Estoy olvidando cosas y eso me asusta.
Pierdo las palabras, aunque no pierdo los conceptos. Espero no estar perdiendo los conceptos. Si estoy perdiendo los conceptos, no soy consciente de ello. ¿Cómo voy a saber si pierdo los conceptos?
Y es gracioso, porque siempre tuve buena memoria. Todo estaba ahí. A veces tenía tan buena memoria que incluso pensaba que podía recordar cosas que todavía no sabía. Recordar hacia delante…
No creo que haya una palabra para eso, ¿no? Recordar cosas que todavía no han sucedido. No tengo esa sensación que me asalta cuando me pongo a buscar en mi cabeza una palabra que no está allí, como si alguien hubiera venido a llevársela por la noche.
Cuando era joven, vivía en una casa enorme que compartía con otros chicos. Por aquel entonces era estudiante. Cada uno tenía sus propias estanterías en la cocina, marcadas claramente con su nombre, y teníamos asignados distintos estantes en el frigorífico, donde cada uno ponía sus huevos, el queso, el yogurt y la leche. Yo siempre era muy quisquilloso en ese sentido y sólo utilizaba mis provisiones. Pero había otros que no eran tan… ya está. No encuentro la palabra. La que significa «proclive a obedecer las reglas». Los demás habitantes de la casa eran… no eran así. Abría el frigorífico, pero mis huevos habían desaparecido.
Estoy pensando en un cielo lleno de naves espaciales, tantas que parecen una plaga de langostas, plateadas sobre el malva luminoso de la noche.
Por aquel entonces, también desaparecían cosas de mi habitación. Botas. Recuerdo que desaparecieron mis botas. O quizá debería decir que «las desaparecieron», porque nunca llegué a sorprenderlas en el momento en que se marchaban ellas solitas. Las botas no desaparecen sin más. Alguien «las desapareció». Igual que mi diccionario enciclopédico. La misma casa, la misma época. Fui a la pequeña estantería que tenía junto a la cama (todo estaba junto a mi cama: era mi habitación, pero no era mucho mayor que un armario con una cama dentro). Me acerqué a la estantería y el diccionario había desaparecido, sólo quedaba un agujero en forma de diccionario en el estante, y ese hueco indicaba el espacio justo en el que ya no estaba mi diccionario.
Todas las palabras y el libro que las contenía habían desaparecido. Durante el mes siguiente también se llevaron mi radio, un bote de espuma de afeitar, una libreta y una caja de lápices. Y mi yogur. Y durante un apagón descubrí que también me habían quitado las velas.
Ahora estoy pensando en un niño con unas deportivas nuevas, que cree que podrá correr siempre. No, eso no me sirve. Una ciudad seca en la que llovía siempre. Una carretera que cruza el desierto, en la que las buenas personas ven un espejismo. Un dinosaurio que es productor cinematográfico. El espejismo era la cúpula del placer de Kublai Kan. No…
A veces, cuando las palabras se marchan, puedo encontrarlas si me acerco con sigilo a ellas desde otra dirección. Pongamos que estoy buscando una palabra, por ejemplo mientras hablo sobre los habitantes del planeta Marte, y me doy cuenta de que la palabra para definirlos ha desaparecido. Entonces puedo darme cuenta también de que la palabra desaparecida forma parte de una frase o de un título. Crónicas _____. Mi ______ favorito. Si eso no me la devuelve, rodeo la idea. Pienso en hombrecillos verdes, o tal vez altos, morenos, tranquilos: eran oscuros y tenían los ojos dorados… y, de repente, la palabra «marcianos» me está esperando, como un amigo o una amante al final de un largo día.
Me marché de esa casa cuando me desapareció la radio. Esa lenta desaparición de cosas que consideraba mías, una por una, cosa por cosa, objeto por objeto, palabra por palabra, se me hacía demasiado agotadora.
Cuando tenía doce años, un anciano me contó una historia que nunca he olvidado.
Un hombre pobre estaba en el bosque al caer la noche y no tenía ningún libro de oraciones para leer sus rezos nocturnos. Así que dijo:
—Dios, tú que lo sabes todo, no tengo libro de oraciones y no conozco los rezos de memoria. Pero tú conoces todas las plegarias. Tú eres Dios. Así que haré lo siguiente: voy a recitar el alfabeto y dejaré que tú formes las palabras.
