martes, 1 de octubre de 2019

Materia Gris, de Stephen King

Hacía una semana que pronosticaban el vendaval del Norte que se materializó el jueves, y a las cuatro de la tarde ya se habían amontonado veinte centímetros de nieve y no daba señales de amainar. Los cinco o seis de siempre estábamos congregados alrededor de la estufa en el «Nite-Owl» de Henry, el único bar pequeño de este lado de Bangor que permanece abierto durante las veinticuatro horas del día.

Henry no tiene mucha clientela —generalmente se limita a despachar cerveza y vino a los chicos de la Universidad— pero se las apaña y no hay un local mejor que el suyo para que los jubilados inservibles como nosotros nos reunamos e intercambiemos información acerca de los que han muerto últimamente y de cómo el mundo se va al diablo.

Esa tarde Henry estaba en la barra, y Bill Pelham, Bertie Connors, Carl Littelfield y yo estábamos encorvados alrededor de la estufa. Fuera, ni un coche se movía por Ohio Street, y los quitanieves tenían mucho trabajo. El viento arrastraba montículos que parecían la columna vertebral de un dinosaurio.

Durante toda la tarde Henry sólo había tenido tres parroquianos, y esto si contamos al ciego Eddie. Eddie tenía alrededor de setenta años y no es completamente ciego. En general, tropieza con las cosas. Viene una o dos veces por semana y se mete un pan bajo la chaqueta y se va con una expresión que parece decir: he vuelto a engañaros, estúpidos hijos de puta.

Una vez Bertie le preguntó a Henry por qué no le ponía coto a eso.

—Te lo diré —respondió Henry—. Hace algunos años la Fuerza Aérea pidió veinte millones de dólares para producir el modelo de un avión que habían diseñado. Bien, les costó setenta y cinco millones y el maldito trasto no despegó jamás. Eso sucedió hace diez años, cuando Eddie y yo éramos bastante más jóvenes, y yo voté a favor de la mujer que patrocinó aquel proyecto. El ciego Eddie votó contra ella. Y desde entonces le pago el pan.

Bertie no parecía haber entendido muy bien la historia, pero se quedó rumiándola.

En ese momento volvió a abrirse la puerta que dejó pasar una ráfaga de aire gris y frío, y entró un chico que golpeó las botas contra el piso para desprender la nieve. Lo identifiqué enseguida. Era el hijo de Richie Grenadine, y al ver su cara tuve la impresión de que acababa de pasar por un mal trance. Su nuez de Adán subía y bajaba convulsivamente y sus facciones tenían el color de un encerado viejo.


—Señor Parmalee —le dijo a Henry, mientras los ojos le giraban en las órbitas como cojinetes—, tiene que ir a casa. Tiene que llevarle la cerveza e ir a casa. Yo no me atrevo a volver. Tengo miedo.

—Calma, calma —respondió Henry, quitándose su delantal blanco de carnicero y contorneando la barra—. ¿Qué sucede? ¿Tu padre ha agarrado una mona?

Cuando dijo esto recordé que hacía bastante tiempo que Richie no visitaba el bar. Generalmente venía una vez por día para llevarse una caja de la cerveza más barata. Era un hombre alto y gordo, con carrillos que parecían lomos de cerdo y brazos como jamones. Richie siempre había sido un bebedor empedernido de cerveza pero mientras trabajaba en el aserradero de Clifton la asimilaba bien. Entonces ocurrió algo —una trozadora apiló mal la madera, o el mismo Richie preparó el accidente— y Richie abandonó el trabajo, libre y despreocupado, mientras el aserradero le pagaba la indemnización. Una lesión en la espalda. Sea como fuere, se puso espantosamente obeso. En los últimos tiempos no asomaba las narices por allí, aunque de vez en cuando veía a su hijo que venía a comprar la caja de todas las noches. Un chico simpático. Henry le vendía la cerveza, porque sabía que el muchacho se limitaba a obedecer las órdenes de su padre.

—Sí, ha agarrado una mona —asintió entonces el chico—, pero ése no es el problema. Es… es… Dios mío, qué horror.

Henry se dio cuenta de que iba a llorar, de modo que se apresuró a decir:

—Carl, ¿puedes atender un rato el negocio?

—Por supuesto.

