarse y usarse. Mi hermano se negó a probárselos. Yo me probé una chaqueta, pero me venía grande. Noté frío en los brazos por el forro de las mangas y me llegó un vaguísimo olor a la existencia de mi padre.
—Esto me queda enorme —dije.
—No te preocupes —respondió mi madre—. Lo llevé a la tintorería. ¿Crees que te dejaría ponértelo, si no?
Era de noche, a finales de invierno, y la nieve caía en el alféizar y se fundía al posarse. La bombilla del techo iluminaba una pila de trajes y pantalones de mi padre todavía en sus perchas, echados sobre la cama, con la forma de un hombre muerto. Nos negamos a probarnos nada más y mi madre rompió a llorar.
—¿Por qué lloras? —preguntó mi hermano levantando la voz—. Querías tirar cosas, ¿no?
Al cabo de unas semanas, mi tía volvió a telefonear y dijo que, en su opinión, ya hacía falta otra carta de Jack. La abuela se había caído de una silla y tenía magulladuras y estaba muy deprimida.
—¿Cuánto tiempo tiene que durar esto? —preguntó mi madre.
—Tampoco es para tanto —contestó mi tía—. Con el poco tiempo que le queda, qué cuesta hacerle las cosas más llevaderas.
Mi madre colgó bruscamente.
—¡Ni siquiera puede morir cuando él quiera! —exclamó—. ¡Mamá está por delante incluso de la muerte! ¿Qué temen? ¿Que se muera del disgusto? A ésa no la mata nada. ¡Es indestructible! ¡No se moriría ni clavándole una estaca en el corazón!
Cuando me senté en la cocina para escribir la carta, me costó más que la primera vez.
—No me mires —dije a mi hermano—. Ya es bastante difícil.
—No tienes que hacer algo sólo porque alguien quiere que lo hagas —dijo Harold.
Era dos años mayor que yo y ya había empezado a estudiar en la universidad pública, pero cuando mi padre enfermó, Harold pasó al turno nocturno y consiguió un trabajo en una tienda de discos.
«Querida mamá —escribí—; Espero que estés bien. Nosotros estamos todos de maravilla. La vida aquí está bien y la gente es muy amable e informal. Aquí nadie va con traje y corbata. Llevan sólo un pantalón y una camisa de manga corta. A veces un jersey por la noche. He comprado unas participaciones en una tienda de discos y radios muy próspera y me va sobre ruedas. ¿Te acuerdas de Jack’s Electric, mi viejo establecimiento en la calle 43? Pues ahora es Jack’s Arizona Electric y también vendemos televisores.»
Envié esa carta a mi tía Frances y, como todos preveíamos, telefoneó poco después. Mi hermano tapó el auricular con la mano.
—Es Frances con su última reseña —anunció.
—¿Jonathan? Eres un joven de mucho talento. Sólo quería decirte que la carta ha sido una bendición. Se le ha iluminado la cara al leer esa parte sobre la tienda de Jack. Ésa sería una manera excelente de continuar.
—Bueno, espero no tener que volver a hacerlo, tía Frances. No es muy honesto.
Su tono cambió.
—¿Tu madre está ahí? Déjame hablar con ella.
—No está —contesté.
—Dile que no se preocupe —dijo mi tía—. Una pobre vieja que siempre ha deseado lo mejor para ella pronto morirá.
No se lo repetí a mi madre, para quien aquello habría sido uno más en la antología familiar de comentarios imperdonables, pero, por otro lado, tuve que soportarlo yo, pensando que acaso aquel comentario fuera cierto. Cada bando defendía su postura con retórica, pero yo, que quería paz, racionalizaba los desaires y los golpes que se infligían mutuamente, manteniéndome neutral, como mi padre.
Años atrás, su vida había caído en una sucesión de fracasos comerciales y oportunidades perdidas. La gran discusión entre su familia, por un lado, y mi madre Ruth, por otro, era la siguiente: ¿quién era el responsable de que él no hubiera estado a la altura de las expectativas de los demás?
En cuanto a las profecías, al llegar la primavera, se impuso la de mi madre. La abuela seguía viva.
