Mi amigo K. comenzó el relato que ponía fin a la reunión:
—¿Queréis que os cuente un relato misterioso? ¿Qué os parece este?
Cinco o seis personas nos habíamos reunido para contar por tumos distintas historias de miedo o, en su defecto, sucesos extraños. No sé si lo que nos contó ocurrió realmente o fue invención suya, pues no se lo pregunté después, pero lo cierto era que parecía creíble. Era una noche nublada de finales de primavera y el ambiente estaba cargado, como si estuviéramos en el fondo del mar. En tales condiciones, tanto los que contábamos como los que escuchábamos nos sentíamos ya medio chiflados, y quizá fue esa la razón por la que aquel último relato impactó en mi alma de una manera extraña. La historia decía más o menos así:
“Voy a hablaros de mi infeliz amigo. No quiero decir su nombre, así que hablaré de él sin dar detalles. Esta persona padecía, no sé desde cuándo, una enfermedad extraña, sobrenatural. Puede que la heredara de sus ancestros, no era una idea descabellada. No conocí a su abuelo ni a su bisabuelo, pero eso es lo de menos. Lo importante es que alguien de su familia se convirtió al cristianismo y había en su casa varios textos antiguos escritos en sentido occidental. También había estatuas de la Virgen María y pinturas de Jesucristo. Junto a todo esto se encontraban algunos artefactos dignos de Igagoe Dōchū Sugoruku, la famosa obra de teatro kabuki que seguramente conocéis. Había, por ejemplo, un telescopio de hace un siglo, un imán de forma extraña, así como unos preciosos ornamentos de cristal que en esa época se conocían con el nombre de gyaman o bidoro. Desde niño había jugado con todas esas cosas.
Desde su infancia había sentido una extraña fascinación por todas las cosas que reflejaban imágenes, como el cristal, las lentes y los espejos. Como prueba de ello, sus juguetes favoritos eran las linternas mágicas, los telescopios, las lupas y los caleidoscopios. Sabéis lo que son, ¿verdad? Esos artilugios que, al mirar a través, hacen que la gente y las cosas parezcan delgadas o planas. Es un juguete basado en un sistema de prismas. Le encantaban^ ese tipo de objetos.
Recuerdo ahora una vez, cuando éramos pequeños, en la que abrí una vieja caja de paulonia que había sobre su escritorio del cuarto de estudio. Dentro había un espejo hecho de metal antiguo. Lo agarré y lo moví bajo la luz, intentando iluminar la pared oscura.
—¿Qué te parece, no es curioso? Este espejo muestra una letra al reflejar la luz. ¿La ves?
Me giré para mirar la pared y me quedé sorprendido. En el interior del círculo de luz blanca había un carácter chino, 寿«felicidad, longevidad».
—¡Qué maravilla! ¿Cómo es posible?
Yo apenas era un niño y aquello me parecía un milagro, algo misterioso y asombroso. Quería escuchar su explicación.
—No lo adivinarías nunca. ¿Quieres que te diga el truco? Cuando te lo cuente verás que no se trata de nada especial. Mira, observa: la letra está tallada en la parte de atrás del espejo. ¿La ves?
Tenía razón; en la parte trasera del espejo, que era de color bronce, había una letra pulcramente tallada. ¿Cómo era posible que traspasara hasta la otra parte para proyectarse en la sombra? El espejo era normal. Parecía cosa de magia.
—No es magia ni nada sobrenatural —me explicó al ver mi incredulidad—. Mi padre me contó que los espejos de oro, a diferencia de los de cristal, se nublan si no los pulimos. En este caso, al ser una pieza vieja que lleva desde siempre en mi casa, se ha limpiado muchas veces. Pero cada vez que lo hacemos la parte tallada y el resto se desgastan a un ritmo diferente debido a sus diferentes grosores, aunque el ojo humano no capte la diferencia. Esta diferencia en el desgaste que no podemos ver es lo que permite que la letra se proyecte. ¿Comprendes?
Aunque ahora sabía de qué se trataba, ni siquiera acercando la cara pude ver el tallado. Para mí era solo una superficie pulida. Era como mirar a través de un microscopio para descubrir detalles imposibles de ver de otra manera. Sentí un escalofrío.