—Ahora, Timmy, ven conmigo a la trastienda y cuéntame qué sucede.

Se fue con el chico y Carl se colocó detrás de la barra y se sentó en el taburete de Henry. Durante un tiempo nadie dijo nada. Los oíamos conversar en la trastienda: la voz profunda, pausada, de Henry, y después la atiplada de Timmy Grenadine que hablaba atropelladamente. Por fin el chico se echó a llorar y Bill Pelham se aclaró la garganta y empezó a cargar su pipa.

—Hace un par de meses que no veo a Richie —comenté.

—No has perdido nada —gruñó Bill.

—Vino… oh, a finales de octubre —manifestó Carl—. Unos días antes de Todos los Santos. Compró una caja de cerveza «Schlitz». Estaba engordando pavorosamente.

No había mucho más que agregar. El chico seguía llorando, pero al mismo tiempo hablaba. Fuera, el viento seguía aullando y ululando y la radio anunció que por la mañana tendríamos más o menos otros veinte centímetros de nieve. Estábamos a mediados de enero y me pregunto si alguien había visto a Richie desde octubre…, sin contar a su hijo, claro está.

La conversación continuó durante un largo rato, pero finalmente Henry volvió a salir con el chico. Éste se había quitado el abrigo, y en cambio Henry se había puesto el suyo. El chico comprimía un poco el pecho, como acostumbra a hacerlo la gente cuando ya ha pasado lo peor, pero tenía los ojos enrojecidos y cuando se volvía hacia alguien bajaba la vista.

Henry parecía preocupado.

—Creo que haré subir a Timmy para que mi esposa le prepare un bocadillo de queso caliente o algo parecido. Quizás a un par de vosotros no os importaría acompañarme hasta la casa de Richie. Timmy dice que su padre quiere cerveza. Me dio el dinero. —Trató de sonreír, pero sólo consiguió esbozar una mueca enfermiza y desistió del esfuerzo.

—Claro que sí —dijo Bertie—. ¿Qué marca de cerveza? Yo iré a buscarla.

—Trae la «Harrow’s Supreme» —contestó Henry—. En la trastienda tenemos algunas cajas a precio rebajado.

Yo también me levanté. Tendríamos que ir Bertie y yo. Con este tiempo la artritis de Carl se pone insoportable, y Billy Pelham ya no maneja bien el brazo derecho.

Bertie trajo las latas de «Harrow’s» embaladas en grupos de seis, y yo metí dos docenas en una caja mientras Henry llevaba al chico arriba, al apartamento del primer piso.

Bien, se puso de acuerdo con su señora y volvió a bajar, echando una mirada por encima del hombro para asegurarse de que la puerta de arriba estaba cerrada.

—¿Qué sucede? —preguntó Billy, ansiosamente—. ¿Richie le pegó una paliza al chico?

—No —respondió Henry—. Prefiero no decir nada, por ahora. Os parecería absurdo. Sin embargo, os mostraré algo. El dinero que trajo Timmy para pagar la cerveza.

Sacó del bolsillo cuatro billetes de un dólar, cogiéndolos por un ángulo, y enseguida justifiqué esta precaución. Se hallaban totalmente cubiertos por una sustancia gris, viscosa, parecida a la baba que se forma en la superficie de las conservas descompuestas. Los depositó sobre la barra con una sonrisa rara y le ordenó a Carl:

—¡No permitas que los toquen! ¡No si la mitad de lo que dice el chico es cierto!

Y se encaminó hacia el fregadero contiguo al mostrador y se lavó las manos.

Me levanté, me puse el chaquetón y la bufanda, abroché la prenda hasta arriba. Habría sido una tontería coger el coche: Richie vivía en un edificio de apartamentos situado en el extremo de Curve Street, muy cerca de allí y en el último punto que tocaba el quitanieves.

Cuando salíamos, Bill Pelham gritó a nuestras espaldas:

—No os descuidéis.

Henry hizo un gesto de asentimiento, depositó la caja de «Harrow’s» sobre la carretilla que deja junto a la puerta, y nos dispusimos a salir.

