El lunes por la noche Rachel pone una conferencia a larga distancia desde un motel de Orlando. Escucha los timbrazos del otro lado de la línea, coge el mando a distancia del televisor y se pone a cambiar de canal con el sonido apagado. Cuenta quince timbrazos. Dieciséis. Ted contesta al vigesimosexto, jadeante, y ella le pide que le pase el auricular a la hija de ambos.
—Voy a buscarla —dice Ted—. Pero no te puedo prometer milagros.
Rachel oye un golpe cuando su marido deja el teléfono en la encimera de la cocina y luego la voz de él sube y baja de volumen mientras se pasea por la casa gritando:
—¿April, cariño? ¡Ven a hablar con mamá!
Rachel oye el chirrido de los muelles de la puerta corredera. Los pasos de Ted aparecen y desaparecen cada vez que pasa del suelo de madera del pasillo a las escaleras enmoquetadas.
Rachel espera. Se sienta en la cama. La moqueta y las cortinas de la habitación del motel huelen un poco a tienda de ropa de segunda mano: tela mohosa en abundancia, un poco de sudor rancio y humo de cigarrillos. Su trabajo casi nunca la obliga a viajar; este es el primer viaje que hace desde que April nació, hace tres años. De los partidos de fútbol silenciosos pasa a los vídeos musicales sin música.
La casa que tienen ahora no es la primera en la que han vivido. La anterior se quemó hasta los cimientos, aunque el incendio no fue culpa de nadie. Esto se demostró ante un tribunal. Fue un accidente extrañísimo y fabuloso, que pasaría a los anales de la historia de los seguros domésticos. En él perdieron todo lo que tenían y luego su hija nació ciega. April es ciega, pero todo podría haber sido peor. Aquella primera casa había sido la casa de Ted antes de que se conocieran. Una de las paredes de la sala de estar estaba hecha de bloques de cristal, que proyectaban una cuadrícula con aspecto de red sobre la mesa y las sillas lacadas en negro. Cuando pulsabas un interruptor, unas llamas de gas se ponían a danzar mágicamente sobre el lecho de grava de granito de la chimenea de la sala de estar. Las bañeras, retretes y lavabos eran de porcelana negra. De las ventanas colgaban unas persianas verticales. No había nada en tonos tierra ni con grano de madera.
Pero Ted había estado cómodo en aquella casa. Tenía una gata a la que había puesto de nombre Belinda Carlisle y a la que dejaba beber de los bidés negros. Era una gata birmana de color negro chocolate y pelo largo, como una bola de pelo oscuro. Ted quería a Belinda Carlisle, pero sabía que no podía dejar que se le acercara demasiado. La gata parecía limpia hasta que la tocabas; entonces te dejaba pringado de caspa grasienta. Para tratar con la caspa de Belinda, Ted tenía uno de esos robots aspiradores que se pasaban el día aspirando los suelos. O por lo menos esa era la idea. Más de una vez los dos unían fuerzas: la gata tenía diarrea y el robot se paseaba por ella, pisando el charco en todas direcciones y extendiendo la diarrea hasta que llegaba al último centímetro de moqueta negra.
Cuando apenas llevaban un año casados, Rachel le anunció que tenían que mudarse. Estaba embarazada y no quería traer a un recién nacido a aquel mundo de alfombras hechas un asco y chimeneas abiertas. Iban a tener que vender la casa y deshacerse de Belinda Carlisle. Hasta Ted tenía que admitir que el sitio entero apestaba a cajón de gato, daba igual con cuánta frecuencia le cambiaras la tierra, y las embarazadas no podían estar cerca de los cajones de gato. Un día a la hora de la cena Rachel le explicó lo que era la toxoplasmosis. La causaba el protozoo parásito Toxoplasma gondii, que vivía en el intestino de los gatos. Se propagaba poniendo sus huevos en las heces de los gatos y podía matar al bebé o dejarlo ciego.
Ya estaba acostumbrada a explicarle las cosas a Ted. Ella sabía que Ted nunca iba a ser brillante. Era su mayor encanto. Era leal, tenía un temperamento tranquilo y trabajaba duro siempre y cuando le estuvieras encima en todo momento y le dijeras qué tenía que hacer. Se había casado con él por todas las razones por las que podría haber contratado a un empleado a largo plazo.
Se lo explicó despacio, entre bocados de espaguetis. La única forma de disimular el olor a gato era añadirle cilantro a todo. Una vez concluida su explicación, Ted se quedó sentado al otro lado de la mesa, con las sombras de los bloques de cristal trazando un mapa del contorno de su cara y su camisa blanca. Rachel oyó las burbujas del agua mineral de su marido. No importaba qué cocinara Ted; nada resultaba apetitoso servido sobre aquella porcelana suya con glaseado negro. Él parpadeó. Y le preguntó:
—¿Qué estabas diciendo?
Y Rachel se lo repitió más despacio:
—Que tenemos que encontrar una casa nueva.
—No —dijo Ted, alargando la palabra como si estuviera intentando ganar tiempo—. Antes.
