miércoles, 12 de junio de 2019

El diccionario, de Isabel del Río

 


«Es la palabra un síndrome de las necesidades aún por satisfacer, pero hablando también se conquista aquello a lo que aspiramos; las palabras sojuzgan el pensamiento, permiten —tal es, según algunos, su único objetivo— delimitar la vorágine de la reflexión, determinando coordenadas para no perecer bajo innumerables meditaciones; algunos hasta proclaman que no es posible cavilar sin palabras. Si se nos predispuso para la dicción desde el principio de los tiempos, el lenguaje obedece a una función fisiológica; en una palabra, que estamos hechos para hablar…».

El relato de hoy es la historia de un hombre que, desde un estrato facultativo o teórico, se dedica con intensa precisión a las palabras; es un estudioso consagrado a divulgar una verdad premeditada, pero que descubrió otra, muy distinta, en el intento: que la palabra no es invento sino descubrimiento, que no es el individuo quien determina las palabras, sino éstas las que definen cómo ha de ser el individuo.

Indicado quién es el hombre del relato, hablaremos del resto de la escena (que no varía sobremanera a lo largo del texto): el lugar —que representa varios lugares, del mismo modo que este hombre es representativo de tantos otros pensamientos— es un local donde el humo lo cubre todo como una gasa yodada, donde se respiran vahos cargados de exhalaciones sépticas y malolientes. Las conversaciones son un runrún apenas perceptible: allí, en el extremo de aquella estancia, hay una mesa rodeada de elementos disformes: la indolencia, la rabia, el desdén, la renuncia, se hallaban presentes. No, aquéllos no son tipos sino meramente estereotipos; su expresión había adquirido tintes permanentes de un vicio particular en el marco de semblantes deshumanizados. Esto es lo que se le ocurre pensar al lexicógrafo mientras puntúa su introducción. Pero su mente inquisidora se dice que reflexionar así no es sino una manera de mantener a raya a los individuos cuya jerga se dispone ahora a analizar, una manera de catalogar y simplificar porque, de verdad, le aterroriza aquel entorno, comprende que ese gravamen suyo de razonamientos léxicos de nada sirve en un hado como el que tiene ante sí.

Su obra, permanentemente inacabada porque siempre hallaba algo que agregar y porque no había fecha límite para la conclusión de tan magna tarea (ni había editor ni editorial que quisiera exponerse a publicarla, dadas las restricciones de moralidad y economía propias de la época en que le tocó vivir, ni había público que hubiera mostrado interés en invertir la enorme suma que indudablemente habría costado aquel esfuerzo sobrehumano: Diccionario breve del hampa y de los bajos fondos), era la primera en su género, exhaustiva por los años invertidos, multidisciplinaria pues ahondaba en otras consideraciones aparte de las puramente filológicas para explicar o justificar el habla marginal, malsonante, desfigurada por lo imperioso del hambre o la lujuria o la saña o la codicia. Lo de breve era para tener la esperanza de que en el futuro se podría añadir, en un segundo volumen ampliado, nuevos vocablos, los aún no existentes, los no acuñados, los que iban surgiendo de la boca de las nuevas generaciones de rateros, pordioseros, mendigos, gentes que pasaban por la vida sin otro ánimo que entretenerse con el delito y el crimen aparte de hablar sin propiedad, pensó para sí.

Recapacitó sobre el trayecto que acababa de emprender: había concluido la sección teórica, había acuñado un colosal glosario puramente especulativo y un acopio de principios y propósitos que ocupaban centenares de folios, y estaba a punto de iniciar la segunda parte de su labor: la práctica, o paso de lo tentativo a la acción, como gustaba de llamarla. Hasta la fecha no había hecho más que imaginar cómo eran las cosas, léase el habla, pero ahora se adentraría en los dominios de lo real e innegable. Como el habla era nuestro propósito y no otro, primero había que elaborar la estructura y luego aderezarla con las expresiones particulares, que no eran sino anecdóticas. Para él lo primero era la norma; y luego, como una sombra, llegaba la observación.

Recordó que ya llevaba varios días intentando mezclarse con aquellos personajes, entablar amistad con el dueño de la taberna más concurrida, sumarse a las partidas de naipes, visitar el lóbrego comercio de provisiones en cuya trastienda se realizaban transacciones de todo tipo, descender al puerto y pasear por la esplanada entre los ásperos pescadores de camino a la lonja. Después de repetidos intentos en vano y de considerables y soeces muestras de desprecio por parte de los habitantes de aquel olvidado distrito de esa ciudad marítima, decidió que no habría otra opción que hablar como ellos; tendría también que asemejarse en la vestimenta y emular el gesto y el estilo.

Por ello, estuvo varios días dedicado de lleno en su domicilio a la creación de un cuaderno de frases hechas, elaboradas a partir de los insultos y escarnios que le deparaban en abundancia (un texto como éste, amén de un glosario afín, sería mucho más útil por el momento, pensó, que un diccionario, pues el contenido podía aplicarse de inmediato). En los márgenes había acotaciones sobre quién dijo tal cosa, el sentimiento del que lo dijo, quiénes estaban presentes y cómo reaccionó cada cual. Luego el lexicógrafo procedió a memorizar las frases, a repetirlas con la inflexión necesaria, la prosodia precisa; aprendió interjecciones y malsonancias, imitó los gestos, los aires, la expresión de ambiciones que le eran desconocidas; hubo de desterrar todo lustre académico y cualquier barniz social.

