Todas las mañanas, Don miraba el buzón, pero nunca había carta de ella.
No habrá tenido tiempo, se decía. Repasaba mentalmente todas las cosas que ella tenía que hacer: llevar sus pertenencias de Roma a París, encontrar un apartamento al llegar a París y empezar su nuevo trabajo, antes de sentarse a escribirle una carta. Consideró todos los probables retrasos, al principio con rabia y humillación, y luego, a medida que pasaban los días, empezó a contemplarlos con lento cuidado, pues eran lo único que tenía.
Pero al final se agotó el plazo del máximo número de días que podía calcular como retraso. Ya pasaban tres días de su tope y seguía sin llegar carta de ella.
—Estará esperando a aclararse las ideas —se dijo—. Naturalmente, quiere estar segura de lo que siente antes de poner nada sobre el papel.
Trece días atrás, Don le había escrito que la amaba y quería casarse con ella. Y, por supuesto, no le importaba esperar. No quería presionarla.
Desde su retorno de Europa, hacía dos semanas, sólo había visto a dos o tres amigos. Estaba demasiado ocupado pensando en Rosalind. Aún no había tenido tiempo de tomar completa conciencia de su felicidad, pensó. Era como si cada nuevo día se abriera un poco más la cortina que revelaba un magnífico paisaje. Quería que ella estuviera con él cuando por fin pudiera darse cuenta del todo. Sólo había una cosa que le impedía lanzarse feliz y positivamente a aquel paisaje: el hecho de que no tuviera ni una sola carta de ella para llevarse consigo. Volvió a escribirle a Roma y puso en el sobre «Por favor, hagan llegar esta carta». Ella se había comprometido a dejar allí una dirección donde seguirla.
El decimoquinto día seguía sin llegar nada de ella. Sólo había una carta de su madre, desde California, un anuncio de una bodega y una especie de panfleto sobre unas elecciones primarias. Sonrió levemente, de un modo tenso y asustado, cerró el buzón de golpe y con llave y se fue a trabajar. Aquel instante en que descubría que no tenía ninguna carta le producía tristeza. Era un impacto curioso, como si ella estuviera jugando hábilmente con él y retuviera su carta un día más. Luego, la conciencia de las nueve horas que tenía por delante antes de poder volver a comprobar si había noticias, se apoderaba de él como una carga, y de pronto se sentía cansado, triste y desanimado. Rosalind no le había escrito después de todo aquel tiempo. No podía hacer nada salvo esperar a la mañana siguiente.
A la mañana siguiente vio una carta en el buzón, pero era un anuncio de una exposición. La rompió en pedacitos diminutos y cerró el puño en torno a ellos.
En el buzón situado junto al suyo había tres cartas. Estaban allí desde la mañana anterior, recordó. ¿Quién era aquel tal Dusenberry que no se molestaba en recoger el correo?
Aquella mañana, en la oficina, se le ocurrió una idea que le subió rápidamente el ánimo: tal vez su carta había ido a parar al buzón contiguo por error. El cartero abría todos los buzones uno tras otro, y un par de veces había encontrado una carta ajena en su buzón. Sus pensamientos empezaron a danzar en un remolino de optimismo. Su carta diría que ella también le quería. ¿Cómo no iba a decirlo, cuando habían sido tan felices juntos en Juan-les-Pins? Él le mandaría un telegrama como respuesta: «Te quiero, te quiero.» No, mejor la llamaría por teléfono, porque en su carta pondría la dirección de París y entonces él ya sabría cómo localizarla.