El viento era cortante como una sierra, y levanté inmediatamente la bufanda para cubrirme las orejas. Nos detuvimos un segundo en el portal mientras Bertie se calzaba los guantes. Tenía una mueca de dolor en la cara y comprendía lo que sentía. Estaba bien que los jóvenes esquiaran durante el día y pasaran la mitad de la noche corriendo carreras con esos malditos trineos aerodinámicos, pero cuando apenas pasas los setenta sin un cambio de aceite el cierzo te llega al corazón.

—No quiero asustaros, muchachos —manifestó Henry, sin perder esa sonrisa extraña, que parecía expresar asco—, pero de todas maneras os mostraré algo. Y mientras caminamos hasta allí os contaré lo que me dijo el chico…, porque quiero que lo sepáis.

Al decir esto, extrajo del bolsillo de la chaqueta una pistola calibre 45, la misma que guardaba cargada y a punto debajo de la barra desde 1958, cuando había resuelto mantener abierto el establecimiento durante las veinticuatro horas del día. No sé de dónde sacó esa pieza de artillería, pero sí sé que la única vez que la blandió delante de un asaltante, éste dio media vuelta y salió corriendo. Henry era un tipo impasible, sí señor. Un día lo vi echar a un estudiante que quiso obligarlo a canjear un cheque. El chico salió como alma que lleva el diablo.

Bien, sólo cuento esto porque Henry quería que Bertie y yo supiéramos que hablaba en serio, y vaya si lo sabíamos.

De modo que nos pusimos en marcha, encorvados como lavanderas para luchar contra el vendaval. Henry empujaba la carretilla y repetía lo que le había narrado el chico. El viento trataba de arrancarle las palabras antes de que llegaran a nosotros, pero oímos casi todo…, más de lo que nos habría gustado oír. Me alegré inmensamente de que Henry llevara su bazooka en el bolsillo de la chaqueta.

El chico pensaba que la culpable había sido la cerveza: ya sabéis cómo de vez en cuando puede haber una lata en mal estado. Insípida o maloliente o verde como las manchas de orina del calzoncillo de un irlandés. Un tipo me dijo una vez que basta un orificio insignificante para que se infiltren bacterias capaces de hacer cosas muy raras. El agujero puede ser tan minúsculo que la cerveza casi no se escurre, pero las bacterias entran igualmente. Y la cerveza es muy nutritiva para algunos de esos bichos.

Sea como fuere, el chico contó que aquella noche de octubre Richie trajo un cajón de «Golden Light», como siempre, y que se sentó a consumirla mientras Timmy hacía sus deberes.

Timmy se disponía a irse a la cama cuando le oyó decir a Richie:

—Jesús, qué asco.

Y Timmy le preguntó:

—¿Qué sucede, papá?

—La cerveza —respondió Richie—. Cielos, nunca había notado un sabor tan espantoso en la boca.

La mayoría de la gente se preguntará por qué demonios la bebió si tenía tan mal sabor, pero eso es porque la mayoría de la gente no ha visto cómo traga la cerveza Richie Grenadine. Una tarde yo estaba en la taberna de Wally y le vi ganar la apuesta más estrafalaria. Le apostó a un tipo que era capaz de beber veinte vasos de cerveza en un minuto. Ninguno de los parroquianos habituales aceptó la apuesta, pero un viajante de Montpellier puso veinte dólares sobre la barra y Richie lo copó. Bebió los veinte vasos en un minuto y aún le sobraron siete segundos…, aunque cuando salió tenía una curda fenomenal. De modo que supongo que Richie vació casi todo el contenido de la lata antes de que el cerebro le diera la alarma.

—Voy a vomitar —exclamó Richie—. ¡Cuidado!

Pero cuando llegó al inodoro ya se le había asentado en el estómago, y eso fue todo. El chico dijo que la lata olía como si algo se hubiera arrastrado dentro de ella y hubiera muerto allí. Además tenía un poco de espuma gris alrededor de la tapa.

Dos días más tarde, cuando el chico volvió de la escuela encontró a Richie sentado frente al televisor, mirando los seriales lacrimógenos de la tarde con todas las persianas bajas.

—¿Qué pasa? —preguntó Timmy, porque Richie casi nunca regresaba a casa antes de las nueve.
—Estoy viendo la TV —contestó Richie—. Hoy no tenía ganas de salir.

Timmy encendió la bombilla del fregadero, y Richie le gritó:

—¡Apaga esa maldita luz!