El espejo me pareció muy misterioso, por eso lo recuerdo tan bien, pero fue solo uno de muchos ejemplos. Los juegos de su infancia eran en su gran mayoría de este tipo. Lo raro fue que yo me dejé contagiar e incluso ahora siento una gran curiosidad por todo lo relacionado con la proyección de imágenes.
Aunque durante su niñez no mostró señal alguna de tener tendencia a ello, el último año de instituto comenzó a perder la cabeza. Todo se originó cuando empezamos a recibir clases de física y a aprender las distintas teorías sobre lentes y espejos. Estaba obsesionado, no hay otra palabra para definirlo. Recuerdo una anécdota. Estábamos en clase, aprendiendo la teoría sobre los espejos curvos. Pasaron una pequeña muestra entre los estudiantes y todos nos miramos en ese espejo. En aquella época yo tenía la cara llena de acné y me avergonzaba de ello, pues creía que los granos estaban relacionados con el deseo sexual. Cuando vi mi cara reflejada en ese espejo curvo, me sorprendí tanto que grité; cada uno de mis granos parecía la superficie de la luna vista a través de un telescopio. Aquellas protuberancias estaban terriblemente ampliadas.
Eran como lomas, como granadas maduras a punto de abrirse, y de ellas salía una sangre espesa, como en los carteles de esas obras de teatro sobre asesinatos. Proyectado en aquel espejo curvo, mi rostro era horrible y grotesco. Desde entonces, cada vez que veo uno de esos espejos en una exposición o en una feria, siento un escalofrío y me alejo. Tal es la repulsión que me provocan.
Mi amigo, sin embargo, se quedó mirando el espejo curvo. En lugar de pensar que era horrible parecía sentirse muy atraído, y gritó deleitado. Todos nos reímos, porque nos pareció la alegría de un chiflado, pero él seguía absorto en su reflejo. A partir de entonces siempre andaba comprando espejos, de todos los tamaños, y los modificaba con alambres y cartulinas para realizar trucos. Inventaba cosas que nadie más podía imaginar. Tenía un talento increíble, e incluso encargaba al extranjero libros de magia. Una vez ocurrió algo tan extraño que sigue desconcertándome. Se trataba de un truco de magia con billetes.
Tenía una caja cuadrada que medía, más o menos, sesenta centímetros de lado. En la parte delantera había una ranura y, en el interior, cinco o seis billetes de un yen.
—Coge esos billetes —me dijo.
Le hice caso y alargué la mano para agarrarlos pero, por alguna extraña razón, los billetes que estaban frente a mí desaparecieron como si fueran humo. Nunca me había sorprendido tanto.
—¿Cómo es posible?
Al ver mi expresión asombrada, mi amigo empezó a reír. Más tarde me explicó el truco. Según me dijo, era una idea que había copiado a un físico inglés. La clave eran los espejos curvos. No me acuerdo muy bien de la lógica, pero los verdaderos billetes estaban debajo de la caja; encima se ponía un espejo curvo, colocado diagonalmente, y un foco. Al encenderse la luz, se reflejaban en el espejo las cosas que había a cierta distancia y los billetes aparecían. Con un espejo normal habría sido imposible, se necesitaba uno curvo.
Su afición enfermiza por las lentes y los espejos siguió aumentando. Cuando terminamos el instituto, él no intentó entrar en la universidad. Esto se debía, en parte, a que sus padres lo consentían y no ponían cortapisas a sus locuras. Pero había otra razón: estaba muy seguro de lo que quería. Construyó un pequeño laboratorio en un espacio vacío del jardín y allí siguió dedicándose a su extraña afición.
Hasta entonces había tenido que estudiar y eso le había quitado tiempo, pero las cosas habían cambiado. Se quedaba enclaustrado desde la mañana a la noche, y su afición enfermiza se exacerbó. Nunca había tenido muchos amigos, pero después del instituto su mundo quedó reducido al interior de ese pequeño laboratorio. No salía a ningún lugar y, exceptuando a los que vivían en su casa, el único que lo visitaba era yo.
Aunque esto sucedía pocas veces, pues cada vez que lo veía parecía estar peor, más cerca de la demencia. Entonces fallecieron sus padres en una epidemia de gripe. Ya no tenía que pedir permiso a nadie ni molestarse por los demás y, como había heredado una gran fortuna, podía dedicarse a sus experimentos. Tenía más de veinte años y había comenzado a interesarse por las mujeres, aunque sus deseos eran realmente depravados.
