Una mañana de verano, hace ciento cincuenta años, un joven hacendado danés y su mujer salieron a dar un paseo por sus tierras. Hacía una semana que se habían casado. No les había sido sencillo casarse, ya que la familia de la mujer pertenecía a una clase social más elevada y más rica que la del marido. Pero los dos jóvenes, ahora de veinticinco y diecinueve años, se habían mantenido firmes en su propósito durante diez años; al final, los orgullosos padres de ella habían tenido que claudicar.
Eran maravillosamente felices. Los encuentros furtivos y las llorosas y secretas cartas de amor pertenecían ahora al pasado. Se habían unido ante Dios y ante los hombres; podían ir del brazo a la luz del día y viajar en el mismo carruaje, y pasearían y viajarían de este modo hasta el final de sus días. Su lejano Paraíso había descendido a la tierra y se había revelado sorprendentemente lleno de cosas de la vida diaria: con bromas y gracias, desayunos y cenas, perros, heno y ovejas. Sigismund, el joven marido, se había prometido a sí mismo que en adelante no habría ninguna piedra en el sendero de su esposa, ni lo oscurecería sombra alguna. Lovisa, la esposa, sentía que ahora, cada día y por primera vez en su joven vida, se movía y respiraba en perfecta libertad porque no tenía secretos con su marido.
Para Lovisa —a quien su marido llamaba Lise—, el ambiente rústico de su nueva vida era motivo de asombro y placer. El temor de su marido de que la existencia que podía ofrecerle no fuese bastante buena para ella le llenaba de risa el corazón. No hacía mucho tiempo que había jugado con muñecas; como ahora se peinaba, revisaba el armario de la ropa blanca y ordenaba sus flores ella sola, vivía otra vez una experiencia amable y encantadora: una lo hacía todo con gravedad e interés, y, sin embargo, sabía que estaba jugando.
Fue una deliciosa mañana de julio. Un rebaño de nubecillas algodonosas se desplazaba por el cielo; el aire estaba lleno de dulces fragancias. Lise se había puesto un vestido de muselina blanca y un amplio sombrero italiano de paja. Ella y su marido se adentraron por un sendero del parque; serpeaba por los prados, entre pequeños bosquecillos y arboledas, hasta el prado de las ovejas. Sigismund le iba a enseñar a su esposa sus ovejas. Por esta razón, ella no llevaba consigo su perrito blanco, Bijou, ya que podía ladrar a las ovejas y espantarlas, o molestar a los perros pastores. Sigismund estaba orgulloso de sus ovejas; había estudiado la cría de ganado en Mecklenburg y en Inglaterra, y había regresado con carneros Costwold con los que pretendía mejorar su ganado danés. Mientras caminaban, le explicaba a Lisa las grandes posibilidades y las dificultades de su plan.
Ella pensaba: «¡Qué listo es, qué cantidad de cosas sabe!»; y al mismo tiempo: «¡Qué persona más absurda es con sus ovejas! ¡Y qué niño! Soy cien veces mayor que él».
Pero cuando llegaron al redil, el viejo pastor Mathias los recibió con la triste noticia de que uno de los corderos ingleses se había muerto y que otros dos estaban enfermos. Lise vio que estas novedades apesadumbraban a su marido; mientras él interrogaba a Mathias sobre el asunto, ella guardó silencio y se limitó a apretarle el brazo suavemente. Enviaron a un par de zagales a traer los corderos enfermos, mientras amo y criado entraban en los detalles del caso. Tardaron un poco.
Lise empezó a mirar en torno suyo y a pensar en otras cosas. Por dos veces, sus propios pensamientos la hicieron ruborizarse intensa y felizmente como una rosa; luego, el rubor se le fue disipando poco a poco, mientras los dos hombres seguían hablando de las ovejas. Después, su conversación atrajo la atención de ella. Había derivado hacia un ladrón de ovejas.
