Mi madre tenía una botella de aceite. Era una de sus posesiones más preciadas. Una hermosa botella de cristal transparente, estrecha en la base y con aristas cortadas que descomponían la luz y la llenaban de chispas de color cuando el sol se atrevía a entrar por la ventana de la buhardilla. Digo que era una de sus mejores riquezas, porque el aceite en mi país es tan imprescindible a los pobres como el pan. Pan, aceite y sal son un alimento delicioso, sobre todo si el pan es duro. Se echa un chorrito fino sobre una rebanada de pan, y el pan lo bebe ansioso. Después se espolvorea con la sal y es una merienda exquisita para chiquillos de la edad que yo tenía, y que son tan pobres como yo era. Con una lechuga, un tomate, una cebolla, un poquito de aceite y un poquitín de vinagre se hace una ensalada que puede ser comida o cena, y que mata el calor de agosto. Se fríe con ello cuando hay algo que freír, alumbra en las noches largas, y si se mezcla con partes iguales de petróleo sirve muy bien para engrasar la máquina de coser. El aceite de máquina cuesta muy caro.
Comprenderéis por todo esto la importancia que mi madre daba a que la botella nunca estuviera vacía ni aun mediada. Casi siempre estaba completamente llena, con un color de oro que era una gloria verlo; y era inevitable verla constantemente. Desde cualquier punto de la habitación —una habitación que tenía la forma de una libra de queso cortada en cuña— la botella de aceite era como un faro pequeñito, siempre con su luz encendida. Estaba sobre una repisa en el rincón al lado de la ventana, y exactamente debajo de ella estaba la tinaja, panzuda, en barro rojo, capaz de contener el más pequeño de los cuarenta ladrones de Alí Babá. La tinaja era nuestra fuente para todos los usos. Un hombretón subía todos los lunes con una cuba al hombro y la llenaba hasta los bordes en seis viajes desde la fuente más cercana. Seiscientos sesenta escalones y una milla de camino. Mi madre le pagaba treinta céntimos, tres perras gordas. Era nuestra ración de agua para toda la semana, con excepción de la que bebíamos, que se conservaba en un botijo puesto en la ventana por el verano para que sudara el calor por los poros de su barro, y en invierno al lado de la lumbre para que el calor entrara a través de sus poros y el agua estuviera calentita.
La tinaja tenía una tapa de madera de pino que mi madre fregaba con arena y lejía hasta dejarla completamente blanca, y sobre la tapa ponía, como requisito de la limpieza, un paño blanco con su inicial bordada en la esquina que caía hacia fuera. Al lado estaba el fogón, con su fuego pequeñito de carbón de encina. Mi madre se iba al trabajo y dejaba en el hornillo el puchero de barro con el guiso cociéndose lentamente.
Mi hermano y yo, cuando no íbamos al colegio, nos quedábamos solos y amos de la habitación. Teníamos pocos juguetes y nos aburríamos mucho. Pero aquel día estábamos deseando que mi madre se marchara al trabajo.
Mi hermano había comprado una catapulta: una horquilla de hierro, dos trozos de goma fuerte atados por un extremo a las puntas de la horquilla y por el otro a una bolsita de cuero donde se podían meter hasta tres postas loberas. Y el tejado estaba lleno de gatos y gorriones. Desde la ventana de nuestra buhardilla se dominaba un horizonte inmenso de tejados y chimeneas. En cuanto mi madre se fuera, comenzaríamos la caza.
Así fue. Entre los dos arrimamos la mesa bajo la ventana y asomamos a ella medio cuerpo. Era muy divertido ver brincar a los gatos sobre las tejas, dando un maullido de sorpresa y volviéndose furiosos en busca de un enemigo invisible. Con los pájaros no teníamos fortuna. Un gorrión a veinte metros es muy difícil de dar por un tirador que no tiene más de ocho años. Cuando se nos terminó la provisión de gatos, los gorriones comenzaron a aburrirnos. Detrás de la puerta clavamos un periódico con la cabeza de un político, casi en tamaño natural, y le fusilamos concienzudamente, hasta que el periódico quedó hecho jirones. Después nos volvimos a aburrir.
El sol entraba por la ventana, y la botella de aceite era una llama amarilla con bordes azules, verdes y rojos.
—Vamos a hacer un experimento de física —le dije a mi hermano.
