Una mujer llamada Beryl Fels compró hace poco una vieja caja de hojalata en una chamarilería. Contenía, además, como extra, unos trozos de terciopelo y de brocado. Cuando la llevó a su piso, bajo las telas hizo un hallazgo diferente: cartas.
Llamó por teléfono a sus amistades, con algo más divertido de contar que las noticias sobre los viajes de negocios o los resfriados de los niños. «¿Qué hace uno con las cartas de otras personas?» «Devolverlas». Pero ésa era una respuesta estúpida. ¿Devolverlas adónde? El viejo chamarilero no sabía a quien pertenecían; esos traperos no dicen nunca a un comprador dónde han encontrado las cosas que sacan de las subastas de casas, de las casas de empeño y de la gente más necesitada de dinero que de posesiones y cuyas relaciones o no conocen o ya no les interesan.
«Leerlas. Naturalmente, leerlas». El anticuario y librero se puso inmediatamente a tono; era divertido, este joven eterno de cuarenta y cinco años, homosexual y bibliófilo. Él y Beryl Fels iban juntos al teatro y a ver películas vanguardistas, una pareja plausible aunque falsa.
«Quemarlas, supongo. ¿Qué otra cosa se puede hacer?» La mentirosa rectitud de la más insincera mujer, que espiaba las conversaciones telefónicas de sus hijos adolescentes.
«¿Para qué querías una caja de hojalata?» Pregunta de alguien que no disponía de tiempo para pasar las mañanas de los sábados hurgando entre cosas viejas y atravesando la ciudad para ir a alguna tienda especial donde se podía comprar un queso concreto o descubrir un vino bueno y barato difícil de obtener.
Berry Fels había pensado que la caja sería justo lo adecuado para guardar llaves de repuesto, fusibles, ganchos para colgar cuadros. Como vivía sin un hombre, era tan eficiente como cualquier varón en las reparaciones domésticas, no le planteaban el menor problema, a pesar de que sus manos estaban perfectamente cuidadas, tan perfectamente inútiles de aspecto como cualquier hombre con un ideal de femineidad hubiera podido desear. Lo que había estado buscando es algo donde meter el revoltijo de cosas que había en su encantador escritorio de sándalo y que no encajaba en él (otro hallazgo de sábado por la mañana).
Algunas de las cartas estaban atadas formando un paquete y probablemente todas lo habían estado alguna vez. Todas estaban dirigidas al mismo nombre, un nombre de mujer, y a un apartado de correos en una ciudad o aposte restante en otras ciudades e incluso, como pudo ver, en otros países. Beryl no había pensado que la caja pudiera servir para guardar cartas. Pero, claro, si uno tenía que guardar tantas cartas… las contó: 307 cartas y 9 postales. Y telegramas, muchos telegramas, algunos metidos en sus sobres telegráficos originales de color naranja. Hay algo raro en la conservación de un telegrama. Los cogió: a la vez viejos y urgentes, los telegramas no se conservan. Leyó uno; los telegramas no se pueden considerar privados, con el recuento de palabras hecho por un funcionario de correos públicamente. Era escueto y sin firma, una fecha, una hora, un número de andén de una estación de ferrocarril, un añadido críptico cuyo significado no era muy difícil de adivinar. Sí, sí, sí. La afirmación de un enamorado. ¿Qué otra cosa pueden ser 307 cartas sino cartas de amor? Y parecía que probablemente la persona a las que pertenecían no las había puesto en la caja: algunas estaban amontonadas, como si hubieran estado ahí empujadas tras algún objeto pesado. Quizá alguien las encontró y las echó en la caja de hojalata que no pertenecía a la mujer a quien iban dirigidas. Al irlas sacando, Beryl Fels vio que habían sido metidas descuidadamente en orden inverso, la parte superior de la pila estaba en el fondo de la caja y ahí estaba también la propia hoja de papel (del antiguo tamaño de folio) con las instrucciones que hubieran saltado a la vista de cualquiera que abriera el cajón o levantara la tapa del lugar donde se hubieran guardado originalmente las cartas.Estas cartas y documentos deben guardarse sin leer hasta veinte años después de la fecha de mi muerte y entonces deben entregarse a la biblioteca o archivos adecuados. La firma era el nombre que aparecía en los sobres. Los matasellos —las cartas ya no estaban en orden cronológico, así que había que revisarlas todas para ver cuánto había durado el asunto, eran de los años cuarenta (lo que explicaba por qué el telegrama que había leído mencionaba un número de andén de estación de ferrocarril en vez de un número de vuelo). Si la mujer había muerto, entonces la prohibición había prescrito. Si aún estaba viva, sin duda habría destruido sus cartas antes que dejar que salieran de sus manos.