Un cálido domingo, mi madre, mi hermano y yo cogimos el autobús al cementerio Beth El de Nueva Jersey, para visitar la tumba de mi padre, situada en un pequeño montículo. Nos quedamos allí contemplando los ondulados campos salpicados de sepulcros. Aquí y allá, procesiones de coches negros circulaban por tortuosos caminos o corrillos de personas permanecían ante sepulturas abiertas. En la tumba de mi padre había plantados pequeños brotes de plantas de hoja perenne, pero no había lápida. Habíamos elegido y pagado una, pero justo entonces los canteros se declararon en huelga. Sin lápida, mi padre no parecía muerto con honor. No me parecía debidamente enterrado.
Mi madre miró la parcela junto a la suya, reservada para su propio ataúd.
—Siempre se creían muy superiores a los demás —dijo—. Incluso antiguamente, en los tiempos de la calle Stanton. Se daban aires. Nunca había nadie a su altura. Al final, ni siquiera el propio Jack estuvo a su altura. Salvo cuando había que conseguirles cosas a precio de mayorista. Entonces sí estaba a su altura.
—Mamá, por favor —dijo mi hermano.
—Si lo hubiera sabido… Antes de conocerlo, ya estaba pegado a las faldas de su madre. Y os aseguro que las faldas de Essie eran como cadenas. Teníamos que vivir cerca para las visitas de los domingos. Todos los domingos, la visita a mamaleh, así era mi vida. A todo aquello que le constaba que yo quería… un piso mejor, cualquier mueble, un campamento de verano para los niños… ella se oponía. Ya sabéis cómo era vuestro padre: cada decisión debía ser pensada y repensada. Y no cambiaba nada. Nunca cambiaba nada.
Se echó a llorar. La ayudamos a sentarse en un banco cercano. Mi hermano se alejó y leyó los nombres de las lápidas. Yo miré a mi madre y me marché en busca de mi hermano.
—Mamá sigue llorando —dije—. ¿No deberíamos hacer algo?
—No pasa nada —contestó—. Ha venido para eso.
—Ya —dije, pero un sollozo escapó de mi garganta—, yo también tengo ganas de llorar.
Mi hermano Harold me rodeó con el brazo.
—Fíjate en esta vieja lápida negra —dijo—. Cómo está tallada. Se ve el cambio de la moda también en los sepulcros… como en todo lo demás.
Por aquel entonces empecé a soñar con mi padre. No con el padre robusto de mi infancia, el hombre apuesto de piel rubicunda y saludable y ojos castaños y bigote y pelo con raya en medio. Mi padre muerto. Lo llevábamos a casa desde el hospital. Se sobreentendía que había vuelto de la muerte. Y eso era un hecho asombroso y feliz. Por otro lado, se lo veía atroz y misteriosamente deteriorado o, para ser más exactos, estropeado y sucio. Estaba muy amarillento y debilitado por la muerte, no existía la menor garantía de que no fuera a morir pronto otra vez. Él parecía consciente de eso y toda su personalidad había cambiado. Estaba irascible e impaciente con todos nosotros. Intentábamos ayudarlo de una manera u otra, esforzándonos por llevarlo a casa, pero cada vez algo nos lo impedía, algo que teníamos que resolver, una maleta maltrecha que se había abierto, algún problema mecánico, él tenía coche, pero no arrancaba o el coche era de madera, algo relacionado con su ropa, toda le venía grande y se quedaba enganchada a la puerta. En una versión, estaba vendado de la cabeza a los pies y, cuando intentamos levantarlo de la silla de ruedas para meterlo en un taxi, el vendaje empezó a desenrollarse y quedó atrapado en los radios de una rueda de la silla. Su actitud nos parecía poco razonable. Mi madre observaba con tristeza y trataba de convencerlo para que cooperara.
Ése era el sueño. No se lo conté a nadie. Una vez que me desperté gritando, mi hermano encendió la luz. Quiso saber qué había soñado pero fingí que no me acordaba. Me sentía culpable por soñar aquel sueño. También me sentía culpable en el propio sueño porque mi padre, encolerizado, sabía que no queríamos vivir con él. En el sueño aparecíamos llevándolo a casa, o intentándolo, y aun así entre nosotros se daba por sobreentendido que viviría solo. Era un ser abandonado que había vuelto de la muerte, pero nosotros lo que hacíamos era llevarlo a un sitio donde viviría solo sin la ayuda de nadie hasta volver a morir.