Cuando creyó que ya estaba listo, dio vida a ese nuevo ser que había generado en sí mismo a partir, en fin, de la palabra.

Tras varios intentos, varias noches, en varias tascas, finalmente consiguió que le aceptaran. Se hizo una composición de lugar y de tiempo: la tasca donde se conocía la mayor brutalidad del puerto, a punto ya la medianoche; llegaron los jugadores de cartas y se marcharon casi todos los marinos. Con prendas que adquirió en un comercio de segunda mano, no se le haría el vacío, se dijo, y así sucedió.

Nadie le reconoció: aquella barba de varios días, las ojeras pintadas, el porte harapiento. Gracias a su pericia con los vocablos le admitieron finalmente en una de las varias tertulias nocturnas: un día relató una narración de cómica obscenidad; otro, las experiencias —adaptadas al público oyente— de sus viajes a varios continentes; al final, sus anécdotas llegaron a escucharse con delectación. Ya dominaba con cierta soltura aquella jerga y, aunque de vez en cuando se escuchaba en su discurso alguna que otra expresión culta o académica, todo se tomaba como una chanza.

Ya por aquellas fechas su expresión había empezado a cambiar; si hiciéramos ahora un retrato de cómo era entonces, guardaría escaso paralelismo con el hombre que fue antes del experimento. Su faz adquirió otro tinte, azulado y terso; las cejas se arqueaban con sorna; las comisuras esbozaban una sonrisa permanente para ocultar la trampa en el juego, el exceso de alcohol, los objetivos deshonestos hacia las jóvenes de la trastienda. Terminó por alquilar una habitación encima del comercio de víveres, provista únicamente de una cama y un armario; no había ni silla ni mesa, y hubo de anotar sus descubrimientos léxicos en el suelo.

El cambio en su persona fue tal que aquel habla de rateros, como la había llamado hacía apenas unas semanas, dejó de parecerle pintoresca o sorprendente. En esos lindes no había lugar para afectaciones de ningún tipo, reflexionó; era todo una cuestión de supervivencia. Los sujetos que estudiaba para nada conocían otra eventualidad o distintos criterios —se dijo—, y sin sospecharlo ellos remotamente, se les había privado —empezó a aceptar— de la infinita variedad de las palabras. Pero esta aceptación no era meramente conceptual; obedecía a la mudanza que se había obrado en la configuración física del estudioso.

Sus conocimientos fonéticos le hicieron racionalizar lo que había acontecido: la posición de la lengua y su rápido trajín por dientes, alvéolos y paladar era distinta si se hablaba de ese modo, se usaban otros músculos faciales que antes jamás se habían puesto en movimiento y que ahora cobraban vida; y esa traslación también avivaba nuevas sensaciones, diferentes colores: había otra intensidad de olfato y de tacto, se oía todo en otro tono, había nuevas armonías; en definitiva, las cosas se veían de otra manera.

Un día entró en el bar un pasante de una notaría, que buscaba a alguien por algo de un caso de ilegitimidad. A los presentes les hizo gracia cómo hablaba aquel ser ataviado de negro, su modo de moverse, lo delicado de sus maneras.

Sin embargo, el más asombrado fue el hombre del relato: el idioma, pensó para sí, no era un instrumento para comunicar sentimientos, sino, al contrario, parecía un arma para delimitar fronteras; y quiso decir eso mismo, pero no se veía capaz de decirlo así; tendría que manifestarlo de otro modo.

Su reflejo en el espejo deslustrado enfrente de la mesa de juego le confirmó lo que estaba pensando: antes de disponerse a pronunciar aquel párrafo que acababa de articular en su mente, contrajo los músculos del rostro con un proceder desconocido; no era él en aquel azogue, y se asustó.

Pero fue un miedo breve, porque había aprendido a tener el coraje de expresarse, sin arrepentimiento alguno, con sonidos a caballo entre el lenguaje y el agravio, a abusar de los paréntesis de imprecaciones de lujuria y desprecio y maldición.

Y así fue como le habló al pasante, el cual, en su estupefacción, se disculpó con largas e instruidas oraciones y, ante el embarazo que sentía, le pidió perdón con fórmulas harto enrevesadas para solicitar la excusa y la absolución, y se mostró sumiso declarándose nada más que humilde siervo de la notaría y ejecutor llano de un noble deber; y a continuación, a fin de disipar cualquier duda sobre sus sinceras intenciones, le hizo entrega de un billete de valor antes de irse, para comprar o su silencio o su asentimiento.

Al escuchar el lexicógrafo las palabras del otro y observar su comportamiento se dijo que sería interesante escribir un manual sobre el uso disciplinado y estricto del idioma por parte de los seres ilustrados que se declaraban sus cancerberos.

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