Beryl Fels empezó a leer mientras tomaba un tardío café el domingo por la mañana. No se vistió ni hizo la cama ni se ocupó de su jardín de hierbas de la terraza al son de Mozart de un rock punk (le interesaba todo lo que era una moda o una pasión en las vidas de otras personas), como generalmente hacía los domingos. Había recibido dos invitaciones para almorzar en casa de dos parejas, una heterosexual, la otra homosexual, opciones que había dejado abiertas por si no surgía una tercera opción mejor —era una mujer libre— pero no salió y no almorzó. A ratos, mientras leía, podía oír su propio corazón resonando en sus oídos como el sonido de alguien que se moviera por el piso. Tenía tensos los tendones de detrás de las rodillas y su dedo índice con su larga uña acariciaba las aletas de su nariz, caliente y grasienta. La mujer, a quien iban dirigidas las cartas no era meramente una Emma Bovary; el hombre que las escribió era su confidente y su crítico además de su amante. Escribía más apasionadamente cuando acababa de tener la experiencia de oír que la elogiaban personas que no sabían que él la conocía. Se moría de ganas de hacerle el amor, decía, cuando la veía en el estrado dando una conferencia, con los ojos ocultos a todo el mundo tras las gafas. Se excitaba cuando veía su nombre impreso. Cartas enteras analizaban la conducta de personas que deberían, pensaba él, hacer esto y no aquello, expresarse con estas palabras y gestos más que con aquéllos, que estaban «ahí» o «simplemente no estaban ahí». Estaba claro que se trataba de personajes de una novela o de una obra de teatro: la mujer era una escritora.
Y él —él parecía haber sido un científico dedicado a la investigación. Era difícil, sin tener acceso a las cartas de ella a él, descubrir exactamente qué era lo que él esperaba conseguir, hacia qué se dirigía a lo largo de los años cubiertos por las cartas. Daba la impresión de que la índole especializada de su trabajo era algo que su amante no podía seguir, bien por el tipo de intelecto, bien por su educación, a pesar de su brillantez, atestiguada en cada carta, y su éxito, que era un estímulo erótico tan fuerte como la belleza que ella hubiera podido poseer («… en contraste con ese campo de repollos femeninos tu cara destacaba como un helecho» —él también se esforzaba por mostrarse literario). Pero que ella tenía ambiciones en lo que a él se refería, que se erizaba celosamente cuando otros recibían promociones, premios, honores a los que él aspiraba, quedaba claro por los pasajes de sus cartas, en que la calmaba con una visión más cínica y estoica de los talentos y recompensas en su campo. Él se descargaba escatológicamente con ella de toda la malicia que sentía —que él y ella sentían— hacia aquellos que trepaban por medios que él ciertamente no se rebajaría a utilizar. Ella también consolaba; él encontró muy tiernas —y no lo negó, pues sin duda conocía su propia valía— las afirmaciones de ella de que, por muchas pequeñas recompensas que otros pudieran recibir en la vida, él obtendría un día uno de los Premios Nobel.