Había conocido a Rosalind dos años atrás en Nueva York y habían ido a cenar y al teatro. Luego, ella rechazó un par de invitaciones suyas, y Don concluyó que había alguien más en escena a quien ella prefería. En aquel momento no le importó mucho. Pero cuando se la encontró en Juan-les-Pins, las cosas fueron muy distintas. Había sido amor a segunda vista, repentino, avasallador, innegable. La prueba era que Rosalind se había librado de las tres personas con las que estaba, otra chica y dos hombres, había dejado que se fueran a Cannes sin ella y se había quedado con él en Juan-les-Pins. Habían pasado juntos cinco días perfectos, y Don le había dicho «te quiero» y Rosalind le había contestado sin dudar «yo también». Pero no habían hecho planes para el futuro, él no le había pedido que se casara con él. Y ahora, obviamente, lo lamentaba.
Aquella tarde, Dan buscó el timbre de Dusenberry en la hilera que había frente a los buzones y llamó con firmeza.
No hubo respuesta.
Dusenberry o los Dusenberry estaban fuera, era evidente.
¿Le dejaría el portero…? No, seguro que no. Y, además, el portero no tenía las llaves de los buzones.
Ahora ya había cuatro cartas en el buzón de Dusenberry, sólo a dos centímetros de sus dedos, y una de aquellas cartas podía ser de Rosalind. Tenía derecho a averiguarlo. Dusenberry debía de haber recibido una segunda entrega aquel día. La frustración de Don se intensificó como un fuego. Puso un dedo en una de las ranuras de la cubierta de liso metal e intentó abrir el buzón. Metió la llave del suyo en la cerradura e intentó abrirlo por la fuerza. La cerradura emitió un chasquido y el pestillo giró hasta la mitad. Entonces Don metió la llave en aquel espacio y la utilizó como palanca. El pestillo se rompió y el buzón se abrió. Sacó las cartas. Ninguna era para él. Las examinó dos veces, temblando como un ladrón. Luego se metió una en el bolsillo del abrigo, dejó las otras y se fue al ascensor.
El corazón le martilleó mientras cerraba la puerta. Se preguntó por qué había cogido la carta. Había sido simplemente un gesto automático, como si, ya que había abierto el buzón, tuviera que coger algo. La devolvería, claro. Miró la dirección escrita con una bonita caligrafía azul. Y la dirección del remitente aparecía escrita en la esquina superior izquierda: Edith W. Whitcomb, 717 Garfield Drive, Scranton, Pensilvania. La amante de Dusenberry, pensó de pronto. Ciertamente era una carta personal. Era una carta gruesa en un sobre cuadrado. Lo devolvería enseguida. ¿Y el buzón roto? Bueno, al fin y al cabo, no había desaparecido nada.
Sacó un traje del armario para llevarlo a la tintorería y cogió la carta de Dusenberry. Pero, con el sobre en la mano, sintió una repentina curiosidad por saber lo que contenía. Antes de darse tiempo a avergonzarse, fue a la cocina y puso agua a hervir. El adhesivo del sobre se onduló y se despegó enseguida con el vapor. La carta tenía tres hojas manuscritas.
Decía:
Querido: Te echo tanto de menos que tengo que escribirte. ¿Has aclarado ya tus sentimientos? Dijiste que todo se desvanecería entre nosotros. ¿Sabes lo que yo siento? Siento lo mismo que la noche que me quedé en el puente y contemplé cómo se encendían las luces en Bennington…
La leyó incrédulo y con una fascinada concentración. Aquella chica estaba locamente enamorada de él. Sólo esperaba una respuesta, un signo. Hablaba del lugar de Vermont donde habían estado y Don se preguntó si se habrían conocido allí o habían ido juntos. Dios mío, pensó, si Rosalind le escribiera una carta como aquélla… En aquel caso, aparentemente, Dusenberry no le había escrito. Tal vez Dusenberry nunca le hubiera escrito.
Volvió a poner la carta en el sobre. El último párrafo se repetía en su mente:
No pensaba volver a escribirte. Ahora ya está hecho. Tengo que ser sincera. Yo soy así.
Así era también Don.
¿Te acuerdas o lo has olvidado? ¿Quieres verme otra vez o no? Si no me llegan noticias tuyas dentro de unos días, lo sabré.
