El St. Kilian, bamboleante ferry procedente de El Havre, hundió la proa en otra ola y su casco romo se acercó un poco más a Irlanda. En algún punto de la cubierta A, el chofer Liam Clarke se inclinó sobre la barandilla y miró al frente, para observar las bajas colinas de County Wexford que se iban acercando.
Dentro de veinte minutos, el ferry de la «Irish Continental Line» atracaría en el pequeño puerto de Rosslare, poniendo fin a otro trayecto europeo. Clarke consultó su reloj; eran las dos menos veinte de la tarde, y el hombre confiaba en estar con su familia en Dublín a la hora de la cena.
Una vez más, el barco llegaría puntualmente. Clarke se apartó de la barandilla, volvió al salón de pasajeros y agarró su maleta. No veía motivo para esperar más tiempo y bajó a la cubierta de los automóviles, tres pisos más abajo, donde su camión articulado esperaba con los otros. Todavía tardarían diez minutos en avisar a los que viajaban con vehículos, pero pensó que igual podía esperar en la cabina del suyo. La novedad de observar la maniobra del ferry hacía tiempo que había dejado de ser nueva para él; la página hípica del periódico irlandés que había comprado a bordo, aunque vieja de veinticuatro horas, era más interesante.
Subió a la caliente y cómoda cabina y se sentó a esperar que se abriesen las grandes puertas de la proa, por las que saldría al muelle de Rosslare. Sobre la visera del parabrisas, llevaba el fajo de documentos que habría de exhibir al pasar por la Aduana.
El St. Kilian dobló la punta del espolón del puerto cinco minutos antes de la hora, y las puertas se abrieron a las dos en punto. Había ya un ruido enorme en la cubierta inferior donde estaban los vehículos, porque los impacientes turistas ponían en marcha los motores mucho antes de lo necesario. Siempre hacían lo mismo. Cien tubos de escape vomitaban humo, aunque los camiones pesados estaban delante y eran los primeros en salir. A fin de cuentas, el tiempo es oro.
Clarke pulsó el botón de puesta en marcha y el motor de su enorme «Volvo» cobró vida. Era el tercero en la cola cuando dieron la orden de arrancar. Los otros dos camiones rodaron por la ruidosa rampa de acero hasta el muelle, entre el estruendo de los tubos de escape, y Clarke les siguió. En el relativo silencio de su cabina, oyó el silbido de los frenos hidráulicos al soltarse, y en seguida se halló sobre la rampa.
Debido al ruido de los otros motores y los chasquidos de las planchas de acero bajo sus ruedas, no oyó un seco crujido procedente de su propio camión, de algún sitio debajo y detrás de él. Salió pues del St. Kilian, recorrió 200 metros de muelle empedrado y se sumió de nuevo en la oscuridad, esta vez la del gran cobertizo abovedado de la Aduana. A través del parabrisas, vio a uno de los agentes que le indicaba el lugar donde debía colocarse, al lado de los camiones precedentes, y él siguió sus instrucciones. Cuando se hubo situado, paró el motor, cogió el fajo de papeles y saltó al suelo de cemento. Como viajero habitual, conocía a la mayoría de los funcionarios de la Aduana, pero no a éste. El hombre saludó con la cabeza y alargó la mano para asir los documentos. Después empezó a hojearlos.
Sólo tardó diez minutos en convencerse de que todo estaba en orden —licencia, seguro, manifiesto de la carga, comprobante de pago del impuesto, permisos, etcétera—, de que se habían cumplido todos los requisitos necesarios para el transporte de mercancías de un país a otro, incluso dentro del Mercado Común. Estaba a punto de devolverle todos los papeles a Clarke cuando algo le llamó la atención.
—¡Eh! ¿Qué diablos es eso? —preguntó. Clarke siguió la dirección de su mirada y vio, debajo de la sección de la cabina del camión, una mancha de aceite que se extendía continuamente. El aceite goteaba de alguna parte próxima al eje de atrás de la sección.
—¡Jesús! —exclamó, desesperado—. Parece de la caja del diferencial.
El aduanero llamó a un colega más antiguo, al que conocía Clarke, y los dos hombres se agacharon para ver de dónde salía el aceite. Se había derramado ya más de dos cuartillos y había que esperar que seguirían otros tres. El viejo aduanero se levantó.
—Con eso no irías muy lejos —dijo, y, dirigiéndose a su compañero más joven, añadió—: Haz pasar a los otros rodeándolo.
Clarke se arrastró debajo del vehículo para observar más de cerca. Desde el motor, bajaba el árbol de transmisión que se introducía en la caja de acero del diferencial. Dentro de esta caja, la fuerza del árbol giratorio era transmitida lateralmente al eje posterior, empujando de este modo el camión hacia delante. Esto se realizaba mediante una compleja combinación de ruedas dentadas dentro de la caja, y las ruedas giraban permanentemente en un baño de aceite lubricante. Sin este aceite, las ruedas se agarrotarían dentro de muy poco. La parte delantera de la caja de acero se había rajado.
Sobre el eje había una placa articulada en la que descansaba la parte remolcada del camión, que era la de la carga. Clarke salió de debajo del vehículo.
—La rotura es completa —dijo—. Tendré que llamar a la oficina. ¿Puedo usar el teléfono?