Rachel no estaba molesta. Llevaba días ensayando aquello. Lo podría haber repartido un poco más. Era mucho para soltárselo de una sola vez.
—He dicho que tenemos que poner esta casa en venta.
Ted cerró los ojos y negó con la cabeza. Con el ceño fruncido, le apuntó:
—Antes de eso.
—¿Lo de Belinda Carlisle? —preguntó Rachel.
—Antes —le insistió Ted.
A Rachel le preocupaba la idea que Ted no fuera tonto; que el problema fuera simplemente que nunca escuchaba nada de lo que ella decía. Rebobinó mentalmente la conversación.
—¿Quieres decir lo de que estoy embarazada?
—¿Estás embarazada? —le preguntó Ted.
Y se llevó la servilleta negra a los labios. Para limpiárselos o para esconderlos, Rachel no estaba segura.
Todavía es lunes por la noche en Orlando y Rachel todavía está esperando al teléfono. Retira la colcha de la cama y se tumba para ver el Canal Teletienda. Lo que le encanta de la Teletienda es que no tiene anuncios. Los anillos de diamantes de cóctel giran a cámara lenta, resplandeciendo debajo de lámparas halógenas y ampliados a cien veces su tamaño real. El vendedor siempre habla con acento rústico y siempre parece muy emocionado cuando dice: «Más sus vale darse prisa, gente, que solo nos quedan dos mil de estas diademas…». Anillos solitarios de esmeraldas en venta por el mismo precio que un frasco de anacardos del minibar.
Con el televisor en silencio, Rachel oye ladrar al perro de la vecina por el teléfono. Luego los ladridos desaparecen como si algo los hubiera tapado. Como si April se hubiera llevado el auricular al oído. Conteniendo la respiración para oír mejor, Rachel dice:
—¿Cariño? ¿Bu-Bu? ¿Cómo os va a papá y a ti sin mamá?
Y sigue hablando hasta que se siente tonta balbuceando sola en una habitación vacía de motel. Se pregunta cómo la habrá cagado esta vez. ¿Quizá se olvidó de darle un beso de despedida?
Rachel sospecha que el silencio de su hija es una venganza. La noche antes de su vuelo se dio cuenta de que tenía los dientes amarillos. Quizá por culpa del exceso de café. Después de la cena preparó los moldes de blanqueo y dejó que April los examinara. Rachel le explicó que se ajustaban perfectamente: una vez que tuviera los moldes puestos, mamá no podía contestar preguntas al menos durante una hora. Si April necesitaba algo, se lo iba a tener que pedir a su padre. Nada más ponerse aquel costoso gel de blanqueo dentro de cada molde y encajárselo en la boca, sin embargo, April ya le estaba tirando del albornoz y pidiéndole que le contara un cuento para irse a dormir.
Ted no fue de ninguna ayuda. April se marchó a la cama llorando. Rachel seguía teniendo los dientes hechos una porquería.
A juzgar por los ruidos que vienen del otro lado de la pared, los huéspedes de la habitación de al lado están follando como conejos. Rachel tapa el auricular con una mano ahuecada y confía en que su hija no los oiga. Le preocupa que la niña haya colgado y se pone a preguntar:
—¿April? Cariño, ¿oyes a mamá?
Resignada, Rachel le pide a la niña que le devuelva el teléfono a su padre. Se oye la voz de Ted:
—No te agobies. —Le dice—: Solo te está haciendo el vacío.
Con la voz amortiguada y la boca orientada en otra dirección, Ted dice:
—Solo estás triste porque mamá no está, ¿verdad?
Se vuelve a hacer el silencio en la línea. Rachel oye la música de carnaval y las voces exageradas de unos dibujos animados procedentes del televisor de la sala de estar. No se le escapa que ella normalmente escucha la tele sin volumen mientras que su hija la ve sin las imágenes.
Todavía orientada a otra parte, la voz de Ted pregunta:
—Todavía quieres a mamá, ¿verdad?
Sigue otro momento de silencio. Rachel no oye nada hasta que Ted se pone a apaciguar a la niña:
—No, mamá no quiere a su trabajo más que a ti. —No suena muy convincente. Al cabo de una pausa, la riñe—: ¡No digas eso, jovencita! ¡Nunca digas eso! —Por el tono de su voz, Rachel se prepara para oír una bofetada. Quiere oír una bofetada. Pero no llega. Con claridad, hablando otra vez directamente al auricular, Ted le dice—: ¿Qué puedo decir? Nuestra niña es toda una rencorosa.
Rachel está emocionada. Lo último que quiere es que su hija sea una floja como Ted, pero se muerde la lengua. Y da por concluida la llamada del lunes.
Ted había tenido a Belinda Carlisle desde que era una gatita recién nacida. Ya era vieja cuando la anunciaron en varias páginas web de adopción de mascotas. Una gata vieja y llena de gases. Solo podía interesar a alguien que hiciera investigación médica. Cuando la eutanasia empezó a revelarse como la mejor opción, Ted llamó a Rachel a la cocina y le enseñó el saco de veinte kilos de pienso seco. Seguía medio lleno.