Este ladrón, durante los últimos meses, había entrado como un lobo en los apriscos de la vecindad. Mataba y se llevaba sus presas como un lobo y, como un lobo, se marchaba sin dejar rastro alguno. Hacía tres noches le habían sorprendido in fraganti, un pastor y su hijo, en una finca que estaba a diez millas. El ladrón había matado al hombre y había dejado sin sentido al muchacho, consiguiendo escapar. Se enviaron hombres a todas partes para cogerle, pero no le encontraron.
Lise quiso saber más sobre el horrible acontecimiento, y para satisfacerla, el viejo Mathias lo contó todo otra vez. Había habido una larga lucha en el aprisco; en muchos sitios, el suelo de tierra estaba manchado de sangre. En la lucha el ladrón se había roto el brazo izquierdo; con todo, había saltado una cerca bastante alta con un cordero a la espalda. Mathias añadió que le gustaría ahorcar al asesino con estas dos manos, y Lise asintió gravemente en aprobación. Recordó el lobo de Caperucita Roja, y un agradable escalofrío le recorrió la espina dorsal.
Sigismund tenía sus corderos en el pensamiento, pero se sentía demasiado feliz para desearle mal a nadie en el universo. Un minuto después dijo:
—¡Pobre diablo!
Lise exclamó:
—¿Cómo puedes sentir lástima de un hombre terrible? ¡Verdaderamente, la abuela tenía razón cuando dijo que eres un revolucionario y un peligro para la sociedad! —el pensamiento de la abuela y las lágrimas de los días pasados volvieron otra vez a la memoria de ella desde la historia espantosa que acababa de oír.
Los zagales trajeron los corderos enfermos y los hombres empezaron a examinarlos con atención, levantándolos y tratando de ponerlos de pie; los presionaban aquí y allá y hacían lloriquear a las pequeñas criaturas. Lise se encogía ante este espectáculo, y su marido se dio cuenta de su malestar.
—Vete a casa, cariño —dijo—; esto me entretendrá un rato. Pero ve despacio; así te alcanzaré.
De modo que era rechazada por un marido impaciente, para quien sus ovejas importaban más que su mujer. Si había una experiencia más dulce que la de que la llevara a ver ovejas, era ésta. Dejó caer en la hierba su ancho sombrero de verano con cintas azules y le dijo que se lo llevase él, que quería sentir el aire del verano en la frente y en el pelo. Echó a andar despacio, como Sigismund le había pedido, ya que quería obedecerle en todo. Mientras caminaba, experimentó la dicha nueva de sentirse completamente sola, sin siquiera Bijou. No recordaba en toda su vida haber estado completamente sola. El paisaje a su alrededor estaba en silencio, como lleno de promesas, y era suyo. Incluso las golondrinas que cruzaban en el aire eran suyas, pues le pertenecían a él, y él era suyo.
Siguió la curva del lindero del bosquecillo y un minuto o dos después descubrió que había perdido de vista a los hombres junto al aprisco. ¿Qué más dulce, se preguntó, que andar por el sendero en la alta hierba de los prados floridos, despacio, muy despacio, y dejar que su marido la alcanzase allí? Más delicioso aún sería, pensó, entrar furtivamente en la arboleda y desaparecer, desvanecerse de la superficie de la tierra de él cuando, cansado de las ovejas y deseoso de la compañía de ella, asomase por la curva del sendero con ánimo de alcanzarla.
De pronto, le vino una idea: se detuvo a pensarla.
Hacía unos días, su marido salió a dar un paseo a caballo y ella no había querido acompañarle; se había quedado a deambular con Bijou, a fin de explorar sus dominios. Entonces Bijou, correteando, la había llevado directamente al bosquecillo. Lo había seguido, abriéndose paso suavemente entre los arbustos, y había descubierto en medio, de repente, un calvero, un espacio estrecho como una pequeña oquedad, con cortinajes de espeso verde y dorados brocados, lo bastante espacioso como para que cupiesen dos o tres personas. En aquel momento le había dado la impresión de que entraba en el corazón mismo de su nuevo hogar. Si lograba dar con ese sitio otra vez, se quedaría completamente quieta allí, oculta de todo el mundo. Sigismund la buscaría en todas direcciones; no podría comprender qué había sido de ella durante un minuto, durante un breve minuto… O quizá, si era lo bastante firme y cruel, durante cinco… Se daría cuenta del vacío, de lo insoportablemente triste y horrible que sería el universo cuando ella no estuviera ya en él. Observó con atención el bosquecillo a fin de localizar el acceso al escondite, y luego se internó.