Llegué a un punto en el que el sueño me daba tanto miedo que me resistía a dormir. Procuraba pensar en cosas buenas de mi padre y recordarlo tal como era antes de su enfermedad. Me llamaba «compi». Hola, compi, decía cuando llegaba a casa del trabajo. Siempre quería que fuésemos a algún sitio: a la tienda, al parque o a un partido. Le encantaba pasear. Cuando iba a pasear con él, decía Echa los hombros atrás, no te encorves. Mantén la cabeza en alto y mira el mundo. ¡Camina con decisión! Cuando avanzaba por la calle, movía los hombros de un lado a otro, como si oyera un cakewalk o algo así. Tenía un andar elástico. Siempre quería saber qué había al otro lado de la esquina.
La siguiente vez que me pidieron una carta coincidió con una ocasión especial en la casa: mi hermano Harold había conocido a una chica que le gustaba y había salido con ella varias veces. La había invitado a cenar con nosotros.
Llevábamos días preparando todo: dimos a la casa un repaso general, limpiamos todo lo que había a la vista, quitamos el polvo de la cristalería y la vajilla buena acumulado por el desuso. Mi madre volvió temprano del trabajo para ponerse con la cena. Abrimos la mesa abatible en el salón y acercamos las sillas de la cocina. Mi madre vistió la mesa con un mantel blanco lavado y planchado y sacó su cubertería de plata. Era la primera celebración familiar desde la enfermedad de mi padre.
La novia de mi hermano me cayó muy bien. Era una chica delgada, con el pelo muy liso y una sonrisa imponente. Parecía excitar el aire con su presencia. Resultaba asombroso tener a una chica vivita y coleando en casa. Miró alrededor y lo que dijo fue:
—¡Vaya, nunca había visto tantos libros!
Mientras mi hermano y ella se sentaban a la mesa, mi madre trajinaba en la cocina sirviendo la comida en fuentes y yo iba de la cocina al salón, bromeando como un camarero, con un paño blanco colgado del brazo y un elegante estilo de servicio, colocando la bandeja de judías verdes en la mesa con un floreo. En la cocina, a mi madre le brillaban los ojos. Me miró y movió la cabeza en un gesto de asentimiento y, con mímica, dio a entender las palabras: «¡Encantadora!»
Mi hermano se dejó servir. Temía lo que pudiéramos decir. Una y otra vez lanzaba miradas a la chica —se llamaba Susan— para ver si gozábamos de su aprobación. Trabajaba en una compañía de seguros y hacía un curso de contabilidad en la universidad pública. Harold se sentía sometido a una gran tensión, pero al mismo tiempo estaba entusiasmado y feliz. Había comprado una botella de vino de uva Concord para acompañar el pollo asado. Levantó la copa y propuso un brindis. Mi madre dijo:
—Por la salud y la felicidad.
Y todos bebimos, también yo. En ese momento sonó el teléfono y fui a cogerlo al dormitorio.
—¿Jonathan? Soy tu tía Frances. ¿Cómo estáis?
—Bien, gracias.
—Quiero pedirte un último favor. Necesito una carta de Jack. Tu abuela está muy enferma. ¿Crees que podrás?
—¿Quién es? —preguntó mi madre desde el salón.
—Vale, tía Frances —me apresuré a responder—. Ahora tengo que dejarte, estamos cenando —y colgué el auricular.
—Era mi amigo Louie —dije al sentarme—. No sabía qué páginas de matemáticas había que repasar.
La cena fue muy bien. Harold y Susan fregaron los platos y, para cuando acabaron, mi madre y yo habíamos plegado la mesa abatible y la habíamos arrimado de nuevo a la pared y yo había barrido las migas con el cepillo mecánico. Nos sentamos, charlamos y escuchamos discos un rato; después, mi hermano acompañó a Susan a su casa. La velada había transcurrido a las mil maravillas.
Una vez, cuando mi madre no estaba en casa, mi hermano había señalado un hecho: en realidad, las cartas de Jack no eran necesarias.
—¿A qué viene este ritual? —dijo con las palmas de las manos en alto—. La abuela está casi ciega, está medio sorda y lisiada. ¿Acaso una situación así requiere realmente una composición literaria? ¿Necesita verosimilitud? ¿Notaría esa vieja la diferencia si le leyeran el listín telefónico?
—¿Y entonces por qué me lo pide la tía Frances?