—Dame hasta que se acabe para encontrarle una familia nueva —le dijo.
A Rachel esto le pareció un buen acuerdo. Cada día que pasaba significaba dos cuencos menos de pienso en la bolsa. La bolsa se convertiría en un reloj de arena que iría marcando sus últimos días con Belinda. Después de dos semanas, Rachel ya no estaba tan convencida. El saco de comida seguía medio lleno. De hecho, parecía un poco más pesado que cuando ella había aceptado el trato. Sospechaba que Ted estaba rellenándolo a hurtadillas con pienso de otra parte. Quizá tenía un saco secreto escondido en el coche o en alguna parte del garaje y ahora lo estaba usando para rellenar poco a poco el de la cocina. A fin de poner a prueba esta teoría, Rachel empezó a servirle raciones dobles a la gata a la hora de las comidas. Se dijo a sí misma que le estaba dando un pequeño premio, mimándola en vez de acelerando su tránsito a la tumba.
Las raciones dobles apenas cabían en el cuenco de la gata, pero Belinda se las terminaba. Estaba engordando, pero no parecía que se fuera a ir de casa pronto. Igual que la parábola de los panes y los peces o que la lámpara aquella del Templo de David, el saco enorme de pienso siempre estaba medio lleno.
La llamada del martes desde Orlando no va mejor que la del lunes. Todas las noches Ted y ella se cuentan cómo les ha ido el día. Él ha salido con el rastrillo a recoger las primeras hojas del otoño. Ella ha implantado los primeros catalizadores in situ para la transmisión de microondas por satélite. Él ha encontrado una tienda de comestibles que vende el queso que le encanta a ella. Rachel informa de que ha resecuenciado el código del protocolo de recarga de la matriz de presistemas. Y le cuenta que Orlando es un sitio terrible para estar sin hijos.
Cuando ella deja de hablar hay un momento de silencio, como si Ted estuviera prestando atención a otra cosa. Rachel se queda escuchando por si lo oye teclear o escribir correos electrónicos mientras ella habla. Por fin Ted rompe el silencio.
—¿Qué está pasando ahí?
Se refiere a los ruidos. Los huéspedes de la habitación de al lado están follando otra vez. En realidad no han parado en ningún momento, simplemente Rachel ya ha dejado de oír sus gemidos constantes y sus chillidos. Hace tanto que se oyen los mismos ruidos de fondo que seguramente son una película pornográfica. Nadie puede estar tan enamorado. La pone furiosa imaginarse que Ted ha estado escuchando follar a unos desconocidos en vez de escuchar cómo le va a ella el trabajo.
Mientras un zafiro llena la pantalla del televisor, la voz de Ted dice:
—Coge el teléfono, April. Dale las buenas noches a mamá.
Para oír mejor, Rachel intenta sustraer el ruido de la autopista de fuera. Se desconecta mentalmente del zumbido del minibar y de los gemidos afectuosos del otro lado de la pared. Lleva sin probar el alcohol desde el ponche de Navidad de hace tres años, pero ahora va al minibar y examina las hileras de botellines de cristal, todos ellos más caros que el colgante de diamantes que se ve en la televisión. Una cuenta atrás muestra que quedan menos de cinco mil de esos colgantes en venta. Por el precio de unos pendientes de perlas, Rachel se prepara un gin-tonic y se lo bebe de un par de tragos.
Rachel oye la voz de Ted por el teléfono. Oye de fondo su voz amortiguada y suplicante:
—Cuéntale a mamá lo de las tortugas del zoo que te gustaron.
Y luego, nada. Rachel siente un respeto por su hija que nunca ha sentido por su marido. Para cenar, abre una bolsita de M&M normales del minibar que cuesta más que un juego de anillos de compromiso de la Teletienda. Por cada bolsa de patatas chips o chocolatina que se come, aparece otra en su lugar como por arte de magia.
Rachel le echó en cara a Ted el tema del saco de comida de la gata, pero él negó que hubiera estado haciendo trampas. Rachel no admitió que había estado aumentándole las raciones, pero sí que señaló que habían pasado cinco semanas y que ahora Belinda Carlisle parecía una sandía con abrigo de piel. Y Rachel también se había engordado lo suyo.
—¿Me estás diciendo —preguntó, señalando la bolsa de comida— que esto es un milagro?
Tampoco ayudó que la agente inmobiliaria que había puesto la casa en el mercado les dijera que la sala olía mal. También les dijo que el precio que pedían por ella estaba doscientos mil dólares por encima del precio de mercado actual. Y tampoco ayudaban las hormonas de Rachel.
Ted y Rachel discutieron. Entre Acción de Gracias y Navidad estuvieron riñendo casi a diario. Durante aquel tiempo el nivel del saco de comida siguió subiendo hasta que el pienso empezó a desbordarse y a caer por el suelo de la cocina. La gata estaba tan inflada que apenas podía arrastrarse por la moqueta de la sala de estar. Y fue entonces cuando aquella casa sobrevaluada se incendió.