En un determinado momento él recibió un destacado premio por su trabajo; como amante, tomó lo que evidentemente debió haber sido el firme y triunfante orgullo de ella como una nueva y particularmente voluptuosa clase de caricia entre ellos; y al mismo tiempo se ocultaba a sí mismo; con el fin de disfrutar del triunfo sin limitaciones —el conocimiento de que ella no estaba capacitada para juzgar la escala de tales logros o el significado de tales honores. Esto último se manifestaba en ciertas frases tímidas y en medias frases tachadas pero no ilegibles (como si no pudiera soportar tener secretos para ella, ni siquiera los que se ocultaba tanto a sí mismo como a ella). Un extraño, al leer, comprendía la patética astucia de esas frases y esas observaciones a medias, mientras que entre el hombre importante que las escribió y la importante mujer a quien iban dirigidas la arenilla de la duda quedaría envuelta en emoción y mutua autoestimación, como la lubricación del ojo cubre pequeños cuerpos extraños e impide que irriten el globo ocular.
La mujer importante proyectaba asistir a la ceremonia en la que su amante iba a recibir el premio; las cartas que cubrían la pelea entre ellos de un mes entero primero trataban de persuadirla, luego le imploraban que abandonara la idea. «Incluso si pudieras acercarte a Fraser a través de Ebenstein, ¿cómo no iba a olerse algo? Olor a carne, francamente, mi amor. Sólo estarán presentes los miembros de la Sociedad y sus mujeres. La prensa, dices. No asisten a cosas así. No es un acontecimiento que conmueva al mundo, precisamente. Se les da luego, quizá, una lista de los premios. ¿Y desde cuándo se te conoce como periodista? ¿Por qué diablos habías de manifestar de repente un gran interés en el funcionamiento de la Sociedad? ¡Te reconocería en el acto alguien que ha visto tu fotografía en los libros, por Dios! Alguien empezaría a husmear para encontrar una conexión, la razón de que estuvieras ahí. ¿Y cómo podríamos no mirarnos el uno al otro? Sabes que es imposible. No eres una persona cualquiera aunque a veces quieras serlo». Y en respuesta a lo que debió ser una decepción dolida: «Hay algunas cosas que no podemos tener. Como tú dices a menudo, tenemos ya tanto, más de lo que otras personas pueden soñar, me siento supersticioso si lo enumero, no sólo “nosotros”, nuestro gran gozo en nuestros cuerpos respectivos y nuestra amistad, sino éxito, auténticos logros —ciertamente tú, querida mía, bien me doy cuenta, con toda objetividad, eres uno de los grandes nombres en alza… Si no sufrimos el dolor de la domesticidad, tampoco podemos entonces tener el tipo de exhibición de pública participación en los logros de cada uno que tienen las parejas casadas y la mayor parte del tiempo es todo lo que tienen en realidad. ¿Por qué querrías sentarte como una esposa de catedrático (como la mía, cuyo marido no quiere hacer el amor con ella y no puede hablar ya con ella), con una sonrisa adecuada para la ocasión como el sombrero que ella se pone…?».
Una vez más, ella debió haber deseado dedicarle un libro. Él, atormentado, lamentó tener que renunciar a ello. «Por mucho que juegues con iniciales o nombre codificados que sólo tú y yo conocemos, revelarías nuestro mundo privado. Acusas su existencia ante otros. Dejémoslo como hemos logrado hacer durante casi cinco años. Por separado, los dos somos personas públicas; es el precio o la recompensa, Dios sabe, de lo que ambos somos. Deja que los medios de información jueguen y especulen sobre ello. Yo sé que el libro es mío; y es mi posteridad».
A las cinco de la tarde Beryl Fels leyó la última carta. No era una de las importantes, no reflejaba una crisis ni era tampoco el tipo de nota, concisa y ahogada de excitación erótica que precedía inmediatamente a los encuentros planeados. Él escribía mientras comía un sandwich en su escritorio; estaba pensando en su maldita ponencia para la conferencia de Hong Kong; había leído sólo cinco páginas (esto debía referirse a algún fragmento de la obra de ella que había recibido) pero estaba impaciente por decirle lo conmovedoras, en un nuevo estilo y al mismo tiempo ingeniosas… de ahí las líneas apresuradas que le enviaba.