Me han desaparecido cosas de la mente y eso me asusta.
¡Ícaro! No es que haya olvidado todos los nombres. Recuerdo a Ícaro. Voló demasiado cerca del sol. De todos modos, en los cuentos eso vale la pena. Siempre compensa intentarlo, aunque fracases, aunque caigas como un meteorito para siempre. Es mejor haber brillado en la oscuridad, haber inspirado a otros, haber vivido, que haberse sentado en la oscuridad, maldiciendo a las personas que te cogieron prestadas las velas y no te las devolvieron.
Aunque he perdido personas.
Cuando ocurre es extraño. En realidad, no las he perdido. No es como cuando uno pierde a sus padres, ni siquiera de niño, cuando crees que estás cogiendo la mano de tu madre en una multitud y entonces miras hacia arriba, y no es tu madre… o después. Cuando tienes que encontrar las palabras para describirlos en un funeral o un memorial, o cuando estás esparciendo cenizas en un jardín de flores o en el mar.
A veces imagino que me gustaría que esparcieran mis cenizas por una biblioteca. Pero entonces los libreros tendrían que entrar pronto a la mañana siguiente para recogerlas antes de que llegara la gente.
Me gustaría que esparcieran mis cenizas en una biblioteca o, quizá, en una feria. Una feria de 1930, donde uno se subía a eso negro… al…
He perdido la palabra. ¿Carrusel? ¿Montaña rusa? Esa atracción a la que te subes y vuelves a ser joven. La noria. Sí. Viene otro carnaval demoníaco a la ciudad. «Por la picazón de mis dedos…».
Shakespeare.
Me acuerdo de Shakespeare, y recuerdo su nombre, y quién era y qué escribió. Está a salvo por ahora. Quizá haya gente que olvide a Shakespeare. Tendrán que referirse a «ese hombre que escribió aquello de “ser o no ser”», no me refiero a la película, protagonizada por Jack Benny, cuyo verdadero nombre era Benjamin Kubelsky, que creció en Waukegan, Illinois, a una hora de Chicago más o menos. Algún tiempo después, un escritor norteamericano inmortalizó Waukegan, Illinois, como «la ciudad verde», y después se marchó a vivir a Los Ángeles. Me refiero a ese hombre en el que estoy pensando, claro. Cuando cierro los ojos puedo verlo en mi cabeza.
Solía mirar sus fotografías en las contracubiertas de sus libros. Parecía tranquilo, parecía inteligente y parecía amable.
Escribió una historia sobre Poe para evitar que la gente se olvidara de él, sobre un futuro en el que queman los libros y los olvidan, y en la historia estamos en Marte, aunque también podríamos estar en Waukegan o en Los Ángeles, como los críticos, como esas personas que prohíben y olvidan los libros, como esos que se llevan las palabras, todas las palabras, diccionarios y radios llenas de palabras, como esas personas asesinadas en sus casas, una a una, por el orangután, por el pozo y el péndulo, por el amor de Dios, Montressor…
Poe. Conozco a Poe. Y a Montressor. Y a Benjamin Kubelsky y a su mujer, Sadie Marks, que no tenía ninguna relación con los Hermanos Marx y cuyo nombre artístico era Mary Livingstone. Tengo todos esos nombres en la cabeza.
Yo tenía doce años.
Había leído los libros, había visto la película, y en el momento exacto en el que empieza a arder el papel fue cuando supe que debería recordar esto. Porque la gente debería recordar los libros si otras personas los quemaban o los olvidaban. Se los confiaremos a la memoria. Nos convertiremos en ellos. Nos convertimos en escritores. Nos convertimos en sus libros.
Lo siento. Me he perdido. Como si fuera paseando por un camino sin salida, y ahora estoy solo, perdido en el bosque, y estoy aquí y ya no sé dónde está el «aquí».
Tú tienes que aprenderte una obra de Shakespeare: pensaré que eres Tito Andrónico. O tú, quienquiera que seas, podrías aprenderte una novela de Agatha Christie: serás Asesinato en el Orient Express. Otra persona puede aprenderse los poemas de John Wilmot, conde de Rochester, y tú, el que está leyendo esto, puedes aprenderte un libro de Dickens, y cuando quiera saber lo que le pasó a Barnaby Rudge acudiré a ti. Y tú podrás explicármelo.