—Ésa es la cuestión, Jonathan. ¿Por qué? Al fin y al cabo, ella misma podría escribir la carta, ¿qué más daría? Y si no las escribiera Frances, ¿por qué no los hijos de Frances, los estudiantes de Amherst? A estas alturas ya habrán aprendido a escribir.
—Pero no son los hijos de Jack —repuse.
—Ahí está —confirmó mi hermano—. La cuestión es el servicio. Papá se dejaba la piel consiguiéndoles cosas a precio de mayorista, consiguiéndoles gangas. Frances de Westchester necesitaba realmente cosas a precio de coste. Y la tía Molly. Y el marido de la tía Molly y el ex marido de la tía Molly. Para la abuela, si necesitaba que le hicieran un recado. Siempre lo tenían liado con algo. Nunca dieron importancia a su tiempo. Nunca pensaron que cada favor que le hacían era un favor que él tenía que devolver. Electrodomésticos, discos, relojes, porcelana, entradas para la ópera, cualquier cosa: llamemos a Jack.
—Para él era una cuestión de orgullo poder hacer algo por ellos —dije—. Demostrar que tenía contactos.
—Ya, me pregunto por qué —comentó mi hermano. Miró por la ventana.
De pronto tomé conciencia de que me estaban enredando.
—Tendrías que usar más la cabeza —dijo mi hermano.
Aun así, una vez me había comprometido a escribir otra carta desde el desierto y cumplí. Se la envié a la tía Frances. Unos días más tarde, cuando llegué del colegio, me pareció verla sentada en su coche delante de casa. Estaba al volante de un Buick Roadmaster negro, un automóvil muy grande y limpio con neumáticos de banda blanca. En efecto, aquella mujer era la tía Frances. Dio un bocinazo al verme. Me acerqué y me agaché junto a la ventanilla.
—Hola, Jonathan —dijo—. No tengo mucho tiempo. ¿Puedes subir al coche?
—Mamá no está en casa —contesté—. Está en el trabajo.
—Ya lo sé. He venido para hablar contigo.
—¿Quieres entrar en casa?
—No puedo, tengo que volver a Larchmont. ¿Puedes subir un momento, por favor?
Subí al coche. Mi tía Frances era una mujer guapa de pelo cano, elegantísima, vestía con buen gusto. A mí siempre me había caído bien y, desde niño, se complacía en decir a la gente que parecía más hijo de ella que de Jack. Llevaba guantes blancos y, mientras hablaba, tenía las manos en el volante y miraba al frente, como si el coche estuviera circulando y no estacionado junto al bordillo.
—Jonathan —dijo—, ahí está tu carta, en el asiento. Huelga decir que no se la he leído a la abuela. Te la devuelvo y no diré nunca una sola palabra a nadie. Esto es un asunto entre tú y yo. No esperaba tal crueldad de tu parte. No imaginaba que fueras capaz de un acto tan intencionadamente cruel y perverso.
Callé.
—Tu madre alberga un gran resentimiento y ahora veo que te ha envenenado a ti con él. Siempre ha guardado rencor a la familia. Es una persona muy obstinada, muy egoísta.
—No es verdad —repliqué.
—No esperaba que estuvieras de acuerdo. Volvió loco al pobre Jack con sus exigencias. Siempre andaba con las más altas aspiraciones y él nunca era capaz de realizarlas a la entera satisfacción de ella. Cuando Jack aún conservaba la tienda, tenía en plantilla al hermano de tu madre, bebedor empedernido. Después de la guerra, cuando empezó a ganar un poco de dinero, tuvo que comprar a Ruth una chaqueta de visón porque ella quería una a toda costa. Él tenía deudas, pero ella no podía pasar sin su visón. Mi hermano era una persona muy especial, debería haber logrado algo especial, pero quería a tu madre y consagró su vida a ella. Y a ella lo único que le preocupaba era no ser menos que el vecino.
Observé el tráfico que circulaba por Grand Concourse. Unos cuantos niños esperaban en la parada del autobús de la esquina. Habían dejado los libros en el suelo y hacían el ganso por allí.
—Lamento tener que rebajarme a esto —dijo la tía Frances—. No me gusta hablar de la gente así. Si no tengo nada bueno que decir sobre alguien, prefiero no decir nada. ¿Cómo está Harold?
—Bien.
—¿Te ayudó él a escribir esta maravillosa carta?
—No.