El aduanero veterano señaló con la cabeza el despacho de paredes de cristal y se dirigió a examinar los otros camiones. Algunos conductores sacaron la cabeza de sus cabinas y dedicaron groseros comentarios a Clarke, mientras éste iba a telefonear.
Pero no había nadie en la oficina de Dublín. Era la hora del almuerzo. Clarke se quedó en el cobertizo de la Aduana, haciendo tiempo, mientras los últimos turismos salían para dirigirse al interior de la isla. A las tres, consiguió ponerse al habla con el director gerente de «Tara Transportation» y le explicó el problema. El hombre lanzó una maldición.
—Yo no puedo arreglar esto —dijo a Clarke—. Tendré que acudir a la agencia principal de «Volvo Trucks». Llámeme dentro de una hora.
A las cuatro, no había aún noticias, y a las cinco, los aduaneros dijeron que iban a cerrar, puesto que había llegado ya el último ferry del día, procedente de Fishguard. Clarke telefoneó de nuevo, para decir que pasaría la noche en Rosslare y volvería a llamar dentro de una hora. Uno de los aduaneros tuvo la amabilidad de llevarle a la ciudad y mostrarle una pensión donde podía dormir y desayunar. Clarke decidió pernoctar allí.
A las seis, los de la oficina le dijeron que tendrían la pieza de recambio a las nueve de la mañana siguiente y que la enviarían con un mecánico de la compañía en una furgoneta. El hombre se reuniría con él al mediodía. Clarke telefoneó a su esposa para decirle que llegaría con veinticuatro horas de retraso; después, tomó el té y se dirigió a un pub. En la Aduana, a tres millas de allí, el camión de «Tara», con sus colores distintivos verde y blanco, permanecía silencioso y solo, sobre un charco de aceite.
El día siguiente, Clarke se levantó tarde, a las nueve. Llamó a la oficina a las diez, y le dijeron que tenían la pieza de recambio y que la furgoneta saldría dentro de diez minutos. A las once, regresó al muelle, gracias a un voluntario que se avino a llevarle. La compañía cumplió puntualmente su palabra, y la furgoneta, conducida por el mecánico, rodó por el muelle y entró en el cobertizo de la Aduana a las doce. Clarke la estaba ya esperando.
El vivaracho mecánico se deslizó debajo del vehículo como un hurón, y Clarke oyó que rezongaba. Cuando volvió a salir, estaba ya pringado de aceite.
—La pieza delantera está partida —dijo, innecesariamente—. Completamente partida.
—¿Cuánto tardará? —preguntó Clarke.
—Si me echa una mano, le sacaré del atolladero en una hora y media.
Tardaron un poco más. Primero, tuvieron que enjugar el charco de aceite, y cinco cuartillos no son grano de anís. Después, el mecánico cogió una pesada llave inglesa y desenroscó cuidadosamente los grandes tornillos que sujetaban la pieza delantera a la parte principal de la caja del diferencial. Hecho esto, retiró los dos semiejes y empezó a aflojar el árbol de transmisión. Clarke estaba sentado en el suelo, observándole, y, de vez en cuando, le pasaba la herramienta que pedía el mecánico. Los aduaneros les observaban a los dos. Nunca ocurre gran cosa en la Aduana, en los intermedios entre las llegadas de los barcos.
La pieza rota salió en pedazos poco antes de la una. Clarke empezaba a tener hambre y de buen grado habría ido a almorzar en el café de la carretera; pero el mecánico quería acabar de prisa. En el mar, el St. Patrick, hermano pequeño del St. Kilian, se movía en el horizonte con rumbo a Rosslare.
El mecánico empezó a repetir la operación a la inversa.
Colocó la nueva pieza, fijó el árbol de transmisión y empalmó los semiejes. A la una y media, el St. Patrick era claramente visible en el mar para quien quisiese observarlo.
Uno de ellos era Murphy. Yacía de bruces sobre las secas hierbas, en lo alto de un terreno ligeramente elevado detrás del puerto, invisible para quien estuviese a más de cien metros de distancia. Más cerca, no había nadie. Con sus gemelos de campaña, seguía el movimiento del barco que se acercaba.
—Ahí está —dijo—. A la hora exacta. Brendan, un hombre vigoroso, tumbado a su lado entre las altas hierbas, lanzó un gruñido.
—¿Crees que resultará, Murphy? —preguntó.
—Claro que sí —dijo Murphy—. Lo he proyectado como una operación militar. No puede fallar.
Un delincuente más profesional habría dicho a Murphy, traficante de chatarra en general, y de coches «transformados» en particular, que se salía un poco de su terreno con esta operación; pero Murphy había gastado varios cientos de libras de su bolsillo en el montaje, y no estaba dispuesto a rajarse. Siguió observando el transbordador que se acercaba.
En el cobertizo, el mecánico apretó el último tornillo de la pieza nueva, salió de debajo del camión, se levantó y se estiró.
—Ya está —dijo—. Ahora, echaremos cinco cuartillos de aceite y podrá salir pitando.
Desenroscó una pequeña tuerca en un lado de la caja del diferencial, mientras Clarke iba a buscar una lata de aceite y un embudo en la furgoneta. Fuera, el St. Patrick arrimó delicadamente la proa al muelle y fue amarrado. Se abrieron las puertas y descendió la rampa.
