Dos veces me he sentado al lado de un hombre famoso en un avión. El primero fue Jason Kidd de los New Jersey Nets. Le pregunté por qué no volaba en primera clase, y dijo que era porque su primo trabajaba para United.
“¿Y no es esa una mejor razón para ir en primera clase?”
“No. Me gusta así”, dijo, extendiendo sus piernas hacia el pasillo.
No le pregunté más ya que ¿qué sé de los altos y bajos de ser una estrella deportiva? No hablamos en el resto del vuelo.
No puedo mencionar el nombre del segundo famoso, pero les diré que es un rompecorazones casado con una joven actriz. Asimismo, tiene la letra V en su primer nombre. Eso es todo (no puedo decirles nada más que eso). Pero piensen en la palabra espionaje. Ok, eso es todo. Le digo Roy Spivey, que es casi un anagrama de su nombre.
Si fuera una persona más segura de sí misma no habría cedido mi asiento en un vuelo sobrevendido, no habría sido llevada a primera clase, no me habría sentado cerca de él. Esta era mi recompensa por ser apurona. Él durmió la primera hora, y fue asombroso ver una cara famosa tan vulnerable y tan vacía. Roy tenía el asiento de la ventana y yo tenía el del pasillo, y sentí como si lo cuidara, protegiéndolo de las luces brillantes y de los paparazis. Duerme, pequeño espía, duerme. Es por esta razón, en una relación, que siempre dejo a los hombres que me vean quedarme dormida antes que ellos. Me hace sentir que, aunque sea más alta, soy frágil y necesito que me cuiden. Un hombre que puede ver la debilidad de un gigante, sabe que es un hombre de verdad. Además, a ese tipo de hombres seguramente las mujeres pequeñas lo vuelven ligeramente loco. Por lo que, de hecho, es posible que les atraigan las mujeres altas.
Roy Spivey se movió en su asiento, despertándose. Rápidamente cerré mis ojos y luego lentamente los abrí, como si yo, también, hubiese estado durmiendo. Ah, pero él todavía no había abierto sus ojos. Cerré los míos de nuevo y los volví abrir al instante, lentamente, y él abrió los suyos, lentamente, y nuestros ojos se encontraron, y pareció como si hubiésemos despierto de un sueño único, del sueño de nuestras vidas. Yo, una alta pero descuidada mujer; él un distinguido espía, pero no en verdad, sólo un actor, pero no en verdad, sólo un hombre, incluso sólo un chico. Esa es la otra forma en que mi altura puede funcionar sobre los hombres, la forma más común: me transformo en sus madres.
Hablamos incesantemente en las siguientes dos horas. Tuvimos ese tipo de conversación que trata específicamente sobre todo. Él me contó íntimos detalles sobre su esposa, la bella Señora M. ¿Quién hubiera adivinado que aquella mujer fuera tan problemática?
“Oh, sí, todo lo que sale en los tabloides es verdad”
“¿En serio?”
“Sí, especialmente lo de los desordenes alimenticios”
“¿Pero los romances?”
“No, no los romances, claro que no. Uno no puede confiar en los bloides”
“¿Bloides?”
“Les llamamos ‘bloides’. O ‘tab’”
Cuando las cenas estuvieron servidas fue como si estuviéramos desayunando juntos, y cuando me levanté para ir al baño él bromeó, “¡Me estás abandonado!”.
Y le dije, “Volveré”.
Mientras caminaba por el pasillo, varios de los pasajeros me miraron fijamente, especialmente las mujeres. El rumor había viajado rápido en este pequeño vuelo-pueblo. Tal vez, incluso, había algunos escritores de “bloides” (sí, definitivamente había algunos escritores de “bloides”). ¿Habíamos conversado demasiado fuerte? A mí me pareció que susurrábamos. Miré en el espejo mientras orinaba y me pregunté si yo era la persona menos agraciada con que él había charlado alguna vez. Me saqué la blusa e intenté lavarme debajo de mis brazos, lo que era imposible en un baño tan pequeño. Lancé manotazos llenos de agua hacia mis sobacos pero aterrizaron en mi falda; estaba hecha en el tipo de tela que se vuelve más oscura cuando está mojada. Me había metido en una situación realmente grave. Actué rápidamente, me saqué la falda y remojé todo en el lavatorio, luego la retorcí y me la puse de nuevo. La suavicé con mis manos. Ahí estaba. Era todo una gran mancha oscura ahora. Caminé de vuelta por el pasillo, siendo cuidadosa de no tocar a nadie con mi falda oscura.