Timmy obedeció, sin preguntar cómo se las arreglaría para hacer sus deberes en la oscuridad.
Cuando Richie está de mal humor, nadie le pregunta nada.

—Y vete a buscarme una caja de cerveza —agregó Richie—. El dinero está sobre la mesa.

Cuando el chico volvió, su padre todavía estaba sentado en las tinieblas, aunque ahora también estaba oscuro afuera. Y había apagado el televisor. El chico empezó a asustarse…, bueno, ¿a quién no le pasaría lo mismo? Nada más que un apartamento en sombras y tu padre sentado en un rincón como un bulto.

De modo que depositó la cerveza sobre la mesa, porque sabía que a Richie no le gustaba muy fría, y cuando se acercó a su padre empezó a sentir una especie de olor a podrido, como el de un queso olvidado sobre el mostrador durante el fin de semana. Pero no hizo ningún comentario ni se sorprendió, porque el viejo nunca había sido lo que se llama una persona higiénica. En cambio se encerró en su habitación y cerró la puerta e hizo sus deberes, y al cabo de un rato oyó el ruido del televisor y el chasquido de la primera lata de la noche.

Todo siguió igual durante una o dos semanas. El chico se levantaba por la mañana e iba a la escuela y cuando volvía a casa Richie estaba frente al televisor y el dinero para la cerveza descansaba sobre la mesa.

Además, en el apartamento reinaba un olor cada vez más pestilente. Richie no levantaba nunca las persianas, y hacia mediados de noviembre le prohibió a Timmy que estudiara en su habitación. Argumentó que no soportaba la luz que se colaba por debajo de la puerta. De modo que Timmy empezó a ir a estudiar a la casa de un amigo, cerca de allí, después de comprarle la cerveza a su padre. Hasta que un día, cuando Timmy volvió de la escuela —eran las cuatro y casi era de noche— Richie le dijo:

—Enciende la luz.

El chico encendió la bombilla del fregadero, y se quedó atónito al ver que Richie estaba envuelto en una manta.

—Mira —murmuró Richie, y asomó una mano de debajo de la manta. Pero no era en absoluto una mano. Algo gris, fue lo único que el chico atinó a decirle a Henry. No parecía en absoluto una mano. Sólo un muñón gris.

Bien, Timmy Grenadine se asustó.

—¿Qué te sucede, papá? —preguntó. Y Richie contestó:

—No lo sé. Pero no duele. Es… casi agradable.

Entonces Timmy exclamó:

—Voy a llamar al doctor Westphail.

Y la manta empezó a temblar de un extremo a otro, como si algo abominable se estuviera estremeciendo —íntegramente— allí debajo. Y Richie siseó:

—Ni en sueños. Si lo haces te tocaré y terminarás así. —Y apartó fugazmente la manta de su rostro.
Ya estábamos en la intersección de Harlow y Curve Street, y yo tenía más frío que el que marcaba, cuando salimos, el termómetro de la Orange Crush adosado a la pared de Henry. Nadie quiere creer este tipo de cosas, y sin embargo hay fenómenos muy extraños en el mundo.

Una vez conocí a un tipo llamado George Kelson, que trabajaba en el Departamento de Obras Públicas de Bangor. Había pasado quince años reparando tuberías de agua y cables de electricidad y cosas parecidas, hasta que un día renunció, sencillamente, dos años antes de jubilarse. Frankie Haldeman, que era amigo suyo, contó que un día George bajó a una alcantarilla de Essex, bromeando y riendo como de costumbre, y que quince minutos después volvió a salir con el cabello blanco como la nieve y con los ojos desorbitados como si hubiera espiado por una ventana que comunicaba con el infierno. Fue directamente al garaje del Departamento de Obras Públicas y marcó su tarjeta en el reloj y se marchó a la taberna de Wally y empezó a beber. El alcohol había acabado con él dos años más tarde. Frankie intentó sonsacarle algo, pero George sólo habló una vez, un día en que estaba excepcionalmente borracho. Giró sobre su taburete, y le preguntó a Frankie Haldeman si alguna vez había visto una araña grande como un perro de buen tamaño, sentada en una tela llena de gatitos y otros animales parecidos envueltos en hilo de seda. Bien, ¿qué podía contestarle? No digo que eso es cierto, pero lo que sí digo es que en los recovecos del mundo hay cosas que podrían enloquecer a cualquiera que se encontrase cara a cara con ellas.

