Imagino que hubo un tiempo en que escribía. Que no era esta calma incómoda y este hecho siempre. Supongo, también, que algo de lo que hice entonces pudo tener algún valor literario. Sé que me esforzaba menos y conseguía más. Hoy, cuando le pregunté si no era así antes, Miguel Ángel hizo que sí con la cabeza.Y es que Miguel Ángel vino acá hoy dia. Llevaba una casaca de cuero y mordía un mondadientes. Nada nuevo. Yo le hablé de lo único que en estos días sé repetir –de mi literatura imposible-. No tomamos, la botella nos esperó intacta al lado. Estoy seguro de que él me escuchaba con cansancio, como quien se observaba hastiado en el espejo: pero no me importó repetirme frente a él. En realidad, los dos hemos aprendido a tolerarnos; yo acepto sus ocurrencias, él las mías. Sospecho que lo nuestro tiene poco de amistad y más de costumbre. Antes de irse me dejó el borrador de un cuento que está empezando. No lo he leído, aún, ni lo pienso leer.Pienso en que estoy pensando y en cuán inútiles son mis esfuerzos por sacudirme este letargo. También en que le estoy robando tiempo a escribir (en un sentido más feliz del término), aplazándolo para un después que estoy seguro no va a llegar existe un argumento que ideé hace muy poco y creí me sacaría de este estado. Es bastante simple: un profesor está dictando una clase en un aula amplia –debe ser enorme y situarse en un piso alto-, de pronto un alumno se levanta y salta por una de las ventanas. Los estudiantes observan esto sorprendidos pero quietos. Entonces la historia se me escapa. Concebí, primero, narrarla desde el estupor del profesor; que poco a poco fueran saltando todos y él, finalmente, se les sumara. Luego encontré más conveniente que fuese un alumno el que viera con temor todo esto y decidiera no unirse –había una ventaja en esta perspectiva: la imagen del profesor impávido antes los hechos. Al final decidí no escribir nada. El cuento, si lo era, no pretendía más que un misterio insatisfecho y a lo más la presentación de una anécdota. Era, en suma, una historia de escasa importancia que me dejaría sólo el mal sabor de la prosa operativa.Yo ya no paseo, bailo o me desvivo por el fútbol, ni, en general, creo hacer nada de lo que muchos hacen. Con el tiempo he sentido decaer en mí todo aquello que antes me entusiasmaba y me acercaba a los demás. Pero tampoco siento que me distinga a ellos. A veces río sin motivo o miro aburrido a las personas. Otros momentos, inmensos aún, me gusta recordar a esa mujer que aún no he conocido, por donde íbamos y nuestros odios comunes. Su sonrisa, su voz, su risa nerviosa aunque es más cierto que ahora me resulta más difícil crear su recuerdo y, antes, me doy de frente con el silencio de una avenida o un ómnibus semivacío.Si algo tampoco comprendo, es eso que son los recuerdos yo, propiamente, no los tengo, me siento solo. De este lado de las cosas, mi vida es antes la suma incoherente de imágenes que la memoria de historias. Recuerdo una lluvia feroz en Pimentel, unos labios, dos niños muy distintos jugando, un vendedor de dulces, una avenida de Lima – de noche-, una cabellera negra y la música roja de una canción de los Beatles. No me explico, en muchos casos, por qué no olvido todo eso menos, cómo alguien puede sobre vivir sólo con esos retazos y cómo poder escribir a partir de ellos. De repente es que no acepto morir y es como buscarse la cara haciendo un gesto.No sé si escribo, si divago, si me espero. Si esto es un cuento o qué. Cuando empecé me pareció adivinar una dirección, incluso un motivo: un tópico recorrido y hasta atractivo como el de la angustia ante la página en blanco. Así creí que algo podía llegar. No obstante, mis deficiencias me han llevado a una enumeración inconexa y retórica, y una redacción aparatosa, que ni siquiera me describe bien...A Miguel Ángel le hablé hoy de los siempre y estoy seguro de haberlo aburrido. Miraba por la ventana, se rascaba la palma de la mano. Me habló del método Stanislavski de actuación (mencionó a Lee Strasberg). Encuentra el sentimiento, reprímelo y luego representa, dijo casi con esas palabras. Miguel Ángel es un hijo de puta y no sabe nada de nada. Cuando bebemos nos quedamos callados. Él fuma, sonríe imbécil. También me ha contado que se siente repetirse en cada historia, que sus cuentos están contando todas las veces lo mismo. Y me mira, como si se mirara a sí mismo, y sonríe con maldad. Me dice luego, como si revelara un secreto: no puedo contigo. No existes y te estoy escribiendo para librarme de mí y de la nada. Eres un reflejo mío que distorsiono mal, un cuento que ni siquiera empiezo y sólo detengo. En cuanto deje de crecer en ti, esto terminara. Y deja de sonreír.
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