El miércoles por la noche, como de costumbre, Rachel llama desde Orlando. Está deseando a medias que April no le quiera hablar. Eso demostraría que la niña ha heredado algo de las agallas de su madre. Para ponerla a prueba, Rachel le pregunta:
—¿No quieres a mamá?
Y reza por lo bajo para que la niña no muerda un anzuelo tan obvio.
El mundo es un lugar horrible. Lo último que Rachel quiere es criar a una niña tan vulnerable que todo le deje marca.
Como si April necesitara que la pusieran más a prueba, Rachel le dice:
—Deja que mamá te cante una nana.
Y se pone a canturrear una canción de cuna que sabe que hundirá la determinación de su hija. Le hacen los coros los gemidos y gruñidos de la habitación de al lado, esos ruidos sin lenguaje que emite involuntariamente la gente débil. Rachel tiene intención de cantar todas las estrofas, pero le falla la resolución cuando oye reírse a Ted. Suena más claro que el agua. Sospecha que April ha dejado el auricular y se ha marchado. Eso quiere decir que Rachel le ha estado cantando a una cocina vacía. Y termina con una advertencia:
—Si no dices «buenas noches», vas a hacer que mamá llore.
Si no hay nadie escuchando, da igual lo que diga. Así que finge llorar. Luego intensifica el llanto falso hasta soltar berridos. Es más fácil de lo que imaginaba, y cuando descubre que no puede parar, Rachel cuelga.
Rachel no se había inventado los peligros de la toxoplasmosis; había buscado en internet y había preparado una defensa irrefutable de sus argumentos. No era ninguna locura. Los neurobiólogos habían vinculado el T. gondii con casos de suicidio y con brotes de esquizofrenia. Y todo estaba causado por la exposición a la caca de gato. Había estudios que sugerían incluso que los parásitos cerebrales de la toxo coaccionaban químicamente a la gente para que adoptara más gatos. Aquellas señoras locas que vivían rodeadas de gatos en realidad estaban siendo controladas por una infección de invasores unicelulares.
El problema de educar a la gente tonta era que no sabía que era tonta. Lo mismo pasaba con curar a los locos. Y por lo que respectaba al gato, Ted era las dos cosas.
En su última noche en la primera casa, tal como le había explicado más tarde Rachel a la policía, habían ido a una fiesta de Navidad en el vecindario. Estaban volviendo los dos a casa. Habían estado bebiendo ponche de Navidad, y mientras caminaban pesadamente por la nieve ella le explicó a Ted que no tenía que ser tan blandengue. Le habló con cuidado, esperando a que él asimilara sus palabras. Las huellas que dejaba en la nieve estaban muy separadas para equilibrar el peso que había ganado.
Rachel todavía estaba trabajando como Consultora de Interfaces Corporativos de Nivel 1, pero el mero hecho de entrar en su segundo trimestre de embarazo ya le parecía un trabajo a jornada completa. Le preocupaba que con un bebé de por medio la situación no fuera a mejorar mucho. El amor de un hombre se podía dividir por la mitad, pero no en tres partes.
Según Rachel le contaría a la policía, ella fue la primera en entrar en la casa a oscuras. Ni siquiera llegó a quitarse el abrigo.
—Qué frío hace aquí dentro —dijo.
El árbol de Navidad ocupaba todo el ventanal de la sala de estar, impidiendo que entraran las luces de la calle. De hecho, al principio todo el mundo supuso que el culpable había sido el árbol. Los sospechosos habituales siempre eran las velas aromáticas, las lucecitas de Navidad defectuosas y los enchufes sobrecargados. Ted quería culpar al robot aspirador en movimiento. Cruzaba los dedos para que se hubiera recalentado. Para que se hubiera producido un cortocircuito y el robot se hubiera puesto a correr por todas partes lleno de pelo de gato inflamable y lo hubiera incendiado todo.
El jueves por la noche en Orlando se produce la tradicional paradoja: cuanto más intenta acelerar Rachel el proceso de instalación, más tarda todo en salir. Se llama por teléfono a sí misma y se deja mensajes: «Recordatorio a mí misma: finalizar nomenclatura de inventario gráfico».
Coge el teléfono de la mesilla de noche y se pone a mirar fotos. Solo tiene una de April. Por alguna razón no parece correcto fotografiar a una persona ciega. Es como robarle algo valioso que esa persona ni siquiera sabe que tiene. Siguiendo la misma lógica, Rachel se censura a sí misma para no decir nunca «Qué puesta de sol tan bonita» o «Mira aquí, cariño». Exclamar en presencia de April «Qué flor tan preciosa» le parece una provocación.
Ted y ella se conocieron en una cita a ciegas, otra expresión que Rachel evita vigorosamente.
Hace poco su hija ha empezado a decirle:
—¡Mírame, mamá! ¡Mírame! ¿Estás mirando?
Es obvio que April no tiene ni idea de lo que está diciendo. Es simplemente el coro universal de los niños, con visión o sin ella. La esencia de la paternidad es pasar de ser la persona observada a ser la persona que observa.