De modo que nos detuvimos un minuto en la esquina, a pesar del viento que soplaba calle arriba.
—¿Qué vio? —inquirió Bertie.

—Dijo que siguió viendo a su padre —respondió Henry—, pero que parecía sepultado en gelatina gris… y que estaba como apelmazado. Agregó que sus ropas asomaban fuera de la piel y desaparecían dentro de ella, como si se hubieran fusionado a su cuerpo.

—Dios bendito —exclamó Bertie.

—Después volvió a cubrirse inmediatamente y le gritó al chico que apagara la luz.

—Como si fuera un hongo —comenté.

—Sí —asintió Henry—. Más o menos así.

—Conserva la pistola al alcance de la mano —murmuró Bertie.

—Sí, eso es lo que haré. —Dicho lo cual empezamos a caminar por Curve Street.

El edificio donde Richie Grenadine tenía su apartamento estaba casi en la cresta de la colina, y era uno de esos grandes monstruos Victorianos que los magnates de la madera y el papel construyeron a principios de siglo. Ahora casi todos ellos han sido reformados y los han dividido en apartamentos. Cuando Bertie recuperó el aliento, nos informó que Richie vivía en el segundo piso, bajo aquel gablete que sobresalía como una ceja. Me arriesgué a preguntarle a Henry qué le había sucedido al chico después de aquel episodio.

Aproximadamente en la tercera semana de noviembre, el chico volvió una tarde y descubrió que Richie ya no se conformaba con bajar las persianas. Había clavado mantas sobre todas las ventanas del apartamento. Además olía cada vez peor…, con una especie de fetidez pegajosa, como la que despide la fruta cuando la hace fermentar la levadura.

Más o menos una semana después, Richie le ordenó al chico que empezara a calentarle la cerveza sobre la estufa. ¿Te imaginas la situación? El chico a solas en ese apartamento mientras su padre se convertía en… bueno, en algo… y calentándole la cerveza y escuchando después como él… o eso… la bebía con un atroz gorgoteo, como cuando un viejo sorbe su papilla. ¿Puedes imaginártelo?

Y todo había continuado así hasta ese día, cuando las clases terminaron más temprano a causa de la tormenta.

—El chico volvió directamente a casa —explicó Henry—. En el rellano de arriba no había luz (el chico sostiene que su padre debió de escurrirse afuera una noche para romper la bombilla) de modo que tuvo que ir a tientas hasta la puerta. Bueno, oyó que algo se movía adentro, y de pronto se le ocurrió pensar que no sabía a qué se dedicaba su padre durante el día, en la semana. Hacía casi un mes que no le veía moverse de la silla, pero en algún momento debía abandonarla para dormir e ir al baño.

»En el centro de la puerta hay una mirilla, que teóricamente debería tener una traba por dentro, para cerrarla, pero que está rota desde que ellos viven allí. De modo que el chico se deslizó hasta la puerta con mucho sigilo, y empujó la mirilla un poco con el pulgar, y pegó el ojo a la abertura.

Ya estábamos al pie de la escalinata de entrada y la casa se alzaba sobre nosotros como una cara alta, repulsiva, cuyos ojos eran las ventanas del segundo piso. Miré hacia arriba y ciertamente las dos ventanas estaban negras como boca de lobo. Como si alguien las hubiera cubierto con mantas o las hubiera pintado.

—Tuvo que dejar pasar un minuto para que su ojo se acostumbrara a la penumbra. Hasta que por fin vio un gran bulto gris, que no tenía ninguna semejanza con un hombre, y que se arrastraba por el suelo, dejando atrás un rastro de una sustancia gris y pegajosa. Y después estiró un brazo, o algo que hacía las veces de brazo, y desprendió una tabla de la pared. Y extrajo un gato. —Henry se interrumpió brevemente. Bertie se golpeaba las manos, una contra otra, y en la calle hacía un frío de mil demonios, pero todavía ninguno de nosotros estaba preparado para subir—. Un gato muerto —prosiguió Henry—, que se había podrido. El chico dijo que parecía hinchado y rígido… infestado de diminutas formas blancas reptantes…

—Basta —susurró Bertie—. Por el amor de Dios.

—Y después su padre se lo comió.