Murphy, sosteniendo firmemente los gemelos, observó el negro agujero en la proa del St. Patrick. El primer camión que salió era de color pardo oscuro y sus rótulos estaban en francés. El segundo en salir a la luz del sol de la tarde resplandecía con sus colores blanco y verde esmeralda. En el costado del remolque aparecía la palabra «TARA» en grandes caracteres verdes. Murphy exhaló despacio el aire de sus pulmones.
—Ahí está —susurró—. Ése es nuestro pequeño.
—¿Vamos ya? —preguntó Brendan, que podía ver muy poco sin gemelos y empezaba a aburrirse.
—No tenemos prisa —dijo Murphy—. Esperaremos a que salga del cobertizo.
El mecánico apretó la tuerca del paso del aceite y se volvió a Clarke.
—Ahí lo tiene —indicó—, listo para emprender la marcha. En cuanto a mí, voy a lavarme. Probablemente le adelantaré en la carretera de Dublín.
Volvió a meter la lata de aceite y todas sus herramientas en la furgoneta, buscó un frasco de detergente líquido y se dirigió al lavabo. El otro camión de «Tara Transportation» llegó del muelle y entró en el cobertizo. Un aduanero le hizo señal de que se colocase junto a su compañero, y el conductor bajó de la cabina.
—¿Qué diablos te ha pasado, Liam? —preguntó. Clarke se lo explicó. Un aduanero se acercó a revisar los papeles del recién llegado.
—¿Puedo marcharme? —preguntó Clarke.
—Váyase de una vez —dijo el aduanero—. Ya ha ensuciado bastante este lugar.
Por segunda vez en veinticuatro horas, Clarke subió a la cabina, puso el motor en marcha y soltó el freno. Saludó con la mano a su colega, metió la marcha y salió del cobertizo a la luz del sol.
Murphy sujetó con más fuerza los gemelos al salir el camión por el lado de tierra del cobertizo.
—Ya le han despachado —dijo a Brendan—. Sin complicaciones. ¿Lo ves?
Pasó los gemelos a Brendan, que se deslizó hasta el borde de la elevación y miró hacia abajo. A una distancia de quinientas yardas, el camión iniciaba las curvas que le alejaban del muelle y le llevaban a la carretera de la ciudad de Rosslare.
—Lo veo —dijo.
—Ahí van setecientas cincuenta cajas del mejor coñac francés —dijo Murphy—. Esto equivale a nueve mil botellas. Se vende a más de diez libras, la botella, al detall, y a mí me darán cuatro. ¿Qué te parece?
—Es mucho licor —repuso ansiosamente Brendan.
—Es mucho dinero ¡estúpido! —exclamó Murphy—. Bueno, vamos allá.
Los dos hombres se deslizaron de la altura y corrieron agachados hasta el sitio donde estaba aparcado su coche, en un arenoso camino inferior.
Cuando retrocedieron hasta el punto donde el camino confluía con la carretera del muelle a la población, sólo tuvieron que esperar unos segundos a que el camión de Clarke pasara zumbando por delante de ellos. Murphy sacó su «Ford Granada» negro, robado dos días antes y provisto de falsas placas de matrícula, y empezó a seguir al camión.
Éste no se detenía; Clarke quería llegar pronto a casa. Cuando cruzó el puente sobre el Slaney y, al salir de Wexford, se dirigió al Norte por la carretera de Dublín, Murphy resolvió que podía hacer su llamada telefónica.
Había visitado anteriormente la cabina y extraído el diafragma del auricular para asegurarse de que nadie lo estaría empleando cuando llegase él. Efectivamente, no había nadie. Pero alguien, enfurecido por la inutilidad del aparato, había arrancado el cable de su base. Murphy lanzó una maldición y reemprendió la marcha. Encontró otra cabina junto a una estafeta de correos, al norte de Enniscorthy. Al frenar, el camión que le precedía se perdió de vista.
La llamada iba dirigida a otra cabina de la carretera, al norte de Gorey, donde esperaban otros dos miembros de su pandilla.
—¿Dónde diablos te has metido? —preguntó Brady—. Hace más de una hora que espero aquí con Keogh.
—No te preocupes —dijo Murphy—. Está en camino, según el horario previsto. Tomad posiciones detrás de los matorrales de la zona de aparcamiento y esperad a que se detenga y baje del camión.
Colgó y arrancó de nuevo. Con su mayor velocidad, alcanzó al camión antes del pueblo de Ferns y le siguió al salir nuevamente a la carretera. Antes de llegar a Camolin, se volvió a Brendan.
—Ya es hora de que nos convirtamos en agentes de la ley y el orden —dijo.
Salió una vez más de la carretera y se introdujo en un camino vecinal que había estudiado en su anterior misión de reconocimiento. Estaba desierto.
Los dos hombres se apearon y sacaron una maleta del asiento de atrás. Se quitaron los blusones y sacaron dos guerreras de la maleta. Ambos llevaban ya zapatos, calcetines y pantalones negros. Al quitarse los blusones, resultó que llevaban también camisa azul y corbata negra, como es de reglamento en los policías. Las guerreras completaron el disfraz. Ambos llevaban la insignia de la Garda, la Policía irlandesa. Se calaron sendos gorros, que llevaban también en la maleta.
