—Somos un solo cuerpo. Mi mano es tu mano; mis ojos, tus ojos. ¿No lo sientes también así? Empiezo a creer que marido y mujer son una persona.
—Nada sabemos el uno del otro.
—Yo te lo he dicho todo. La vida no es ese conjunto de sucesos extraordinarios. No te aburriré con mis recuerdos de guerra; la verdad es que no son muy interesantes.
—Hablame de ti, únicamente de ti.
—¿De mí? Muy bien. Voy a contarte la cosa más terrible que me ha ocurrido. Jamás desde entonces he vuelto a sentir tal terror, tal tentación, tal pavor. Recuerdo cada una de las palabras, todos los reflejos de luz, las partículas de polvo. Tenía entonces ocho años... En nuestra casa no eran muchos los objetos bellos. Había un casco de obús en la mesa de la sala. Esa fue la única cosa hermosa que tuvimos. Durante muchos años...
—¿Un casco de obús?
—Ni siquiera sé cuál es el nombre apropiado... De cualquier modo, era la cubierta o funda de un proyectil de obús. La llamábamos la bomba. Era de cobre, brillantemente pulido; permaneció siempre sobre la mesa. En un extremo tenía una abolladura producida por el disparo. Era el casquillo de una bala de artillería utilizada en la primera Guerra Mundial. En la segunda ya no se fabricaron estas balas hechas con metales no ferrosos. En la anterior se podían dar el lujo de balas costosas; de cualquier manera no se había inventado aún una aleación más barata para sustituir el cobre. Siempre he confundido el cobre con el bronce. Siempre hemos dicho moneditas de cobre, aunque seguramente eran de latón o de estaño. En invierno, mi madre adornaba aquel casco de obús con flores de papel rizado. La vida era difícil después de la primera guerra. Nosotros éramos pobres. Fueron necesarios casi diez años para que mi padre pudiera comprar un gran espejo ovalado. Antes habíamos tenido sólo uno cuadrado, que colgaba en la pared de la cocina. En la habitación siempre sombría, jamás daba el sol. Sé que había árboles frente a la casa, aunque no los recuerdo. Por las noches, mi madre se sentaba en la sala y zurcía. En ocasiones, de vez en cuando, mi padre leía el periódico. Había una lámpara de aceite en la mesa. La mesa quedaba iluminada, pero todos los rincones de la habitación se sumergían en la penumbra. En las paredes se deslizaban las sombras. Enormes manos. Cabezas. Un día, al abrir la puerta, advertí un objeto en la mesa. Era parecido a un gran huevo. No me fijé en el obús, supongo que ya lo había olvidado. Me acerqué a la mesa, y comencé a mirar aquel vaso. Era blanco, luminoso y casi transparente, de cuerpo abultado y brillante. Extendí la mano, pero al escuchar los pasos de mi madre, la retiré inmediatamente. Mi madre me preguntó con una sonrisa:
—¿No es verdad que es muy hermoso? Pero no lo toques, no vayas a moverlo. Es un vaso de porcelana. Muy caro. Tu padre seguramente va a enojarse conmigo por haberlo comprado. Pero nuestro cuarto se ve ahora mucho mejor.
—¿Para qué es? ¿Es un florero?
—No —dijo mi madre—, no es para flores.
—¿Para qué, entonces?
—Para nada. Sencillamente es hermoso, tiene una forma preciosa. Sirve sólo de adorno; pero no lo toques, por favor.
—¿Por qué?
—Porque las cosas hermosas no se tocan —dijo mi madre, y salió.