Y la gente que quemaría las palabras, las personas que cogerían libros de las estanterías, los bomberos y los ignorantes, los que tienen miedo de los cuentos y de las palabras y de los sueños y de Halloween, y la gente que lleva historias tatuadas, y ¡chicos! ¡Podéis cultivar setas en el sótano!, y mientras tus palabras que son personas que son días que son mi vida, mientras tus palabras sobrevivan, habrás vivido y habrás importado y habrás cambiado el mundo y no recuerdo tu nombre.
Me aprendí tus libros. Me los grabé a fuego en la cabeza. Por si acaso los bomberos venían a la ciudad.
Pero tu identidad ha desaparecido. Estoy esperando a que regrese. Igual que esperé mi diccionario o mi radio o mis botas, y con tan pobres resultados.
Lo único que me queda en la cabeza es un vacío donde antes estabas tú.
Y tampoco estoy muy seguro de eso.
Estaba hablando con un amigo. Y le pregunté:
—¿Te suenan estas historias?
Le dije todas las palabras que sabía, ésas sobre los monstruos que van a la casa del niño humano, las del vendedor de pararrayos y el demoníaco carnaval que lo seguía, y los marcianos y sus ciudades de cristal destruidas y sus canales perfectos. Le dije todas las palabras, y él me dijo que no las había oído. Que no existían.
Y eso me preocupa.
Me preocupa que yo las estuviera manteniendo con vida. Como la gente de la nieve del final de la historia, caminando hacia atrás y hacia delante, recordando, repitiendo las palabras de las historias, haciéndolas realidad.
Creo que es culpa de Dios.
Es decir, nadie puede esperar que se acuerde de todo, Dios no puede hacer eso. Es un tipo ocupado. Así que quizá a veces delegue ciertas cosas, a veces dice: «¡Tú! Quiero que recuerdes las fechas de la guerra de los Cien Años. Y tú, tú acuérdate del okapi. Tú recordarás a Jack Benny, que en realidad era Benjamin Kubelsky de Waukegan, Illinois». Y entonces, cuando olvidas las cosas que Dios te ha encargado recordar, ¡bam! Adiós al okapi. Sólo queda un agujero con forma de okapi en el mundo, que está a medio camino entre un antílope y una jirafa. Adiós a Jack Benny. Adiós a Waukegan. Sólo queda un agujero en tu mente donde antes había una persona o un concepto.
No sé.
No sé dónde buscar. ¿He perdido un escritor de la misma forma que en aquella ocasión perdí el diccionario? O peor aún: ¿Dios me encomendó esta pequeña tarea y ahora le he fallado, y como yo lo he olvidado, él ha desaparecido de las estanterías, de los libros de consulta y ahora sólo existe en nuestros sueños…?
Mis sueños. No conozco tus sueños. Tal vez tú no sueñes con un altiplano sudafricano que sólo es papel pintado, pero se come a dos niños. Tal vez tú no sepas que Marte es el cielo, ese lugar adonde van nuestros queridos difuntos a esperarnos y luego nos devoran por la noche. Tú no sueñas con un hombre al que arrestan por haber cometido el crimen de ser un peatón.
Yo sueño esas cosas.
Si él existía, entonces lo he perdido. He perdido su nombre. He perdido los títulos de sus libros, primero uno y luego otro y luego otro. He perdido las historias.
Y me da miedo pensar que me estoy volviendo loco, porque no puede ser que sólo esté envejeciendo.
Si he fracasado en esta tarea, oh, Dios, entonces déjame hacer esto y así quizá le devuelvas al mundo las historias.
Porque tal vez lo recuerden si esto funciona. Todos lo recordarán. Su nombre volverá a ser sinónimo de pequeños pueblos norteamericanos en Halloween, cuando las hojas corretean por las aceras como pajarillos asustados, o de Marte, o de amor. Y olvidarán mi nombre.
Estoy dispuesto a pagar ese precio si el espacio vacío en la estantería de mi mente puede volver a llenarse, antes de que me marche.
Querido Dios, escucha mi plegaria:
A… B… C… D… E… F… G…
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