Tras este preámbulo comienza lo verdaderamente insólito, pero antes de hacerlo me gustaría contaros dos o tres ejemplos de cómo se había incrementado su locura.
Su casa estaba en Yamanote[28], sobre una loma, y el laboratorio se encontraba en un rincón del jardín. Desde allí podía observar el resto de casas cercanas. Lo primero que hizo fue transformar el tejado de su laboratorio en una especie de cúpula donde instaló varios telescopios para ver las estrellas. Había estudiado por su cuenta y tenía algunos conocimientos de astronomía. Pero ese pasatiempo no era suficiente para él; tenía un telescopio con una poderosa lente que movía en distintos ángulos para fisgonear el interior de las casas de alrededor. No era ético, pero a él le divertía.
La gente no imaginaba que estaba siendo observada desde un telescopio, a pesar de las vallas de madera que rodeaban sus casas. Él espiaba todos sus secretos, de los que era testigo como un espectador.
—No puedo dejar de hacerlo —me decía.
Disfrutaba mirando a la gente a través del telescopio. A mí me parecía una travesura divertida. Algunas veces me dejaba echar un vistazo; algunas de las cosas que vi me hicieron sonrojarme.
Después estaba… ¿Cómo se llamaba? ¿Periscopio, quizá? Lo que tienen los submarinos. Pues también había colocado uno de esos artefactos para espiar a sus empleados sin que se dieran cuenta, en especial a su joven sirvienta.
Por otra parte, criaba una especie de gusanos de seda para ponerlos bajo la lupa u observarlos con el microscopio. Dejaba que se arrastraran por su dedo y que le chuparan la sangre. Si eran del mismo sexo los obligaba a pelear, y si eran de sexos opuestos observaba cómo se apareaban. Me parecía realmente siniestro. Un día me dejó ver uno de sus gusanos. Estaba medio muerto y acercó la lente para que yo viera cómo sufría. Fue horrible verlo con cincuenta aumentos en el microscopio. Se veían con toda claridad su boca, las uñas de sus patas, cada uno de los pelos de su cuerpo. Estaba sumergido en un espeso mar de sangre negra (así se veía una gota minúscula) y medio aplastado. Se retorcía y abría la boca. Parecía sufrir una agonía terrible. Creí escuchar incluso un horrible quejido.
Si os detallo cada situación no terminaría nunca, así que voy a resumir. Los pasatiempos de mi amigo eran cada vez más intensos. Un día, en una de mis visitas, fui directamente al laboratorio. Las persianas estaban bajadas y el cuarto se hallaba en penumbra. Dentro había algo retorciéndose. Pensé que se trataba de mi imaginación y me froté los ojos, pero seguía moviéndose. Me quedé de pie en la entrada y respiré profundamente mientras observaba a aquel monstruo que parecía medir dos metros. Mientras lo miraba, mis ojos se adaptaron a la oscuridad. Estaba cubierto de agujas de color morado y tenía unos ojos enormes y brillantes inyectados en sangre. De las cuevas de sus fosas nasales salía tanto pelo que parecía una palmera. Entre sus labios rojos brillaban unos dientes blancos grandes como tejas. Se trataba de una cara humana y estaba viva, contorsionándose por todo el cuarto. La claridad de sus colores y su nitidez demostraban que no se trataba de una proyección. Era grotesco y horrible. Pensé que había perdido la cordura y grité sin proponérmelo.
—¿Te has asustado? Soy yo. ¡Oye, que soy yo! —dijo una voz de pronto. Me asusté y me giré hacia ella. Los labios y la lengua del monstruo se movieron. Sus grandes ojos sonreían.
—¿Qué te parece este truco?
De pronto, la habitación se iluminó y mi amigo salió de uno de los cuartos oscuros. Al mismo tiempo, el monstruo de la pared desapareció. Es probable que ya os imaginéis qué era: un proyector. Con un espejo, lentes y una luz potente podía proyectar cualquier cosa. Él había elegido su cara. Cuando lo descubrí no me pareció tan sorprendente, pero me había llevado un susto tremendo. Aquellas cosas eran sus pasatiempos.