Te quiere,
Edith
Miró la fecha del matasellos. Edith había mandado la carta hacía seis días. Y se la imaginó alargando los días e intentando convencerse de que el retraso en la respuesta a su carta estaba justificado. Seis días. Y naturalmente ella aún tenía esperanzas. Seguro que estaba esperando en aquel mismo minuto, en Scranton, Pensilvania. Se preguntó qué clase de individuo sería Dusenberry. ¿Un Casanova? ¿Un hombre casado que quería olvidar lo que para él sólo había sido un absurdo flirteo? ¿Cuál de los seis hombres que había visto en el edificio sería Dusenberry?
Contuvo el aliento. Por un instante, fue como si sintiera la punzada de la soledad de la chica y su arriesgada esperanza, sintió los últimos aleteos de esperanza en sus labios. Con una sola palabra podía hacerla feliz. O, más bien, Dusenberry podía.
—¡Hijo de puta! —susurró.
Fue a su escritorio, cogió una hoja de papel y escribió: «Te quiero, Edith.» Le gustó cómo quedaba escrito, legible y dirigido a ella. Pensó que resolvía un asunto que hasta aquel momento estaba en un equilibrio precario. Arrugó el papel y lo arrojó a la papelera.
Luego bajó las escaleras y puso el sobre nuevamente cerrado en el buzón y dejó su traje en la tintorería. Anduvo un buen rato por la Segunda Avenida, se cansó y siguió andando hasta llegar a Harlem, y la intensidad de las luces le molestó, así que cogió un autobús hacia el centro. Tenía hambre, pero no sabía qué le apetecía comer. Deliberadamente, evitaba pensar en nada. Sólo esperaba que pasara la noche para que la mañana trajera la siguiente entrega del correo. Pensaba vagamente en Rosalind. Y en la chica de Scranton. Una persona digna de compasión que tenía que sufrir por sus emociones. Como él. Porque, aunque Rosalind le había hecho muy feliz, no podía negar que la última quincena había sido una tortura. ¡Dios mío, si ya hacía diecisiete días! Aquella noche se sentía extrañamente avergonzado de reconocer que habían sido diecisiete días. ¿Extrañamente avergonzado? No había nada extraño si se enfrentaba a ello. Le avergonzaba la posibilidad de haberla perdido. En Juan-les-Pins tendría que haberle dicho no sólo que la amaba sino que quería casarse con ella. Tal vez la hubiera perdido por no habérselo dicho.
Aquel pensamiento le hizo bajar del autobús. Andando, consiguió apartar aquella horrible y mortífera suposición de su mente y de su cuerpo.
De pronto tuvo una inspiración. Su idea no iba muy allá, no tenía objetivo, pero era una especie de proyecto para aquel atardecer. Empezó camino de su casa, mientras intentaba imaginar exactamente qué le escribiría Dusenberry a la señorita Whitcomb si leía aquella última carta, y si Dusenberry le diría no necesariamente que la quería, pero al menos que le importaba lo suficiente como para volver a verla.
Tardó una hora en escribir la carta. Le dijo que había esperado durante todo aquel tiempo porque no estaba seguro de sus sentimientos hacia ella. Le dijo que quería verla antes de decirle nada y le preguntó si ella podría verle. No recordaba el nombre de pila de Dusenberry, ni si la chica lo utilizaba en la carta, pero recordó que en el sobre decía R. L. Dusenberry y firmó simplemente «R».
Mientras la escribía, no tenía realmente la intención de mandársela. Pero al leer las anónimas palabras mecanografiadas empezó a planteárselo. Era tan poco lo que le daba a ella y parecía tan inofensivo… Pero, al fin y al cabo, también era fútil. Evidentemente, a Dusenberry no le importaba ni le importaría. Miró la firma «R» y supo en su interior que sólo quería una respuesta de ella, una sola respuesta positiva y feliz.
