jueves, 13 de junio de 2019

¡Oh padre mío!, de Charles Beaumont

 


Para Mr. Pollet, el Tiempo no era más que una gran carretera: una carretera deslumbrante, desierta, que esperaba ser utilizada.

—Hay pasos cortados, de acuerdo —decía frecuentemente—, y también virajes demasiado cercados, excesivamente peligrosos, incluso para la velocidad más reducida. Sin embargo, no es imposible que un hombre realmente inteligente consiga algún día abordarla.

Es evidente que Mr. Pollet esperaba ser él este hombre. Había consagrado 37 de sus 57 años a ese proyecto, con una dedicación y una fe monomaníaca. Tenía pocas relaciones… y ningún amigo. Su mujer sentía miedo de él. Y erapersona no grata en los círculos científicos, ya que cuando no murmuraba su galimatías favorito con respecto al «continuum-espacio-tiempo» y al «nudo del pasado», tenía la manía de golpear a la gente con su puntiagudo codo mientras les planteaba su célebre y fastidiosa pregunta:

—Y bien, ¿cuál es su opinión? Si yo regresara al pasado y matara a mi padre (antes de mi concepción, por supuesto), ¿qué cree que ocurriría?

—Quizá sea tomar mis deseos por realidades —había respondido un día un colega exasperado—, pero mi opinión es que desaparecería usted inmediatamente.

Entre otros defectos, Mr. Pollet tenía el de ser incapaz de apreciar las sutilezas.

—¿Oh, de veras? —había respondido, masajeándose su enorme nariz—. ¿Lo cree realmente? Me lo pregunto. He aquí una interesante teoría. Sin embargo, no me parece excesivamente plausible. Pese a todo…

De hecho, era únicamente con el fin de desvelar este sempiterno enigma que trabajaba en su máquina temporal. No se preocupaba en absoluto de la Historia, y mucho menos de la gloria que forzosamente le reportaría el hecho de ser el primer hombre en franquear la barrera del tiempo. ¿El futuro? No poseía para él el menor interés.

Mr. Pollet se conformaba con poco. Simplemente, la respuesta a su pregunta: ¿Qué ocurriría si…?

Una tarde de finales de verano, el individuo demacrado, de hundidas mejillas y cabellos negros y duros, penetró por ochocientas trece vez en el gran cilindro metálico instalado al fondo de su laboratorio del sótano, giró un conmutador, esperó y, por ochocientas trece vez, salió. Otro fracaso más, se repitió Mr. Pollet. Era como para desanimar a Job.

Aunque no fuera un sujeto dominado por los excesos emotivos, cedió a un impulso absolutamente irreflexivo: lanzó un juramento vulgar pero grosero, empuñó una pesada llave de tubo y la tiró contra la máquina temporal.

Se encendió una hilera de luces. El cilindro metálico empezó a ronronear suavemente.

Mr. Pollet abrió unos ojos como platos. ¿Era posible? Dio un paso adelante. Sí, era innegable… el choque de la llave lanzada con todas sus fuerzas había realizado lo que por mil veces había intentado vanamente conseguir él a través del razonamiento. El delicado equilibrio se había realizado por fin: ¡la máquina temporal estaba lista para actuar!

Mr. Pollet radiaba.

Ahora, su proyecto debía ser ejecutado metódicamente. No debía correr ningún riesgo.

Subió los escalones de cuatro en cuatro, apartó a su mujer y tomó una fotografía desvaída de sobre la cómoda de su habitación. Coloreada a mano, representaba a un señor de edad media, de ojos claros, mandíbula voluntariosa, rasgos acusados, poseedor de una opulenta masa de cabellos rojos.

—Papá —murmuró respetuosamente Mr. Pollet, metiéndose la foto en el bolsillo tras lo cual cargó un revólver calibre 38, se puso un traje adecuado a las circunstancias, descendió de nuevo al sótano y entró en el cilindro. Ajustó cuidadosamente los mandos, luego tiró de la palanca principal. Los engranajes cliquetearon. Algo crepitó. La máquina saltó, humeó, gruñó, silbó. Mr. Pollet fue presa de un vahído. Un velo negro pasó ante él. Se debatió.

Todo se calmó.

Salió del cilindro.

Reconoció inmediatamente el paisaje: era indudablemente el valle de Ohio, el terreno de juegos de su infancia. Pero la misión de Mr. Pollet no podía sufrir retraso sentimental. Miró a su alrededor, luego, seguro de que nadie le observaba, desplazó la máquina temporal hasta situarla al abrigo de un bosquecillo, y la cerró prudentemente con llave.

Atravesó el campo de alfalfa; muy pronto aparecieron las primeras casas del pueblo, y estuvo seguro de que sus cálculos habían sido exactos: se encontraba en Middleton.

Pero… ¿y la fecha? Tenía que verificar este punto. No le serviría de nada matar a Papá después de que él, Pollet Junior, hubiera sido concebido, ya que entonces ¿qué conseguiría?

Miró una vez más la foto. Pollet era un hombre severo y adusto. Lo recordaba vagamente como un ser fanático de la disciplina, estricto, frío y distante, frecuentemente taciturno… pero no recordaba nada más de su padre, nada al menos de particular. Claro que lo cierto era que Pollet Senior había muerto en 1922 cuando Pollet Junior no tenía más que cinco años.

