Porque soy idiota (y porque mi amigo Allan es el dueño de la cafetería y mi novia Reesa trabaja allí), el lunes después de Acción de Gracias empecé en un trabajo nuevo.
Aquello era una auténtica jaula de grillos. Pat y yo preparábamos la espuma de leche y echábamos café como el equipo del hangar de un aeropuerto mientras Reesa se encargaba de la caja registradora. Si salíamos adelante era solo porque yo había trabajado antes en Starbucks y porque la mayoría de nuestros clientes eran asiduos, así que o bien ya tenían listo su pedido o bien Reesa se lo sabía y lo pedía antes de que pagaran. Nunca jamás subestimes a una buena cajera.
El sitio de Allan tiene algo peculiar, un programa para la fidelización de clientes, así que Reesa se sabe los nombres de los que vienen a menudo.
—Hola, Annie —dijo Reesa—. ¿Un capuchino mediano?
Annie era bajita y llevaba un gorro de lana azul celeste bastante espantoso del que se le escapaban unos mechones rubio ceniza. Le dio cuatro dólares a Reesa y después metió el cambio en el frasco de las propinas.
Está bien hacer capuchino, pero es alucinante cómo se lo cargan algunos. Molí los granos, eché el expreso. Después hice la espuma con leche fría, tocando la jarra para ver si estaba caliente. Cuando la leche triplicó su volumen la temperatura era ya la adecuada. El sonido del vapor cambió de tono. Vertí la leche encima del café, eché la espuma con un cucharón y le puse una funda a la taza.
—¿Canela?
—Ya me la echo yo.
Extendió la mano. Puse en ella el capuchino y dejé la canela en el mostrador.
—¿Eres nuevo?
—Mi primer día.
—Se te da bien. —Le dio un sorbo a su bebida—. Annie Webber.
—Zach Jones.
Le habría dado la mano, pero la tenía ocupada con el café y había otro cliente esperando.
Aquella noche la gata de Reesa, Maggie, intentó echarme de la cama tirando del edredón. La aparté de un empujón y, sin querer, desperté a Reesa.
—¿Eh?
Uno no puede esperar más erudición a las dos de la mañana.
—La maldita gata —le expliqué.
Reesa enterró su cabeza en mi cuello.
—La tengo solo por lo de la toxoplasmosis.
Era una broma recurrente. El toxoplasma es un parásito que hace que a las ratas les encante el orín de gato. El parásito continúa su ciclo vital dentro del gato después de que este se haya comido a la rata. Según un programa que vimos, también afecta a la gente. En ese mismo programa pusieron una animación fotograma a fotograma de unos virus muriendo mientras unos húmedos dedos fúngicos se desenroscaban de sus cuerpos. El hongo hace que las hormigas infectadas hagan cosas para infectar así a más hormigas.
El hongo era horrible y maravilloso. En una imagen se veía una polilla muerta (espero que lo estuviera) sobre una hoja, apresada en lazos plateados similares a un velo nupcial.
A la mañana siguiente Reesa dijo: «Hola, Annie»; pero una voz distinta respondió: «Hola, Reesa».
Levanté la mirada de la boquilla del vaporizador. Había un tipo grande que llevaba un abrigo tres cuartos de plumas.
—¿Café gratis hoy?
Reesa comprobó el sistema:
—Os tocan diez.
El tipo dejó caer unas monedas en el bote de las propinas.
—¿Capuchino mediano?
Pat fue a servirlo. La miré de reojo.
—Todos son Annie Webber —comentó—. Por cortesía. Comparten la cuenta.
—Entiendo.
Por cómo sonaba, estaba escaldando la leche sin darme cuenta. Para cuando pude rescatarla, Annie Webber se había ido. Reesa agitó en la mano un hexágono rosáceo que parecía una moneda extranjera.
—Zach, ¿qué es esto?
Ni siquiera reconocí el metal y menos lo que ponía.
El tercer día regresó la Annie Webber original. El cuarto vino el número dos. El viernes aparecieron los dos, pero no juntos. Luego, media hora después de la segunda, serví a una tercera. Un capuchino; me dejó echarle la canela.
—¿Es que todos bebéis lo mismo? —pregunté.
—¿Qué «todos»? —Esta Annie era una mujer, con los ojos color avellana y la nariz torcida.
—Los Annie Webber.
Se lamió la espuma del labio.
—El alimento perfecto de la naturaleza.
Agarré a Pat por el codo.
—¿Cuántas Annie Webber hay? ¿Cuántas me faltan por conocer?
Contó mentalmente.
—Suelen venir cinco. La rubia y sus parejas.
—¿Sus parejas? ¿Como en el poliamor?
Se encogió de hombros.
—Nunca les he preguntado. A lo mejor son de una secta.
Saqué la moneda rosácea del tarro. La busqué en internet, pero no encontré nada por ninguna parte.
El sábado Annie entró a eso de las diez. La original, con el gorro espantoso y una bufanda apretada alrededor del cuello.
Le di la taza y la canela. Con una máquina profesional tardas apenas unos segundos en conseguir una buena espuma.
—Te dejaste esto el martes.
Dejé la moneda sobre el mostrador.
—La confundí con una moneda de veinticinco centavos. Lo siento. —La cambió por un billete de un dólar—. ¿Lo pongo en el tarro?
—Annie. No fuiste tú la que vino el martes.
—¿No?
Guiñó un ojo y se dio la vuelta tras dejar el dinero. Grité: «¡Un momento!», y me zambullí debajo del mostrador. Oí el repiqueteo de sus tacones, pero esta era la Annie pequeña, así que le di alcance. Se dio la vuelta, con el abrigo ondeando.
—¿Dónde vas? —pregunté.
—¿Perdón?
—Tú. Annie. ¿De dónde es esa moneda?
—Fue un error. Tendría que haber revisado las monedas, pero no me quedaban de vuestro… dinero.
—¿Así que usáis los cafés gratis cuando acabáis de regresar? ¿Cuando no os queda… dinero de aquí?
Me miró fijamente.
—Llevo viniendo a esta cafetería desde que abrieron. Eres el primero que pregunta.
—¿Vas a otros lugares?
—¿Otros… «lugares»?
—Otras dimensiones.
—¿Lees mucha ciencia ficción, Zach?
—¿Qué sois?, ¿muchos cuerpos y una sola mente?
—Star Trek —dijo.
—¿Me equivoco? ¿Por qué nosotros? —Me pregunté si se notaba lo celoso que me sentía.
—El mejor café del universo. —Me besó en la boca, con lengua.
Me desperté por el picor. La lengua, las manos. Las plantas de los pies.
Tras llegar a trompicones hasta la cocina, Reesa me puso huevos revueltos, pero yo solo quería café. Café, leche y canela. «¿Zach?», preguntó. Tuve que morderme la lengua para no corregirla.
Yo no me llamo así.
Tengo que irme.
Creo que por fin he conocido a todas las Annie Webber.
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