Pero todavía os voy a contar algo más que ocurrió y me pareció misterioso. En aquella ocasión la habitación no estaba en penumbra. Colocó unos espejos muy extraños en distintos puntos y sus ojos volvieron a ser enormes, pero esta vez consiguió que aparecieran flotando frente a mí. Como no me avisó, pensé que se trataba de una pesadilla. Sentí escalofríos. Fue una experiencia tan horrible que creí que había muerto. Sin embargo, cuando le pregunté cómo lo había hecho me contó que era parecido al truco de los billetes que os he contado antes. Simplemente usó unos espejos curvos para ampliar su imagen.
Dos o tres meses después de aquello, dividió en segmentos el laboratorio y colocó espejos en los lados, arriba y abajo. Se construyó su propia casa de espejos, por así decirlo. Incluso la puerta era un espejo. Pasaba mucho tiempo allí, solo con una vela. Nadie sabía qué hacía, pero yo podía imaginarme lo que veía. En el centro de un cuarto rodeado de espejos, se reflejaría en una sucesión de imágenes infinitas. Estaría por todas partes. Solo de pensarlo sentía escalofríos. Una vez, cuando era niño, entré en una casa de espejos que había en una tienda del bosquecillo de Yawata[29]. Era un espacio similar al mundo que había creado él. Como había sufrido todos sus inventos anteriores, cuando me invitó a entrar, me negué.
Con el tiempo descubrí que él no era el único que entraba en el cuarto de los espejos. Había otra persona: se trataba de su sirvienta favorita, una muchacha bastante guapa de dieciocho años.
—Su mayor virtud es que su cuerpo tiene multitud de sombras muy profundas. No tiene mal color y su piel es muy suave, tanto como la de un animal marino. Pero, sobre todo, su belleza está en sus profundas sombras —solía decirme.
Aquella muchacha y él se veían en el cuarto de los espejos. Se decía que pasaban allí encerrados mucho tiempo, a veces más de una hora. También acudía solo, por supuesto, y alguna vez los sirvientes se habían preocupado tanto que habían llamado a la puerta. Cuando abría estaba desnudo, y se dirigía a la casa principal sin decir nada.
Su salud, que nunca había sido buena, empeoraba día a día. Pero, aunque su cuerpo se debilitaba, su locura no hacía más que incrementarse. Invirtió una gran cantidad de dinero en su colección de espejos. Los tenía planos, curvos, ondulados y cilíndricos. No tengo ni idea de cómo los conseguía, pero a su laboratorio llegaban cada día nuevos espejos. Además, construyó un taller en el jardín donde creaba espejos tan increíbles que no existía nada igual en ningún otro lugar de Japón. Eligió con cuidado tanto a los técnicos como a los artesanos. No le importó gastarse lo que le quedaba de su riqueza.
Por desgracia, no tenía ningún pariente que pusiera un poco de cordura en su hogar. Algunos de sus sirvientes lo intentaron, pero los despidió de inmediato. Solo se quedaron los codiciosos que únicamente estaban interesados en el sueldo. Yo, que era su único amigo en este mundo, trataba de calmarlo cada vez que iba a su casa. Sin embargo, no me escuchaba. Estaba realmente preocupado. Su fortuna desaparecía y yo no podía hacer nada más que observar cómo sucedía.
Por esta razón, empecé a ir a menudo a su casa. Estaba preocupado por él y lo único que podía hacer para ayudarlo era inspeccionar lo que estaba haciendo. De ese modo, no pude evitar ver cómo comenzaba a generarse magia dentro de su laboratorio, un extraño mundo de fantasía. Mientras su locura llegaba a su clímax, su inteligencia estaba llegando a la cima de su capacidad. El ambiente cambiaba como si fuera una lámpara giratoria, algo que no era de este mundo, un escenario tan misterioso como bello. ¿Cómo podría describir con palabras lo que estaba viendo?