Intenté tragar y sentí un sabor grasiento en la garganta.

—Fue entonces cuando Timmy echó la mirilla —concluyó Henry en voz baja—. Y echó a correr.
—No creo que pueda ir allí —balbuceó Bertie. Henry permaneció callado. Se limitó a mirarnos alternativamente a Bertie y a mí.

—Creo que lo mejor será que subamos —manifesté—. Tenemos la cerveza de Richie.

Bertie no contestó, así que subimos por la escalinata y entramos en el zaguán. Lo olí enseguida.

¿Sabéis cómo huele una fábrica de sidra en verano? Es imposible hacer desaparecer el olor de las manzanas, pero en otoño dicho olor es agradable, porque tiene un dejo ácido e intenso que hace cosquillear la nariz. Pero en verano resulta repugnante, y este olor era idéntico a aquel otro, aunque un poco peor.

En el zaguán de entrada estaba encendida una bombilla, amarilla, mortecina y encerrada en una tulipa de vidrio esmerilado, que proyectaba un resplandor tan difuso como el suero de manteca. Y la escalera subía envuelta en un manto de sombras.

Henry detuvo la carretilla, y mientras él levantaba la caja de cerveza yo pulsé el interruptor situado al pie de la escalera que controlaba la luz del primer rellano. Pero tal como había dicho el chico, no funcionaba.

Bertie balbuceó:

—Yo cargaré la cerveza. Tú te harás cargo de la pistola.

Henry no discutió. Entregó la caja y empezamos a subir: Henry a la cabeza, después yo, y Bertie en la retaguardia con la caja en brazos. Cuando llegamos al rellano del primer piso, la pestilencia era mucho más fuerte. Manzanas podridas, todas fermentadas, y acompañándolas, insidiosamente, un hedor aún más mefítico.

Cuando vivía en Levant hubo una época en la que tuve un perro llamado Rex, un buen chucho pero muy torpe para esquivar los coches. Una tarde, mientras yo estaba en el trabajo, lo atropelló un coche y se arrastró debajo de la casa y murió allí. Dios mío, qué fetidez. Tuve que acabar metiéndome yo también abajo para sacarlo con una estaca. El segundo hedor se parecía a ése: infestado de moscas y pútrido y tan inmundo como una mazorca de maíz descompuesta.

Hasta ese momento había seguido pensando que tal vez se trataba de una broma extravagante, pero entonces me di cuenta de que no lo era.

—Santo cielo, ¿por qué los vecinos no echan a Richie? —exclamé.

—¿Qué vecinos? —preguntó Henry, y volvió a esbozar esa sonrisa extraña.

Miré en torno y vi que el pasillo tenía un aspecto polvoriento y abandonado, y que las puertas de los tres apartamentos del primer piso estaban cerradas y clausuradas.

—Me pregunto quién es el casero —murmuró Bertie, apoyando la caja sobre el poste de la baranda mientras recuperaba el aliento—. ¿Gaiteau? Me sorprende que no le desaloje.

—¿Quién crees que se atrevería a subir allí para expulsarlo? —preguntó Henry—. ¿Tú?

Bertie no contestó.

Finalmente empezamos a subir el último tramo de escalera, que era aún más angosto y empinado que el anterior. También hacía más calor. A juzgar por el ruido, todos los radiadores de la casa estaban crujiendo y siseando. El olor era nauseabundo y empecé a tener la impresión de que alguien me revolvía las tripas con una vara.

Arriba nos encontramos con un corto pasillo y con una puerta en cuyo centro había una pequeña mirilla.

Bertie lanzó una exclamación ahogada y susurró:

—¡Mirad por dónde estamos caminando!

Miré hacia abajo y vi la sustancia pegajosa que cubría el suelo del corredor. Aparentemente allí había habido una alfombra, pero la baba gris la había corroído.

Henry se acercó a la puerta y nosotros le seguimos. Ignoro lo que sentía Bertie, pero yo temblaba como una hoja. Sin embargo, Henry no vaciló en ningún momento. Levantó la pistola y golpeó la puerta con la culata.

—¿Richie? —exclamó, y su voz no dejó traslucir ni una pizca de miedo, a pesar de que sus facciones tenían una palidez mortal—. Soy Henry Parmalee del «Nite-Owl». Te he traído tu cerveza.