Se me quedó mirando muy asombrado. Yo estudiaba ya física elemental y él aún no, aunque era más de un año mayor que yo. Mi libro de física siempre le fascinaba con sus grabados. Yo seguía con mi idea:
—¿Tú conoces la ley de la densidad de los líquidos? —y como mi hermano era muy ignorante de estas cosas, tuve que explicárselo sucintamente y con mucho orgullo—. Mira, es muy sencillo. Si dos líquidos tienen la misma densidad o casi la misma, como ocurre con el agua y el vino, cuando los echas uno al otro, se mezclan. Pero cuando uno es más denso, es decir, para que me entiendas, más gordo que el otro, no se mezclan, sino que el más denso flota encima del otro. Esto pasa cuando madre pone por la noche la lamparilla. Como tú sabes, pone medio cacharro de agua y después un dedito de aceite, y en el aceite el corcho con la cerilla; pero lo que yo no sé es qué pasa si pones un barquito de papel en el aceite. Porque ya sabes que el aceite pasa a través del papel.
Uno de nuestros entretenimientos, cuando la tinaja estaba llena hasta el borde, era hacer barquitos de papel y echarlos a flotar. Mi hermano cogió la idea rápidamente.
—Entonces, ¿lo que quieres es que echemos el aceite en la tinaja? Pero, ¿y luego? Porque si madre ve el aceite en la tinaja, nos la vamos a ganar.
—¿Ves como eres tonto? —le dije yo—. Te estoy explicando la ley de la densidad de los líquidos, y no te enteras. Cuando hayamos terminado con los barcos, recogemos el aceite con el cucharón de la sopa y le volvemos a meter en la botella.
Y dicho y hecho. En la tinaja repleta de agua volcamos el litro de aceite, y luego echamos barquitos de papel que poco a poco se empapaban y se hundían. Hacíamos apuestas para ver lo que cada uno iba a durar y estábamos fascinados con nuestra invención.
Mi madre tardaría sólo una hora en volver de su trabajo, y decidimos volver a llenar la botella. El cazo de la sopa no parecía una herramienta muy adecuada para ello. Por mucho cuidado que pusiéramos, siempre embarcaba algo de agua, que se iba acumulando en el fondo de la botella. Pero a mí no me faltaban cualidades de inventor. Aquello era muy sencillo de resolver. Meteríamos la botella en una jarra y, siguiendo la ley de la densidad de los líquidos, seguiríamos rellenando la botella. Cuando estuviera llena, el aceite comenzaría a desbordar y el agua seguiría en el fondo hasta que no quedara más que agua, y todo el aceite en la jarra.
La idea era magnífica. Llegamos a recuperar tres cuartos de aceite. Pero el resto seguía ahora flotando sobre el agua de la tinaja, no ya en una capa, sino en grandes ojos que lográbamos disminuir de tamaño, pero no recoger por completo. Al final, la superficie del agua se quedó llena de ojitos amarillos diminutos. Por un tiempo mi hermano y yo, armados ambos con una cuchara, tratamos de agotar las miríadas de glóbulos. Pero el tiempo apremiaba y la tarea no se terminaba nunca. Por otra parte habíamos ensuciado todo: el agua chorreaba por la pared exterior de la tinaja y por el pie en que se sustentaba, la tapa de madera tenía manchas de aceite, el piso del rinconcito aquel que servía de cocina estaba ahora encharcado, la mesa donde habíamos puesto la jarra y la botella estaba manchada, y nuestros delantales llenos de goterones. Había que encontrar una solución rápida. La ley de la densidad de los líquidos vino nuevamente en mi ayuda.
—Ya sé cómo lo vamos a resolver —le dije a mi hermano—. Si con el tirador hacemos un agujerito en la tinaja un poquito más abajo del nivel del agua, todo el agua de encima con el aceite se sale por el agujerito y el agua que queda dentro ya no tiene aceite. Yo cojo una jarra, y tú, que eres mayor, haces el agujero y yo recojo el agua. Después tapamos el agujero con una maderita y nadie lo va a notar. Luego pasamos un trapo por el suelo y por la mesa, y ya está.
Mi hermano cargó la catapulta y comenzó a bombardear la tinaja a bocajarro. Las postas se aplastaban contra la superficie de barro. Comenzábamos a pensar seriamente en taladrar la tinaja con un clavo y un martillo. Pero una de las postas arrancó un desconchón y produjo un agujero diminuto. Salió el chorrito de agua, y yo comencé a recogerlo en la jarra sin que se cayeran más que unas pocas gotas más.