Cuando no conseguía encontrar el espejo que quería, él mismo lo construía en su taller, y una a una logró hacer realidad todas sus fantasías. Ya no solo volaban por el laboratorio su cabeza, su torso o sus piernas; colocó diagonalmente un gigantesco espejo plano y abrió orificios en algunas partes para sacar la cabeza, las manos o las piernas. Se trataba de un truco de magia ordinario, pero ejecutado por él tenía una cualidad oscura. A veces bailaba en el centro de aquel cuarto repleto de espejos curvos, ondulados y cilíndricos. Parecía un loco. Su imagen se agrandaba, se encogía, se alargaba, se aplanaba, se torcía o desaparecía. En unas ocasiones se alargaba su cuello, y en otras le aparecían cuatro ojos. Sus labios se extendían hasta el infinito o todo lo contrario, se encogían. Su sombra se reflejaba por todas partes, se unía y se separaba. Era la fantasía de un demente. Un festín infernal.
El laboratorio se había transformado en un caleidoscopio gigantesco. Hizo algunos ajustes para que girara y puso varios espejos grandes. En el centro de la caja triangular colocó las flores de una floristería a la que había comprado todas sus existencias. Había de todo tipo, de muchos colores. Parecía un sueño producto del opio, un caos de arcoíris y auroras boreales. Destrozaba la cordura de quien lo veía. Y en el centro estaba él, desnudo como un ōnyūdō[30].
Su creación era endiabladamente bella, pero podía dejarlo a uno ciego. No tengo capacidad suficiente para explicarlo todo con palabras. Y, aun suponiendo que pudiera hacerlo, no me creeríais.
Después de tanta locura llegó el momento de la tristeza, de la destrucción. Él, que era mi mejor amigo, perdió completamente la cabeza. Admito que las cosas que había hecho hasta ese momento no entraban en la definición de cordura, pero aunque a veces actuara como un loco, la mayor parte del tiempo era una persona normal. Leía y dirigía la actividad del taller de espejos. Me contaba sus ideas sobre estética. Recordábamos juntos el pasado. No parecía que estuviera tan mal, y por eso no imaginé nunca que terminaría de esa manera tan cruel. Si no fue obra del demonio que había carcomido su alma, debió tratarse de la ira de Dios por haberse acercado tanto a la belleza del infierno.
Una mañana me despertó bruscamente uno de sus sirvientes.
—Es terrible, señor. Venga de inmediato, por favor.
—¿Terrible? ¿Qué ha sucedido?
—No lo sé. Se lo ruego, por favor. ¿Podría venir conmigo?
Me vestí rápidamente y salí corriendo hacia su casa. El lugar del problema, como me temía, era el laboratorio. Entré a toda prisa y encontré allí a la joven criada y a algunos sirvientes. Contemplaban algo con perplejidad.
Se trataba de una bola enorme que parecía tener vida y rodaba de lado a lado. Lo más siniestro era que del interior de la bola llegaba una especie de carcajada que parecía un quejido. No sabía si era animal o humano.
—¿Qué ha sucedido aquí? —pregunté a su sirvienta, agarrándola por el brazo.
—No lo sé. Creo que nuestro señor está dentro de la bola, pero no sabemos qué hacer. Es tan siniestra… Llevo un rato llamándolo, pero solo se escucha una extraña risa.
Me acerqué de inmediato e inspeccioné el lugar de donde salía la voz. En la superficie de la bola había dos o tres orificios por donde pasaba el aire. Atemorizado, miré a través de uno de ellos, pero dentro había tanta luz que quedé cegado. No distinguía nada más que la presencia de alguien moviéndose y el sonido de esa risa enloquecida. Lo llamé dos o tres veces, pero no sabía si aquel ser era humano. No obtuve ninguna respuesta.
No obstante, después de un rato me di cuenta de que en la superficie de la bola había una extraña ranura cuadrada. Al parecer, esa era la puerta para entrar. La empujé y se oyó un ruido, pero no encontré manija alguna y no pude abrirla. Al mirarla con atención vi que había un orificio de metal. Eso implicaba que, después de entrar a la bola, la manija se había caído, haciendo que no se pudiera abrir ni desde dentro ni desde fuera. Por tanto, se había quedado encerrado allí posiblemente toda la noche. Busqué por los alrededores la posible manija y descubrí que mi deducción era cierta: en uno de los rincones del cuarto encontré un artefacto de metal redondo. Lo coloqué sobre el orificio de metal y encajó a la perfección. Sin embargo, el mango estaba roto y seguía sin poder abrirse.
Era extraño que la persona encerrada no pidiera auxilio. Lo único que hacía era reírse.
