Entra, dice:
—¿Qué es eso que hay ahí afuera, Don Arispe? —y el hay y el ahí sonaron igual, aunque ahora no, mientras se saca el sombrero, y se pasa la mano por la frente, y de eso se le ve el sudor.
Sería invierno. Esperábamos, mirando hacia el campo.
Arispe esperaba a lápiz, a cuenta de la cosecha.
—Esta es una de cuatro estaciones —tartamudeó El Francés que ya venía, señalando la libreta en que Arispe anotaba, y en seguida, y sobre todo, a los vasos, las botellas, a las botellas—, una planta ¿no, Don Arispe?
El que recién había vuelto no aguantó más. Ahí afuera había algo, y que qué era, volvió a decir.
—Ahí afuera hay algo —dijo después de decir eso— y yo dije qué era eso, y lo vuelvo a decir —dijo, y Benítez, el pintor, que casi nunca viene, lo paró con la mano.
—No repita lo que ya es repetido —dijo—, no es el único que vuelve y se da cuenta de que hay algo que es la primera vez que ve.
—Cierto —dijo el hombre que había vuelto—, pero además sé que son sombras, cosa que a lo mejor usted no supo la primera vez que las vio.
—Tardé en verlo —le dijo el otro, con la vista en lo alto—, porque yo nunca entro mirando el suelo.
—La puta que entra a entrar temprano —se apuró el que había llegado después de cinco años, y había matado una mujer, por celos—, si las sombras están como a cien metros de acá.
—Cada tanto hay que mirar por donde se pisa —dijo Arispe y miró hacia afuera—. Mierda, desde que no viene la Mariana, por acá no aparece una mujer.
A la Mariana la había matado ese hombre, el que venía de llegar. Parecía alta; era triste, había tenido el pelo más negro de por acá. Y a veces pueden pasar esas cosas, tan simples. Cuando la Mariana entraba, algo nos hacía temblar de adentro, y el cuerpo de ella temblaba manso, apretado. Tan simples como que la mató.
—Debe ser por las sombras esas —dijo el que había llegado. Estaba afeitado y blanquito, de traje y cinturón. Un cinturón que había sido más largo; un traje marrón o azul. La valijita que había dejado al lado de la puerta, de cartón. Se le veía el cuchillo.
—Puede que sea —dijo Benítez—, puede ser.
—Que me lo expliquen —dijo el hombre.
—Acá nadie explica lo que ya está—, se le rió Arispe.
—Entonces que me lo cuenten —dijo el hombre, y se apoyó en el mostrador.
Todos nos quedamos callados; cómo va a explicar uno así nomás que hayan quedado esas sombras ahí, en el pasto, copiando la última parte de lo que pasó una vez, en serio, entre los dos hombres que habían salido a tirar la taba. Sombras quietas: la de este lado, la del forastero, llevándose la mano al cuchillo; la del otro lado, la del Moro, con el brazo al que se le había ido la mano en el aire, y la sombra del cuchillo naciendo en la sombra de la mano que le quedaba.
—¿Por qué mejor no hablás de Sierra Chica? —le dijo Arispe, y el hombre se apretó el saco, como si lo hubieran despertado—. En cinco años hay mucho para pensar.
—Sí, pensé —dijo el hombre, y se quedó pensando.
Mariana estuvo ahí un rato, entre nosotros. Pasó entre las mesas, miró al hombre que la había matado, siguió de largo, se vino hasta el fondo.
Entonces me levanté. Su recuerdo me había enredado como antes me enredaba su pelo, así que me levanté. El hombre estaba diciendo:
—Pero esas sombras son de una pelea —y miró a Arispe—. ¿De una pelea que no se hizo?
—De una que no terminó —dijo Arispe.
Ahí le puse una mano en el hombro, al hombre. Todos nos miraron. Iba siendo una tarde más bien tranquila. Le dije:
—Venga, que le voy a explicar.
No lo hizo ni un gesto, apenas se abrió el saco. Pedí, con la mano, que no nos siguieran. Arispe se quedó en la puerta del boliche, nada más. Le conté, mientras caminábamos, la historia del Moro y de aquel forastero, y lo de la taba. Me dijo que él no era forastero.
—A lo mejor —le dije—, el forastero soy yo.
—No me ande diciendo Moro —me dijo—, que es un pelo que nunca me gustó.
La tarde era clarita, todavía; esas tardes metálicas del invierno, siempre un poco hundidas, allá por el río.
—De pelos —dije, por la Mariana, claro—, mejor ni hablar.
Ahí seguían las sombras, como todos esos años. Igual a unos veinte metros una de otra, bien marcadas en el pasto, con los pies al lado de donde veníamos. En cuanto les pusimos las botas encima, sobre las sombras de las botas, ya empezaron a moverse, temblaron. Despacio, fueron caminando una hacia la otra, despacio. Las vi hasta que se encontraron, casi hasta que los dos brazos se cruzaron en el aire.
Después, cuando volvía, pensé que yo siempre había pensado que iba a ganar la otra sombra, no la que yo había pisado. También pensé que lo mismo, sin la Mariana, nada era peor ni mejor.
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