Es casi divertido, se dijo Mr. Pollet avanzando penosamente: Papá verá a su hijo convertido en adulto… únicamente para ser asesinado por él…

Habiendo nacido enclenque y seguido siéndolo durante toda su vida, Mr. Pollet no había gozado nunca de una energía superabundante. Refrenó su paso. A la entrada del pueblo se detuvo, verificó el funcionamiento de su arma para estar seguro de que no fallaría, y su corazón se puso a latir más rápidamente. Sonrió débilmente. Luego se metió en la calle Mayor de Middleton (Ohio).

La ciudad zumbaba como una colmena. Los niños jugaban a bolas o a la pelota. Los hombres charlaban en las calles, y las mujeres iban de compras. Algunos observaron a Mr. Pollet con curiosidad y, entre ellos, un gran individuo curtido lo miró con una inusitada atención; pero era únicamente la curiosidad despertada por la llegada de un extranjero al pequeño pueblo, por supuesto.

Mr. Pollet inclinó cortésmente la cabeza, y continuó andando a grandes zancadas por la calle principal. Hizo una pausa ante la farmacia. Había un calendario en el escaparate. 19 de febrero de 1916, leyó.

Mr. Pollet frunció un poco el ceño. Llegaba justo, muy justo. Pero pese a todo era el tiempo correcto. De hecho, ni siquiera podía ser el asomo de un proyecto en los testículos de su padre.

Llegó a la Avenida de los Olmos, giró a la derecha y anduvo aún trescientos metros. Frente a una enorme casa amarilla hizo alto… y algunos recuerdos surgieron y se desvanecieron.

Se dirigió a ella. Jamás había sentido una excitación tan grande, una tal febrilidad. Llamó a la puerta.

Abrió un individuo de edad media, ojos claros, mandíbula voluntariosa, rasgos acusados, poseedor de una opulenta masa de cabellos rojos.

—¿Sí? —dijo.

—¿Mr. James Agnew Pollet?

—Exactamente —dijo el hombre. Pollet Júnior entrevió a una mujer delgada, alta, extremadamente rubia y moderadamente atractiva, sentada en la salita. Era su madre. Sintió que el corazón se le estrujaba.

—¿Desea usted algo? —preguntó bruscamente James Agnew Pollet.

—No exactamente —dijo Mr. Pollet Júnior, exhibiendo el calibre 38.

—¿Qué significa…?

El revólver ladró una vez. Un agujerito muy redondo apareció en la frente de James Agnew Pollet. Jadeó, cayó hacia atrás y ya no se movió.

Se oyó un grito en la sala de estar.

Mr. Pollet volvió a meterse la pistola en el bolsillo, giró en redondo y alcanzó la calle. Mientras corría hizo un esfuerzo para constatar que, hasta aquel momento, nada le había ocurrido aún.

La gente se giraba para observarlo. Mr. Pollet vio de nuevo aquel personaje que antes lo había mirado con tanta insistencia. Esta vez el hombre estaba boquiabierto, con los ojos desencajados. Había algo familiar en él…

Jadeando pesadamente, Mr. Pollet franqueó el campo de alfalfa. Los coches no podían seguirle, eran aún demasiado primitivos. Los hombres sí podían hacerlo, pero estaban aún inmovilizados por el estupor. Tenía tiempo. Corrió hasta los árboles y se metió en el cilindro. Cerró la puerta. Bajó la palanca de regreso…

Al cabo de un minuto abrió de nuevo la puerta y se encontró otra vez en su laboratorio del sótano. Su mujer estaba aguardándole. Tenía un aspecto temeroso y alocado.

—¿Has… terminado? —inquirió.

Mr. Pollet inclinó sobriamente la cabeza. Se dio cuenta de que el revólver estaba aún caliente.

—Lo he matado —declaró—. Lo he visto morir.

—¡Qué horror! —exclamó Mrs. Pollet, palideciendo—. Quizá no lo hayas conocido bien, y tal vez fue realmente cruel contigo en tu infancia… ¡pero matar a tu propio padre! Eso no está bien.

—Ridículo —cortó Mr. Pollet—. Fue un acción impersonal, puramente científica. Lo he matado… para investigar. Y no se ha producido nada. Absolutamente nada —dio una patada en el suelo y apartó bruscamente un mechón de pelo de sus ojos—. ¿Comprendes? —gritó furiosamente.

Tendió el brazo, tomó una barra y descargó su furor contra las hileras de instrumentos, que saltaron pulverizados (así como los años consagrados a su fabricación) en un millón de brillantes fragmentos.

—¡Imposible! —fulminó—. ¡Habría tenido que ocurrir algo!

Mrs. Pollet lo observó destruir la máquina. Cuando hubo terminado por completo, preguntó:

—En primer lugar, ¿estás seguro de que era tu padre?

Mr. Pollet, con el brazo levantado, se petrificó. Parpadeando, bajó la barra de acero.

—¿Qué quieres decir? —interrogó lentamente.

—Nada —dijo su esposa—. Solo que siempre he pensado que no te parecías absolutamente en nada a esa fotografía. Claro que como es tan antigua…

—Cállate —ordenó Mr. Pollet—. Debo reflexionar.

Reflexionó.

Pensó en la innegable veracidad de la observación de Mrs. Pollet… en la miríada de diferencias que existían entre él y el hombre de la foto.

Y pensó más atentamente en aquel personaje alto, de hundidas mejillas, que lo había observado tan fijamente en Middleton…

Mr. Pollet dejó caer la barra. Contempló los restos del aparato que jamás podría reconstruir.

—¡Hijo de p…! —dijo.

Era lo más acertado que podía decir.

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