—No será que…
Palidecí. Estaba intranquilo y no se me ocurría nada más, así que intenté romper la bola. No había otro remedio; tenía que salvar a la persona del interior.
Corrí a la fábrica, encontré un martillo y regresé al laboratorio. Golpeé la bola con fuerza. Su interior era de vidrio y, con un estruendo de cristales rotos, la bola se hizo añicos.
Y entonces apareció gateando mi amigo. Como me temía, era él. No me había equivocado. Me impresionó cómo había cambiado su apariencia en un solo día. El día anterior había estado muy delgado, pero en ese momento parecía un cadáver. Estaba demacrado y despeinado; tenía los ojos enrojecidos y la mirada perdida, la boca abierta como un idiota. Era doloroso verlo, y escuchar cómo se reía. Incluso su amada sirvienta no pudo evitar asustarse.
Era obvio: se había vuelto loco. Pero ¿qué había provocado esa locura? No podía creer que fuera resultado de haber quedado atrapado en esa bola. Además, para empezar, ¿qué demonios era esa bola? ¿Por qué había entrado en ella? Nadie conocía su existencia, así que debió pedir que la fabricaran para él en secreto. ¿Qué intentaba hacer con aquella bola de espejo?
Él seguía deambulando mientras su sirvienta lloraba. Entonces apareció uno de los técnicos del taller y lo sometí a un interrogatorio.
Al parecer, le había ordenado la construcción de una bola de cristal hueco de ciento veinte centímetros de diámetro y un grosor de seis milímetros. Había trabajado en ella en secreto y por fin quedó terminada la noche anterior. El resto de técnicos desconocían su existencia. El exterior estaba pintado con mercurio y por dentro estaba recubierta de espejos. Además, en su interior había unos pequeños focos muy potentes. Tenía una puerta para entrar, así se lo ordenó y la construyó al pie de la letra. Una vez terminada, la llevó al laboratorio y conectó los cables de los focos al enchufe. Obtuvo el visto bueno del señor y regresó a su casa. El técnico no sabía qué había pasado después.
Hice que el técnico se fuera y pedí a los criados que cuidaran del demente. Luego, mientras contemplaba los trozos de espejo que habían quedado esparcidos, intenté descifrar el misterio. Miré aquellos pedazos durante mucho tiempo. Y entonces me di cuenta: había querido probar el funcionamiento de las lentes hasta los límites de su conocimiento, y para ello había ideado aquella bola. Y entró en ella porque quería contemplar las extrañas imágenes que se proyectaban allí. Probablemente era eso lo que había pasado.
Sin embargo, ¿por qué se volvió loco? ¿Qué vio en el interior de esa bola? Cuanto más lo pensaba, más inquieto me sentía. Temía tanto imaginarme ese mundo que el corazón se me heló en el pecho. Mi amigo se metió en la bola y, gracias a las luces destellantes de los pequeños focos, vio su propia imagen proyectada. Eso lo enloqueció. Puede que intentara escapar y, al romperse la manija y no poder hacerlo, se volvió loco debido al sufrimiento de estar atrapado en un espacio tan estrecho.
Lo que ocurrió realmente sobrepasa la imaginación humana. No creo que nadie además de él haya entrado nunca en una bola de espejo. Puede que sea algo que no se nos permite imaginar, una zona habitada por algo terrorífico, un mundo malévolo y tenebroso. Puede que no se reflejara su figura, sino otra cosa que ni siquiera puedo concebir. Pero, fuera lo que fuera, se trataba de algo que podía hacer enloquecer a un humano.
Es posible imaginar el terror que puede proyectarse en una bola de espejos curvos, un mundo de pesadilla que es como mirarse a uno mismo a través de un microscopio, como quedar envuelto en un pequeño cosmos. No se trataría del mundo que conocemos sino de algo distinto: la tierra de los dementes.
Al tratar de llevar hasta sus últimas consecuencias su afición por los espejos, mi infeliz amigo había provocado la ira de Dios o sucumbido ante el demonio, destruyendo su propio ser.
Poco después se marchó de este mundo, completamente chiflado. Y aunque no sé cómo exactamente, sé que entrar en aquella bola de espejo le costó la vida. Hasta ahora no he podido desprenderme de esa imagen.
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