Al llegar a casa, me dice Cecilia, mi mujer:
—Ha llamado tu madre. Ha dicho que la llames. —Sigue, con voz átona—: Han tenido un pequeño incidente cuando estaban de paseo con la perra.
Me siento más cansado de lo habitual, creo que tengo algo de gripe, pero a lo mejor sólo es cansancio. Hace mucho frío, aún flota en el aire el espíritu de las fiestas navideñas, en las que no hemos dejado de ir de aquí para allá para satisfacer todos los ritos y obligaciones. Las niñas han disfrutado, se les veía en las caras radiantes y los ojos iluminados. Cecilia también lo ha pasado bien, a ella le gustan estos acontecimientos, ponerse un vestido, lucir las piernas, enjoyarse un poco. No acabo de entender por qué no lo hace más a menudo, porque, además, está muy guapa así arreglada. Se lo dije una vez, pero tuve la impresión de que mi observación le sentó mal. Hizo un gesto despectivo. No tengo tiempo para arreglarme todos los días, murmuró.
Las navidades me dejan agotado. Quizá sea una carencia, quizá no tengo un espíritu excesivamente familiar. No me apetece nada hablar con mi madre ahora. Se me debe de notar en la cara, o en mi silenciosa respuesta, porque Cecilia me dice, despegando los ojos del periódico, al que se lanza en cuanto consigue que las niñas se acuesten, y clavándolos un momento en mí:
—No es tan urgente. Simplemente estaba algo alterada. Han tenido un percance con la perra cuando salieron a pasear.
Estas palabras de Cecilia —«alterada», «percance»— vienen a mis oídos extrañamente amplificadas. Parecen fuera de lugar. Me pregunto si es algo habitual, si siempre suele haber en sus frases algunas palabras que destacan, produciéndome inquietud. ¿Me acabo de dar cuenta de algo que lleva mucho tiempo sucediendo, desde el mismo momento en que conocí a Cecilia, hace casi diez años?
—¿Le ha pasado algo a Bola? —pregunto al fin, empujado por mi mala conciencia.
Bola es el nombre de la perra, aunque Cecilia, que no tiene ninguna predilección por los perros y menos aún por la perra de mis padres, a quien considera mal educada y demasiado besucona, nunca la llama así. Ella prefiere emplear el nombre común, genérico. Ha pronunciado la palabra «perra» con mucho desapego, con un sí es no es de desprecio que en realidad va más allá de la perra, alcanza a mis padres. Censura la debilidad de mis padres para con su perra. Censura que, cuando vamos a verles, dejen que se le encarame y la llene de lametones, a ella, que no la quiere nada, que siente dentro de sí un asco inevitable hacia los perros, los gatos y casi todos los animales.
—Creo que no —contesta Cecilia.
—¿Cómo que crees?, ¿es que no lo sabes?, ¿no te lo ha dicho?
He lanzado esta batería de preguntas en un tono claramente irritado.
—No le ha pasado nada, ésa es la impresión que me ha dado —insiste Cecilia, sin dar su brazo a torcer.
Me quito el abrigo, me cambio de zapatos, me sirvo una copa —unos dedos de whisky— y, ya arrellanado en el sillón, con la pantalla del televisor enfrente de mí, con el sonido de las voces que emanan de ella flotando a mi alrededor, llamo a mi madre.
—Hijo mío —responde enseguida ella—, no sabes lo que ha pasado, ha sido horrible, estoy, no sé, no sé cómo estoy. Esto me ha descompuesto por completo.
—Pero ¿qué es lo que ha pasado? —le pregunto—, dímelo ya, no le des tantas vueltas, dímelo todo lo claramente que puedas. Cálmate.
—Salimos a pasear con Bola —dice—, ya sabes que la sacamos siempre después de comer, nos gusta hacerlo, ya sabes, dormimos un rato la siesta y salimos cuando aún es de día. Anochece tan pronto, aunque, menos mal, ya se están alargando los días. Fue cerca del cementerio, allí tu padre siempre suelta a Bola de la correa, yo le digo: espera un poco, suéltala cuando estemos en el campo, pero tu padre la suelta allí, con la carretera al lado, no aguanta ya que Bola tire tanto de la correa, se pone como loca, parece que se va a ahogar, así que en cuanto se ve la tapia del cementerio la suelta. Yo lo veía venir, un día íbamos a tener un disgusto, un disgusto serio, de verdad. Bola se fue hacia el centro de la carretera. La vi y vi también el coche y grité. El coche dio un frenazo, patinó, se subió a la acera y rozó la tapia del cementerio, se le cayó algo al coche, una pieza negra bastante grande, luego volvió a la carretera y se detuvo. Tu padre ya tenía agarrada a Bola, creo, pero no estoy segura, quizá la cogió en ese momento. No le pasó nada, el coche ni la tocó, y Bola estaba tan fresca, ya sabes cómo es, completamente inconsciente, distinta a todos los perros que hemos tenido.