Pero las leyes físicas son demasiado exactas. Cuando el nivel líquido llegó al orificio, cesó en su fluir y siguió conteniendo en su superficie los malditos ojos de aceite. No encontraba manera de forzarles al exterior. Si inclinaba la tinaja, salía agua clara. Y si empujaba el agua de encima hacia el agujero con una cuchara, los ojitos se negaban a seguir hacia adelante y volvían a alinearse burlones detrás de la cuchara. La habitación ahora estaba llena del tic-tac del despertador, el único reloj que había en casa. En muy pocos minutos mi madre vendría. Y nada parecía que nos pudiera librar de la paliza.
Mi hermano comenzó a echarme la culpa. No le escuchaba. Lo que a mí me preocupaba era el aceite. El agua de la tinaja no valía más que unos céntimos. El aceite era para mi madre lo más precioso, y en la jarra había ahora, gracias a lo de la densidad de los líquidos, casi la totalidad del litro. Lo único que había que hacer era inventar un accidente para que el agua de la tinaja desapareciera con sus huellas acusadoras. Rellené la botella de aceite y volví a colocarla en el vasar. Mi hermano seguía gruñendo e inculpándome. Pero yo ya tenía un plan. Se lo expliqué; y convencido, me ayudó a volcar la tinaja. El agua inundó la habitación.
—Y ahora haz otro agujero aquí con la catapulta.
Mi hermano lo hizo al primer disparo. Un agujero neto, como lo hubiera hecho una pistola de verdad. Después volvimos a enderezar la tinaja sobre su pie de madera. Me dirigí seriamente a mi hermano:
—Tú me dejas explicar a mí.
Mi madre llegó pocos momentos después y se encontró la habitación inundada, a mi hermano y a mí muy afanosos recogiendo agua del suelo con dos trapos y escurriéndola en un cubo.
—¿Qué ha pasado aquí? ¿Qué habéis hecho?
Yo era el más pequeño y el más apto en conquistar la indulgencia de mi madre para mis travesuras. Muy compungido, lloriqueando, le expliqué:
—Todo ha sido culpa mía. Pero no se ha perdido el aceite.
Mi madre miró la botella con susto, y se animó su cara al verla tan encendida de color bajo la luz del sol.
—¿El aceite?
—Sí, porque… por poco tiro la botella y hasta un poquito del aceite se me ha caído encima. Tú no sabes lo que ha pasado, mamá. Pero claro que yo no quería hacerlo. Rafael tiene un tirador, y se nos ha metido un gato por la ventana que no se quería marchar. Y he cogido el tirador y le he tirado un puñado de postas. El gato ha saltado corriendo por la ventana, que yo le he dado con una, y ha saltado desde la tinaja, tirando la tapa y el aceite y todo. El aceite le he cogido antes que se vertiera, gracias a Dios que la botella no se ha roto. Pero una de las postas le ha debido hacer un agujerito a la tinaja. Claro que eso lo arregla el lañero por dos perras gordas, así que lo único que se ha perdido es el agua. Pero no te apures, ya te lo vamos a recoger nosotros.
Mi madre me dió un pescozón:
—Sois el demonio —exclamó—. En fin, no se ha perdido mucho. Vamos a recoger el agua antes de que cale al piso de abajo.
Y los tres, chapoteando, secamos el suelo. Mi madre había visto el agujero en la panza de la tinaja; pero comenzaba a asombrarse de la inundación y de que fuera ya el tercer cubo de agua sucia que llevó hasta el fondo del pasillo para vaciarlo en el retrete. Cuando regresó se asomó a la tinaja y la vió completamente vacía.
—Debéis haberla rajado de arriba abajo —y la golpeó con los nudillos. La tinaja sonó como una campana. No estaba rajada, no. Perpleja, la levantó de su zócalo y vio el agujerito en el fondo.
—Y ¿cómo se ha hecho este agujero? —preguntó.
Me encogí de hombros y puse cara inocente:
—Habrá sido otra de las postas, mamá. Pero también se puede arreglar muy bien.
Mi madre se quedó mirando el tratado de física que estaba abierto sobre la mesa:
—Estudia, hijo, estudia. Física sabrás, pero no balística.
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