El jueves la niña vuelve a negarse a romper su mutismo. Rachel escruta con los oídos. Rachel resuella y hace promesas hasta que Ted coge el teléfono y le dice:
—Lo siento.
Ella le oye en la voz el encogimiento impotente de hombros cuando él dice:
—No consigo hacer que hable.
A lo que Rachel replica:
—Inténtalo.
Ted tiene un verdadero talento para rendirse. Ella le sugiere que pinche a April en las costillas para hacerla reír.
—¿No tiene cosquillas? —pregunta.
Ted contesta riéndose, pero sobre todo de incredulidad.
—¿Me estás preguntando si tiene cosquillas? —Suelta un soplido de burla—. ¿Dónde has estado estos últimos tres años?
Después de la noche del incendio, Rachel solo admitió ser culpable de haberle dado al interruptor. Antes de encender las luces de la sala de estar, Rachel declaró que había ido al termostato y había subido la calefacción. Había encendido el fuego de gas de la chimenea en el mismo momento en que habían empezado los gritos. Un aullido salvaje de banshee había llenado las habitaciones a oscuras. Un chillido inhumano de demonio invernal se había despertado y luego la casa entera había parecido incendiarse. El árbol de Navidad centelleó. Los cojines negros centellearon. Las alfombras negras se inflamaron. Ted corrió a abrazar a Rachel mientras las colchas y las toallas de baño estallaban en llamas anaranjadas. Y entretanto se oían los ecos de los gritos de las almas torturadas en el infierno. El aire apestaba a humo y a pelo quemado. Los detectores de humo se unieron al estruendo enloquecedor. No hubo tiempo ni de dar marcha atrás al coche negro por la entrada de coches de la casa y salvarlo antes de que las llamas se pusieran a ondear como banderas de colores vivos en todas las ventanas del piso de arriba. Los dos estaban plantados en el jardín nevado de delante de la casa cuando se materializaron los camiones de bomberos con sus sirenas. La casa ya estaba envuelta en llamas.
En Orlando Rachel se ha puesto a especular. Sería muy propio de Ted estar ocultándole alguna verdad espantosa, por lo menos hasta que ella llegue a casa. Si April estuviera en el hospital, si le hubiera picado una abeja y hubiera tenido una reacción grave, o algo peor, Ted pensaría que le está haciendo un favor al no decírselo por teléfono. Ella entra en internet y se pone a buscar accidentes en Seattle relacionados con niñas de tres años en la última semana. Descubre con congoja que ha habido uno. De acuerdo con las noticias, una niña ha sido atacada por el perro de su vecina. En estos momentos se encuentra en el hospital en estado crítico. El nombre de la víctima no se ha hecho público en espera de notificación de sus parientes.
Esa noche Rachel escucha sus mensajes nuevos. Los ha dejado todos ella: «Recordatorio a mí misma: ¡repercusiones!». Solo esa palabra, estridente e intimidadora. No tiene ni idea de a qué se refería cuando lo grabó. Tiene que comprobar el identificador de llamadas para reconocerse a sí misma. ¿Es así como suena realmente su voz?
La idea la agobia toda la noche: ¿cuántos niños pequeños mueren asfixiados por pelotas de goma y la noticia nunca sale en la pantalla de la CNN? No para de darle a Actualizar, confiando en averiguar más detalles de la noticia del Seattle Times. ¿Qué clase de madre es si no puede averiguar si su hija está viva o muerta?
El jefe de bomberos no pensaba que hubiera sido un incendio provocado, al menos al principio. El episodio los había hecho famosos, y no de forma positiva. Se habían vuelto pruebas vivientes de algo que la gente no quería creer que pasara en realidad.
El jefe de bomberos recorrió las habitaciones calcinadas, registrando el itinerario de la ignición del incendio. Había empezado en la chimenea minimalista y había trazado un círculo siguiendo el perímetro de la sala de estar. A continuación se había incendiado el perímetro del comedor. El jefe de bomberos dibujó un plano aproximado en una hoja de papel cuadriculado que llevaba en una tablilla sujetapapeles. Usando un lápiz mecánico, trazó una línea que empezaba en el comedor, subía las escaleras y rodeaba el perímetro del dormitorio principal y el cuarto de baño.
Debajo del brazo llevaba algo metido en una bolsa de basura de plástico negro.
—Es la cosa más extraña que he visto nunca —les dijo a Ted y a Rachel en la entrada para coches.
Abrió la bolsa y les dejó mirar dentro. Echaba una peste horrible, una combinación de pelo quemado y sustancias químicas. Ted le echó un vistazo y se puso a temblar.
El viernes por la noche en Orlando, Rachel considera brevemente la posibilidad de llamar a la policía, pero ¿qué puede decirles? Busca actualizaciones de la noticia de la niña de tres años en estado crítico. Llama a una vecina, JoAnne. Tuvieron una época ya lejana de breve amistad, basada en su odio mutuo a la compañía local de recogida de basuras. JoAnne coge el teléfono al decimonoveno timbrazo. Rachel le pregunta si Ted ha estado sacando su basura a la acera esta semana. No quiere entrarle demasiado fuerte.