Cuando Roy Spivey me vio, gritó, “¡Volviste!”
Y reí y me dijo, “¿Qué le pasó a tu falda?”
Me senté y le expliqué todo el asunto, empezando por los sobacos. Él escuchó atentamente hasta que finalicé.
“¿Pudiste, entonces, lavarte los sobacos al final?”
“No”
“¿Están olorosos?”
“Parece”
“Puedo olerlos y decirte”
“No”
“Está bien. Es parte del espectáculo”
“¿En serio?”
“Sí. Mira”
Se aproximó y puso su nariz contra mi polera.
“Están olorosos”
“Oh. Bueno, intenté lavarlos”
Roy se estaba parando, subiéndose sobre mí para pasar al pasillo y hurgueteando en el compartimiento de arriba. Se sentó de vuelta en su asiento de manera dramática, sosteniendo una botella con un dispensador.
“Es Febreze”
“Oh, he escuchado sobre esto”
“Se seca en segundos, llevándose el olor consigo. Sube tus brazos”
Subí mis brazos y con una gran astucia me puso tres dosis de espray debajo de cada manga.
“Es mejor si mantienes tus brazos así hasta que se seque”
Los mantuve. Un brazo extendido hacia el pasillo y el otro brazo cruzando su pecho, mi mano tocando la ventana. Repentinamente se hizo obvio lo alta que era. Sólo una mujer así de alta podía tener esta envergadura. Él miró fijamente mi brazo que cruzaba su pecho por un momento, luego gruñó un poco y lo mordió. Luego rió. Yo reí también, pero no sabía que era esto, esto de morder mi brazo.
“¿Qué fue eso?”
“¡Eso significa que me gustas!”
“Ok”
“¿Quieres morderme?”
“No”
“¿No te agrado?”
“No, sí me agradas”
“¿Es porque soy famoso?”
“No”
“Sólo porque soy famoso no significa que no necesite lo que todos necesitan. Mira, muérdeme en cualquier parte. Muerde mi hombro”
Se sacó la chaqueta, desabotonó los cuatro primeros botones de su camisa y mostró un largo y bronceado hombro. Me acerqué y, algo rápido, lo mordí ligeramente, y luego agarré mi SkyMall de nuevo y comencé a leer. Después de un minuto se abotonó y lentamente agarró su copia de SkyMall. Leímos por media hora.
Durante este rato precavidamente no reflexioné acerca de mi vida. Mi vida estaba lejos de nosotros, en un departamento naranjo-rosado. Ahora parecía que nunca tendría que volver. La sal de su hombro zumbaba en la punta de mi lengua. Tal vez nunca me pueda parar en medio del living y preguntar qué hacer a continuación. A veces me paraba por dos horas, sin poder generar suficiente velocidad para comer, para salir, para limpiar, para dormir. Parecía improbable que alguien recién mordido y que había mordido a una celebridad tuviese este tipo de problema.
Leí acerca de aspiradoras diseñadas para succionar insectos del aire. Aprendí sobre toallas con auto calefacción y piedras falsas para esconder las llaves de la casa. Estábamos comenzando a aterrizar. Ajustamos los asientos y las mesitas. Repentinamente Roy Spivey se dio vuelta y dijo, “Oye”.
“Oye”, dije.
“Oye, lo pasé bien contigo”
“Yo también”.
“Voy a escribir un número y quiero que lo protejas con tu vida”
“Ok”
“Si este número telefónico cae en malas manos tendré que conseguir alguien que cambie la línea. Y eso es un gran dolor de cabeza”
“Ok”
Escribió el número en una página del catalogo de SkyMall y sacó la hoja y la puso en mi palma.
“Es la línea personal de la nana de mi hijo. Las únicas personas que pueden ocupar esta línea son su novio y su hijo. Ella siempre responde. Así, siempre te podrás contactar. Y ella sabrá dónde estoy”.