Lo último que contenía ésta eran dos rollos de tela adhesiva negra de plástico. Murphy los desenrolló, desprendió el revestimiento de paño y los extendió cuidadosamente con las manos, sobre cada una de las portezuelas delanteras del «Granada». El plástico negro se confundía con la pintura negra del automóvil. En cada uno de los trozos aparecía la palabra GARDA, en caracteres blancos. Cuando robaron el coche, Murphy escogió deliberadamente un «Granada» negro, porque era el tipo más corriente de coche patrulla de la Policía.
Brendan sacó del portaequipajes el último adminículo, un bloque triangular de 0,5 m. de longitud en la base. Esta base estaba provista de dos potentes imanes que sujetaron firmemente el bloque sobre el techo del automóvil. Delante y detrás del triángulo, aparecía también la palabra GARDA, impresa en las láminas de vidrio. No llevaba ninguna bombilla para iluminar el rótulo, pero, ¿quién repararía en ello a la luz del día?
Cuando los dos hombres subieron al coche e hicieron marcha atrás en el camino, cualquier observador casual los habría tomado por un par de policías de tráfico. Ahora conducía Brendan, con el «sargento» Murphy sentado a su lado. Alcanzaron al camión cuando éste esperaba ante un semáforo, en la población de Gorey.
Al norte de Gorey, entre la antigua ciudad-mercado y Arkiow, hay un nuevo trecho de carretera con doble carril en ambas direcciones, y en su mitad, en dirección Norte, hay una zona de aparcamiento. Éste era el lugar que había elegido Murphy para su emboscada. En el momento en que la columna retenida por el camión entró en el trecho de doble carril, los otros conductores adelantaron alegremente al camión y Murphy consiguió lo que quería. Bajó el cristal de la ventanilla y dijo «Ahora» a Brendan.
El «Granada» avanzó suavemente hasta colocarse al lado de la cabina del camión y se mantuvo a su altura. Clarke miró hacia abajo y vio, a su lado, un coche de la Policía y un sargento que le hacía señas. Bajó el cristal de la ventanilla.
—Ha pinchado el neumático de atrás —gritó Murphy, para hacerse oír a pesar del viento—. Deténgase en el aparcamiento.
Clarke miró hacia delante, vio el rótulo con una P grande en la orilla de la carretera, asintió con la cabeza y redujo la marcha. El coche de la Policía le adelantó, entró en la zona de aparcamiento y se detuvo. El camionero lo siguió y se detuvo detrás del «Granada». Clarke se apeó.
—Es la rueda de atrás —dijo Murphy—. Sígame.
Clarke le siguió, obediente, pasando por delante del morro del camión y junto al largo costado verde y blanco, hasta las ruedas de atrás. No vio ningún neumático deshinchado, pero apenas si tuvo tiempo de mirar. Se separaron los arbustos y Brady y Keogh saltaron de entre ellos, vestidos con monos y enmascarados. Una mano enguantada cerró la boca de Clarke, un brazo vigoroso le rodeó el pecho y otro par de brazos sujetó sus piernas. Le levantaron como un saco y lo llevaron detrás de los arbustos.
Al cabo de un minuto, le habían quitado el mono de la compañía, con la palabra «Tara» estampada en el bolsillo del pecho y en los puños; le habían maniatado y tapado la boca y los ojos con esparadrapo, y, resguardados por el camión de las miradas de los automovilistas que pasaban, le habían introducido en la parte posterior del coche de «Policía». Allí, una voz tosca le dijo que se echase en el suelo y se estuviese quieto. Y así lo hizo.
Dos minutos más tarde, Keogh salió de entre los arbustos vistiendo el mono de «Tara» y se reunió con Murphy junto a la portezuela de la cabina, donde el jefe de la banda examinaba el permiso de conducción del desdichado Clarke.
—Todo está en orden —dijo Murphy—. Ahora te llamas Liam Clarke. Y todo ese fajo de documentos debe de ser correcto, ya que, hace un par de horas, pasaron por la Aduana de Rosslare.
Keogh, que había sido conductor de camión antes de pasar una temporada en Mounjoy como invitado de la República, gruñó y subió a la cabina. Estudió los mandos.
—No hay problema —dijo, y colocó de nuevo el fajo de papeles sobre la visera del parabrisas.
—Nos veremos en la granja dentro de una hora —dijo Murphy.
Observó el camión secuestrado al salir éste del aparcamiento y adentrarse en la carretera de Dublín, en dirección al Norte.
Murphy volvió al coche de Policía. Brady estaba sentado en el asiento de atrás, con los pies sobre el tumbado y amordazado Clarke. Se había despojado del mono y de la máscara y llevaba ahora una chaqueta de tweed. Clarke podía haber visto la cara de Murphy, pero sólo durante unos segundos y tocado con un gorro de Policía. No vería las caras de los otros tres. De este modo, si un día llegaba a acusar a Murphy, los otros tres podrían dar a éste una coartada indestructible.