Escucha, cambiándose el teléfono de un oído a otro, pero no oye nada. Principalmente lo que no oye son los ladridos del rottweiler mezclado de JoAnne. Que siempre está ladrando y arañándoles la cerca.
Por fin JoAnne le dice:
—La recogida de basura es la semana que viene, Rachel.
Su voz suena precavida. Pronuncia el nombre de Rachel como si le estuviera haciendo una señal a otra gente que la está oyendo. Pregunta qué tal por Orlando, y Rachel se rebusca en la cabeza, intentando acordarse de si le mencionó en algún momento este viaje. Para ponerla a prueba, Rachel le dice:
—Espero que Ted no esté malcriando a April mientras yo no estoy.
La pausa que viene a continuación es demasiado larga.
—April —insiste Rachel—. Mi hija…
—Ya sé quién es April —dice JoAnne.
Ahora parece irritada.
Rachel ya no se puede contener.
—¿Cesar ha mordido a mi nena?
Y se corta la línea.
Por lo menos el jefe de bomberos había resuelto el misterio de por qué su antigua casa apestaba todos los inviernos. Belinda Carlisle, conjeturó el jefe de bomberos, había estado usando la grava de granito de la chimenea como cajón de arena. Cada vez que encendían los fogones de gas, Ted y Rachel habían estado cociendo quién sabe cuántos kilos de excrementos enterrados de gato. El liquidador de la aseguradora les dijo que lo que había ocurrido carecía de precedentes. Rachel fue consciente de no poder aguantarse apenas la risa cuando el hombre les explicó que el gato debía de estar yendo de vientre en el mismo momento en que Rachel había encendido el interruptor de la chimenea.
En aquel preciso momento Belinda estaba soltando una cagada secreta de medianoche en la pequeña caverna oscura de la cámara de combustión. Con el frío que hacía en la casa quizá le gustaba sentir el suave calorcito de la luz piloto. Debió de oír el clic-clic-clic de grillo del encendedor electrónico. Un instante más tarde debieron de saltarle encima las llamas azules desde todas las direcciones.
Había sido aquel demonio peludo y llameante lo que había estallado, entre chillidos, y había echado a correr por la casa, incendiando hasta la última pieza de tela antes de caer muerto en un armario del piso de arriba, debajo de la ropa de la tintorería de Rachel, almacenada en plástico inflamable.
El sábado Rachel telefonea tres veces a casa y las tres veces salta el contestador. Se imagina la casa vacía. Es demasiado fácil imaginarse a Ted llorando junto a una cama de hospital. Cuando por fin su marido le coge el teléfono, ella pide hablar con April.
—Si esas tenemos, jovencita —la amenaza ella—, no va a haber Navidad ni tiovivo ni pizzas hasta que hables. —Espera, intentando no herir sus sentimientos. Echa la culpa de su estado de ánimo a un ron con cola, doble, que le ha costado más que una hebilla de turquesas de la Teletienda—. Yo tenía una niña que era ciega —la provoca, intentando sacarle una respuesta—. ¿Ahora qué eres, Helen Keller?
Es el ron el que habla. Por el televisor, la imagen ampliada de un topacio centellea hipnóticamente, girando despacio con el sonido apagado.
En las profundidades del silencio, Rachel oye respirar a alguien. No se lo está imaginando. April está respirando, testaruda, soltando pequeños soplidos de furia como si tuviera los brazos gordezuelos cruzados sobre el pecho y las mejillas de querubín ruborizadas por el enfado.
Arriesgándose, Rachel pregunta:
—¿Qué quieres que te traiga mamá cuando vuelva a casa? —Un soborno puede ayudar a todos a salvar las apariencias—. ¿Un Ratón Mickey —sugiere— o un Pato Donald?
Oye una exclamación ahogada. La respiración se detiene un instante y luego una voz lejana y aguda chilla:
—Oh, papito. —Encantada, la voz dice—: ¡Tírame del pelo, papito! ¡Fóllame por el culo!
No es April. Son los huéspedes de la habitación de al lado, sus voces filtradas por la pared.
—¿Por qué no usamos una barra de media tonelada de chocolatina con helado Rocky Road? —dice Rachel en tono sarcástico. Da un puñetazo en la pared y grita—: ¿Por qué no te folla un lindo poni?
A continuación oye por el teléfono el pequeño robot aspirador zumbando —un sustituto— limpiando el suelo y chocando contra las paredes, como si fuera —¿qué otra cosa?— un animal ciego. Ted se pasa la mitad del día sin pegar ni golpe, pero aun así quiere su pijada de cacharros electrónicos Sharper Image que le hacen las tareas de la casa. A Rachel la asusta la idea de que April pueda tropezarse accidentalmente con el aspirador, pero Ted insiste en que la niña es más lista que un cacharro.