«P.D.», escribió al final de la carta. «Debido a complicaciones que no puedo explicar aquí, preferiría que me escribieras a Brantner Associates, edificio Chanin, Nueva York.»
Podía conseguir la carta de algún modo. Sólo sería una carta. Y luego, cuando pasaran los días, un silencio de ella significaría que Dusenberry le había escrito realmente. O si llegaba otra carta de ella, podía romperla de un modo claro e indoloro. Pero aquella carta que acababa de escribir no podía causar ningún daño.
Después de mandarla se sintió completamente libre y en cierto modo aliviado. De hecho, se sintió mucho mejor. Durmió bien y se despertó con la absoluta convicción de que le esperaba una carta en el buzón de abajo. Cuando vio que no era así, sintió una brusca decepción, una especie de simple exasperación que no había sentido nunca. Ahora ya no parecía haber razón alguna para que no le llegara ninguna carta.
El miércoles por la mañana tenía una carta de Scranton en la oficina.
«Querido», empezaba, y apenas podía soportar aquella ráfaga de sentimiento; dobló la hoja antes de que nadie del departamento de contratación en que trabajaba le viera leyéndola. Le gustaba y a la vez le inquietaba tener aquella carta en el bolsillo. Seguía diciéndose que en realidad no esperaba ninguna carta, pero sabía que era mentira. ¿Por qué no iba ella a contestarle? Le sugería que fueran a algún sitio juntos aquel fin de semana (evidentemente, Dusenberry era libre como el viento) y le pedía que concretase el día y la hora.
Pensó en ella mientras trabajaba en su mesa, pensó en el ardiente, palpitante ser femenino y sin rostro que había en Scranton, y que él podía manipular con una palabra. ¡Qué irónico! ¡Él, que ni siquiera había logrado una respuesta de París!
«Dios mío», murmuró, y se levantó de su mesa y salió de la oficina sin decir nada a nadie.
Se le había ocurrido algo horrible. Tal vez Rosalind había estado planeando cómo decirle que no le quería, que nunca le querría ni le había querido. No podía quitarse la idea de la cabeza. Ahora, en lugar de imaginar su cara contenta o confusa o secretamente complacida, la vio frunciendo el ceño ante la difícil tarea de escribir una carta que acabara con todo. La imaginó calibrando las frases que le permitieran decirlo con la mayor delicadeza posible.
La idea le angustiaba tanto que aquella tarde no pudo hacer nada. Cuanto más lo pensaba, más probable le parecía que ella le estuviera escribiendo o considerando la idea de escribirle para romper. Imaginaba los pasos exactos por los que habría llegado a aquella decisión: tras el primer breve periodo de añorarle vivamente, debía de haber llegado la conciencia de que podía vivir sin él, ocupada con su trabajo y sus amigos en París, como él sabía que estaría. Luego, la realidad de la circunstancia de que él estaba en Estados Unidos y ella en Europa, de que tendría que pasar un largo e inevitable intervalo antes de que pudieran volver a verse. Y, en tercer lugar, la dificultad de los cambios que tendrían que hacer uno y otro si querían vivir juntos. Pero, por encima de todo, el hecho de haber descubierto que en realidad no le quería. Por lo menos aquello debía de ser cierto, porque la gente no tarda tanto en escribir a alguien a quien quiere.
Se levantó bruscamente mirando al reloj, enfrentándose a él como si tuviera que luchar contra el tiempo. Las ocho y diecisiete de la tarde del 15 de septiembre. Llevaba todo el peso del tiempo sobre su tenso cuerpo y sus puños apretados. Diecinueve días, tantas horas, tantos minutos… Su mente se deslizó bajo aquella carga insoportable y se aferró a la chica de Scranton. Pensó que le debía una respuesta. Volvió a leer su carta con más atención, deteniéndose sentimentalmente en una frase aquí y allá, como si le importara profundamente su amor imposible e interrumpido, casi como si se tratara de su propio amor. Alguien le estaba pidiendo que fijara un día y una hora para encontrarse. Ardiente, impaciente, cautiva sólo de sí misma, ella era un pájaro a punto de volar. De pronto, fue al teléfono y dictó un telegrama:
«Quedemos en la estación Grand Central, terminal de Lexington, el viernes a las seis de la tarde. Te quiere, R.»