Miré el número.
“Le falta un dígito”
“Lo sé, quiero que te memorices el último número, ¿ok?”
“Ok”
“Es cuatro”
Apuntamos nuestras caras a la parte delantera del avión y Roy Spivey gentilmente tomó mi mano. Yo todavía sostenía el papel con el número, así que él lo sostenía también. La situación era agradable y simple. Nada malo me podría pasar mientras estuviera sosteniendo manos con él, y cuando me hubiese dejado yo tendría el número que termina en cuatro. He querido un número así toda mi vida. El avión aterrizó lentamente, como una línea trazada fácilmente. Roy me ayudó a llevar mi bolso de mano desde el compartimiento; la escena se vio obscenamente familiar.
“Mi gente me va a estar esperando afuera, entonces no podré decir adiós debidamente”
“Lo sé. Está bien”
“No, no lo es. Es una burla”
“Pero lo entiendo”
“Ok, esto es lo que haré. Justo antes de que me vaya del aeropuerto voy a acercarme a ti y diré, ‘¿Trabaja acá?’”
“Está bien. Realmente lo entiendo”
“No, esto es importante para mí. Diré, ‘¿Trabaja acá?’ Y entonces tú dices tu parte”
“¿Cuál es mi parte?”
“Dices, ‘No’”
“Ok”
“Y yo sabré que te refieres. Nosotros dos vamos a saber el significado secreto”
“Ok”
Nos miramos los ojos de una manera que decía que nada importaba tanto como nosotros. Me pregunté si mataría mis padres para salvar su vida, una pregunta que me he hecho desde los quince. La respuesta siempre solía ser sí. Pero a través del tiempo todos esos chicos se habían desvanecido y mis padres aún estaban acá. Estaba menos y menos dispuesta a matarlos por cualquiera; de hecho, me preocupé por su salud. En este caso, de todas maneras, tenía que decir sí. Sí, lo haría.
Caminamos por el túnel entre el avión y la vida real, y entonces, sin mucha vista por donde iba dirigiéndome, desapareció.
Intenté no buscarlo en la parte donde se recoge el equipaje. Él me encontraría si así lo quisiera. Fui al baño. Saqué mi bolso. Bebí de la fuente de agua. Vi niños pegarse entre ellos. Finalmente, dejé mis ojos arrastrarse sobre todos. Estaban todos los que no eran él, cada uno de ellos. Pero todos ellos sabían su nombre. Aquellos que eran talentosos en el dibujo podrían haberlo bocetado de memoria, y todos ciertamente podrían haberlo descrito, si ellos hubiesen tenido que decir a una persona ciega, el ciego sería el único que no sabría cómo era. E incluso el ciego sabría el nombre de su señora, y unos pocos hubiesen sabido el nombre de la tienda donde su señora compró camisetas de lavanda y unos shorts que jugaran con esas camisetas. Roy Spivey estaba tanto en ninguna parte como en todas partes. Alguien me golpeó en mi hombro.
“Perdone, ¿trabaja acá?”
Era él. Excepto que no era él, porque no había voz en sus ojos; sus ojos estaban mudos. Rov actuaba. Dije mis líneas.
“No”
Una joven muchacha del aeropuerto apareció a mi lado.
“Yo trabajo acá. Yo puedo ayudarle”, dijo con entusiasmo.
Roy pausó por una fracción de segundo y luego dijo, “Excelente”. Esperaba ver qué iba a inventar para la situación, pero la muchacha del aeropuerto me fulminó con la mirada, como si yo estuviese fisgoneando, y luego dejó sus ojos sobre él, como si ella lo estuviese protegiendo de gente como yo. Quería gritar, “¡Era un código! ¡Tenía un significado secreto!” Pero sabía cómo se vería algo así, por lo que caminé.
Esa tarde me hallé sentada en medio del piso del living. Me había cocinado y comido la cena, y luego tenía la idea de limpiar la casa. Pero cuando iba camino a agarrar la escoba, tuve un antojo que se unió con el vacío de la sala. Quería ver si podía empezar de nuevo. Pero, por supuesto, sabía cual sería la respuesta. Mientras más estaba parada, más me tenía que parar. Era intrincado y exponencial. Se veía como si no estuviese haciendo nada, pero realmente estaba ocupada como un científico o un político. Calculaba la estrategia de mi próximo paso. Y que mi próximo paso fuese siempre no moverse, no hacía las cosas más fáciles.