Se tomaba todos los cuidados para no hacer ningún ruido, de modo que avanzaba muy despacio. Cuando se le enganchaba una ramita en los volantes de su amplia falda, la desprendía de la muselina con cuidado para no romperla. Una de las veces se le enredó una rama en uno de los dorados bucles del cabello, y se detuvo a soltársela con los brazos levantados. Un poco más en el interior, el suelo del bosquecillo estaba húmedo; sus pasos ligeros dejaron de producir ruido. Con una mano se sujetaba un pequeño pañuelo en los labios, como subrayando el sigilo de su marcha. Encontró el lugar que buscaba y se agachó para apartar el follaje y abrir un acceso al silvestre recinto. Entonces se le enganchó el borde del vestido en un pie, y se detuvo a soltárselo. Al incorporarse, sus ojos se enfrentaron con la cara de un hombre que ocupaba ya el refugio.
Estaba de pie, a dos pasos. Sin duda había estado observándola mientras ella se abría paso directamente hacia él.
Lise lo abarcó con una simple mirada. Tenía la cara contusionada y arañada, las manos y las muñecas manchadas de una suciedad negruzca. Estaba vestido con harapos, descalzo, con andrajos enrollados en torno a los tobillos desnudos. Los brazos le colgaban a ambos lados, y la mano derecha apretaba el puño de un cuchillo. Tendría la edad de ella. El hombre y la mujer se miraron.
Este encuentro en el bosque transcurrió de principio a fin sin que mediase una sola palabra; lo que sucedió sólo podría expresarse con una pantomima. Para los dos actores de dicha pantomima fue eterna; según el reloj, duró cuatro minutos.
Lise jamás se había expuesto a ningún peligro. No se le ocurrió evaluar su situación ni calcular el tiempo que podrían tardar en venir su marido o Mathias, a quien en este momento oía gritarles a sus perros. Lise miraba al hombre que tenía ante sí como si viese un espectro del bosque: la aparición misma, no sus consecuencias, es lo que cambia el mundo para el ser humano que la afronta.
Aunque no apartó los ojos de la cara que tenía delante, notó que el calvero se había convertido en un refugio. En la hierba, un par de sacos formaban un lecho; a su alrededor había huesos roídos. Sin duda había encendido un fuego durante la noche, porque había cenizas esparcidas por el suelo.
Al cabo de un rato se dio cuenta de que el hombre la observaba del mismo modo que ella le observaba a él. Ya no se disponía a perseguirla, ni a contraerse para saltarle encima; sino que pensaba, trataba de saber. Entonces Lisa se vio a sí misma con los ojos del animal salvaje acorralado en su oscuro escondite: su blanca figura acercándose con sigilo, que podía significar la muerte.
El hombre movió el brazo hasta que le colgó ante sí, entre las piernas. Sin alzar la mano, dobló la muñeca y levantó despacio el cuchillo hasta apuntar a la garganta de ella. El gesto era demente, increíble. No sonrió al hacerlo, pero se le dilataron las ventanas de la nariz y le temblaron las comisuras de la boca. Luego, despacio, devolvió el cuchillo a la funda de su cinturón.
Lisa no llevaba ningún objeto de valor encima; sólo el anillo de casada que su marido le había puesto en el dedo en la iglesia, hacía una semana. Se lo quitó, y con el movimiento se le cayó el pañuelo. Le tendió la mano con el anillo. No se lo daba a cambio de su vida. Era valerosa por naturaleza, y el horror que este hombre le inspiraba no era por lo que le pudiera hacer. Le ordenaba, le suplicaba que desapareciese como había venido; que le ahorrase a su alma la visión de su espantosa figura, que no debería estar allí. En su gesto mudo, su cuerpo joven tenía la grave autoridad de una sacerdotisa conjurando a un ser monstruoso mediante un signo sagrado.