Y de golpe Rachel lo entiende. Por mucho que vaya un poco achispada, todo tiene sentido. Ted la culpa por lo que le pasó a Belinda Carlisle. No es un tipo brillante pero tampoco es tonto del todo. Guardar rencores es algo que April ha heredado de su padre. Ted ha esperado el momento oportuno y ahora se está cobrando su venganza.
Se le abre una grieta diminuta en la voz y de pronto todo su pánico pugna por escapar.
—April, cielo —le pregunta—, ¿te está haciendo daño papá?
Intenta no preguntarlo, dejar de preguntarlo, pero es como recomponer un globo reventado.
Para cuando April nació ya estaban instalados en una casa estilo rancho en una urbanización de casas todas idénticas, a pocas manzanas de distancia de la antigua. Ted había querido enterrar a la gata en su nuevo jardín, pero el jefe de bomberos no les llegó a entregar nunca los despojos. La casa estilo rancho era menos dramática. No tenía chimenea abierta ni tampoco bidé, pero con una criatura ciega resultaba mejor. ¿Cómo podía Rachel no haberse visto afectada después de vivir seis meses embarazada y respirando humo de mierdas de gato? Tal como les había explicado la obstetra, los parásitos de la toxo atacaban el nervio óptico, pero Rachel sabía que no era solo eso. Era una venganza. Por supuesto, Rachel juró que no había visto a Belinda Carlisle antes de pulsar el interruptor. Y Ted aceptó aquella declaración de Rachel sin cuestionarla.
Había mentiras que casaban a la gente de forma más efectiva que los votos matrimoniales.
El domingo Rachel llama por teléfono e insiste en que Ted la escuche.
—La próxima llamada que voy a hacer es a la policía —jura.
A menos que April diga algo para hacerla cambiar de opinión, va a llamar a los Servicios de Protección del Menor y pedirles que intervengan.
Su marido, el señor Pasivo-Agresivo, suelta una risa confundida.
—¿Qué quieres que haga, pellizcarla?
Pellizcarla, sí, dice Rachel. Darle unos azotes. Tirarle del pelo. Lo que sea.
—A ver si lo entiendo… —pregunta él—. Si no pego a mi hija, ¿me denunciarás por maltrato infantil?
Rachel asiente con la cabeza y le dice al teléfono:
—Sí.
Se lo imagina bebiendo café del tazón con glaseado negro que rescató de los restos del incendio. El color y el acabado son tan feos que el tazón todavía parece nuevo.
—¿Y si la quemo con un cigarrillo? —pregunta él, con la voz deformada por el sarcasmo—. ¿Eso te haría feliz?
—Usa una aguja de mi costurero —lo instruye Rachel—. Pero primero esterilízala con alcohol de friegas. No le hemos puesto la antitetánica.
—No me puedo creer que lo digas en serio —dice Ted.
—Esto ya ha durado demasiado —dice ella.
Es consciente de que parece loca. Quizá sea demasiado tarde. Quizá sea la toxoplasmosis que tiene en el cerebro la que está hablando, pero sabe que lo dice en serio.
La indemnización de la aseguradora empezó a demorarse, y para entonces el jefe de bomberos ya estaba calificando el incidente de incendio provocado. Las pruebas del laboratorio habían encontrado un residuo en el pelo del gato. Un agente químico incendiario había mantenido encendida a Belinda Carlisle durante el pánico de su agónica huida final. Y resultaba todavía más sospechoso que unas semanas antes del incendio Rachel hubiera doblado el importe de la cobertura del seguro doméstico. Hasta con un bebé pegado a la teta, ella no había vacilado en buscarse abogados.
Hablando por teléfono el domingo por la noche, Rachel avisa de que no va de farol. Que o bien Ted hace que su hija emita alguna palabra, algún sonido, o bien tendrán que batallar en el tribunal de familia. Parece tardar mucho rato, pero por fin Ted contesta.
Con la voz orientada en otra dirección, dice:
—April, cariño. ¿Te acuerdas de qué es la vacuna de la gripe? —Le dice—: ¿Te acuerdas de cuando te tuvieron que poner una vacuna para que pudieras ir a jugar a las colonias de Semana Santa?
Responde un silencio. Rachel cierra los ojos para seguir escuchando. Lo único que puede detectar es el zumbido de la lámpara fluorescente de la mesilla de noche. Se levanta de la cama para apagar el aire acondicionado, pero antes de que pueda dar un paso regresa la voz de Ted:
—¿Puedes traerle a papá el costurero? —Y no parece que pase nada, pero ahora Rachel oye con claridad su voz—: ¿Estás contenta? ¿Te hace feliz esto? —Resuenan sus pasos en el pasillo—. Voy al cuarto de baño. —Empieza a hablar en tono cantarín, como si cantara una nana—. Voy a buscar el alcohol para torturar a nuestra hija —canturrea—. Rach, puedes parar esto en cualquier momento.