Beryl Fels se puso de pie. De su estómago vacío no paraban de surgir eructos. Los contornos de la habitación parecían tambalearse. Trece colillas de cigarrillos —las contó mecánicamente en el cenicero. El mareo era por el cambio de enfoque de los ojos: estaban sus otros «hallazgos» en torno a ella, para establecer el equilibrio de su propia existencia. Contempló su hermoso escritorio de sándalo, apagada en su presencia, como sí, al entrar en el pasado de otras vidas, hubiera descolocado el orden de la suya propia y hubiera regresado a la quietud de la respiración contenida por haber sido descubierta— de nuevo ante los ángulos y las superficies barnizadas del estudio de la directora del colegio, viviendo de borrosos y temibles placeres en un rincón frondoso de un jardín. Se llevó las manos a la nariz, como un niño que huele el olor secreto en los dedos.
Prepararse el baño, hacer la cama descuidada y elegir una de sus blusas de seda para acompañar a unos pantalones le suministraban la rutina que logró el cambio: de la experiencia de leer las cartas a una interpretación de su posesión de ellas adecuada a su bien organizada existencia. Como los otros hallazgos —el escritorio perfectamente encajado entre la puerta de la terraza y una vieja silla del Cabo con respaldo en forma de lira— éste encontró su lugar. Se convirtió en uno de sus intereses y diversiones correspondientes a su personalidad vivaz. Lástima que fuese domingo; podía haber telefoneado a la biblioteca pública para preguntar si tenían algún libro de la mujer. Podría haber ido inmediatamente a leer algo sobre ella. Quizá la identidad del hombre era conocida por gente más leída que ella. Si no, las cartas podrían ser aún más importantes, un descubrimiento, incluso una sensación literaria, así como un hallazgo. Llamó una y otra vez por teléfono a su amigo anticuario, pero naturalmente, estaría en alguna reunión en un domingo por la noche; recibía invitaciones a todas partes. Una vez superada una (para ella) insólita reticencia para hablar con cualquiera —lo que mostraba cómo uno necesita salir y estar con gente, qué pronto se adueña de uno la soledad— Beryl Fels esperó impacientemente que llegara el lunes por la mañana.
Durante la semana siguiente, preguntó a su amigo anticuario y a los bibliotecarios jefes de la biblioteca pública y de una biblioteca universitaria (ambos conocidos suyos) acerca de la escritora. Nadie la conocía. Todos se mostraron cautelosos al decirlo, incómodos, en caso de que tal ignorancia resultara una laguna profesional, que el nombre correspondiera a alguna esotérica escritora para escritores que deberían conocer. Pero los catálogos de la biblioteca demostraron que no había ni un solo libro con el nombre de esa autora en los estantes. Algunos libros habían estado en tiempos catalogados como existencias en el almacén, el depósito de donde sacaban los libros que ya no tenían mucha demanda si alguien los pedía especialmente, pero debían de haber desaparecido en uno de los lotes que las bibliotecas venden de vez en cuando.
Con firme decisión, tan capaz siempre para rastrear las cosas que quería, Beryl Fels logró que alguien le presentara a un catedrático de la facultad de ciencias de la universidad más prestigiosa. No le enseñó su hallazgo pero le expuso todos los datos obtenidos de las cartas que podrían llevar a la identificación de la otra personalidad que completaba la pareja de distinguidos amantes. No había nadie, nadie en absoluto que encajara en el período señalado, campo de actividad (que enseguida quedó claro que era la geofísica) y país de origen cuya obra fuera suficientemente original o importante como para que su nombre se recordara. Y era seguro que nadie, en la lista de ganadores de Premios Nobel de ciencias, podría haber sido o ser él, si es que aún vivía.
El anticuario dijo que en cualquier caso debería guardar las cartas. «Para nuestros nietos, Beryl, querida». En ese momento presidía uno de los alborotados almuerzos que se esperaban de él y calculó bien el tiempo permitido para las risas, con una pausa —y un movimiento retozón ni un segundo de más: «Incluso las cartas escritas por gente corriente son vendibles si esperas cincuenta años o así. Como las viejas postales de las playas. Listas de lavandería. ¡Si lo sabré yo! ¿Cómo podría si no daros a todos una comida tan buena? La gente colecciona cualquier cosa».
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