Continué observando el jarrón de porcelana un buen rato. Era la primera cosa hermosa que había en nuestra casa, que no tenía una función especial y que se resumía en su propia forma. Naturalmente había sillas, mesas, utensilios, platos, cucharas, una cubeta, un espejo, un reloj, una plancha, una estufa, un molino de carne... Pero todos aquellos objetos servían, cumplían una función determinada. Aun el casco de obús había sido en otra época un proyectil. En cambio, aquel hermoso vaso no tenía ninguna utilidad. Nunca había sido otra cosa. En realidad no era propiamente un vaso. No se podía llenar de agua y poner flores en él. Era bello por sí mismo. Sin flores. Había aparecido en nuestra casa de repente. Mi madre jamás había hablado de que deseara comprar un vaso. El espejo y la nueva mesa fueron discutidos durante meses: decían que había que comprarlos, que no teníamos suficiente dinero por el momento y cosas por ese estilo. Pero el vaso apareció como por arte de magia. Como un huevo puesto por un ave gigantesca y desconocida. Casi todos los objetos de nuestra casa eran cuadrados, angulares. Un día me encontraba solo en el apartamiento. Me acerqué a la mesa y contemplé el vaso. Luego extendí la mano y lo acaricié. La superficie era fría. Fría, a pesar de qua hacía calor. Lo que mejor recuerdo es la luz del vaso. La luz en la habitación era semejante a la que existe bajo la fronda de un gran árbol. Mortecina, como reflejada en un pozo, verdosa, huidiza. Como si el agua fluyera a través de los muros. El vaso permanecía en medio de este mundo. Lo acaricié suavemente con los dedos. Palpé delicadamente su fría superficie. Puse la mano en él y sentí en la palma su convexidad, su redondez. Era como si estuviese modelando una bella forma. Mantuve la mano sobre el vaso, y después de un buen rato sentí cómo se calentaba la superficie. Retiré la mano y me dirigí a la cocina donde guardaba mis soldados de plomo en un cajón bajo la mesa. Los coloqué en columnas. Pero el juego no logró entretenerme. Los volví a meter en la caja y regresé a la sala. Puse el oído sobre el vaso y lo golpeé delicadamente. Una, dos veces. Ya no me sentía solo en el cuarto. Antes había estado solo, pero ahora estaba con el vaso, aquel objeto extraño en nuestra casa. Adornaba la sala sin servir para ningún propósito especial. Todos los objetos, muebles, cuadros, se relacionaban con nosotros y entre sí por lazos invisibles. Como venas que conducen la sangre. El vaso, en cambio era algo único. Al margen de todo lo existente. ¿Era realmente bello? Ahora ya no lo sé. Pero ni siquiera entonces me parecía bello. Era misterioso, ajeno. Algo no de nuestra casa. Mi sentimiento hacia él era igual al del salvaje que adora un ídolo. Una figura milagrosa llegada del cielo. Y sobre todo, era intocable. Pero debe haber sido bello, pues recuerdo la cara de mi madre cuando dijo:
—¿No es verdad que es muy hermoso?
Y hablando con mi padre, le había dicho ese mismo día:
—Adorna la sala mejor que el mueble más fino.
Pasaron varias semanas. El calor llegaba de la estufa de carbón, encendida de la mañana a la noche. Era ya invierno. Los charcos estaban cubiertos con capas de hielo. Los rompíamos con piedras o con los clavos de nuestras botas. El hielo se quebraba, y blancas líneas como cabellos aparecían en la superficie. Ampollas de aire fluían en las ventanas como en los tubos de cristal de un alambique. Un día se me inflamó una amígdala y no fui a la escuela. Permanecí en cama, leyendo una historieta ilustrada en papel color de rosa... Bueno, no del todo rosa, pero de un tono bastante parecido. Seguía yo con la mirada las peripecias de La mosca; pero con los ojos de la imaginación contemplaba el vaso en la mesa. Permanecía allí extraño, perfecto e intocable. Aunque no había nadie en casa, me acerqué sigilosamente, de puntillas. Irrumpí en el silencio en que el vaso se envolvía como entre algodones. Tiré del mantel y el vaso se tambaleó. Tiré más fuerte. El vaso cayó de lado. Había algunos periódicos en la mesa. El vaso rodó unos cuantos centímetros y se detuvo en el borde. Desde su interior brillaba el azul. Sabía lo que iba a suceder. Estaba terriblemente, asustado. Comencé entonces a rezar: "Ángel Santo de mi guarda, mi dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día"; pero algo me impulsaba, y volví a tirar del mantel. Ahora ya no creo en él, pero entonces fue el demonio quien se me apareció; fue el demonio quien movió mi mano y me hizo tirar del mantel. Yo realmente no quería hacerlo. Pude aún, en el último momento, detener el vaso, pues giró sobre su eje y muy lentamente cayó al suelo. Sí, cayó muy lentamente; pude haberlo detenido en el aire... Pero el demonio me sujetó las manos. Ahora puedo ya reírme. Esa vez fue la única que el "demonio" logró tentarme. A partir de entonces, siempre que he pecado lo he hecho por mi cuenta...
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