Murphy miró la carretera, arriba y abajo. En aquel momento no pasaba nadie. Miró a Brendan y asintió con la cabeza. Entre los dos, arrancaron los rótulos de GARDA de las portezuelas, los enrollaron y los arrojaron a la parte de atrás del automóvil. Otra mirada. Un coche pasó a toda velocidad, sin prestarles atención. Murphy quitó el triángulo del techo y lo arrojó a Brady. Una mirada más. Tampoco había tráfico. Los dos hombres se quitaron las guerreras, que fueron a reunirse con Brady en el asiento de atrás. Volvieron a ponerse los blusones. Cuando el «Granada» salió del aparcamiento, volvía a ser un automóvil de turismo, ocupado por tres paisanos visibles.
Adelantaron al camión un poco al norte de Arklow. Murphy, que conducía de nuevo, tocó discretamente el claxon. Keogh levantó una mano al pasar el «Granada», con el pulgar alzado para indicar que todo iba bien.
Murphy siguió conduciendo hacia el Norte, hasta Kilmacanogue; entonces, siguió un camino llamado de Rocky Valley, en dirección a Calary Bog. Poca actividad había allí, pero había descubierto una granja abandonada, elevada sobre el marjal, que tenía la ventaja de poseer un granero lo bastante grande para alojar el camión durante unas horas y sin que nadie lo viese. Era cuanto necesitaba. Un camino fangoso conducía a la granja, y ésta quedaba oculta por un bosquete de coníferas.
Llegaron poco antes del crepúsculo, quince minutos antes que el camión y dos horas antes de la fijada para el encuentro con los hombres del Norte y sus cuatro camionetas.
Murphy se dijo que podía sentirse orgulloso del trato que había hecho. No habría sido fácil desprenderse de 9.000 botellas de coñac en el Sur. Las cajas y las botellas estaban precintadas y numeradas, y, más pronto o más tarde, las habrían descubierto. En cambio, en el Ulster, en el Norte desgarrado por la guerra, la cosa era diferente. El país estaba lleno de shebeens, clubes ilegales de bebedores, que no poseían licencia y que, en todo caso, estaban fuera de la ley.
Los shebeens estaban estrictamente divididos en protestantes y católicos, pero todos ellos en manos de los bajos fondos, a su vez dominados desde hacía tiempo por los buenos patriotas. Murphy sabía muy bien que buena parte de los crímenes que se perpetraban para gloria de Irlanda tenían más que ver con los gángsters que con el patriotismo.
Por esto había hecho el trato con uno de los héroes más poderosos, primer abastecedor de toda una cadena deshebeens en los que podía introducirse el coñac sin que nadie hiciese preguntas. El hombre y sus conductores debían encontrarse con él en la granja, cargar el coñac en las cuatro camionetas, pagar al contado y en dinero efectivo, y llevarse la mercancía hacia el Norte al amanecer, por el laberinto de caminos vecinales que cruzaban la frontera entre los lagos, a lo largo de la línea Fermanagh-Monaghan.
Dijo a Brendan y a Brady que llevasen al infortunado conductor a la granja, donde Clarke fue arrojado sobre un montón de sacos, en un rincón de la arruinada cocina. Y los tres secuestradores se sentaron a esperar. A las siete, el camión verde y blanco llegó roncando por el camino, envuelto en la penumbra, con las luces apagadas, y los tres hombres corrieron al exterior. Alumbrándose con unas linternas, abrieron las puertas del viejo granero. Keogh metió el camión en su interior, y los otros volvieron a cerrar las puertas. Keogh bajó de la cabina.
—Creo que me he ganado el sueldo —dijo—, y un trago.
—Te has portado bien —dijo Murphy—. No tendrás que volver a conducir el camión. Será descargado a medianoche y yo lo llevaré personalmente a un lugar situado a diez millas de aquí, donde lo abandonaré. ¿Qué quieres beber?
—No le vendría mal un trago de coñac —sugirió Brady, y todos se echaron a reír. Era un buen chiste.
—No voy a estropear una caja por unas cuantas copas —dijo Murphy—. Además, prefiero el whisky. ¿Os parece bien?
Sacó un frasco del bolsillo, y todos convinieron en que era lo mejor. A las ocho menos cuarto, era noche cerrada, y Murphy se dirigió a la entrada del camino, con una linterna eléctrica, para guiar a los hombres del Norte. Les había dado instrucciones exactas, pero aún cabía la posibilidad de que no viesen el camino. A las ocho y diez, regresó al frente de un convoy de cuatro camionetas. Cuando se detuvieron en el patio, un hombre corpulento, envuelto en un abrigo de pelo de camello, se apeó del primer vehículo, en el que viajaba como pasajero. Llevaba una cartera de mano y parecía desprovisto de sentido del humor.
—¿Murphy? —dijo, y al asentir Murphy con la cabeza, añadió—: ¿Ha traído la mercancía?
—Recién llegada de Francia en el ferry —dijo Murphy—. Está en el camión, en el granero.
—Si han abierto el camión, tendré que examinar todas las cajas —le amenazó el hombre.
Murphy tragó saliva. Ahora se alegraba de haber resistido la tentación de echar un vistazo al botín.
—Los sellos de la Aduana francesa están intactos —dijo—. Véalo usted mismo.
El hombre del Norte gruñó e hizo una seña a sus acólitos, los cuales abrieron las puertas del granero. Enfocaron las linternas eléctricas sobre los candados gemelos que mantenían cerradas las puertas del remolque y que estaban aún cubiertos por los sellos de la Aduana. El hombre del Ulster gruñó de nuevo y asintió, satisfecho. Uno de sus hombres tomó una herramienta y se acercó a los candados. El hombre del Norte alzó la cabeza.