»El caso es —sigue mi madre— que el chico que conducía salió del coche. Muy pálido, muy asustado. Era un chico guapo. Tan pálido, que parecía feo. Pero era guapo. Entonces vi a otro chico. Salió de otro coche que paró a nuestro lado. Al parecer, los dos coches venían juntos. El chico que salió de este coche tenía una pinta que me asustó un poco, la cabeza rapada o a lo mejor es que era calvo a pesar de ser muy joven, camiseta negra, gordo, grande, me asusté, la verdad. Le echaron una ojeada al coche, recogieron del suelo la pieza que se había caído y se acercaron a nosotros. Como todo pasó tan deprisa no puedo decirte cómo empezó, pero tu padre se puso a gritar a los chicos.
»Estáis locos, les gritaba, no se puede conducir así por esta zona, no os ha pasado nada, pero un día os pasará algo grave, algo sin remedio, no os dais cuenta de lo que hacéis, esto no es un juego.
»Perdió el control —dice mi madre, aún asustada—. Se llenó de ira. No te puedes imaginar las cosas que les dijo a esos chicos, los insultos. No te los podría repetir. Fue algo espantoso. Gritaba y gritaba. Estaba fuera de sí.
»Uno de los chicos —sigue—, creo que el del primer coche, el que casi había atropellado a Bola, empezó a decir que nosotros teníamos también parte de culpa porque no se podía llevar a un perro suelto. No sé si nos llamaba de usted o de tú, o evitaba el tratamiento, eso no puedo recordarlo. Entre tanto, Bola, que estaba forcejeando entre las manos de tu padre, se había vuelto a soltar, y yo la agarré, porque tu padre ya no estaba al tanto de ella, seguía gritando, lanzando insultos, no te puedes imaginar cómo, ni todas las cosas horribles que dijo, nunca le había visto así. No era él, era la personificación de la ira. Ni siquiera te lo puedo describir. Estaba totalmente trastornado.
»Yo les decía a los chicos: sí, tenéis razón en eso, no se puede llevar a los perros sueltos, nosotros también tenemos parte de culpa, pero lo que desde luego no se puede es conducir así, tan deprisa, por esta carretera que casi es una calle del pueblo, eso es un verdadero disparate. ¡No se puede comparar lo uno con lo otro!, gritaba tu padre, los perros deberían poder ir sueltos. Gritaba cada vez más fuerte, totalmente fuera de control, no os dais cuenta de lo que hacéis, no sé lo que tenéis en la cabeza, ¿es que no sabéis pensar? Bueno, eso era parte de lo que decía. El resto era peor, era una lluvia de insultos. Los chicos medio asentían, con la cabeza baja. No acababan de disculparse, pero suspiraban y miraban el coche como si estuviera deshecho. El coche estaba bastante bien, la verdad, para todo el jaleo que se había armado y la pieza negra volando por los aires. No había sido nada. Apenas nada.
»Yo tiraba a tu padre de la manga, vámonos, le decía, ya está, Bola está bien, vámonos. Le empujaba un poco para que siguiéramos andando, mientras les decía a los chicos: bueno, ya está, todos tenemos algo de culpa, no le ha pasado nada a nadie, eso es lo importante.
»El chico pálido y guapo, que aún seguía pareciendo casi feo de tan pálido como estaba, decía: yo lo tenía muy claro, me lo había dicho muchas veces, si un día se me cruza un perro por la carretera, me desviaré, prefiero que me pase algo a mí antes que matar a un perro. Es que los dos tenemos perros, me dijo el gordo de la camiseta negra, los dos somos de perros, por eso lo entendemos. Bueno, pues ya está, decía yo, eso es lo importante, que no has atropellado a la perra, y tú estás bien, a ti no te ha pasado nada. Mira, eso te lo agradezco mucho, de verdad, que no hayas querido atropellarla.
»En ese momento yo estaba sola con los chicos —dice mi madre—. Tu padre estaba a unos metros, aún gritando, aún seguía fuera de sí, y yo había retrocedido un poco porque los chicos hablaban y me pareció que había que escucharles. Las palabras de tu padre eran atronadoras: no sabéis lo que hacéis, parece mentira, tenéis que pensar, pensar, para eso está la cabeza, para pensar. Lo decía a gritos, no podía hablar de otra forma, tenía los ojos llenos de lágrimas.
»El coche estaba recién reparado, dijo el chico pálido, mirando el coche con pena. El coche da igual, dije. Y fui corriendo al lado de tu padre. Vámonos, vámonos, le dije. Le empujé y seguimos. Nos metimos por el camino de tierra de detrás del cementerio. No lo aguanto, decía tu padre, si hay algo que no aguanto es esto, no se dan cuenta, éstos son los que se matan, y los que matan a los otros, no pueden ir así, a toda pastilla, por esta carretera, que es casi una calle. Habían salido a probar el coche, lo han dicho, estaba recién reparado, estaban probando el coche, es que me pongo malo, me descompone. A ver si se dan cuenta de una vez.