Lentamente, el hombre extendió la mano hacia ella, su dedo tocó los de Lise, cuya mano soportó firme ese contacto. Pero el hombre no le cogió el anillo. Y al soltarlo ella, cayó al suelo igual que el pañuelo.
Los ojos de los dos lo siguieron un segundo. Rodó unas pulgadas hacia él, y se detuvo ante su pie descalzo. Con un movimiento apenas perceptible, el hombre lo alejó de un puntapié, y volvió a mirarla a la cara. Así permanecieron no sabía ella cuánto tiempo; pero sintió que durante ese lapso sucedió algo; las cosas cambiaron.
El hombre se inclinó y cogió el pañuelo. Sin dejar de mirarla, sacó el cuchillo otra vez, envolvió el minúsculo trozo de batista alrededor de la hoja. Le costó hacerlo porque tenía roto el brazo izquierdo. Mientras lo enrollaba, su rostro se fue poniendo cada vez más blanco bajo la suciedad y el tostado del sol, hasta volverse casi fosforescente. Manoteando con ambas manos, volvió a meter el cuchillo en su funda. O la funda era demasiado grande y no ajustaba al cuchillo, o la hoja estaba demasiado gastada; el caso es que entró. Durante un segundo o dos, su mirada se posó en el rostro de ella; luego alzó el rostro un poco iluminado todavía por aquel extraño resplandor, y cerró los ojos.
El gesto fue definitivo e incondicional. En este único movimiento, hizo lo que ella le había pedido que hiciese: se desvaneció, desapareció. Ella estaba libre.
Lise dio un paso atrás, sin dejar de mirar aquel rostro inmóvil, ciego, que tenía delante; luego se agachó como había hecho antes para entrar en el escondite, y se fue sigilosamente como había venido. Una vez en el exterior del bosquecillo, se detuvo y miró en torno suyo buscando el sendero del prado; lo descubrió y reemprendió el regreso.
Su marido aún no había dado la vuelta al lindero del bosquecillo. Ahora. Ahora la vio y la llamó alegremente; apretó el paso y se unió a ella.
El sendero aquí era tan estrecho que él tenía que caminar detrás de Lise, sin tocarla. Empezó a explicarle lo que había pasado con los corderos. Ella iba un paso delante de él; y pensó: todo ha terminado.
Al cabo de un rato, Sigismund se dio cuenta de su silencio; se acercó, la miró a la cara y dijo:
—¿Qué te pasa?
Ella buscó en su mente algo que decir, y al final exclamó:
—He perdido el anillo.
—¿Qué anillo? —preguntó él.
Lise contestó:
—El anillo de casada.
Al oírse su propia voz pronunciar esas palabras, comprendió su significado.
Su anillo de casada. «Con este anillo», que ella había dejado caer, y al que el otro le había dado una patada, «con este anillo te hago mi esposa». Con ese anillo extraviado se había casado con algo. ¿Con qué? Con la pobreza, con la persecución, con la soledad total. Con los sufrimientos y el pecado de este mundo. «Y lo que Dios ha unido el hombre no lo debe separar».
—Ya te traeré otro —dijo su marido—. Tú y yo somos los mismos que éramos el día de nuestra boda; y lo seguiremos siendo. Somos marido y mujer hoy igual que ayer, supongo.
El rostro de Lise estaba tan impasible, que Sigismund no sabía si había oído lo que él había dicho. Le pareció que se tomaba la pérdida del anillo demasiado a pecho. Le cogió la mano y se la besó. Estaba fría; no era exactamente la misma mano que él había besado la última vez. Se detuvo a fin de que ella se detuviera con él.
—¿Recuerdas dónde lo llevabas por última vez? —preguntó.
—No —contestó ella.
—¿Tienes idea —preguntó él— de dónde puedes haberlo perdido?
—No —contestó ella—. No tengo la menor idea.
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