El viernes era dos días después.
El jueves tampoco llegó ninguna carta de Rosalind, y ya no tuvo el valor o quizás la energía física para imaginar nada sobre ella. Sólo había amor en su interior, un amor intacto y firme como una roca. Cuando llegó el viernes por la mañana, pensó en la chica de Scranton. Aquella mañana se levantaría y haría la maleta, y si iba a trabajar, pasaría el día soñando despierta con Dusenberry.
Al bajar las escaleras, vio el borde rojo y azul de un sobre de correo aéreo en su buzón y sintió un lento, casi doloroso impacto. Abrió el buzón y sacó el largo y frágil sobre con manos trémulas y dejó caer las llaves involuntariamente a sus pies. La carta sólo tenía veinte líneas mecanografiadas.
15 de septiembre
Don:
No sé cómo perdonarme haber tardado tanto para escribirte, pero aquí no han parado de pasar cosas. Hasta hoy no había podido empezar a trabajar. Primero tuve que quedarme más tiempo en Roma, y la situación del piso de aquí es mala, por los argelinos y etcétera.
Tú eres un ángel, Don, lo sé y no pienso olvidarme. Tampoco olvidaré Juan-les-Pins. Pero, querido, no puedo imaginar cambiando mi vida de una forma tan radical y brusca para casarnos aquí o en cualquier otro sitio. No creo que pueda ir a Estados Unidos en Navidad, estoy demasiado ocupada aquí. Y quizás para entonces tus sentimientos hayan cambiado un poco.
¿Pero me escribirás otra vez? ¿Intentarás que esto no te haga daño? ¿Podremos volver a vernos alguna otra vez? ¿Tal vez de una forma tan inesperada y maravillosa como en Juan-les-Pins?
Rosalind
Se metió la carta en el bolsillo y salió. Sus pensamientos eran una caótica bruma, signos de una inquietud mortal, gritos de una muerte silenciosa, las confusas órdenes de un ejército dedicado a reagruparse antes de que sea demasiado tarde, para no rendirse, no morir.
A su mente acudió, diáfana, una idea: la había asustado. Aquella estúpida confesión avasalladora, su torrente de planes la había vuelto indefectiblemente contra él. De haberle dicho sólo la mitad, ella ya habría sabido lo mucho que la quería. Pero él había tenido que concretar. Le había escrito: «Querida, te adoro. ¿Podrás venir a Nueva York en Navidad? Si no puedes, yo puedo ir a París. Quiero casarme contigo. Si quieres vivir en Europa, yo me las arreglaré para vivir allí también.»
¡Qué imbécil había sido!
Su mente ya estaba ocupada corrigiendo el error, elaborando la siguiente carta, informal y afectuosa, que le daría a ella espacio para respirar. La escribiría aquella misma noche. Le dedicaría horas y la haría exactamente como tenía que ser.
Don salió de la oficina temprano aquella tarde y estaba en casa poco después de las cinco. El reloj le recordó que la chica de Scranton estaría en la estación Grand Central a las seis. Tenía que ir a su encuentro, pensó, aunque no sabía por qué. No pensaba hablar con ella. Y ni siquiera la reconocería. Pero la estación Grand Central, más que la chica, le atraía como un firme y suave imán. Empezó a cambiarse de ropa. Se puso su mejor traje, recorrió con dedos titubeantes la hilera de corbatas y escogió una de seda azul oscuro. Se sentía débil y vacilante, casi se evaporaba como el sudor frío que le llenaba la frente.
Avanzó hacia el centro, hacia la calle Cuarenta y dos.