—Vayamos adentro —dijo.
Murphy, con una linterna en la mano, le guió hasta lo que había sido cuarto de estar de la vieja granja. El norteño abrió la cartera de documentos, la colocó sobre la mesa y abrió la tapa. Murphy vio fajos de billetes de libras esterlinas. Nunca había visto tanto dinero junto.
—Nueve mil botellas, a cuatro libras cada una —dijo—. Deben ser treinta y seis mil libras, ¿no?
—Treinta y cinco —precisó el norteño, sonriendo—. Me gustan los números redondos.
Murphy no discutió. Tenía la impresión de que no era prudente hacerlo con aquel hombre. Y, de todos modos, estaba satisfecho. Pagando 3.000 libras a cada uno de sus hombres y deduciendo los gastos sufragados, le quedarían más de 20.000 libras limpias.
—De acuerdo —dijo.
Uno de los otros norteños apareció detrás de la rota ventana. Se dirigió a su jefe.
—Tendría que venir a echar un vistazo —fue todo lo que dijo.
Y desapareció. El hombrón cerró la cartera, agarró el asa y salió al exterior. Los cuatro hombres del Ulster, junto con Keogh, Brady y Brendan, estaban agrupados alrededor de las puertas abiertas del camión en el granero. Seis linternas eléctricas iluminaban el interior. En vez de cajas apiladas de coñac, con la famosa marca de su productor, había allí algo muy diferente.
Había hileras de sacos de plástico, cada uno de los cuales estaba marcado con el nombre de un conocido fabricante de artículos de jardinería, bajo el rótulo «Abono para Rosales». El hombre del Norte observó el cargamento sin cambiar de expresión.
—¿Qué diablos es eso?
Murphy tuvo que hacer un esfuerzo para levantar la mandíbula inferior, que había quedado colgando.
—No lo sé —gimió—. Juro que no lo sé. Y era verdad. Su información había sido impecable… y costosa. Sabía cuál era el barco y cuál era el medio de transporte. Sabía que, aquella tarde, sólo había llegado un camión de tales características en el St. Patrick.
—¿Dónde está el conductor? —ladró el hombrón.
—Dentro —respondió Murphy.
—Vamos allá —ordenó el hombrón. Murphy le precedió. El pobre Liam Clarke seguía atado como una morcilla sobre el montón de sacos.
—¿Qué diablos es ese cargamento que trajiste? —preguntó el hombrón, sin andarse con cumplidos.
Clarke farfulló furiosamente debajo de su mordaza. El hombrón hizo una seña a uno de sus cómplices, el cual se adelantó y arrancó bruscamente la tira de esparadrapo de la boca de Clarke. Otra cinta cubría aún sus ojos.
—Te he preguntado qué diablos llevas en el camión —repitió el hombre corpulento. Clarke tragó saliva.
—Abono para rosales —contestó—. La hoja de embarque lo dice bien claro.
El hombrón iluminó con su linterna el fajo de papeles que había tomado de manos de Murphy. Se detuvo en la hoja de embarque y la plantó delante de las narices de Murphy.
—¿No miraste esto, imbécil? —le preguntó. Murphy, presa de pánico, trató de escudarse en el conductor.
—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó. Su indignación hizo que Clarke se mostrase audaz en presencia de sus invisibles perseguidores.
—Porque me pusiste esta maldita mordaza; ésta es la razón —gritó a su vez.
—Es verdad, Murphy —dijo Brendan, que veía las cosas como eran.
—Cállate —replicó Murphy, desesperadamente. Se inclinó sobre Clarke—. ¿No hay coñac debajo de los sacos? —preguntó.
El rostro de Clarke reflejó una absoluta ignorancia.
—¿Coñac? —repitió—. ¿Por qué tiene que haber coñac? En Bélgica no lo fabrican.
—¿Bélgica? —aulló Murphy—. Tú fuiste a El Havre desde la región de Cognac, en Francia.
—Yo no he estado nunca en Cognac —chilló Clarke—. Llevaba un cargamento de abono para rosales. Está hecho con musgo de pantano y boñiga seca de vaca. Lo exportamos de Irlanda a Bélgica. Llevé este cargamento la semana pasada. Lo abrieron en Amberes, lo examinaron y dijeron que era de mala calidad y que no podían aceptarlo. Mis jefes de Dublín me ordenaron que lo trajese de nuevo. Perdí tres días en Amberes arreglando los papeles. Todo debe constar en los documentos.
El hombre del Norte alumbró los documentos con la linterna. Confirmaban la explicación de Clarke. Los arrojó al suelo, con un gruñido de asco.
—Ven conmigo —dijo a Murphy.
Salió al exterior y Murphy le siguió, protestando de su inocencia.
En la oscuridad del patio, el hombrón atajó las protestas de Murphy. Soltó su cartera, se volvió, agarró a Murphy por la pechera de su blusón, lo levantó del suelo y lo lanzó contra la puerta del granero.
—Escúchame, católico bastardo —dijo el hombrón.
Murphy se había estado preguntando a qué bando del Ulster pertenecerían aquellos gángster. Ahora lo sabía.
