Yo seguía guardando historias en las que alguien salía herido. De un tiempo acá me interesaban menos pero las archivaba de igual manera, por si algún día lo volvía a encontrar. Sabía qué le gustaba escuchar; lo conocía, con intermitencias, más de dos décadas. Había aprendido, en el transcurso de ese tiempo, qué fibras tocar para que su mirada se incendiara como la llama de una vela al fondo de una bebida turbia. Él había reconocido esa misma luz en mí cuando ni sabía que la tenía. Mientras los otros profesores pretendían enseñarme logaritmos o a reconocer la hipotenusa en un triángulo rectángulo, él me llevaba a hacer trabajo de campo en la ciudad. La llamaba arqueología nocturna. Tenía un don especial para reconocer los lugares que estaban a punto de extinguirse.
Pierde el que se emborracha primero: es lo único que recuerdo como enseñanza de esos años. A donde entráramos, era lo que susurraba en mi oído al franquear la puerta. Era lo último que recordaba antes de colapsar sobre mi cama, si llegaba a mi casa de madrugada. Era mi canto de sirena. La melodía en su voz no dejaba espacio para la decepción o el engaño. Cuando la entonaba me volvía su cómplice. Él no sabía cómo me halagaba serlo; aunque, a veces, pensaba que sí lo sabía, lo sabía demasiado bien.
Eso fue durante mi tercer año de colegio, cuando él era la joven promesa de las artes y yo era su alumna predilecta. Saqué un diez sobre diez en su curso aunque, después de la primera clase, nunca volví. Luego de esa lección inaugural me invitó junto a tres compañeros a tomar guayusas con aguardiente en el bar de la esquina. Tenía catorce años y fui. Luego lo echaron y nos vimos menos, sólo en las fiestas de los pocos amigos que teníamos en común. Más tarde, a principios de los noventa, me fui a Madrid y él se quedó en Quito. Pasaron tres lustros antes de que lo volviera a ver; cuando lo encontré bajando por la Avenida Amazonas, se le notaba el traqueteo de los años sobre el rostro.
No se alegró al verme, no como yo hubiera esperado. Como artificio no fue muy original, quería sujetarme en el arnés del pasado (cuando agradarlo y obedecerlo eran las correas que sostenían la armadura). La treta le funcionó a la perfección. Lo invité a tomar un trago, acabamos de ponernos al día cuando vaciamos la segunda botella. Para ese momento ya sonreía. Seguimos bebiendo, no porque hubiera querido prolongar nuestro encuentro, apenas había registrado lo que me contaba, sino porque lo confundí con la sensación que me devolvió. Podía ver nuevamente a través del vidrio de la adolescencia: el reflejo estaba libre de consecuencias.
Cuando nos aburrimos del lugar nos levantamos y lo seguí, como lo hubiera hecho antes. Como si el presente siguiera al recuerdo, sin desgarre. Me llevó a la 24 de Mayo donde dejó muy claro que volvía a ser mi Cicerone, lo dejé guiarme. El viaje me divertía. Trepamos la cuesta que conducía al San Lázaro y tomamos a la derecha. Llegamos a una casa derruida, rodeada de maleza y basura. Empujó la puerta y entramos, nos envolvió el olor de un pozo séptico. Luego de una pared de oscuridad, distinguimos el titileo de una llama. El frío de la noche era lo único que me sujetaba. Apenas podía respirar, llevaba menos de una semana en la ciudad y el sitio donde nos encontrábamos estaba por lo menos doscientos metros más arriba de los dos mil ochocientos a los que aún no me acostumbraba. Me tambaleaba por eso y por todo el alcohol que había ingerido en la tarde. Atrás había una habitación de tres por tres hecha con planchas de madera que dejaban colar el frío del exterior. Había varias sillas de acero y plástico regadas en el cuarto formando un semicírculo, el escenario estaba vacío. Yo era la única mujer. Aníbal me tomó de la mano, sus falanges estaban húmedas y tiesas como estalactitas. Su rostro tenía una luminiscencia extraña. No me sentía bien y le dije que nos fuéramos; se negó y no soltó mi mano. Me preguntó si Europa me había vuelto blandengue. No me gustó que me pusiera a prueba pero no quise terminar la noche peleándome, por eso acepté la botella de aguardiente que me tendió. No sé qué perversión pensaba sacarse de la manga para demostrarme que no había perdido su toque, que seguía siendo el mejor arqueólogo de la ciudad. Para aplacar mi mal humor bebí la mitad de la botella. Fue una pésima idea, me tuve que sentar. No sé cuánto tiempo pasó, si fue de inmediato o fueron horas, cuando aparecieron dos mujeres en el cuarto. Una debía tener cincuenta años, la otra ni siquiera había llegado a la pubertad. Las veía a través de un malestar que me cubría como una telaraña. Estaban desnudas, las dos se paseaban por el suelo de tierra con enormes tacones de agujeta. No sé qué hacían o les hacían. Recuerdo que Aníbal reía y que sus dientes eran marrones y algunos le faltaban. También recuerdo que no me podía parar y que la mano de mi antiguo maestro estaba posada sobre mi hombro, no sé si para mantenerme sujeta o para darme tranquilidad. Después no recuerdo más: tuve un blackout.
Cuando abrí los ojos lo primero que vi fue el rostro distorsionado de Aníbal sobre mí. Murmuraba algo, yo estaba tirada en el suelo. Seguíamos en el mismo lugar. Escuchaba lo que decía pero a la distancia, como si estuviera en otro cuarto. Sonaba a un argumento inacabado entre dos extraños. Luego vi a las otras cabezas vigilantes sobre él. Fue cuando miré hacia abajo. Su mano estaba dentro de mí. No veía mi ropa por ningún lado. Fue cuando entendí lo que decía, ¿no te había dicho que pierde el que se emborracha primero?
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