Vio dos o tres mujeres jóvenes en la entrada a la estación de Lexington Avenue que podían ser Edith W. Whitcomb. Buscó iniciales en sus maletas o bolsos, pero no había ninguna. Entonces una de las chicas encontró a la persona que esperaba y de pronto estuvo seguro de que Edith era la chica rubia con un abrigo de paño negro y un sombrero negro con una insignia militar. Sí, había una angustia en sus ojos redondos y abiertos que sólo podía surgir de la expectativa de ver a alguien a quien quería, alguien a quien quería ansiosamente. Aparentaba unos veintidós años, soltera, joven y esperanzada, y además llevaba una maleta pequeña, del tamaño justo para un fin de semana. El se movió en torno a ella durante unos minutos, pero ella no le dedicó ni la más leve mirada. Permanecía de pie a la derecha de las grandes puertas y en el interior, estirándose sobre la punta de los pies de vez en cuando para ver más allá de la multitud que se apresuraba y empujaba. Un resplandor de luz de la entrada le reveló sus redondas y rosadas mejillas, el brillo de su pelo, la impaciencia de sus ojos tensos. Ya eran las seis treinta y cinco.
Por supuesto, podía no ser ella, pensó. Luego, de pronto, se sintió aburrido, vagamente avergonzado de sí mismo, y avanzó hacia la Tercera Avenida para comer algo, o por lo menos tomarse un café. Entró en una cafetería. Se había comprado un periódico e intentó leerlo mientras esperaba a que le sirvieran. Pero cuando llegó la camarera, se dio cuenta de que no quería nada y se alejó, murmurando una disculpa. Volvería para ver si la chica seguía allí, pensó. Esperaba que ya no estuviera, porque le había jugado una mala pasada. Si aún estaba allí, tendría que confesarle que todo había sido una jugarreta.
Ella seguía allí. En cuanto la vio, ella empezó a andar con su maleta hacia el mostrador de información. El la observó rodear el mostrador y luego volver a alejarse, hacia el mismo lugar junto a las puertas, después volver a cambiar al otro lado, como buscando la suerte. Y la hermosa y móvil línea de su ceño formaba ahora un ángulo de torturante espera, de una esperanza casi desesperada.
Pero aún le queda un hilo de esperanza, pensó para sí, y aquella verdad tan simple se le antojó un concepto lleno de fuerza, la verdad más potente que nunca se le hubiera revelado.
Pasó delante de ella desde muy cerca y esta vez ella sí le miró, pero inmediatamente dirigió la vista más allá. Miraba al espacio situado hasta el otro lado de Lexington Avenue. Don advirtió que sus jóvenes y redondos ojos brillaban de lágrimas.
Con las manos en los bolsillos, avanzó hacia ella mirándola directamente a la cara, y mientras ella le miraba con irritación, él sonrió. Sus ojos se posaron en él, llenos de sorpresa y resentimiento, y él se rió, una breve risa que le surgió espontáneamente. Pero podría haberse echado a llorar con la misma facilidad, pensó. Simplemente, se había reído en vez de llorar. Sabía lo que estaba sintiendo aquella chica. Lo sabía perfectamente.
—Lo siento —le dijo.
Ella se sobresaltó y le miró con confuso asombro.
—Lo siento —repitió él, y dio media vuelta.
Cuando volvió a mirar, ella le estaba observando ceñuda y desconcertada, casi con miedo. Luego apartó la vista y se irguió por encima de él sobre las puntas de los pies para escudriñar sobre las cabezas, y la última imagen que tuvo de ella fueron sus ojos brillantes, con aquella determinada, insensata y abandonada esperanza en ellos.
Y mientras avanzaba por Lexington Avenue, él lloró. Ahora sus ojos eran exactamente como los de la chica y lo sabía, brillantes y llenos de aquella esperanza inexorable. Levantó orgullosamente la cabeza. Tenía que escribirle aquella carta a Rosalind aquella noche. Empezó a redactarla mentalmente.
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