Pero Rachel sabe que no es verdad. Nadie puede parar nada. La gente de la habitación de al lado siempre va a estar follando. La gata en llamas siempre va a estar corriendo como un cometa por todas las casas en las que van a vivir. Nada se va a resolver nunca. Y le vuelve a pasar por la cabeza que quizá Ted la esté torturando. Que April está en su habitación del piso de arriba o bien jugando en el jardín de atrás, y él solo está fingiendo que la tiene allí con él. Es más fácil asimilar eso que la idea de que su propia hija la desprecia.
—No lo entiendes —le dice Rachel por teléfono—. Necesito que le hagas daño para demostrar que está viva —le exige—. Que le hagas daño para demostrarme que no me odias en absoluto.
Y antes de que la tele pueda vender otros mil relojes de pulsera de diamantes, April grita.
Ni un segundo más tarde, Ted pregunta:
—¿Rach?
Jadeante. Con los ecos del chillido todavía en la cabeza de Rachel. Nunca dejaría de reverberar en su cabeza. Un maullido. El chillido de Belinda Carlisle. El mismo berrido que soltó April al nacer.
—Lo has hecho —dice ella.
—Has chillado —le contesta él.
No es Rachel quien ha chillado ni tampoco April. Ha sido otro ruido sexual procedente de la habitación de al lado. Otro final en tablas. La bolsa siempre va a estar llena a medias. Ted siempre la va a estar engañando.
Rachel le pide que April se ponga al teléfono.
—Asegúrate de que tenga el oído pegado al teléfono —dice Rachel—, y luego quiero que salgas de la habitación.
—Tu padre no lo entiende —dice Rachel por teléfono—. Debía más dinero por esa casa de lo que valía. Alguien tenía que tomar las decisiones desagradables.
Le explica a su hija que el único problema de casarse con un hombre tonto, perezoso y sin agallas era que te podía tocar aguantarlo el resto de tu vida.
—Tenía que hacer algo —dice Rachel—. No quería que nacieras muerta y también ciega.
No importa quién esté escuchando, Ted o April. Es otro desastre que Rachel necesita arreglar. Le cuenta a quien sea que se pasó semanas aplicándole todos los días con un peine laca para el pelo al pelaje de la gata, laca para el pelo normal y barata. Sabía que usaba la chimenea como retrete y confiaba en que la luz piloto bastara para atraerla. Rachel la había sobrealimentado para que tuviera que defecar más a menudo. Cruzó los dedos para que el exceso de gases intestinales surtiera el efecto deseado. No era ninguna sádica. Al contrario: no quería que Belinda Carlisle sufriera. Rachel se había asegurado de que los detectores de humo tuvieran pilas y se dedicó a esperar.
—Tu padre —empieza a decir— cree que si los platos y el retrete son negros no se ensucian nunca.
En su última noche en casa de Ted, Rachel había entrado en la sala de estar. Se había metido dentro deprisa huyendo del frío. Había bajado intencionadamente el termostato con la esperanza de hacer más atractiva la luz piloto. Para mejorar su trampa había enterrado atún en la grava. Aquella noche había entrado en la sala a oscuras, bajo la sombra que daba el árbol de Navidad, y había visto dos ojos amarillos que la miraban parpadeando desde la chimenea. Un poco borracha, le había dicho:
—Lo siento.
Hablando por teléfono desde Orlando, muy borracha, dice:
—No lo sentí.
Rachel le dijo adiós a la gata y pulsó el interruptor. El clic-clic-clic, como los golpecitos de un bastón blanco. El grito de la banshee. Las llamas subieron volando por las cortinas de la sala de estar. Las llamas subieron volando por las escaleras. Al final la compañía aseguradora no pudo demostrar de forma segura que los residuos químicos no fueran los restos calcinados del plástico de la tintorería.
Y, diciendo esto, siente que April se ha convertido en una desconocida. Alguien distinto a quien hay que respetar y que merece saber la verdad. April se ha desprendido de ella para convertirse en otra persona.
—El vicio que tiene tu padre de dejar las cosas para más adelante es la razón de que no vayas a ver nunca una puesta de sol.
En el silencio podría haber alguien o podría no haber nadie. Si es April no lo va a entender, al menos hasta que sea mayor.
—Solo elegí a tu padre porque es débil —dice Rachel—. Me casé con él porque sabía que lo podía manejar a mi antojo.
Y dice que el problema de la gente pasiva es que te obliga a pasar a la acción. Y después te odian por ello. Nunca te perdonan. Solo entonces, por el teléfono, oye Rachel que Ted rompe a llorar de forma clara e inconfundible. No es nada que no haya oído antes, pero esta vez sus sollozos arrecian hasta que una criatura chilla haciendo un ruido como de ráfagas de silbato. Como una alarma antiincendio se elevan los chillidos agudos y frenéticos de una criatura, saliendo del teléfono como una sirena.
Las provocaciones de Rachel han funcionado. Él la intimidó, la coaccionó, la controló y la manipuló para que hiciera daño a una criatura inocente. Y ahora están en paz.
Con los chillidos de su hija y el llanto de su marido todavía resonándole en los oídos, Rachel contempla un diamante gigantesco que da vueltas, en trance, intentando adivinar el futuro, mientras susurra:
—Buenas noches.
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