Dejé ir la idea de limpiar y sólo esperé irme a dormir a una hora razonable. Pensé en Roy Spivey en la cama con la Señora M. Y luego recordé el número. Lo saqué de mi bolsillo. Roy lo había anotado cruzando la foto de unas cortinas rosadas. Éstas estaban diseñadas de una fábrica que originalmente diseñaba artefactos para lanzamientos espaciales; cambiaban el peso de las cortinas en reacción a la fluctuación de la luz y el calor. Murmuré todos los números y luego grité el faltante fuerte. “Cuatro”. Se sentía riesgoso e ilícito. Chillé, “CUATRO”. Y me moví fácilmente por la sala. Me puse mi camisón, me lavé los dientes, y me fui a la cama.
A través de toda mi vida he usado el número varias veces. No el número telefónico, sino el cuatro. La primera vez que conocí a mi esposo, solía susurrar “cuatro” mientras teníamos relaciones sexuales porque era bastante doloroso. Luego supe de una pequeña operación que podía tener para agrandarme. Susurré “cuatro” cuando mi padre murió de cáncer al pulmón. Cuando mi hija se metió en problemas en México dios sabe haciendo qué cosa, me dije “cuatro” a la vez que le daba el número de mi tarjeta de crédito a través del teléfono. Lo cual fue confuso (pensando un número y diciendo otro). Mi esposo bromea acerca de esto, de mi número de la suerte, pero nunca le he dicho acerca de Roy. Nunca se debe sobreestimar la capacidad de un hombre de sentirse amenazado. Una no tiene que ser demasiado hermosa para magnetizar hombres. En una junta con mi curso de la secundaria apunté a un profesor por el cual alguna vez me sentí atraída, y hacia el fin de la velada este profesor y mi marido se peleaban en el estacionamiento del hotel. Mi esposo dijo que era por problemas sobre discriminación racial, pero yo sabía. Algunas cosas son mejores dejarlas de lado.
Esta mañana, limpiaba mi caja de joyas cuando encontré un trozo de papel con cortinas rosadas. Pensé que lo había perdido hace tiempo, pero, no, ahí estaba, doblado y debajo de un clavel seco y al lado de algunas imprácticas y pesadas pulseras. No había susurrado “cuatro” en años. La idea de suerte me hizo sentir un poco agotada, como una Navidad cuando una realmente no está de buen humor.
Me paré cerca de la ventana y estudié a la luz la escritura de Roy Spivey. Roy estaba viejo ahora –todos los estamos– pero seguía trabajando. Tenía su propio programa en la televisión. Ya no era un espía; interpretaba el papel de padre de 12 chicos bribones. Reflexioné que había perdido el hilo de todo este asunto. Él quería que lo llamara. Miré fuera de la venta; mi esposo estaba en la entrada de la casa aspirando el auto. Me senté en la cama con el número en mis piernas y el teléfono en mis manos. Marqué los números, incluyendo el invisible que me había guiado durante toda mi vida. Estaba fuera de servicio. Por supuesto: ya no funcionaba. De hecho fue absurdo haber pensado que todavía era la línea privada de su niñera. Los hijos de Roy Spivey habían crecido hace tiempo. La niñera estaba trabajando para otros, o tal vez le había ido bien (se inscribió en una escuela de enfermeras o negocios). Bien por ella. Bajé la vista para ver el número y sentí una oleada por esta pérdida. Muy tarde. Había esperado mucho tiempo.
Escuché el sonido de mi esposo golpeando el tapete del auto. Nuestro viejo gato se enredó en mis piernas en señal de querer comida. Pero no podía pararme. Pasaron minutos, casi una hora. Comenzó a oscurecer. Mi esposo, abajo, se preparaba un trago y yo estaba apunto de pararme. En el patio los grillos rechinaban y yo estaba apunto de pararme.
Traducido por Antonio Díaz Oliva
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