»Con gritos no les vas a convencer, musitaba yo. Tienes toda la razón, toda la razón, pero no les vas a convencer.
»Cuando llegamos a casa estábamos hundidos —dice mi madre—. No nos hemos recuperado —suspira—. A tu padre se le ha quedado una mala cara terrible, sin color. ¿Por qué ha llegado a ese límite? Él mismo no lo entiende. Está horrorizado por el torrente de insultos que salió de él, por el ataque de ira, porque fue eso, un ataque de ira. Dice que mi actitud es más sabia, más sensata. Pero la verdad es que yo también me siento muy mal. No sé por qué retrocedí y me puse a hablar con los chicos, creo que si me llego a quedar un rato más hablando con ellos las cosas habrían empeorado, hasta creo que habrían podido cambiar por completo. Si sigo dándoles la razón y preocupándome por ellos, a lo mejor hasta nos denuncian y acabamos en la comisaría, o por lo menos pagando los daños del coche. Sí, eso habría podido suceder, porque ya al final lo que sobre todo les preocupaba era el coche. Soy demasiado conciliadora, me horrorizan las peleas y los gritos. Pero si tu padre no hubiera gritado, si no se hubiera puesto como se puso, por horrible que haya sido, a lo mejor los chicos se habrían crecido. Ahora pienso que quizá hasta fue bueno que él gritase tanto, que reaccionara como lo hizo. Me dio pena el chico, tan pálido y feo, aunque era guapo, y estaba muy asustado. Me dio pena, como si fuera hijo mío, como si fueras tú.
Sabía que finalmente mi madre me iba a decir eso o algo parecido. Que el chico le había recordado a mí, no porque se me pareciese, sino porque un chico en apuros, y asustado, le remite a la idea del hijo, a los temores que un hijo suscita siempre en una madre, más aún un hijo como yo, que no ha sido precisamente fácil. Esos chicos eran, sin duda, más jóvenes que yo, pero no importa, todos los chicos pueden convertirse de pronto en hijos suyos. Pueden tener mi cara, mi edad y mis viejos problemas.
Le digo que se calme, que mañana me pasaré un rato a verles cuando termine de trabajar. Que se preparen unas copas, unos martinis, y se relajen, que busquen una película en los programas de televisión. Hoy precisamente, dentro de un rato, pasan unas series en el canal 47, creo. Pero a ellos no les gustan las series, ya lo sé, las series sólo nos gustan a nosotros, a mi mujer y a mí. Somos adictos a las series.
—Estoy muy nerviosa, muy triste, hijo mío —dice mi madre—. Sí, ya nos hemos tomado unos martinis. Todas estas cosas me afectan mucho, el descontrol de tu padre me ha asustado mucho. A él mismo le asusta. Esto es el fin —suspira.
—¿El fin? —grito—. ¡No digas tonterías, mamá! ¡Qué fin ni qué nada! Ha sido un incidente desagradable, sólo eso. Y habéis tenido suerte, en realidad. A la perra —no la llamo Bola, ahora soy como Cecilia, mi mujer— no le ha pasado nada, y con la gente que hay suelta por ahí, también habéis tenido suerte con los chicos, si os llegáis a topar con un energúmeno, uno de esos tipos que no soportan que nadie les haga frente, quién sabe, a lo mejor hasta podríais haber acabado en el hospital.
—Eso pensé yo, hijo mío. Cuando aquel chico tan fuerte salió del otro coche creí que nos iba a matar, ya sabes que soy muy asustadiza. Menos mal que tu padre no es así. Ahora me alegro de que les haya gritado.
—No lo sé —le digo—. Ahora ya da igual.
—Se ha quedado hundido —dice ella—. No le gusta nada haberse comportado así, haber perdido el control de esa forma.
—No es el fin —le digo, antes de que ella lo repita—. Ha sido un percance. —La palabra que ha utilizado Cecilia ha venido involuntariamente a mí—. Sales de casa y tienes percances, pero no te puedes quedar todo el tiempo encerrado. Me parece, eso sí, que a Bola no la podéis dejar suelta hasta que no os encontréis detrás del cementerio. Quizá ni siquiera entonces. Yo creo que no podéis soltarla nunca.
—Sí —musita mi madre—, eso me parece a mí. Tu padre ha dicho que esto ha sido un aviso, que, dado cómo está el mundo, hay que tener más cuidado, lo admite.
—Hay mucho loco por ahí —le digo—, el mundo está lleno de locos, no hay más remedio que ser precavido.
La voz de mi madre está casi extinguida. Nos despedimos y cuelgo el auricular.
El fin, murmuro. Doy un trago a mi whisky. Veo a mis padres, paseando por las calles y caminos de su barrio, mi madre siempre un par de pasos por detrás de mi padre, que lleva a Bola cogida de la correa. Envejecidos, asustados, cada uno arrepentido de lo que ha dicho, de lo que ha hecho, tratando de adaptarse a un mundo que se les escapa, se les acaba.
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