Tras un momento preguntó con tono menos severo:
—¿Cómo os va?
—Bien.
—Os invitaría a reuniros con nosotros en Pascua, pero no creo que a tu madre le guste la idea.
No contesté.
Puso el motor en marcha.
—Me despido ya, Jonathan. Coge tu carta. Espero que dediques un tiempo a pensar en lo que has hecho.
Esa tarde, cuando mi madre llegó a casa del trabajo, vi que no era tan guapa como la tía Frances. Hasta entonces había creído que mi madre era una mujer atractiva, pero en ese momento vi que le sobraban algunos kilos y lucía un peinado anodino.
—¿Por qué me miras? —preguntó.
—No te miro.
—Hoy me he enterado de algo interesante —dijo mi madre—. Puede que tengamos derecho a una pensión de veterano de guerra por el tiempo que tu padre pasó en la Marina.
Eso me cogió por sorpresa. Nadie me había contado que mi padre hubiese servido en la Marina.
—En la Primera Guerra Mundial —explicó ella— estuvo en la Academia Naval de Webb, a orillas del río Harlem. Se preparaba para ser alférez, pero terminó la guerra y no llegaron a asignarle destino.
Después de la cena, los tres registramos los armarios en busca de la documentación de mi padre con la esperanza de encontrar una prueba que pudiera presentarse a la Administración de Veteranos. Dimos con dos cosas, una Medalla de la Victoria, que según mi hermano recibieron todos por su servicio en la Gran Guerra, y una sorprendente foto en sepia de mi padre y sus compañeros de tripulación en la cubierta de un barco. Vestían pantalón de pata ancha y camisetas e iban armados con fregonas y baldes, escobas y cepillos.
—No sabía nada de esto —dije sin poder evitarlo—. No sabía nada de esto.
—Lo que pasa es que no te acuerdas —señaló mi hermano.
Reconocí a mi padre. Estaba al final de la fila, un chico delgado, guapo, con una espesa mata de pelo, bigote y un semblante risueño e inteligente.
—Tenía un chiste —contó mi madre—. Al buque escuela lo llamaban SS Estreñimiento, porque nunca se movía.
Ni la fotografía ni la medalla eran prueba de nada, pero mi hermano pensó que tenía que haber una copia de la hoja de servicios de mi padre en algún lugar de Washington y que todo se reducía a averiguar cómo localizarla.
—La pensión no sería gran cosa —dijo mi madre—, veinte o treinta dólares, pero, desde luego, ayudaría.
Cogí la fotografía de mi padre y sus compañeros de tripulación y la apoyé contra la lámpara de mi mesilla de noche. Examiné su rostro juvenil e intenté relacionarlo con el padre al que conocía. Miré la foto un buen rato. Sólo poco a poco mi mirada estableció el vínculo entre ella y la colección de Grandes Novelas del Mar dispuesta en el estante inferior de la librería, a pocos metros de mí. Mi padre me había regalado esa colección a mí: todos los libros estaban encuadernados en verde con letras doradas e incluían obras de Melville, Conrad, Victor Hugo y el capitán Marryat. Y, sobre los libros, encajonado bajo el estante alabeado superior, estaba su antiguo catalejo, en el estuche de madera de cierre metálico. Pensé en lo estúpido, poco perspicaz y egocéntrico que había sido para no ver, en vida de mi padre, cuál era el sueño de su vida.
Por otro lado, había escrito en mi última carta desde Arizona — la que tanto había enfadado a la tía Frances— algo que podía permitirme, a mí, el escritor de la familia, juzgarme con menos severidad. Concluiré reproduciendo aquí la carta íntegramente.
Querida mamá:
Ésta será la última carta que te escribo, porque el médico me ha dicho que me muero.
He hecho un buen negocio con la venta de la tienda y envío a Frances un cheque de cinco mil dólares para que lo ingrese en tu cuenta. Un regalo para ti, Mamaleh. Que Frances te enseñe la libreta de ahorros.
En cuanto al carácter de mi mal, los médicos no me han dicho qué es, pero me consta que sencillamente me muero por una vida equivocada. Nunca debería haber venido al desierto. No es el lugar para mí.
He pedido a Ruth y los chicos que incineren mi cuerpo y esparzan las cenizas en el mar.
Tu hijo que te quiere,
JACK
Traducción de Carlos Milla Soler e Isabel Ferrer Marrades
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