A Enrique Anderson Imbert
—Se acercan.
La frase se propagó como una corriente de electrones. El primer hombre hubiera tenido ya dos mil años. El segundo, mil. El tercero que la pronunció, apenas si fue escuchado.
Dos puntas galácticas, lechosas, avanzaban. Hacía más de dos mil años que se movían y desaparecían, y luego volvían a la oscuridad.
Se acostumbraron. El cosmos era un instrumental preciso, de relojería, un mecanismo perfecto, demoníaco. El choque jamás se produciría. Sobre esta idea el hombre había elaborado toda su ciencia.
A los que veían algo más que dos puntas galácticas se les consideraba enfermos. El planeta era una esfera. Se lo podía recorrer en un instante. Las estrellas no dejarían de brillar desde el otro lado, en esa misma zona oscura en que aparecían y desaparecían las puntas galácticas.
Los hombres se movían. Que unos murieran y otros nacieran, significaba muy poco en la Tierra. Los cementerios tenían menos posibilidades de existencia que las nurserys. Pero de este lado se alzaba el amor, se construían ciudades y nuevos seres poblaban la superficie. Del otro lado, las guerras parlan monstruos, proyectaban una gangrena que erosionaba la corteza terrestre. De pronto sentían un temblor, un extraño choque subterráneo. Es un terremoto cuyo epicentro está en NN. Los que se atrevían a contradecir esa verificación, pasaban a categoría de alienados.
Un día Sussy se desnudó y esperó a Roberto. Un espejo sobre el lateral izquierdo proyectaba su imagen hacia otro espejo en frente del cual trabajaba tecleando en su máquina de escribir. Roberto miró la desnudez de Sussy y se levantó para cruzar las habitaciones. En ese instante oyó un susurro, una voz cautelosa que se acercaba al cuerpo de Sussy. Extrañas ideas le sacudieron la sangre. Había llegado el momento de medir su lealtad. Aseguró la puerta y miró detenidamente el espejo para descubrir al invasor. La voz seguía susurrando y el cuerpo de Sussy, en reposo un minuto antes, comenzaba a retorcerse sobre el lecho. Temblando, Roberto corrió a la habitación de su mujer y observó que en ese instante ella comenzaba a recuperar el equilibrio.
La habitación estaba intacta, con sus puertas y ventanas cerradas herméticamente. No siendo ellos dos, nadie había llegado al lecho de Sussy. Pero Roberto también había observado que al aproximarse a Sussy el susurro se apagaba lentamente mientras ella se recuperaba.
—Sentí como un fuego —dijo Sussy—. Atravesó el vidrio. Fue una mancha que me envolvía.
Roberto abrió la ventana sobre la avenida. La noche estaba oscura, cruzada por las constelaciones. La cerró.
—Se acercan —murmuró.
Mil años después en otra escena similar, con otra Sussy y otro Roberto, se repitieron los mismos hechos. Y Roberto pensó: Los ángeles tuvieron acceso carnal con las mujeres. Y subrayó el versículo 2 del capítulo VI del Génesis: «Viendo los hijos de Dios la hermosura de las hijas de los hombres, tomaron de entre todas ellas por mujeres las que más les agradaron». Lo mismo hizo en el 4: «En aquel tiempo había gigantes sobre la Tierra; porqué después que los hijos de Dios se juntaron con las hijas de los hombres y ellas concibieron, salieron a luz estos valientes de la antigüedad que fueron varones de nombre». Luego anotó: «Estoy seguro. Son los Grandes Antiguos de Lovecraft (At The Mountaines of Madness, VII)».
En otro avatar Roberto abrió la ventana y miró hacia las estrellas. Si los ángeles eran seres asexuados —pensó en voz alta—, no podían tener acceso carnal con las mujeres. Luego, esos ángeles eran seres extraterrestres.
—Se acercan.
Transcurrieron siete mil años. Los edificios habían crecido como termómetros hacia las galaxias. Los hombres se desplazaban por el espacio con eyectores atómicos, ajustados a la espalda. Las mujeres, desnudas, se controlaban mediante píldoras de colores. Cada color significaba una función distinta. Roja la del amor. Azul la del alimento. Los cementerios también crecían bajo las luces calcinadas. Las ciudades se sumergían y buscaban espacios subterráneos. Nadie leía. Nadie sabía nada. Pero tenían una computadora portátil que les suministraba la sabiduría, la inteligencia de los siglos. (Había una limitación: los pobres no podían adquirir su computadora. Se hacinaban en los portones, en frente de los comercios electrónicos, para intercambiar ideas y detectar noticias lejanas).
Para escribir, Roberto utilizaba una máquina de micro-circuitos. Hablaba y la voz quedaba inscripta, dibujada en el papel. Un día, sobre la lámina del espejo, vio el cuerpo desnudo de Sussy, una imagen que se retorcía. Corrió hacia el dormitorio y abrió la puerta. El susurro no había desaparecido. Se hacía más intenso. Sussy gritaba. Cuando quiso avanzar giraron los objetos y dos puntas lechosas, aceradas, penetraron en el edificio.
—¡Se acercan! ¡Se acercan!
Apenas pudo pensarlo. El susurro era tan fuerte como una carcajada. Acaso fuera una carcajada y no un susurro. Después giró todo, el edificio, las calles, las estaciones subterráneas. El mundo comenzó a resquebrajarse y las computadoras enmudecieron. Después se sintió una explosión y el planeta se hizo añicos. Pero un segundo antes, desde ese mismo susurro (posiblemente dentro de esa carcajada), alguien dijo:
—Se multiplicaban y se devoraban dentro de una cabecita de alfiler. En siete millonésimas de segundo pusieron piedra sobre piedra, construyeron ciudades microscópicas y juguetes infinitesimales por donde subían y bajaban. Después aprendieron a volar. Cuando tuvieron alas y penetraron los secretos de la materia, se «arrojaron hacia arriba». Entonces apreté con mis dos uñas la cabecita de alfiler.
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