Nadie contestó nada durante más o menos un minuto, y por fin una voz dijo:

—¿Dónde está Timmy? ¿Dónde está mi hijo?

Casi eché a correr en ese mismo momento. La voz no era ni remotamente humana. Tenía un timbre raro y bajo y gorgoteante, como si quien la producía estuviera hablando con la boca llena de sebo.

—Está en mi tienda, alimentándose decorosamente —respondió Henry—. Está flaco como un gato vagabundo, Richie.

Durante un rato no se oyó nada, y luego nos llegaron unos horribles chasquidos húmedos, como los que podría producir un hombre calzado con botas de goma al caminar por el limo. Después la misma voz deteriorada habló desde el otro lado de la puerta.

—Abre la puerta y empuja la cerveza por la rendija —ordenó—. Pero antes arranca las anillas de las latas. Yo no puedo hacerlo.

—Enseguida —asintió Henry—. ¿Cómo te encuentras, Richie?

—¡Eso no te interesa! —respondió la voz, con sobrecogedora vehemencia—. ¡Lo único que tienes que hacer es empujar la cerveza e irte!

—Ya no te conformas con los gatos muertos, ¿verdad? —prosiguió Henry, con tono compungido. Ahora no sostenía la pistola por el cañón, sino por la culata.

Y de pronto, con un chispazo de lucidez, asocié los datos como ya lo había hecho Henry, quizá desde el momento mismo en que Timmy le había contado su historia. Cuando lo recordé, las miasmas de descomposición y podredumbre parecieron atacar con redoblada intensidad mis fosas nasales. Durante las últimas tres semanas habían desaparecido en la ciudad dos chicas y un viejo borracho que acostumbraba a asilarse en el albergue del Ejército de Salvación. Las tres desapariciones se habían producido por la noche.

—Empuja la cerveza o saldré a buscarla —dijo la voz. Henry hizo una seña para que nos replegáramos, y obedecimos.

—Creo que eso será lo mejor, Richie. —Amartilló la pistola.

No pasó nada, por lo menos durante un largo rato. En verdad, empecé a pensar que todo había concluido. Entonces la puerta se abrió tan repentinamente y con tanta violencia que realmente se combó antes de chocar contra la pared. Y salió Richie.

Transcurrió un segundo, sólo un segundo antes de que Bertie y yo echáramos a correr escaleras abajo como chiquillos, saltando de cuatro en cuatro los escalones, para salir por fin a la acera cubierta de nieve, resbalando y patinando.

Mientras bajábamos oímos que Henry disparaba tres veces, y los estampidos retumbaron como granadas de mano en los pasillos cerrados de esa casa vacía y maldita.

Lo que vimos en ese lapso de uno o dos segundos me acompañará durante toda una vida…, o durante lo que me quede de ella. Fue una descomunal onda de gelatina gris, de gelatina con forma de hombre, que dejaba un rastro viscoso tras de sí.

Pero eso no fue lo peor. Sus ojos eran chatos y amarillos y alucinados, sin el menor atisbo de alma humana. Y no eran sólo dos. Había cuatro, y a lo largo del centro de la mole, entre los dos pares de ojos, se extendía una línea blanca, fibrosa, a través de la cual asomaba una especie de carne rosada palpitante, como cuando se abre un tajo en la barriga de un cerdo.

Se estaba dividiendo, ¿entendéis? Se estaba dividiendo en dos.

Bertie y yo no cambiamos una palabra mientras volvíamos a la tienda. Ignoro qué ideas cruzaban por su mente, pero sé muy bien en qué pensaba yo: en la tabla de multiplicar. Dos por dos son cuatro, cuatro por dos son ocho, ocho por dos son dieciséis, dieciséis por dos son…

Llegamos de vuelta. Carl y Bill Pelham se levantaron como impulsados por un muelle y enseguida nos acosaron con sus preguntas. Los dos nos negamos a contestar. Nos limitamos a dar media vuelta y a esperar, por si Henry salía de la nieve. Yo había llegado a la conclusión de que 32 768 por dos equivale al final de la raza humana y allí estábamos los dos reconfortados por toda esa cerveza y esperando, para comprobar qué era lo que volvía al fin. Y aquí estamos todavía.

Ojalá sea Henry. Ojalá.

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