«De hecho, en el mismo instante en que oí el runrún violento de la chalupa, supe que tenía que morir», reconoció para sí el delfín, un tanto intimidado por la fuerza de la inmanencia. La posibilidad de alejarse sólo dependía de él, y ni siquiera habría necesitado hacerlo a una gran velocidad. No haberlo hecho era una prueba de que todo tenía que suceder tal como ocurrió. Y estaba incluso ligeramente encantado por ello. Si se hubiera atrevido a confesarlo todo, habría reconocido que experimentaba un sentimiento en cierto modo agradable, como si se hubiera sentido halagado por la importancia que se le concedía de repente, por el primer plano que iba a ocupar, aun cuando fuera sólo por unos instantes.
Ahora se dejaba llevar por las olas que antes solía romper sin haber tenido nunca tiempo de contemplarlas y descubría lo agradable que resultaba estar muerto y abandonarse a merced de unos elementos inesperadamente suaves. Cuando fue arrojado a la orilla —más exactamente, cuando después de depositarlo con delicadeza sobre la arena y de haberse asegurado de que lo podía abandonar tranquilo, el mar se retiró suavemente, deslizándose a lo largo de su cuerpo sólido y alargado, aureolado por un resplandor metálico—, sintió un momento de terror, como si hubiera querido volver a toda prisa, y solamente al descubrir que no era capaz de hacerlo, comprendió que tampoco tenía nada que temer. Permaneció así, inmóvil por primera vez en su vida, y por muy impropia que le pareciera la expresión, no renunció al posesivo aplicado a una realidad sobre la que ya no tenía derecho. «Inmóvil por primera vez» representaba tal revelación que el descubrimiento de la inmovilidad se incorporaba, paradójicamente, a la vida y se convertía en una sensación demasiado intensa como para poder considerarse fuera de ella. Luego, a excepción de la inmovilidad, no ocurrió nada más, y este «nada más» era uno de los estados más agradables que jamás había conocido.
—Parece más bien una copia —oyó de repente de una voz sorprendentemente cercana.
—En todo caso, un cuerpo geométrico perfectamente pensado, concebido así para poder avanzar por el agua lo más velozmente posible. La cabeza, del tipo de un submarino; el cuerpo, un fuselaje aerodinámico; la cola, un timón, y, al mismo tiempo, una hélice. Nada le falta ni le sobra; de todas las suposiciones la más difícil de admitir es que se trata de un animal, un ser —añadió otra persona en un tono perezoso, que tuvo el don de indignar bruscamente al delfín.
—Sobre todo, el ojo es totalmente artificial —añadió la primera voz, con tanta seriedad que al delfín se le pasó el enfado. Le hubiera gustado cerrar dos o tres veces el párpado a modo de demostración, pero el hecho de no poder hacerlo ya no lo entristeció, sino que lo divirtió todavía más.
—Y la piel parece de plástico —precisó alguien bien educado y pedante.
—¿Parece? —se rio otro—. Es exactamente de plástico. ¡Polietileno, poliuretano y cloruro de polivinilo! ¡Mira, aquí se ve la fibra del tejido industrial, la marca de la fábrica!
El delfín hubiera querido ver también, claro está, el lugar en el que su piel acreditaba ser un producto industrial, pero ya no necesitaba recordar que no podía moverse; empezaba a descubrir los límites y las ventajas de su nueva situación.
—Y este supuesto ojo, cortado tan geométricamente —continuó sabihonda, al sentirse escuchada, la misma voz burlona—, ¿quién podría pretender que es capaz de ver? La imitación de la vida es tan torpe y desprovista del soplo de autenticidad que ni el niño más ingenuo lo tomaría por un ojo verdadero. Todo está hecho deprisa para reproducir el modelo con el mínimo esfuerzo y con los materiales más baratos.
Extrañamente, la palabra «baratos» ofendió menos al delfín que la palabra «materiales».
—Se han acostumbrado a no hacer ningún esfuerzo, a no invertir nada, los tontos de los consumidores se tragan lo que sea, se contentan con cualquier cosa —se embaló el que peroraba—. Esos pobres niños tienen que tomar por un delfín este trozo de plástico hecho en serie, y, claro está, los padres tienen que pagar.
—Nadie exige el pago —observó rigurosa la pedante voz del principio—. Sin embargo, pienso que tiene razón. Su dibujo es demasiado perfecto para ser el de un animal verdadero. La cola, sobre todo, respeta estrictamente las leyes de la náutica y de la dinámica, al igual que la silueta. La vida nunca es tan irreprochable.
«A decir verdad, debería sentirme halagado. A su manera, sin darse cuenta, me hacen elogios increíbles», pensó en tono burlón el delfín, un poco cansado ya de la situación y sin la dicha que creía haber descubierto.
—¡Irreprochable! ¡Y una mierda! —vociferó uno, indignado—. Han improvisado un buen molde para los idiotas, del que han sacado cincuenta ejemplares, que han repartido por toda la playa en posiciones naturales. Sus perfectos delfines están registrados en el inventario del litoral al igual que las mecedoras y los aparatos de gimnasia.