—Tú —dijo el hombrón, en un susurro que heló la sangre de Murphy— has robado un cargamento de mierda, literalmente hablando. Has malgastado mi tiempo y el de mis hombres, y mi dinero…
—Le juro… —balbuceó Murphy, que se estaba quedando sin resuello— por la tumba de mi madre… que deberá llegar en el próximo barco, mañana a las dos. Puedo probar de nuevo…
—No para mí —silbó el hombrón—, porque ya no hay trato. Y te diré otra cosa: si intentas jugarme otra mala pasada, te enviaré a dos de mis muchachos para que te hagan picadillo. ¿Lo has entendido?
«¡Dios mío! —pensó Murphy—, ¡qué bestias son esos norteños! Prefiero los ingleses». Pero sabía que su vida no valdría un comino si expresaba tales sentimientos. Asintió con la cabeza. Cinco minutos más tarde, el hombre del Norte y sus cuatro camionetas vacías se habían marchado.
En la granja, Murphy y su desconsolada banda apuraron el frasco de whisky.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Brady.
—Bueno —indicó Murphy—, tendremos que destruir las pruebas. No hemos ganado nada, pero tampoco hemos perdido nada, salvo yo.
—¿Y qué hay de nuestras tres mil del ala? —preguntó Keogh.
Murphy pensó. Después del susto que le había dado el hombre del Ulster, no quería recibir otra andanada de amenazas por parte de los suyos.
—Muchachos, tendréis que conformaros con mil quinientas cada uno —dijo—. Y tendréis que esperar un poco, hasta que pueda conseguirlas. La preparación de este golpe me ha dejado sin blanca.
Si no satisfechos, parecieron resignados.
—Brendan, tú, Brady y Geogh deberíais limpiar esto. Borrar todas las pruebas, todas las huellas de pies y de neumáticos en el barro. Cuando hayáis terminado, tomad el coche y dejad al conductor en algún lugar, fuera de la carretera, en calzoncillos. Atado y amordazado y con los ojos tapados. Así tardará algún tiempo en poder dar la alarma. Después, dirigíos al Norte y volved a casa.
—Yo cumpliré mi palabra, Keogh. Me llevaré el camión y lo abandonaré en alguna parte del monte, en la dirección del Kippure. Volveré a pie y trataré de que alguien me recoja en la carretera principal y me lleve a Dublín. ¿De acuerdo?
Estuvieron de acuerdo. No tenían alternativa. Los hombres del Norte habían destrozado los candados de la puerta trasera del remolque; por consiguiente, buscaron clavijas de madera para sujetar las dos hojas de aquélla. Cerraron la puerta sobre la maldita carga. Después, Murphy se puso al volante, apartó el camión de la granja y torció a la izquierda, en dirección al bosque de Djouce y las colinas de Wicklow.
Eran poco más de las nueve y media, y Murphy había cruzado el bosque por el camino de Roundwood cuando se encontró con el tractor. No era de esperar que los agricultores saliesen al campo en tractores con un faro estropeado y el otro cubierto de barro, transportando diez toneladas de paja en el remolque, a tales horas. Pero éste lo había hecho.
Murphy pasaba zumbando entre dos paredes de piedra cuando observó el bulto imponente del tractor y el remolque avanzando en dirección contraria. Pisó el freno con bastante brusquedad.
Uno de los inconvenientes de los vehículos articulados es que, si bien pueden maniobrar en ángulos cerrados, cosa imposible para camiones de una pieza de la misma longitud, son el mismísimo diablo en lo tocante a los frenos. Si la cabina tractora y el remolque que lleva la carga no están casi en línea recta, tienden a desviarse. El pesado remolque alcanza a la sección de la cabina y la empuja hacia un lado. Esto fue lo que le ocurrió a Murphy.
Las paredes de piedra, tan frecuentes en las colinas de Wicklow, impidieron que volcase. El campesino impulsó su tractor hacia la puerta de una finca que allí había, dejando que las balas de paja del remolque recibiesen el impacto. La sección de la cabina de Murphy empezó a deslizarse al ser alcanzada por el remolque. El peso del abono transportado la empujó, a pesar de los frenos, contra las balas de paja, que cayeron alegremente sobre la cabina, casi enterrándola. La cola del remolque chocó contra una de las paredes, volvió al camino y rebotó contra la pared opuesta.
Cuando cesó el estruendo del metal contra la piedra, el remolque del campesino se mantenía en pie, pero se había desplazado 3 metros sobre el camino, rompiendo su enganche con el tractor. El choque había lanzado al agricultor de su asiento, y el hombre había ido a caer sobre un montón de estiércol. Ahora sostenía una animada conversación personal con su creador. Murphy seguía sentado en la penumbra de su cabina cubierta de balas de paja. Los golpes dados contra la piedra habían saltado las clavijas que sujetaban la puerta de atrás del remolque, y ésta se había abierto. Parte del cargamento de abono se había desparramado sobre el camino, detrás del camión. Murphy abrió la portezuela de la cabina y se apeó, abriéndose paso entre las balas de paja. Su instinto le decía que debía alejarse de allí lo más pronto posible y lo más de prisa que le fuese posible. El campesino no podría reconocerle en la oscuridad. Pero, mientras se apeaba, recordó que no había tenido tiempo de borrar sus huellas dactilares en el interior de la cabina.
El agricultor había salido del montón de estiércol y estaba plantado en el camino, al lado de la cabina de Murphy, despidiendo un olor que nada tenía que ver con la industria del perfume. Era evidente que quería hurtar a Murphy unos momentos de su tiempo. Murphy pensó de prisa. Apaciguaría al hombre y le ofrecería su ayuda para cargar de nuevo su remolque. A la primera oportunidad, borraría las huellas del interior de la cabina y, un segundo después, desaparecería en la noche.
Pero en aquel momento llegó un coche patrulla de la Policía. Es raro lo que ocurre con los coches de la Policía; cuando uno los necesita, abundan tan poco como las fresas en Groenlandia. Pero basta con que arranques unos milímetros de pintura de la carrocería del automóvil de otro para que aparezcan como brotados del suelo. Éste había escoltado a un ministro desde Dublín hasta su casa de campo, cerca de Annamoe, y regresaba a la capital. Al ver Murphy los faros, pensó que no era más que otro automovilista; pero, cuando aquéllos se apagaron, comprendió lo que era en realidad. Llevaba el rótulo de Garda sobre el techo, y éste sí que se encendía.
Un sargento y un agente pasaron despacio por delante del inmovilizado tractor-remolque y observaron las balas de paja caídas. Murphy se dio cuenta de que lo único que podía hacer era capear el temporal. Dada la oscuridad, quizá podría salir del apuro.
—¿Suyo? —preguntó el sargento, señalando con la cabeza el camión.
—Sí —contestó Murphy.
—Se ha alejado mucho de la carretera principal —dijo el sargento.
—Sí, y además es muy tarde —añadió Murphy—. El ferry llegó con retraso esta tarde a Rosslare, y quería entregar esa mercancía antes de volver a casa y acostarme en mi camita.
—Documentos —pidió el sargento. Murphy buscó en la cabina y le entregó el fajo de documentos de Liam Clarke.
—¿Liam Clarke? —preguntó el sargento. Murphy asintió con la cabeza. Los documentos estaban en regla. El agente había estado examinando el tractor y se acercó al sargento.
—Uno de los faros de ese hombre no funciona —dijo, señalando al campesino con la cabeza— y el otro está cubierto de barro. No se podría ver ese trasto a diez metros.
El sargento devolvió los documentos a Murphy y volvió su atención al agricultor. Éste, que se había mostrado exigente momentos antes, empezó a ponerse a la defensiva. Murphy cobró ánimos.
—No quisiera crear problemas —dijo—, pero el guardia tiene razón. El tractor y el remolque eran completamente invisibles.
—¿Tiene su licencia? —preguntó el sargento al campesino.
—La tengo en casa —respondió éste.
—Y también el seguro, ¿no? —dijo el sargento—. Confío en que estén en regla. Lo veremos dentro de poco. De momento, no puede circular con esos faros. Meta el tractor en el campo y quite las balas de paja del camino. Podrá recogerlo cuando sea de día. Le llevaremos a casa y, de paso, echaremos un vistazo a los documentos.
Murphy se animó aún más. Dentro de unos minutos, se habrían marchado. El agente empezó a examinar las luces del camión. Estaban en regla. Después, fue a mirar las luces de atrás.
—¿Qué carga lleva? —preguntó el sargento.
—Fertilizante —dijo Murphy—. Una mezcla de musgo de pantano y boñiga de vaca. Es muy bueno para los rosales.
El sargento se echó a reír. Se volvió al agricultor, que había sacado el remolque del camino y estaba arrojando las balas de paja junto a él. El camino estaba casi despejado.
—Ése lleva un cargamento de estiércol —dijo—, pero usted está de él hasta el cuello. Rió, satisfecho, su propia gracia. El agente volvió de la parte de atrás del camión.
—Se han abierto las puertas —dijo—. Algunos sacos han caído al camino y se han reventado. Creo que debería echarles una mirada, sargento.
Los tres pasaron del lado a la parte de atrás del camión.
Una docena de sacos habían caído al abrirse la puerta, y cuatro de ellos se habían reventado. La luz de la luna brillaba sobre los montones de fertilizantes, entre los sacos de plástico rotos. El agente sacó su linterna eléctrica y dirigió el haz luminoso sobre aquel revoltijo. Como dijo más tarde Murphy a su compañero de celda, hay días en que nada, absolutamente nada, sale bien.
A la luz de la luna y de la linterna, el gran buche del bazuka que apuntaba al cielo y los cañones de ametralladora que salían de los sacos rotos, eran inconfundibles. A Murphy le dio un vuelco el estómago.
La Policía irlandesa no suele llevar armas de fuego; pero, cuando tiene que escoltar a un ministro, las lleva. El sargento apuntó con su pistola al estómago de Murphy.
Murphy suspiró. Era un día nefasto. No sólo había fracasado en el robo de 9.000 botellas de coñac, sino que se había visto metido en un asunto de contrabando de armas organizado por alguien, y le cabían pocas dudas sobre quién era ese «alguien». Pensó en varios lugares donde le gustaría estar en los próximos dos años, pero las calles de Dublín no figuraban entre los sitios más seguros de la lista.
Levantó las manos poco a poco.
—Tengo que hacer una pequeña confesión —dijo.
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