«Y yo que pensaba que era único», ironizó sin mucho entusiasmo el delfín. Bien mirado, empezaba a aburrirse con aquel alboroto humano en el que se veía envuelto y comenzó a preguntarse si acaso esta verborrea estupida y absurda no era lo que se llamaba muerte.
—Pero, papá, ¡es un delfín verdadero! ¡Mira, está herido!
«La herida, como prueba de autenticidad, no está mal», pensó el delfín. Y recordó, como una sensación grata, el dolor violento que supuso para él la herida durante unos segundos, antes de la muerte. Fue como una revelación brutal de un universo intensamente resplandeciente sobre el que no sabía nada y que había cesado de existir antes de haberse dejado descubrir. Luego, la inmovilidad blanca a la que dio paso fue demasiado absorbente y fascinante para dar cabida a lamentos y nostalgias. Sólo ahora, al escuchar las voces de aquellos que tenían la inmensa ventaja de poder observarlo (frente a esta ávida contemplación, ser devorado por los peces le parecía, de pronto, un inesperado privilegio), el delfín recordó con pesar la brevedad de aquel intenso dolor, conmovedor y vivo, como una oportunidad que había dejado pasar estúpidamente, sin aprovecharla.
—Creo que le ha golpeado alguien, papá —se oyó la voz del niño, preocupado, como si temiera herir o agravar el dolor—. O, tal vez, se ha golpeado solo —añadió, todavía más triste, como una conclusión para sí mismo.
—Una herida de lo más esquemática, hecha con pinturas ordinarias, pero chillonas, para que se vean —respondió contrariada, con una especie de histeria, la voz cada vez más irritada del que sostenía el origen industrial del delfín y que, de este modo, demostró ser la que correspondía al padre del niño. Y añadió, entre dientes—: Han llegado a imitar incluso las heridas.
—Pero, papá, es una herida auténtica. Mira, incluso ha sangrado; ¡es un delfín auténtico! —gritó el niño a punto de echarse a llorar, desesperado por la falta de credibilidad de lo evidente. Y en ese mismo instante estalló en una increíble explosión de alegría, gritando hasta más no poder—: ¡Se mueve; mira, papá, es cierto, está vivo, se mueve, se mueve!
El delfín esperó un momento la contrarréplica del padre, y sólo después de convencerse de que ya no llegaría, reconoció también el cese de la inmovilidad. Había sido devuelto al mar. Se alejaba lentamente, arrastrado por los movimientos de vaivén de la ola, que cada vez se replegaba más de lo que había avanzado. Pero sabía que nada había cambiado. No era él el que se movía. Las voces que todavía percibía claramente parecían un simple contrapunto ofensivo.
—¡Ya os lo dije, ya os lo dije yo! ¡No me habéis creído! —triunfaba el niño—. ¡Mira cómo bate la ola con las aletas, mira, mira!
De hecho, era la ola la que latía bajo las aletas, forzadas a estremecerse rítmicamente. El delfín se dejaba llevar por la superficie encrespada del mar, sometiéndose a un ritmo tan igual a sí mismo que no parecía más que otra hipóstasis de la inmovilidad. «Se está bien así igualmente», pensaba, feliz, esperando la putrefacción. Pero oyó la voz baja, todavía furiosa, del padre indignado.
—Nos hemos pervertido del todo. Ya no somos capaces de distinguir un ser vivo de una pobre copia de plástico. Nos han enseñado de tal manera a desconfiar los unos de los otros que hemos llegado a cuestionar incluso la propia naturaleza. ¡Ni siquiera somos capaces de reconocer la vida, hasta tal punto nos hemos acostumbrado a falsificaciones y sucedáneos!
«Igual de apasionado y siempre equivocado», pensó el delfín con una especie de desprecio dolorido que olvidó inmediatamente. Como si la muerte no hubiera sido más que un pretexto para renunciar a ciertos sentidos y traspasar a otros su agudeza, sintió la caricia del agua sobre su cuerpo, la presión casi sensual de la ola, que no había tenido nunca tiempo de observar, y, sobre todo, la infinita profundidad del balanceo, que se reproducía hasta el fondo y revertía incluso más fuerte a la superficie.
La perfección casi insoportable del universo que él había atravesado con la arrogancia inconsciente de la vida, al saber que formaba parte de ella, se le revelaba ahora infinitamente suave y cruda, cuando ya no le pertenecía. O, tal vez, ni siquiera se trataba de eso, sino sólo del descubrimiento gradual y paulatino de la dicha de no ser…
—¡Yo tenía razón, está vivo; mira cómo se desliza entre las olas, está vivo! —todavía le llegó el eco irónico, el grito apagado del niño.
—Sí, tengo que reconocer que estaba equivocado —escuchó, apenas dicho por una voz pedante, increíblemente lejana, que, por la manera en que pronunciaba las palabras, redondeándolas, parecía absolutamente encantada de haberse equivocado—. La perfección…
Pero, feliz, el delfín ya no oía. Se había alejado demasiado de la costa o, simplemente, había muerto del todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario